jueves, 25 de julio de 2024

El que menos sabe

Primero nos contó cómo vivía un topo; luego fue el que desordenaba, el sigiloso; nos habló también de los pormenores, de la vida mitigada, de la belleza de lo pequeño y del murmullo del mundo, se preguntó para qué servían los charcos, y acabó reuniendo sus perplejidades en una poesía completa que se titula, reveladoramente, En otro orden (Dilema, 2019). Hoy subraya su apartamiento del conocimiento fútil y la bambolla social, y se presenta como El que menos sabe. Tomás Sánchez Santiago (Zamora, 1957) ha hecho de la atención a lo que palpita a su alrededor, a lo pequeño e inmediato, a lo humilde y hasta anodino, pero henchido de dignidad callada, de enjundia existencial, la razón de su mirada y el motor de su poesía. En El que menos sabe insiste en la contemplación de una cotidianidad de silencio y recogimiento («vivir a solas / y sin ruido»), poblada de menudencias y sombras. Sánchez Santiago conversa con la cercanía, escruta las afueras, las orillas, y asienta su patria en una poquedad que «tiene la escasa estatura de lo inadvertido / y cabe en el relámpago de los parpadeos». El poeta mira lo que no suele merecer el privilegio de la mirada. Y, con su pupila querenciosa y exacta, con avidez sosegada, desvela la verdad que contienen los objetos, el dobladillo de las conversaciones, las inflexiones de la luz. El que menos sabe es una proclama moral: la reivindicación de una vida que se nutra, que extraiga la sustancia del ser, horacianamente, no de las fanfarrias mentirosas, sino de lo próximo y delicado, de lo impuro y mejor.

Pero El que menos sabe trasmina también una sensación de derrota, de final de camino. La muerte, más presente, más cercana hoy, sobrevuela los actos del libro y sus palabras atardecidas, y el poeta le da cuerpo —como hace con toda realidad abstracta— con imágenes de una tangibilidad dolorosa: en un poema, obra «antes de que las últimas mondas del día / me reclamen, me vengan a buscar / y a hacerme sitio / allí / donde la luz no cabe»; en otro se va «haciendo más turbio y diminuto, caminito de la muerte». Eso es la poesía, en efecto: lo que decimos mientras caminamos hacia la muerte, y porque sabemos que caminamos a ella, como ha escrito Gamoneda. Sánchez Santiago reúne recuerdos de tiempos asimismo perecidos: el del niño que fue en una pequeña ciudad de provincias y el de la «liturgia comercial» que hubo de practicar hasta que pudo abandonar aquella edad sumisa. El que menos sabe tiene mucho de autobiografía. Una serie de cinco poemas de la primera parte, «Almanaque desconcertado», hilvana aquellos momentos de una infancia remota, empapados de melancolía. Por su parte, la tercera y última sección del libro, «Quieta casa ya», constituye una conmovedora elegía a la madre muerta. Se compone solo de dos poemas, y no necesita más: el primero, un sucinto conjunto de poemas en prosa, con estructura de diario, que narran el estremecedor trance de la entrada y el vaciado de la casa de la madre fallecida; y el segundo, la nana que el hijo le canta a su madre.

Tomás Sánchez Santiago ha escrito un libro mayor, cuya dicción encendida convive con el desengañado entendimiento de lo que se desvanece.

[Este artículo se publicó en La Sombra del Ciprés, suplemento cultural de El Norte de Castilla, el 18 de mayo de 2024, con el título «La ignorancia redentora»]

viernes, 19 de julio de 2024

La necesidad de creer en algo superior

Si nos paramos a contarlos (en el caso de que queramos practicar este ejercicio agotador y, al menos para mí, también descorazonador), veremos que la mayoría de las personas a nuestro alrededor —y, de hecho, la gran mayoría de la humanidad— cree en mundos que están más allá de este, tanto físicos como espirituales. La religión (entendida, como la define Ambrose Bierce en su impagable Diccionario del diablo, como “hija de la Esperanza y el Temor, que vive explicando a la Ignorancia la naturaleza de lo Incognoscible”), en sus múltiples revestimientos y manifestaciones, lleva siendo, desde hace milenios, la principal suministradora de realidades sobrenaturales a los humanos, aunque siempre haya convivido con otras modalidades de la superstición, que, en nuestros tiempos, y pese al predicamento que ha adquirido la ciencia, se han endurecido y multiplicado. Cualquiera puede comprobar, con una breve navegación por Internet, la presencia y proliferación de toda suerte de ideologías espiritualistas —llamémoslas así— que predican la existencia de dioses, universos paralelos, mundos ultraterrenos, seres superiores, energías cósmicas, extraterrestres, ánimas vagabundas, criaturas mágicas, civilizaciones ocultas y un largo etcétera de entidades invisibles, inmateriales e inverificables, pero, pese a ello, irrefutablemente ciertas para quienes creen en ellas. Pero este festival de doctrinas fabulosas no es una mera realidad digital, sino que se extiende a nuestra vida cotidiana y, a menudo, a nuestro propio círculo de allegados. No creo que haya nadie, hoy en día, que no conozca a alguien, entre sus amigos y familiares, que no comparta alguna o varias de estas creencias. Yo miro en mi círculo personal —compuesto, en general, por personas cultas e inteligentes— y, sin escudriñar demasiado, constato la presencia de no pocos que creen en Dios (la superstición más consolidada, que se tiene desde hace mucho por normal y que presta incluso un aura de respetabilidad a quienes la comparten); de algunos que están convencidos de que los extraterrestres construyeron las pirámides, o de que penetran en nuestro cerebro y se comunican felizmente con quienes están dispuestos a recibir su mensaje alienígena (la fe es muy importante en todos estos sistemas: siempre llega un momento en que se afirma que “para entenderlo, hay que creer”), o de que han abducido a un pariente o al pariente de un amigo; de algunos más que creen en la reencarnación, y en los viajes astrales, y en las experiencias después de la muerte; y de otros, en fin, que se ponen en manos de guías espirituales, intérpretes de una sabiduría cósmica, y que gobiernan su vida de acuerdo con sus dictados. Sé que todas estas búsquedas de una razón ontológica fuera de nuestro mundo tangible tienen mucho que ver, si no todo, con la necesidad de consuelo del ser humano. Necesitamos algo que nos dé sosiego, que nos permita considerarnos parte de un conjunto benigno y acogedor (no como nuestra triste realidad cotidiana y nuestras aún más tristes sociedades planetarias, tan deslavazadas y hostiles), que apacigüe la angustia extrema de la muerte y el no ser, que justifique nuestra incomprensible existencia. Y ello con independencia de que ese “algo” sea cierto o no. Nosotros lo creamos, y así se hace cierto para nosotros; con eso nos basta. Hace poco, vi un reciente e interesantísimo debate público entre Richard Dawkins, biólogo evolutivo y etólogo, y uno de los más destacados representantes del llamado “nuevo ateísmo”, y Ayaan Hirsi Ali, escritora y activista antiislámica, que había militado en ese nuevo ateísmo hasta que, a finales de 2023, decidió convertirse al cristianismo. En este debate, Ali explicaba esa conversión por razones, digamos, prácticas, esto es, por su utilidad: la había ayudado a superar una profunda depresión para la que no encontraba remedio y, lo que era aún más importante, le proporcionaba un conjunto de creencias que llenaba el vacío moral al que conducían las tesis ateas. Para ella, el ateísmo niega, pero no afirma nada: no suministra al hombre las certezas que le permiten sobrevivir en este mundo y sentirse satisfecho con la vida que le ha sido dada; es más, las destruye. Me sorprendió que Ali no alegara razones, digamos, superiores o espirituales —aunque su posición encaja en lo que antes he llamado “ideologías espiritualistas”—, sino meramente funcionales: hay que creer no porque Dios exista, ni porque sea cierto lo que predica el judeocristianismo (o cualquier otra religión), sino porque hacerlo nos ayuda a combatir la soledad y el sufrimiento, es decir, porque es física y moralmente analgésico. Dawkins replicaba a esto, con toda la sensatez del mundo, a mi entender, que no discutía el derecho de Ali, y de todos, a hallar consuelo en la fe —de hecho, se alegraba de que su amiga Ali lo hubiese encontrado—, pero que para él era más importante vivir de acuerdo con la verdad, y que no era verdad que los muertos resucitaran, ni que las vírgenes parieran, ni que alguien pueda ser uno y trino a la vez, ni que un pez se vuelva mil peces y un pan, mil panes, entre la infinidad de absurdos —theological bullshit los llamaba, en concreto— y crueldades (como que la única forma que había tenido Dios de redimir a la humanidad que él mismo había creado hubiera sido mandar a su hijo para ser asesinado en la cruz) que constituyen la doctrina cristiana. La misma posición no esencialista sino utilitarista de Ali mantienen muchos de los amigos que tengo que creen en realidades sobrenaturales. Uno que, como ella, se encontraba sumido en una devastadora depresión, halló la salvación en la tutela espiritual de un par de maestros espirituales que lo transportan periódicamente a las regiones etéreas. Y otro me dijo en una ocasión que, como no creía en Dios, tenía que creer en los extraterrestres. Es ese “tener que” el que me desconcierta. ¿Por qué gran parte de los seres humanos sienten la necesidad ineludible, casi la obligación, de creer en algo superior? ¿Por qué no les basta esta humilde, prosaica y frecuentemente triste, pero a la vez irrevocablemente nuestra, realidad inferior? ¿Por qué quieren escapar de lo que les rodea, de lo que los define? Yo nunca he sentido esa necesidad. La mía ha sido siempre la de entender —o más bien aceptar, porque entenderlas es casi imposible— la frágil condición humana y el insondable laberinto de la naturaleza. Y con eso, creedme, he estado —y sigo estando— más que entretenido. Ambas son cosmos abstrusos y a menudo impracticables. La psique y la conciencia humanas son abismos plagados de agujeros negros, de poderes potencialmente letales, de zonas tan inexploradas como la fosa de las Marianas. Y la naturaleza es otro pozo sin fondo de preguntas que acaso no tengan respuesta, de fuerzas indescriptibles y sombras interminables. Ambas, la conciencia y la naturaleza me interrogan y me desafían, y ambas constituyen el único (e infinito) diálogo que podemos entablar, a mi juicio, con un mundo al que no hemos pedido venir, pero nos han traído, y del que no queremos irnos, pero nos van a expulsar. Su dificultad y su hondura son tales que no necesito más; no me hace falta recurrir a expedientes divinos o alienígenas: tengo suficiente con convivir con mis semejantes, los que están aquí abajo, enfrascados en esta brega diaria con el ser, y conmigo mismo, lleno de oscuridad e incertidumbre, algo aún más arduo, y con experimentar la fascinación del mundo natural, sensorial, mensurable, que me deslumbra con los procesos de la vida y con la infinita poesía de la materia, a la que la evolución ha hecho inteligente. En las raras ocasiones en que me avengo a hablar de estos asuntos —porque he comprobado que la exposición de mis opiniones suele ofender a mis interlocutores—, me suelen tachar de materialista y, aquellos con alguna formación filosófica, de monista (bueno, ellos son idealistas y dualistas), sambenitos a los que acostumbran a añadir el más infamante de todos: que no creo en nada. No es así: yo creo en muchas cosas, pero todas relacionadas con el hombre y con la naturaleza, no con instancias esotéricas o celestiales: el amor, la amistad, la justicia, la solidaridad, la literatura, el arte, la lealtad, la compasión, Monica Bellucci, una buena fabada. En lo que no creo, ciertamente, es en las hadas, en los Reyes Magos (aunque confieso que de estos fui un devoto hasta los nueve años) o en un Ser Supremo, sea cual sea, aunque reconozco que, de hacerlo, viviría mucho más tranquilo, como seguramente hacen quienes me tachan de no ver más allá de mis narices, que ya se han provisto de todas las respuestas, aunque sean disparatadas. Porque eso es lo que significa, para ellos, ser materialista: que careces de la perspicacia y la sensibilidad necesarias para penetrar, como ellos, en cosmos más elevados, cuando, en realidad, el materialismo no es otra cosa que un apego razonable a lo que todos compartimos y reconocemos: este mundo lleno de idiotez y fango, pero también de belleza ilimitada y misterios prodigiosos, el único que tenemos y que nos hace como somos, temibles pero quebradizos, egoístas y altruistas, ofensivos e indefensos. Yo, como el poeta Paul Éluard, creo que hay otros mundos —muchísimos—, pero que están en este. Y una última observación: en su debate con Dawkins, Ayaan Hirsi Ali también dijo algo que les he oído a menudo a los apologistas cristianos: si Dios no existe, es decir, si no creemos en un Hacedor que nos provea de razón moral para enfrentarnos al mundo, viviremos en el vacío, sin nada a lo que asirnos, sin comprensión del bien y el mal, sin pautas éticas para obrar rectamente. Ante esta afirmación, que por lo general se hace con una mirada penetrante y ahuecando la voz, yo siempre me he preguntado: ¿Por qué? ¿Por qué necesito creer en Dios para saber que está mal asestarle ocho puñaladas a alguien o abusar durante años de un menor? ¿No eran creyentes fervorosos (en dioses diferentes, eso sí) el islamista que acuchilló a Salman Rushdie y la legión de curas pederastas que se han prevalido de su condición de maestros para desgraciar a generaciones enteras de niños? ¿No se dicen cristianos esos que ignoran los mandatos de Cristo —dar de comer al hambriento y de beber al sediento, vestir al desnudo, etcétera— y predican que se devuelva a la guerra, al hambre y la miseria a niños solos y necesitados de ayuda? ¿Qué me da Dios que no pueda idear yo para articular una ética estrictamente humana, que regule con cordura el tráfico de acciones que realizamos en común en este espacio tumultuoso y desafecto que llamamos sociedad? De hecho, eso es lo que convendría para que los pueblos y las personas no se siguieran matando por razones espirituales, como aún sucede en Palestina y en tantas partes del mundo: un humanismo racional e ilustrado, una ética desnudamente humana que prescinda de adherencias metafísicas, de explicaciones inaprensibles, de seres que no están porque no existen, porque solo viven en nuestra mente.

domingo, 14 de julio de 2024

Siete limericks


Una loca de Calahorra

blandía un cetro y una porra.

Mas qué poco sabía

de vexilología

esa loca de Calahorra.


Tenía un grano colosal

aquel severo general.

Y en el grano se ponía

las medallas que tenía

el general, tan marcial.


Un peludísimo perrito

persigue a un gorrión, muy contrito.

Pero no trinca al bicho,

ni aunque more en un nicho,

el enmarañado perrito.


Había en Ronda un juez bellaco

que olía peor que el amoniaco.

Ni comía paella

ni ahorraba horrores

el juez de Ronda, tan bellaco.


Un carpintero muy canijo

le dijo una vez a su hijo:

si bebes piedras

y comes agua,

lucirás gordo como un botijo.


Había en el zoo un leopardo

muy triste que se llamaba Eduardo.

Tan flojo rugía

que las manchas se le caían

al pobre leopardo Eduardo.


Un proctólogo en Barcelona

visitaba a una señorona.

Y el dedo espeleólogo

lamía con deleite

la escudriñada señorona.


domingo, 7 de julio de 2024

Impresiones de un viaje a Austria

Cuando llegamos al barrio en el que se encuentra el piso que hemos alquilado, cerca de Favoritenstrasse, no tenemos la sensación de haber arribado a Viena, sino a Estambul. Hay mucho ajetreo callejero, mujeres tapadas del colodrillo a los talones y locales de comida turca, y no se oye una chispa de alemán. Los días en que juegue (y gane) la selección turca de fútbol en el campeonato de Europa que se está disputando en Alemania, hordas de jóvenes otomanos se arremolinarán en la calle para exhibir la bandera de la media luna y la estrella y dejar claro, a voz en cuello, que ellos son turcos, turcos por encima de todo, y que, aunque hayan tenido que abandonar su país porque allí eran más pobres que las ratas, están muy orgullosos de serlo.

Nuestro vecino del piso no es turco, sino persa. Y poeta. El hombre está enfermo y no soporta los ruidos. Antes vivía con un perro, que se ponía a aullar en cuanto oía que el ascensor llegaba al rellano. Ahora el perro ya no está y el que aúlla es él. Cuando vamos a entrar en el piso, sale del suyo —es alto, tiene bigote, viste de negro— y nos alecciona minuciosamente, con demostraciones manuales incluso, sobre la forma de abrir y cerrar la puerta del ascensor sin hacer ruido. Lo hace en alemán, sin permitirnos siquiera decirle que no hablamos alemán. Kein Sprach! Kein Sprach! (‘¡no habléis!, ¡no habléis!’, eso sí llego a entenderlo), no deja de repetir. Allí el único que habla —que vocifera— es él.

Nos acercamos, por la tarde, al palacio de Belvedere, que no está lejos de nuestro alojamiento. En las escalinatas de entrada del palacio inferior, se está ensayando una ópera italiana. El director da instrucciones por un micrófono, desde una mesa, mientras los cantantes actúan y cantan. A veces, interrumpe la música y se planta en la tribuna donde se encuentran los intérpretes para indicarles cómo han de moverse: quiere, por ejemplo, que una de las sopranos ande, describiendo un círculo, mucho más deprisa. El público se sienta en el césped, junto a carteles que prohíben sentarse en el césped.

Sentados en los jardines del Belvedere, vemos pasearse a un zorro por las fuentes y los arriates. No parece incómodo ni asustado. Mira para un lado y otro, alerta, y se pierde entre los arbustos limítrofes. Avanza como si fuera de puntillas, ligero como la seda, eléctrico. Y yo recuerdo a los zorros que veíamos en Londres, en los parques, en algunos callejones, rebuscando someramente en los cubos de basura u observándonos, inquietos, por encima de un morro rojizo y afilado.

La iglesia de San Pedro, de 1702, muy cercana a la catedral de San Esteban, es propiedad del Opus Dei desde 1970. Y la Orden lo celebra con sendas capillas dedicadas a los próceres que la crearan y administraran, con la ayuda de Dios: el santo José María Escrivá de Balaguer, el padrecito (a Stalin también le llamaban así: el padrecito), que aparece con la sonrisa habitual de quienes están inconmoviblemente seguros de poseer la verdad, bajo una imagen de la Sagrada Familia y flanqueado por estatuas de San Zacarías y Santa Isabel; y Álvaro del Portillo Ortiz de Landazuri. A la salida del templo, el dueño de una calesa que pasea a turistas está refrescando con una manguera y dando de beber a los dos caballos del carruaje. Pero cuando uno de los animales se acerca a beber del cubo del otro, el humano le aparta la cabeza de un puñetazo.

Visitamos el palacio imperial de Hofburg, donde viviera Sisí (en tiempos modernos, Romy Schneider), uno de los leitmotivs turísticos de la ciudad, que encuentro empalagoso y repulsivo. Sisí es a Austria lo que la Lady Di al Reino Unido. Y Lady Di también me horripila. En el patio central, por el que se accede al museo de la emperatriz, donde se conservan sus trajes, sus objetos personales y los cuadros que le pintaron, vemos a un asiático —¿japonés?, ¿coreano?— que deposita un conejo de peluche en la basa de una farola y le hace una foto. Luego coge amorosamente al muñeco, lo aprieta contra el pecho y se pierde con él en las salas del palacio.

En Linz, una pequeña ciudad atravesada por el Danubio (que no es azul, sino marrón), L. nos lleva, campo a traviesa, a la colina de Pöstlingerberg. El paisaje es alpino: parece que Heidi vaya a aparecer de entre los arbustos en cualquier momento. En el ascenso, nos cruzamos con un nonagenario que escala también, con dos bastones. L. y yo nos adelantamos a E. y F. Tras un fuerte repecho, me siento en un banco del camino, ya cerca de la cumbre, y saludo (Guten Morgen!) a una señora que ya descansa en él. Solo acierta a emitir un breve gruñido. Pocos minutos después, pasa otro caminante con un hermoso mastín. La señora revive entonces: se ríe, elogia al perro, le habla, y no deja de manifestar su contento hasta que la pareja de hombre y animal ya están lejos. Luego recae en un hosco y austríaco silencio. Esta mujer pertenece a la creciente —y moralmente defectuosa— comunidad de seres humanos felices de convivir con los seres irracionales, pero incapaces de dialogar con los seres humanos.

En la basílica barroca de Wallfahrts (Nuestra Señora de los Siete Dolores), que corona la colina de Pöstlingerberg, cuatro viejitos rezan en rosario en voz alta, con mucho fervor.

Johannes Kepler descubrió en Linz las tres leyes del movimiento planetario. Christian Doppler, el del efecto homónimo, estudió aquí. Mozart, alojado en la ciudad, compuso en tres días la sinfonía núm. 36 en do mayor, también llamada Linz. Anton Bruckner fue compositor local y organista de la catedral de la ciudad (su sinfonía núm. 5 era la composición musical favorita de Hitler). Mientras tomamos una cerveza (ligera: las cervezas austríacas son suaves) en una terraza de la Hauptplatz, suena una melodía de Bruckner en el carillón del local.

Linz tiene un oneroso pasado nazi. Aquí vivió Hitler entre 1898 y 1907, y aquí proclamó, en 1938, la anexión de Austria a Alemania. Y cerca de Linz se encuentra el campo de concentración de Mauthausen, donde estuvieron recluidos —y fueron asesinados— la mayoría de los republicanos españoles apresados por los nazis en la Segunda Guerra Mundial. Esta vez no lo visitamos. Yo lo hice hace algunos años ya y no pude evitar echarme a llorar.

En Linz visitamos el taller en el que trabaja L. Cuando pregunto por ella al llegar, el recepcionista responde: “Oh, yes, the glassblower” (‘ah, sí, la sopladora de vidrio’). L., en efecto, ha aprendido a soplar el vidrio para diseñar el proyecto del máster que ha estudiado aquí. Yo, confundido por la expresión catalana bufar i fer ampolles (‘soplar y hacer botellas’), que se utiliza para decir que algo es muy fácil, pensaba que hacerlo sería pan comido. Pero no lo es. L. nos permite a los tres probar a hacer una burbuja de vidrio. Y yo, con la destreza que me caracteriza, no tardo ni un minuto en quemarme dos veces, romper tres varillas y conseguir que algo parecido a una burbuja que he conseguido por fin formar estalle se rompa en cien pedazos.

Volvemos a Viena y cumplimos el rito del buen turista de visitar el palacio de Schönbrunn. También lo hacen otros varios miles de visitantes. Quienes han redactado las cartelas que nos informan de lo que vemos, tienen el cuajo de decir que el emperador Francisco José llevaba una vida austera. El dueño del imperio austrohúngaro, que vivía en este otro Versalles, rodeado de lujos y atenciones, atendido por cientos, por miles de servidores —por todos los habitantes del imperio, de hecho— que satisfacían la menor de sus necesidades, ¡llevaba una vida austera! La desfachatez de estos redactores es abrumadora; o bien nos toman a todos por imbéciles, que es lo más probable.

El cagadero personal del patilludo emperador, que se exhibe con orgullo, está hecho con maderas nobles e incrustaciones de marfil. En los aposentos de Sisí, se nos informa de que la emperatriz (a la que se llevó por delante un anarquista italiano de un estiletazo en el corazón) se cuidaba varias horas la cabellera. Ilustra dicha importante (y austera) actividad un muñeco de tamaño natural de espaldas, con el pelo hasta las rodillas. En el dormitorio común, hay sendas mesitas para tomar el desayuno en la cama, una chimenea, terciopelo por todas partes y reclinatorios para rezar. Rezar era muy importante. Todas las salas cuentan con grandes chimeneas de cerámica.

En el salón de los espejos —lleno, en efecto, de espejos— dio Mozart su primer concierto ante la emperatriz, con seis años (Mozart, no la emperatriz). Las salas de rosa no se llaman así porque sean rosas (son blancas y doradas), sino porque están decoradas con pinturas del pintor Joseph Rosa. El salón rojo sí es rojo, y los personajes de los cuadros que la decoran también van vestidos de ese color. En la sala de las ceremonias, en fin, un operario está arreglando una lámpara, subido a una escalera. Y delante de un cuadro hay un andamio. También la sala de los caballos (lipizanos) está en obra viva: Restoration in progress. La visita se amogollona como en el metro.

Asistimos a un concierto nocturno en el Kursalon. Una fila de asientos está reservada con la palabra “Trafalgar”, no sabemos si como homenaje a algún grupo de ingleses. La sala es agradable, pero las sillas de plástico desmerecen del lugar y el programa. También lo hace una mosca muy gorda que vuela por entre el público. Al violoncelista de la orquesta, compuesta por trece músicos, no se le enciende la lamparita que ilumina el atril, y un violinista tiene un ataque de tos en medio de un vals de Johann Strauss. Una pareja de baile acompaña varias piezas. La bailarina, esbelta y voladora, evoluciona con una sonrisa cincelada a escoplo en la cara. El bailarín es mayor: un cincuentón corpulento que, no obstante, todavía se mueve con elegancia. Lleva unas zapatillas de ballet, negras y muy flexibles, que disimulan su condición de zapatillas y parecen zapatos.

La casa de Mozart, también en Viena, no tiene demasiado interés: el espacio es el original y la distribución de las habitaciones es la misma que durante los años en que vivió aquí, pero apenas se conserva en ella nada de su vida o de su trabajo como compositor. Hay colgado un retrato de Antonio Salieri, el supuesto enemigo de Mozart, pintado por Joseph Willibrod Mähler: tiene un aire al actor de Amadeus. También se expone la máscara mortuoria en bronce y el informe de la autopsia de Mozart, y el obituario que apareció en el Wiener Zeitung. No hay pruebas de que Salieri envenenara al músico de Salzburgo, como Hollywood ha inducido a creer, pero la exposición juega con el morbo de que lo hiciese. La casa fue inaugurada por los nazis en 1941. Entonces se presentaba a Mozart como un “compositor alemán”.

En el Prater, el parque de atracciones más antiguo del mundo, subimos a la noria, uno de los símbolos de la ciudad y otra de las obligaciones ineludibles del turista. Tiene más de sesenta metros de altura, data de 1897 y sigue funcionando, lo que no sé si es tranquilizador. Mientras hacemos cola, reconozco a Ludwig Wittgenstein entre los personajes ilustres de Viena cuyas imágenes acompañan la espera: un filósofo entre atracciones de feria. La cabina, a la que nos ha dado paso un empleado con una barba que le llega al ombligo, es fiel a sus orígenes y no tiene aire acondicionado. Hace mucho calor. E. se queja de que la noria gira muy despacio.

Todavía en el Prater, observamos el funcionamiento de otras atracciones infernales, en las que los jóvenes encuentran un placer incomprensible. La mamba negra, por ejemplo, que hace dar vueltas cabeza abajo a la gente. O el PraterTurm, que los hace girar en lo alto a una velocidad vertiginosa. Contamos hasta cuatro atracciones, eméticas, de balanceo o sacudidas por las nubes.

Volvemos al palacio de Belvedere, esta vez para visitar el museo, que alberga una de las mejores colecciones de arte austríaco del país. Hay obras sobresalientes, como La crucifixión, de Christian Laib, fechada en 1449, en la que los pudenda de Cristo aparecen solo cubiertos por una minúscula hoja (no de parra) y un velo transparente. A su lado, los ladrones, monstruosamente feos, retorcidos en sus cruces (frente a la figura lineal de Jesús), lucen taparrabos pequeños, de los que asoma el vello púbico. Nos llama mucho la atención el excéntrico barroco de Franz Anton Maulbertsch, de trazos difusos y caras anticanónicas (feas, incipientemente deformes o grotescas), claroscuro e impresionista avant-la-lettre. Dedicamos luego mucho rato a la obra de Gustav Klimt, desde sus óleos primeros, influidos por el puntillismo —mosaicos pintados—, y sus meticulosos retratos de mujeres de la alta sociedad vienesa, hasta El beso, esa dislocada explosión de paralelepídos y oro, en la que se juntan los rasgos perfectamente figurativos de hombre y mujer y la turbulencia geométrica que los rodea (él, de formas cuadradas; ella, redondas). La mujer está arrodillada, con los ojos cerrados, entregada a la pasión de él, que le sujeta la cabeza. También vemos Judith, de 1901. Hay que fijarse para reconocer, en el extremo inferior derecho, parte de otra cabeza: la de Holofernes. Judith parece satisfecha. La cartela, obediente a los tiempos, habla del cuadro como un “icono de la feminidad”. Por fin, tras admirar distintas piezas de Rodin (siempre con el gesto acentuado, torturado), Egon Schiele, Oskar Kokoschka, Claude Monet, Helene Funke, Edvard Munch y Van Gogh (Llanura cerca de Auvers), y hasta el rampante Napoleón ecuestre de Jacques Louis David, encontramos los caras de Franz Xavier Messerschmidt, una de las señas de identidad del museo. Concentradas en una sala, las piezas despliegan una serie de extrañas muecas de dolor, sorpresa y hasta locura, con las facciones retorcidas y los cuellos repujados por unos cartílagos enardecidos. Algunas caras parecen esculpidas en el momento de una defecación difícil.

Cuando estamos saliendo del piso para asistir al desfile en el que participa L., oímos algo inquietantemente parecido a un disparo. Y, a continuación, a nuestro vecino, el poeta persa, soltando gritos en alemán (o quizá en farsi).

L. culmina hoy su máster de diseño con el desfile de graduación en el museo Albertina Modern de Viena, en el que se muestran los modelos creados por los alumnos. L. ha diseñado y construido tres hermosos y originalísimos trajes de vidrio, en los que ha invertido un año de trabajo. En la calle, frente al museo, ondea una enorme bandera gay y trans, y no pocos asistentes demuestran la pertinencia de que tal bandera flamee ahí. En cualquier caso, nuestras pintas no cuadran con las de casi nadie. A algunos dudo de que los dejasen entrar en un concierto de música anarcosatánica (a nosotros tampoco nos dejarían, aunque por razones completamente distintas). Yo agradezco la llegada de un señor con camisa blanca, pantalones grises y zapatos. En el desfile, constato una vez más mis dificultades para comprender el mundo de la moda contemporánea. Se me hace difícil apreciar la belleza, o siquiera el interés, de un conjunto consistente en una acumulación de bloques multicolores de gomaespuma, o de otro en el que el modelo viste algo parecido a una gabardina de una talla siete veces mayor de la que le corresponde y arrastra una maleta de cartón con pegatinas de Mickey Mouse. Todo sea por la libertad de expresión, pienso, descorazonado.

lunes, 1 de julio de 2024

Aflicción, aflicción, esa es nuestra naturaleza

Leer a Kafka es sumergirse en la gravedad. Aunque muchas de las situaciones que se describen en esas distopías burocráticas, en esas metáforas del absurdo de la vida que son El castillo o El proceso (y La metamorfosis) —y que con toda propiedad han dado lugar a uno de los adjetivos que mejor convienen a la sociedad actual: kafkiano— permitan esbozar una sonrisa, y hasta soltar alguna carcajada, una grisura opresiva tiñe la prosa del escritor praguense. Su mirada es lúcida, pero atiende a lo oscuro. Kafka forma parte del conglomerado de escritores centroeuropeos que hicieron de la pesantez de la vida contemporánea el eje de una literatura descomunal: Arthur Schnitzler, Thomas Mann, Robert Musil, Hermann Broch, Joseph Roth, Karl Kraus, Jaroslav Hašek y Hugo von Hofmannsthal, entre otros. En la obra de Kafka, en ningún sitio se aprecia mejor esa sombría solemnidad que en los aforismos, ahora publicados por Acantilado, con la excelente traducción de Luis Fernando Moreno Claros y la edición del mayor especialista en el genio de Praga: Reiner Stach  (Franz Kafka, «Tú eres la tarea». Aforismos, edición, prólogo y comentarios de Reiner Stach, traducción de Luis Fernando Moreno Claros, Barcelona: Acantilado, 2024).

Kafka escribió estas máximas en una época de angustia, pero también de tregua. En agosto de 1917, le habían diagnosticado tuberculosis, la enfermedad que a la postre acabaría con él, siete años después. El Instituto de Seguros de Accidentes de Trabajo para el que trabajaba con rigor funcionarial —que en su caso no era un oxímoron— no le concedió una prejubilación por su enfermedad, pero sí una baja médica, que él decidió pasar en la granja en la que acababa de instalarse su hermana Ottla, en un pueblecito bohemio, Zürau, a ochenta kilómetros de Praga. De ahí proviene el título que han recibido tradicionalmente estos aforismos: los aforismos de Zürau. Kafka reside en la granja como un enfermo en un balneario, tomando el sol, leyendo, paseando, escribiendo cartas, aunque también participa de las labores propias de la finca: cuida el huerto, recolecta patatas y ayuda a que las cabras se apareen (esto último tuvo que ser digno de verse). Pero sin esfuerzos. Leña, por ejemplo, no corta. Los ocho meses que pasó en Zürau —hoy Sirem— le dieron tiempo asimismo para trabajar en el proyecto difuso, asistemático, pero siempre latente, de recoger sus meditaciones, metafísicas y existenciales. Kafka llegó a Zürau con dos cuadernos en octavo, donde ya había anotado muchas de sus reflexiones. En su refugio bohemio, trasladó esos pensamientos a un conjunto de 105 papelitos, con caligrafía desgalichada y abundantes tachaduras, cada uno de los cuales contenía uno o varios aforismos. Estos papelitos documentan, a juicio de Reiner Stach, «un movimiento hacia la abstracción», llevado a cabo esta vez «con absoluta determinación, traspasando los límites de la literatura, elevándose hacia las cumbres de la metafísica occidental, ocupándose de cuestiones como el “mal”, la “verdad”, la “fe” y “el mundo espiritual”», los asuntos supremos para Kafka. Stach también subraya que una de las tesis centrales de los aforismos «remite a la teoría de las Ideas de Platón (…), [según la cual] existe un mundo espiritual y un mundo sensible. El mundo que nos resulta familiar es el sensible, y habitualmente creemos que es el único, pero en realidad solo es una especie de sombra desprovista de sustancia y entidad propias, un tenue reflejo del mundo espiritual. De ahí que los aforismos se refieran una y otra vez a dos mundos completamente distintos, pero insista en que solo uno es real: el mundo espiritual». 

Los aforismos resultan de un delicioso hermetismo, de una opacidad iluminadora, que se despeja —cuando se despeja— por medio del eco, la metáfora o la revelación. Por ejemplo, esto dice el 30: «No aspiro al autodominio. Autodominio significa querer producir efecto en un punto casual de los infinitos rayos de mi existencia espiritual. Pero si tengo que trazar tales círculos a mi alrededor, entonces mejor lo hago sin actuar, en la pura admiración del gigantesco complejo, y me llevo a casa solo el fortalecimiento que e contrario me proporciona esa mirada». Para que estas máximas, a menudo de una extensión que supera la brevedad canónica del aforismo, no resulten de una turbiedad inabordable, contamos con la valiosa exégesis de Reiner Stach, que acompaña cada una de un comentario esclarecedor, al que suele llegar gracias al manejo minucioso y feliz del resto de la obra literaria de Kafka, de sus Diarios y de las muchas cartas que cruzó con sus numerosos corresponsales: Max Brod, Felice Bauer, Milena Jesenská, Robert Klopstock, entre otros. 

Otro ejemplo de aforismo resbaladizo (aunque casi todos lo son) es el 14, que, pese a su formulación impersonal, responde, en realidad, a unos amoríos italianos de Kafka: «Si fueras andando por una llanura, tuvieras la firme voluntad de caminar y aun así solo dieras pasos hacia atrás, tal cosa sería desesperante; pero como tú asciendes ahora por una pendiente inclinada, tan empinada quizá como tú mismo visto desde abajo, los pasos atrás también pueden ser causados solo por la naturaleza del terreno y tú no tienes que desesperar». El aforismo es consecuencia del recuerdo de una joven de la que se había enamorado en un viaje a Italia, en 1913, un recuerdo que, según Stach, había llevado a Kafka a sabotear la relación amorosa con Felice «por culpa de la preocupación que le causaban sus pensamientos eróticos secretos». El encarnizado sentimiento de culpa de Kafka, que descuella en la Carta al padre, pero impregna toda su obra, luce plenamente aquí, si Stach tiene razón.

Aunque, como se ha dicho, Kafka escribe en ocasiones aforismos largos, tanto en estos como en los más breves practica una concisión extrema. Pound proclama que no se trata de ser sucinto, sino de saturar la palabra de significado. El aforismo, para que lo sea, ha de ser compendioso, sumario, casi un coágulo. Esta condensación absoluta conlleva, a veces, el retorcimiento de la gramática y contribuye decisivamente a la oscuridad que envuelve a los aforismos. Vale la pena recordar una de las explicaciones que da Chesterton, en su estupenda biografía de Robert Browning, de la oscuridad de los poetas (referida, en su caso, al impenetrable Sordello): «La oscuridad exterior es, en un joven autor [y en todos, también en Kafka, creemos nosotros], una señal de claridad interior. (…) [Si] realmente tiene ideas propias, debe ser oscuro al principio, porque vive en un mundo propio en el que hay símbolos y correspondencias y categorías desconocidas para el resto del mundo. (…) De hecho, la mayoría de nosotros, si alguna vez decimos algo valioso, lo decimos cuando damos expresión a esa parte de nosotros que se ha vuelto tan familiar e invisible como el dibujo de nuestro papel pintado. Solo cuando una idea se ha convertido en algo natural para el pensador, resulta sorprendente para el mundo». Kafka no solo saca a la luz conceptos decantados en su interior con un léxico que se ha despojado de transiciones y nexos, sino que a menudo lo hace in media res, como si las ideas expresadas formasen parte de un discurso más dilatado, que no deja de fluir, que no deja de hacerse, pese a su momentánea solidificación en el aforismo. «Leopardos irrumpen en el templo y se beben el agua de las cráteras sacrificiales hasta vaciarlas», afirma en uno de sus dichos más simbolistas, casi surrealistas: el 20. No obstante, como en el surrealismo, la razón no se ha desvanecido, sigue ahí, pero en el fondo, en la penumbra de unos procesos gobernados por una lógica inconsciente, trabada por imágenes antes que por juicios. Al parecer, según Stach, Kafka estaba muy interesado en el origen de los rituales religiosos y compuso este aforismo después de leer El origen de la creencia en Dios, del sueco Nathan Söderblom (que luego sería Nobel de la Paz), dedicado en buena parte a esclarecer esa ardua cuestión. 

Las imágenes enigmáticas se suceden en un libro de fuerte impronta religiosa. Los asuntos relacionados con el mito y la fe, propios del mundo espiritual en el que situaba la esencia del ser, aunque sin la dimensión dogmática de las religiones tradicionales, obsesionaban a Kafka. En varios aforismos, esta propensión fideísta parece reclamar una inacción redentora, un nuevo quietismo que asuma, y aplaque, la efervescencia falaz de las realidades materiales, como refleja el último aforismo de libro, el 109: «No es necesario que salgas de casa. Quédate junto a tu mesa y escucha. Ni siquiera escuches, solo espera. Ni siquiera esperes, quédate absolutamente tranquilo y solo. El mundo se te brindará para que lo desenmascares, (…) embelesado se plegará ante ti». (O quizá sea, más mundanamente, una nueva versión de aquella pensée de Pascal según la cual la infelicidad del hombre proviene de su incapacidad para quedarse quieto en su habitación). Sin embargo, esta marcada inclinación metafísica de Kafka, contrapuesta al mundo sensible —el ilusorio, el del engaño, el del tener— que lo atenazaba con unos problemas que a menudo no sabía cómo resolver, se corporeíza visualmente, se vuelve plástica, cobra forma de escena o pintura. Las ideas resultan indisociables de su expresión, y deben a esta toda su fuerza. Pero el pensamiento creador de Kafka era biunívoco: las ideas se materializaban en imágenes, sí, pero también estas imágenes le inspiraban nuevas ideas. El aforismo 8/9, deliciosamente repugnante, es un claro ejemplo de esta encarnación literaria y de esta circularidad fecundadora: «Una perra hedionda, gran paridora de crías, llena de ronchas de sarna, pero que en mi niñez lo fue todo para mí, que me sigue incansable guardándome fidelidad, a la que sería incapaz de pegar, pero ante la que retrocedo paso a paso para evitar que me alcance siquiera su aliento, aunque (…) me arrinconará en una esquina del muro que ya empiezo a ver para pudrirse allí encima de mí y conmigo (…) la carne purulenta y agusanada de su lengua en mi mano».

Los aforismos de Zürau se suceden como hongos que brotaran en la página, uno detrás de otro, misteriosos, poéticos, hipnóticos. No se parecen a los de los grandes aforistas de la lengua alemana —Lichtenberg y Kraus, por ejemplo—, sobrios y corrosivos a la vez.  Los de Kafka son solemnes y desconcertantes. No sabemos bien de dónde salen ni a dónde van, pero intuimos que forman parte de una vigorosa cadena de pensamiento, que funciona por analogías e impulsos subyacentes —una de cuyas metáforas fundamentales es la del camino, que renueva el viejo tópico barroco del homo viator; y por el que suele verificarse una huida—, y que desemboca en estas explosiones detenidas, melancólicas, abisales, entre las que encontramos algunas ya conocidas, como la paradójica «una jaula fue en busca de su pájaro»; otras que dan en un blanco que reconocemos, como «corre tras los hechos como un principiante en el arte de patinar sobre hielo, que además practica en algún sitio donde está prohibido»; y otras, en fin, que permanecen —y permanecerán, me temo, pese al esfuerzo exegético de Reiner Stach— en el limbo de la incomprensión, como este aforismo 98, aunque no nos importe, porque, como reclamaba Borges, nos sentimos antes seducidos por su belleza que por su inteligibilidad: «La idea de la vastedad infinita y plenitud del cosmos es el resultado de la mezcla, llevada al extremo, de creación esforzada y autorreflexión libre».

[Este artículo se ha publicado en Quimera, nº 486, junio de 2024, pp. 34-37, con el título de «Aflicción, aflicción, esa es nuestra naturaleza. Franz Kafka, autor de aforismos»]

miércoles, 26 de junio de 2024

Mis animales y yo

Yo no tengo animales domésticos. Nunca los he tenido. He preferido tener hijos. Encuentro más entretenidos —aunque también más desquiciantes— a los seres humanos. No obstante, he convivido —y convivo— con numerosas criaturas de Dios. La gata que Pablo tuvo varios años en casa y que, en cuanto me veía, corría a esconderse en un armario. Betty, uno de los perros que Pablo solía cuidar de adolescente a cambio de unos euros, y que un día, en casa, se comió mi edición facsímil de Don de la ebriedad, de Claudio Rodríguez (y se emborrachó con ella). Las lagartijas que suben por la pared de ladrillo de la terraza, bordeando la lámpara y el termómetro, hasta el piso de arriba (y que nunca veo bajar: no sé qué hacen con ellas mis amables vecinos). Las palomas torcaces y las urracas que se posan en la barandilla de la terraza, con la mal disimulada intención de picotear en las macetas y comerse los geranios; las que anidan laboriosamente en la horquilla más alta del plátano que veo desde el estudio cuando el árbol está podado; y las que, de cortejo, cacería o descanso, desaparecen entre sus ramas cuando no lo está. Las hormigas, pequeñas como un grano de mostaza, que corretean por la mesa de la cocina cuando desayuno, o se amontonan en el churrete de miel que se ha escapado del bote, o forman hileras larguísimas en cualquier lugar de la casa para alcanzar el alimento que ha descubierto la más audaz de todas. Los lepismas que aparecen en el baño y o bien se quedan inmóviles, petrificados por la luz, o bien echan a correr desordenadamente, en busca de refugio o huida (que yo les niego siempre con certeros zapatazos: no los quiero alimentándose de mis libros). Las abejas y zánganos que, atraídos por los colores y las formas del interior del piso, husmean los cristales de las ventanas o, acelerados, chocan contra ellos cuando están cerradas, y entran en casa, con revoloteante curiosidad, cuando las abro en verano. Las polillas que aterrizan de noche en las lámparas y los espejos. Los mosquitos que revelan su aborrecible presencia en el dormitorio con su no menos aborrecible zumbido (y que extermino con la misma implacabilidad que a los pececillos de plata). Las avispas que formaron una vez una colonia en un rincón escondido de una alacena y dejaron allí sus nidos. Las mariquitas que se exilian, con el viento o con el tedio, del balcón florido al comedor y el estudio. Alguna araña despistada, que atrapo con un vaso y devuelvo por alguna ventana a la naturaleza: las arañas pasan por maléficas, pero se comen a los mosquitos. Los ácaros que no veo, pero que sé habitantes inevitables de alfombras, cortinas y colchones. Los gorriones que descansan nerviosamente de su incesante búsqueda de apareamiento y comida en la mesa de cristal de la terraza, junto a dos cubos que contienen conchas y fósiles recogidos en las playas de Florida. Los perros que, en el parque, delante de mi estudio, me alegran las tardes con sus ladridos incansables. Las cotorras argentinas que también han colonizado el parque y se suman al concierto canino haciendo honor a su condición de argentinas y no dejando de garlar. Las mariposas que, en primavera, aplacan su caótico zigzagueo en las hojas del árbol de jade o las agujas de la palmera china, y luego se desprenden de su abrazo suculento con un estremecimiento delicadísimo y multicolor. Y todas las criaturas que de seguro me visitan, o incluso se quedan a vivir conmigo, sin que yo lo sepa ni tenga ocasión de mostrarles mi amor o mi aborrecimiento.

jueves, 20 de junio de 2024

La noche es un pájaro azul

La de antólogo es una profesión de riesgo. José Antonio Llera, excelente poeta y ensayista, y responsable de la más reciente antología de poesía joven española, La noche es un pájaro azul (Boo de Piélagos [Cantabria]: Libros del Aire, 2024), lo sabe bien, y lo demuestra citando al Cervantes de Viaje al Parnaso: «Yo no sé cómo me avendré con ellos: / los puestos se lamentan; los no puestos / gritan; yo tiemblo destos y de aquellos». Sin embargo, el peligro no es tanto, me parece, la enemistad de los no puestos como la indiferencia de todos. Así, los incluidos piensan: «Si sabe de poesía, tenía que incluirme por fuerza»; y los excluidos razonan: «Como no tiene ni idea de poesía, me ha dejado fuera». Y, una vez deducido esto, se olvidan del antólogo. España ha sido siempre un país pródigo en antologías, porque ha sido siempre pródigo en batallas estéticas y de las otras. Y las antologías constituyen una eficaz arma de combate. En los años 80 y 90 predominaron las recolectoras de los profusos practicantes de la llamada «poesía de experiencia», entre cuyos hacedores destacaron José Luis García Martín, ese adalid de la literalidad, y un algo menos militante pero no menos insustancial Luis Antonio de Villena; una poesía que ha ingresado ya, por fortuna, en los venerables anaqueles de la historia de la poesía. José Antonio Llera ha huido de la tentación de configurar una antología programática y ha preferido, sabiamente, ofrecer una selección panorámica, una muestra plural de veintitrés autores menores de cuarenta años, todos cuyos libros han aparecido en el siglo XXI. El autor de más edad es María Salgado, nacida en 1984, y el de menos, Laura Rodríguez Díaz, en 1998. Son catorce hombres y nueve mujeres.

La noche es un pájaro azul —una imagen tomada de La muerte en Beverly Hills, de Pere Gimferrer, aunque el «pájaro azul» revolotea en muchas otras obras de la literatura universal: en Rubén Darío, en Maurice Maeterlinck, en Charles Bukowski, entre otros— es una antología metodológicamente impecable. Se compone de un estudio introductorio, en el que José Antonio Llera hace un repaso de las antologías precedentes desde finales del siglo pasado —la mejor de las cuales es, a su parecer, la realizada por Álvaro López Fernández, Raúl Molina Gil y Ángela Martínez Fernández para la revista digital Kamchatka en 2018—; de un atinado mapa estético de la poesía española actual, con cinco corrientes fundamentales (el posvanguardismo, la poesía de herencia silenciaria o minimalista, la poesía realista, la poesía de la conciencia crítica, y el simbolismo y neosurrealismo); de una reseña crítica de cada uno de los veintitrés escritores seleccionados, todas de notable extensión y perspicacia, y escritas con una prosa limpia y reveladora, sin jerigonzas abstrusas ni vaguedades de aficionado; de una amplísima bibliografía sobre la joven poesía española; y, lógicamente, de los poemas de los antologados, precedidos por una fotografía, una nota biobibliográfica y, en el caso de quienes han querido aportarla, una poética.

En la primera corriente estética, la poesía de raíz vanguardista o del lenguajeo, sitúa Llera a María Salgado, Berta García Faet, Ángela Segovia, Carlos Bueno Vera y Ruth Llana. Para el antólogo, estos autores entienden «la escritura como tensión y exploración, renunciando a la univocidad del signo lingüístico y poniendo de relieve la interrupción, el extrañamiento y la discontinuidad como ejes compositivos, lo que se traduce en rupturas morfosintácticas e innovaciones formales que apuntan hacia lo tachado o negado». La poesía de María Salgado es detonante y perturbadora; la de Berta García Faet, de una gran riqueza tanto conceptual como imaginística; Carlos Bueno Vera articula un sostenido discurso hipnótico que persigue el trance y la elevación; Ángela Segovia demuestra una gran amplitud visionaria y una asimismo brillante ductilidad formal; y Ruth Llana escribe poemas en prosa multifacetados, prietos y luminosos.

Entre los herederos de la poesía del silencio, que ya no se inclinan por la mística o el orfismo predominantes en la poesía del padre de la corriente, José Ángel Valente, sino por una condensación lingüística radical que refuerce la vibración emocional del conjunto, figuran Lucía Boscà y Laura Rodríguez Díaz.

Por su parte, el figurativismo ha evolucionado y se ha ramificado, desde el tronco experiencial, en una pluralidad de formas y asuntos; se ha hecho, en palabras de José Antonio Llera, «más “sucio”, corporal y político». Para el antólogo, el realismo no ha crecido, sino que «se ha agrietado; incorpora temáticas queer o de género; olvida o difumina el clasicismo (el endecasílabo y el heptasílabo); pone en escena a un sujeto que sufre las secuelas del derrumbe económico o de la anhedonia, alejándose de la melancolía elegíaca que dominaba en los moldes figurativos; e introduce espacios rurales frente al casi inevitable urbanismo anterior». En esta corriente, que es la que cuenta con más representantes en La noche es un pájaro azul, se encuentran Ben Clark, Martha Asunción Alonso, Elena Medel, Ángelo Néstore (el único nacido fuera de España —en Italia— y español de adopción; también ha publicado poesía en italiano), Rodrigo García Marina, Ismael Ramos (que escribe asimismo en gallego), Carlos Catena, Juan Bello y Pablo Fidalgo.

La poesía de la conciencia crítica, felizmente cultivada por autores tan prominentes como Enrique Falcón, Jorge Riechmann, Antonio Orihuela, Isabel Pérez Montalbán, Antonio Méndez Rubio o Fernando Beltrán, no presenta en La noche es un pájaro azul a cultivadores específicos. Llera señala que el compromiso ético-político asumido por estos poetas se observa en las obras de María Salgado, Lucía Boscà y en el primer libro de Carlos Catena, con el cual, «en su desnudez formal o en sus largas tiradas sin puntuación, iconiza tanto la precariedad material producto de las políticas austericidas que se introdujeron tras la crisis de 2008 como la ansiedad que asfixia al sujeto lírico».

Por último, el regreso al simbolismo y lo onírico lo protagonizan Su Xiaoxiao, neosurrealista; Javier Fajarnés, proclive al irracionalismo; Juan Ángel Asensio y Xaime Martínez (escritor también en asturiano), que manejan lo fantástico y recurren a la ciencia ficción; y Enrique Morales, expresionista. Un conjunto que demuestra los múltiples matices que puede exhibir la poesía gobernada por la analogía re-creadora y la lógica subconsciente.

Sin adscripción a una escuela concreta quedan Gonzalo Hermo y David Leo García. Y hay que señalar que Gonzalo Hermo no escribe en castellano, sino en gallego, aunque dos de sus tres libros compuestos en este idioma han sido traducidos al castellano y, por él mismo, al catalán.

Haré una observación final, que tiene que ver con otro de los criterios que suelen manejarse para evaluar las antologías de alcance nacional y que, si bien carece de relevancia estética, sí descubre algunas disfunciones en la circulación y, sobre todo, en la recepción de la poesía que se escribe en España: entre los veintitrés poetas antologados, no hay ni un solo catalán. José Antonio Llera revela en la nota sobre «Esta edición» que, aunque aprecia mucho la poesía de Unai Velasco —nacido en Barcelona—, «no fue posible llegar a un acuerdo con él para que formara parte de esta selección». Velasco habría sido, convengo en ello, un representante adecuado (y sé también, por experiencia propia, cuánto frustra que alguien a quien uno quiere antologar no quiera ser antologado). Sin embargo, otros escritores o, mejor, otras escritoras habrían podido testimoniar que sigue habiendo poesía joven de calidad en castellano en Cataluña, como Laia López Manrique, Laia Noguera o Lola Nieto (a la que se menciona en el estudio introductorio al hablar de la lírica vanguardista). La soberanía del antólogo, no obstante, es y ha de ser absoluta, y José Antonio Llera ha demostrado que, además de esa soberanía, consustancial a su labor, cuenta con una despejada inteligencia crítica, que sostiene con juicios razonados y razones juiciosas. La noche es un pájaro azul es un compendio ejemplar de los más representativos poetas jóvenes de nuestro país. 

[Este artículo se ha publicado en Nayagua, III época, núm. 37, mayo de 2024, pp. 324-327].

viernes, 14 de junio de 2024

En los Estados Unidos (y III): Sarasota, sol y circo

Viajamos hoy a Sarasota, en la costa occidental de la Florida. Lo hacemos en coche: Sarasota está solo a tres horas de Wellington. Durante esas horas, atravesamos un paisaje obstinadamente llano, con grandes extensiones de caña de azúcar y campos de maíz, el alimento fundamental de los americanos durante siglos. Los pueblecitos por los que pasamos, de edificios cúbicos y plásticos, parecen prefabricados. Sus bonitos nombres exaltan una belleza que no existe: LaBelle, Belleglade, Alva (aunque también Punta Gorda). En uno, todos los carteles están en español: Martínez Tyres, López Pizzas, Sansegundo Medical Center. ¿Habremos llegado a Cuba por un pliegue temporal? En la carretera, nos sobrevuelan las rapaces y, en muchos tramos, solo transitamos acompañados por hileras interminables de palmeras. En los pueblos y zonas urbanizadas, advierto muchos locales de public storage, esto es, trasteros. Y es lógico: las casas de los estadounidenses están atiborradas de cosas: ya no caben en los armarios ni en los garajes. Llegamos por fin a Sarasota y nos instalamos en el hotel, un low cost de la cadena Hilton. Ah, quién ha visto los Hilton y quién los ve, aunque sean de segunda división. En este, no limpian la habitación cada día (solo vacían las papeleras y retiran las toallas sucias, y a veces, si la limpiadora se despista, ni eso) y solo cambian las sábanas cada tres. Pese a ello, la noche cuesta 250 dólares. El hotel no está lejos de la playa y decidimos pasar la tarde en Crescent Beach, una parte de Siesta Beach, de nombre tan prometedor, una de las más famosas del condado. La arena es blanca, el agua es verde, el cielo es azul, hay mucha gente y hace mucho calor. Unos pájaros verdinegros vuelan a ras de agua con el pico abierto, a ver qué pillan. La puesta de sol impresiona: el disco rojo del sol se hunde en el horizonte como una moneda incandescente en una enorme hucha turquesa. La gente se pone de pie, a la vera del agua, para contemplarlo. De regreso al empequeñecido Hilton, ya de noche, reparamos en un local donde, con gran aparato de fluorescencias, se anuncia un psychic, es decir, un vidente, un adivino, que hace spiritual readings [‘lecturas espirituales’] y hasta special readings, que supongo deben de ser aún más reveladoras que las espirituales, por el módico precio de veinte dólares. La mañana siguiente, visitamos una de las grandes atracciones sarasoteñas (¿se dirá así?): el John and Mabel Ringling Museum, el museo privado sobre el mundo del circo más importante del planeta. Ya desde aquellos veranos de mi niñez en que una familia de titiriteros gitanos venía a Azanuy y hacía unos números de equilibrismo en la plaza mayor que nos sobrecogían a todos ante la posibilidad de que se rompiesen el cuello allí mismo, nunca me ha gustado demasiado el circo. No he padecido coulrofobia, pero tampoco me han enamorado los payasos, salvo los de la tele y Charlie Rivel (aunque trabajara muchos años para el Departamento de Propaganda del Tercer Reich y fuera amigo de Hitler y Goebbels). Y el olor de los animales a los que mareaban en las pistas (y fuera de ellas) siempre me ha parecido muy desagradable. No obstante, la magnificencia del museo —como la del ocaso en Crescent Beach— justifica, creemos, la visita. Y es que el circo de los Ringling Brothers se anunciaba, en sus años de esplendor —entre las dos guerras mundiales—, como the greatest show on Earth, ‘el mayor espectáculo del mundo’, y, pese a la hinchazón publicitaria del reclamo, probablemente lo fuese. Ese fue, precisamente, uno de los rasgos más destacados de aquella empresa: el uso intensivo e hiperbólico que hacía de la publicidad, con hallazgos aliterativos como truly tremendous tricks, performed by amazing acrobats: ‘trucos trepidantes y tremendos, ejecutados por sorprendentes acróbatas’ (nota: he sustituido truly, ‘verdaderamente’, por “trepidantes” para mantener la aliteración en la traducción). En una de las salas del museo, situado en una gigantesca finca que fue propiedad de John Ringling, encontramos una no menos formidable maqueta del circo, con un número de piezas y un nivel de detalle excepcionales. Su hacedor, Howard Tibbals, un particular, amante desde siempre del circo, tardó cuarenta y dos años en completarla, en 2005, aunque estuvo añadiendo figuras y puliendo detalles hasta el mismo momento de su muerte, en 2022. Curiosamente, la empresa que hoy es titular de los derechos de la marca Ringling no autorizó a Tibbals a poner su nombre en las instalaciones de la maqueta, de modo que el abnegado maquetista puso el suyo, y hoy el circo de la maqueta del circo Ringling alojada en el Museo Ringling se llama Howard. Recorremos sin prisa las muchas salas de la exposición, en varios edificios, donde nos encontramos con los carromatos originales que el circo utilizaba para transportar sus enseres o instalar sus servicios; con el camión desde el que se disparaba al hombre o mujer-bala (una peligrosa actividad en la que se especializaron los miembros de la familia Zacchini; lo peligroso no era dispararlo, sino que cayera en la red a la que apuntaba); e incluso con el vagón privado de John Ringling, llamado Wisconsin, que se unía a la cola de los trenes de pasajeros y en el que viajaba con su mujer, a cuerpo de rey (el Wisconsin, hecho con cuero, terciopelo y maderas nobles, contaba con una cocina atendida por un acreditado chef, refinados cuartos de baños, cómodos dormitorios y una sala de juegos y música), por todo el país. (John Ringling, que luego se haría millonario con el negocio circense, empezó trabajando de payaso en el primer espectáculo organizado por los cinco hermanos Ringling, en 1881; en las fotos de los cinco que cuelgan en el museo, todos lucen un mostachazo nietzschiano). Admiramos también los coloristas carteles que anunciaban a Madame Clofullia, la mujer barbuda; a la familia albina de Madagascar; al gigante de Texas, Big Jim Tarver; y a un hombre con tres piernas (de las que ninguna era metáfora de otro apéndice corporal: las tres eran piernas, piernas), entre otros prodigios de la naturaleza, o lo que entonces se consideraba así. Hoy, me temo, si se publicitaran o exhibieran rarezas semejantes, las hordas woke le pegarían fuego al local. Aquí subsisten amparadas por el hecho de encontrarse en un museo, aunque esta protección es cada vez más frágil. Atravesamos un espléndido jardín, en el que estatuas de inspiración clásica aparecen entre bambudales y exuberantes formaciones de banianos —que se disponen como casas, en la que se puede entrar—, y encontramos otro de los lugares destacados de este inmenso recinto: Ca’ d’Zan, un palacio veneciano a orillas del mar, construido el 1926 por encargo de John Ringling, a quien no hay duda de que le gustaba el lujo. El palacio —cuyo nombre significa ‘la casa de John’ en dialecto veneciano— es de un fastuoso eclecticismo: mezcla el gótico veneciano, la arquitectura renacentista italiana y trazos árabes y españoles. Algo que entonces era signo de distinción, pero que hoy sería objeto de repulsa y hasta de cancelación, decora la Tap Room, el bar: dos cabezas de elefante y dos unos enormes cuernos de búfalo. Paseamos por las suntuosas habitaciones, de techos ricamente pintados, en una de las cuales admiramos una rara organola Aeolian, y nos asomamos a la hermosa terraza, abierta al Golfo de México —el agua llega hasta el mismo nacimiento de las escaleras de mármol—, y luego al Secret Garden, que revienta de flores, y al cementerio, también privado, en el que descansan John Ringling, su mujer Mable Burton Ringling y su hermana Ida. Del conjunto solo nos queda por visitar el museo de arte, en cuyos fondos John invirtió una buena parte de su fortuna. Predominan los artistas franceses e italianos. Entre estos, me llaman poderosamente la atención dos cuadros de Arcimboldo, que representan, con su acostumbrada amontonamiento de frutas y flores, el Verano y el Otoño; una técnica acumulativa desconcertantemente moderna, que el pintor de Milán se inventó a mediados del siglo XVI. Rubens, con sus rostros rubicundos y sus carnes pródigas, está bien representado con su El triunfo de la eucaristía, que ocupa una sala central, y tampoco faltan los maestros ingleses: Gainsborough, Reynolds. Echo en falta una sala dedicada a la pintura española (en el museo del circo he visto un cartel publicitario con varias fotos de toreros de los años treinta, pero eso no cuenta), aunque encuentro un Juan de Pareja (Huida a Egipto, de 1658) y un retrato extrañamente luminoso de Felipe IV, Felipe IV con jubón amarillo, de 1628, atribuido a Velázquez (aunque el jubón es más bien anaranjado). Sin embargo, la pieza que más me perturba —y por ello me seduce— es la última de todo el museo, recientemente restaurada y expuesta en una sala exclusiva: La regata de las sandías, en la que una serie de animales y seres grotescos disputan una regata, montados en rebanadas de sandías y trozos de otras frutas, ante un público compuesto por personajes narigudos y estrafalarios, no menos grotescos que los que compiten en el agua. Está fechada en 1700 y su autor es un misterioso Maestro de la Fertilidad del Huevo, un anónimo pintor italiano cuyo nombre está tomado de una de sus obras más delirantes, y que, a caballo entre los siglos XVII y XVIII, solo hizo pintura del absurdo, satírica y extravagante. El cuadro atrae con toda la fuerza de lo irrisorio. Y esa atracción resulta aún más poderosa cuando recordamos que fue pintado hace más de trescientos años. La regata de la sandía podría estar firmada por Dalí, Magritte o Ernst: su anticipación del surrealismo es fabulosa. El Maestro de la Fertilidad del Huevo revela su genio adelantándose al desballestamiento de las normas que introdujeron las vanguardias artísticas en el siglo XX. Porque en eso consiste el genio: en negarse a transitar por los concurridos caminos de lo aceptable, en romper con lo establecido, en aniquilar lo previsible. Se trata de abrir grietas en el oscuro caparazón de pensamiento que nos envuelve siempre a todos (que nos protege y, a la vez, nos limita; que nos forma y también nos deforma) y salir por ellas al espacio exterior. El Bosco y Brueghel el Viejo ya lo habían hecho antes que él. Y Goya lo hará después. Pero el Maestro de la Fertilidad del Huevo lo hizo sin la gravedad de los genios que le habían precedido y de los que le seguirían, sino con una desvergüenza esperpéntica y un inquietante humor. A la salida del Museo Ringling, la visión de cuatro jóvenes amish en bicicleta, con sus cofias y sus sayas claras, que contemplan el paisaje desde uno de los muchos puentes de la ciudad, nos devuelve el sosiego que nos ha quitado el Maestro de la Fertilidad del Huevo.

sábado, 8 de junio de 2024

En los Estados Unidos (II): Fort Lauderdale, ¿la Venecia de los Estados Unidos?

Así la llaman, en efecto: la Venecia de los Estados Unidos. Pero por una única razón: porque tiene canales. Aparte de esto, no se parecen en nada. Fort Lauderdale es una ciudad moderna: los palacios de la ciudad italiana son aquí casoplones de millonarios enardecidos, cuyos yates, varados a las puertas de las mansiones, son tan grandes que, si estuvieran pintados de gris, parecerían buques de guerra. Fort Lauderdale es más bien como Empuriabrava, pero a lo bestia: los canales son más grandes, los barcos son más grandes, las casas son más grandes: todo es más grande (y más lujoso). Tengo una premonición de lo que me voy a encontrar en la ciudad floridana cuando salgo de la urbanización en la que estoy pasando estos quince días al mismo tiempo que un Rolls-Royce, orgullosamente conducido por un vecino. La opulencia se insinúa ya de buena mañana, y va a acompañarme (pero solo a acompañarme: yo no voy a participar de ella) hasta que regrese por la tarde, aunque salpicada —y esto es también característico de la sociedad americana— por una miseria que resulta especialmente dolorosa por proyectarse en una comunidad tan rica. De hecho, lo primero que veo al apearme del tren Brightine con el que he llegado a Fort Lauderdale (88 dólares por dos trayectos de media hora) es un vagabundo negro meando en el impoluto césped de un parque (ahora ya poluto). Muy cerca está la First Baptist Church, con dos cuerpos y sendas agujas, que anuncia classic services (lo que no se refiere a los baños, sino a las misas) con un cantante micrófono en mano. Aplastado por el calor —es abril, pero hace ya un bochorno de agosto—, recorro el Florida Riverwalk, una sucesión de salas de exposiciones, restaurantes étnicos y cafés moderadamente bohemios, que constituye una de las primeras atracciones de la ciudad. En general, en las ciudades estadounidenses se consideran atractivos aquellos barrios —o calles— en los que no haya solamente McDonalds, Costcos o aparcamientos. Aquí veo un local que se llama Cuba Libre y otro, un kava bar, Kavasutra. También distingo una tienda de cannabis edibles [‘comestibles de cánnabis’]. Hay muchas pizzerías: las pizzerías están en todas partes, bohemias o no. El Florida Riverwalk no es muy largo, así que pronto me encuentro atravesando una de las mayores zonas de canales de la ciudad. La opulencia del lugar se manifiesta también en los cochazos que conducen la mayoría de residentes: abundan los descapotables suntuosos, en los que suelen viajar, además de conductores encantados de haberse conocido, perros cuyo pedigrí debe de remontarse a los tiempos de George Washington: afganos con más melenas que Rapunzel, mastines parecidos a osos, bracos afilados como bolsos de Dior. Me acerco a la playa —lo noto en el aire cada vez más salobre y en un cielo que ya no interrumpen los grandiosos paralelepípedos de los edificios—, pero me veo interceptado por un puente levadizo que se levanta para que un balandro se eche a la mar. Menudean los cuervos, la oscuridad de cuyos graznidos tizna la tersura verdeazul del paisaje. Pero no son ellos los únicos que perturban estas luminosas cuadrículas: los sopladores de hojas —esa especie desdichadamente universal, empeñada en sustituir las silenciosas y ecológicas escobas por el horrísono frenesí de los armatostes que llevan a la espalda— arrasan los oídos y acaban con la paz allí por donde pasan. Llego por fin a la playa de Las Olas, la primera de las muchas que se suceden para formar la gran playa de Fort Lauderdale. Pero la playa de Las Olas no tiene olas: el mar está quieto; apenas unos lacónicos lametazos de espuma llegan a la arena. A lo lejos, se divisan unos cargueros, igualmente inmóviles. En el cielo, en cambio, sí hay actividad: nos sobrevuelan ruidosas avionetas y, a ras de agua, pasan los marabús, cuyo pico es casi tan grande como el resto de su cuerpo. Uno se lanza de pronto en picado a por un pez y lo atrapa: se lo zampa, todavía en el agua, con un enérgico golpe de gaznate. Esto ha sucedido al lado de una señora que se bañaba, y por un momento, cuando el pájaro se ha tirado al agua, he pensado que se le iba a comer la cabeza. En Las Olas hay poca gente, y ninguna mujer en top less. El top less está mal visto en los Estados Unidos fuera de los lugares donde se permite practicarlo, que no son muchos. Una mujer equipada como si fuera a pisar la luna busca metales con un detector. El agua está verde y muy caliente, pero, aun así, es refrescante: he sudado mucho hasta llegar aquí. Por suerte, contiene pocas algas, que son una plaga en toda la costa de Florida. Luego del baño, como en un restaurante mexicano-hondureño atendido por camareros chilenos y en el que suena música portorriqueña. Estoy solo y eso me gusta. La música suena a todo trapo, como si el local fuera un coche con las ventanillas bajadas, conducido por un veinteañero enloquecido, pero, por una vez, el desafuero no me molesta. Además, las letras son ñoñas baladas latinas: su memez intrínseca atenúa el impacto de la música. Tras la comida, que no ha resultado memorable, me dirijo a Bonnet House, otro de los highlights de Fort Lauderdale: una finca histórica, cuya casa, hoy museo, fue construida por el pintor Frederic Clay Bartlett en los años veinte del siglo pasado, cuando Fort Lauderdale apenas existía, en tierras que durante miles de años solo habían transitado los indios tequesta —con los que, por cierto, acabó la viruela traída por los españoles—. Bartlett se benefició de un regalo de bodas asombroso: unos terrenos vírgenes frente al mar donados a él y a su mujer, Helen, por su suegro, el millonario (estos lances afortunados solo se explican por la presencia de un millonario) Hugh Taylor Birch. De camino al lugar, me cruzo con varios negros sintecho, que dormitan en los bancos del paseo, a la sombra de un sol inclemente. Otro negro —pero este de tomar el sol: el tipo es blanco— pasa corriendo, con el torso desnudo y una mochila a la espalda, y me hace el saludo militar sin dejar de correr. Ya en Bonnet House, la voluntaria que me corta al entrada, de ojos clarísimos, me pregunta si soy sueco, “por la altura y el pelo blanco”, se justifica. Le respondo que soy noruego. La casa, de estilo colonial, está construida alrededor de un patio, con orquídeas y plantas tropicales, en el que destacan una fuente y un aviario (vacío). El amarillo es el color predominante —ilumina todas las paredes de la casa—, por ser el de una flor típica de la región, cuyo nombre me he olvidado de anotar. En el estudio, el espacio más grande del conjunto, se conservan muchas de las obras del propio Bartlett y otras que formaban parte de su colección personal, dado que se trataba de un gran coleccionista, sobre todo de los postimpresionistas franceses. La pintura de Bartlett no me impresiona, ni mucho menos, pero el conjunto resulta curioso, y me recuerda vagamente al Cau Ferrat de Sitges, donde también se acumula un revoltillo de obras de arte (aunque estas de mayor calidad). En otra de las salas del edificio, que conservan los enseres personales de Bartlett y su segunda mujer, Evelyn —vajillas, muebles, libros— y refrescan misericordiosos ventiladores de techo, veo un escudo de armas, y le pregunto al vigilante, asimismo voluntario, qué relación tiene aquel símbolo heráldico con la familia de los propietarios. “Ninguna”, me responde el hombre, “es solo un elemento decorativo”. En el salón principal hay un poco de todo: una mesa de juegos, un escritorio, una biblioteca, una rincón de música, una chimenea y muchos sofás. En la sala de música propiamente dicha, encuentro un piano y otra chimenea, aunque no acabo de entender esta insistencia en tener fuego en casa, como si esto fuera Edimburgo, cuando aquí tiene uno fuego en el aire todos los días del año. Desde las ventanas se ven los numerosos banianos que circundan la finca con su laberinto vertical de ramas y raíces. Fuera del edificio principal, me resulta curioso un bar enteramente hecho de bambú, aunque algo angosto, en el que me imagino fácilmente a Frederic y Evelyn (Helen había muerto en 1925) chupando cóctel tras cóctel, mientras departen con un distinguido grupo de invitados; un museo de conchas —la señora de la casa era aficionada a coleccionarlas, y poseía varios miles de ellas, de formas y colores inverosímiles—, que vuelven a estar presentes en la casa del vigilante, también construida en 1920; y un invernadero de orquídeas, blancas, violetas, rosas. En la casa del vigilante, que funciona hoy como la tienda del museo, encuentro lo único que me emociona de Bonnet House: una concha, precisamente, muy grande y muy antigua, que presenta señales de haber sido abierta con un objeto metálico, quizá una espada de los españoles que anduvieron por aquí a principios del siglo XVI. Y me imagino a alguno de aquellos compatriotas, barbado y sucio, hurgando con su hierro en aquel caparazón tan prometedor para extraer la carne fresca con que aplacar la mucha hambre que traían todos del camino entre selvas, mosquitos, pantanos, calor e indios. Quizá quien lo hiciera fuera el propio Hernando de Soto, aunque es más probable que al capitán le llevaran la comida, la que hubieran conseguido, ya preparada. Después de darme un último chapuzón en Canine Beach —donde vuelvo a encontrarme a un buscador de metales, este metido en el agua y vestido como un buzo—, me dirijo al bulevar Sunrise, al lado de Bonnet House, donde Google Maps me dice que se encuentra la parada del autobús que me ha de llevar a la estación del tren. Y entonces compruebo, una vez más, las diferencias radicales que subyacen —aunque afloran sin descanso— en la próspera sociedad americana. En la parada del autobús nos juntamos ocho personas, de las que yo, un turista, soy el único blanco. Todos los demás son oscuros: negros o hispanos. Hay varias señoras que, estoy seguro, vienen de limpiar casas y vuelven a la suya, en el extrarradio de la ciudad (no en los suburbios, que aquí están reservados para los adinerados), un par de estudiantes cargados de libros, otro par de ancianos con andadores y bastones, y hasta un minusválido con rastas y en silla de ruedas, que, además, no parece encontrarse demasiado bien: se queda como adormilado y el cuerpo se le escora hasta amenazar caída. Me pregunto cómo subirá al autobús cuando llegue. Porque no llega. Lo hace, por fin, con cuarenta minutos de retraso con respecto a la hora que indicaba Google Maps. Y en el autobús se reproduce la escena: no hay más blanco (aunque ciertamente enrojecido por el sol de hoy) que yo. El sistema público de transporte, escaso y, por lo que se ve, deficiente, solo sirve a los pobres. Los blancos no lo necesitan: van en alguno de los varios y suntuosos coches familiares a todas partes. 

lunes, 3 de junio de 2024

En los Estados Unidos (I): una escapada a Nueva York

Nueva York sigue siendo lo que siempre ha sido: rascaciélica, elefantiásica, infinita, pero entreverada de rincones de una delicadeza inverosímil. Siempre que la veo, siento la tentación de calificarla de fascinante pero inhumana, cuando la fascinación que ejerce sobre mí proviene, justamente, de su abrumadora humanidad, de la exuberancia y viveza de su paisaje humano.

En Central Park, concurridísimo, abundan los corredores, los ciclistas, los recién casados que se fotografían junto a los monumentos más destacados, como el dedicado a Alicia en el país de las maravillas, los colgados y las ardillas. Los primeros, si son varones, corren con el torso desnudo; si son mujeres, no. Una suerte de eclosión —o celebración— del cuerpo recorre los senderos del parque y las calles de la ciudad: la desnudez lucha por imponerse al pudor, y está venciendo. En muchos lugares del parque, el olor a porro y mierda de caballo, de las calesas que pasean a los turistas, se impone al aroma primaveral de las flores y la hierba. El monumento a Colón, de Jerónimo Suñol  —copia en bronce del que preside la plaza de Colón de Madrid—, no ha sido abatido, pero está rodeado de vallas. Se quiere prevenir así que vuelva a ser vandalizado, con, acaso, peores consecuencias: en 2017 lo ensuciaron con una pintada que decía: “El odio no será tolerado”. En el blockhouse —una breve fortificación construida en 1812 para defender Nueva York de los ataques de los británicos, luego integrada en el extremo norte del parque, donde acababa entonces la ciudad—, una mujer sola, sentada entre bultos, con una bandera estadounidense por bandana, ensaya como soprano, pero solo consigue soltar unos berridos torturantes. En el metro, que tomamos cerca del memorial a Frederick Douglass, un líder antiesclavista, un negro entra y sale del vagón aullando con no menos fuerza que la solitaria habitante del blockhouse, pero sin pretensiones operísticas: este solo exige limosna y se caga en los circunstantes si no se la dan.

Visitamos The Cloisters [‘los claustros’], uno de los museos más raros pero más atractivos de Nueva York, en el que se recogen amplias muestras del arte y la arquitectura medievales europeos. Sucede, no obstante, que esas muestras son, a veces, partes enteras de iglesias o monasterios españoles, franceses o italianos, y produce una sensación extraña —uno no sabe si admirarse o entristecerse— contemplar, por ejemplo, el ábside entero de la iglesia románica de San Martín de Fuentidueña, con sus frescos y esculturas, y las pinturas murales de la ermita de San Baudelio de Berlanga, “la capilla sixtina del arte mozárabe” —que había sido expoliada antes que San Martín—, parte de las cuales se devolvieron a España a cambio, precisamente, del ábside de esta. El régimen franquista autorizó el saqueo de San Martín de Fuentidueña en 1957, como una medida más para congraciarse con su gran aliado anticomunista, los Estados Unidos, y para ser aceptado por la comunidad internacional. Para ser justos, hay que decir que otras obras aquí expuestas, como el pórtico de la iglesia de San Vicente de Frías, fueron recuperadas por los americanos: este pórtico estaba caído, como buena parte de la iglesia, desde 1906, y los magnates yanquis compraron las piedras desmoronadas y las reconstruyeron en Nueva York: si hoy se conservan, es gracias a su iniciativa. En The Cloisters no permiten la entrada con comida y, como no tienen taquillas donde dejar bolsos y mochilas, nos vemos obligados a salir y esconder nuestra bolsa de frutos secos entre la maleza de un seto cercano, con la esperanza de que las ardillas no se zampen el tentempié, para recuperarla después. Una vez dentro de las instalaciones, no saluda una frase de Borges: “Aquí el tiempo no obedece órdenes”. En el claustro más importante del conjunto, que ocupa un lugar central en el museo, el de la iglesia de Sant Miquel de Cuixà, cerca de Perpiñán, construido con mármol rosa, encontramos a una guía voluntaria, nonagenaria y delgada como un sarmiento, que perora, debajo de un gorrito y una blusa que le quedan demasiado grandes, con una voz aún más delgada que ella, que solo la pétrea acústica del claustro hace audible. En una de las muchas salas dedicadas a los tapices, admiramos los protagonizados por el unicornio: son imágenes de caza, que nos sorprenden, porque el unicornio constituía un figura benéfica. Averiguamos que la razón para abatirlo a lanzazos o con perros, o para encerrarlo en una jaula, no era otra que el carácter sanador de su cuerno: purificaba el agua. Uno siempre descubre que su ignorancia era mucho más grande de lo que se imaginaba.

El Memorial del 11-S ocupa el mismo espacio que en su momento ocuparon las Torres Gemelas. Con mi entonces mujer y mi hijo Pablo, las visitamos en 2000 y subimos a una de ellas. Hoy Elaine y yo solo podemos descender a lo que queda de ambas, porque el museo de la catástrofe es, en buena parte, subterráneo. En la superficie, dos piscinas cuya agua no está embalsada, sino que cae en cascada por las paredes y desaparece por un agujero negro en el centro (una de ellas, en obras, no funciona), reúnen, en sus bordes de mármol negro, el nombre de las casi 3.000 personas asesinadas por Al Qaeda aquel 11 de septiembre infausto. Cometo la imprudencia de apoyarme en esa cenefa onomástica para tomar notas en mi libreta de viaje, y una vigilante, parapetada tras un chaleco amarillo, no tarda ni tres segundos en aparecer y amonestarme por semejante falta de respeto. “No se puede escribir en la orla”, me espeta. “No estaba escribiendo en la orla; estaba escribiendo en la libreta”, le respondo. “Da igual. Estaba Ud. apoyado en ella”, zanja. (Cerca, unos minutos después, veo cómo alguien apoya una lata goteante de refresco en esa misma orla; me dan ganas de buscar a la vigilante y chivarme). En el Memorial se recogen numerosos restos de los edificios derribados —algunos enormes: el motor de uno de los ascensores, partes de la antena de comunicación, un coche de bomberos quemado y aplastado por los edificios que se desplomaban—, expuestos como iconos del martirio; grandes obras de arte inspiradas por el dolor causado por el ataque (como la cita de La Eneida, de Virgilio, que recibe a los visitantes en el vestíbulo principal, No day shall erase you from the memory of time [Nulla dies umquam memori vos eximet aevo: ‘Ningún día os borrará nunca de la memoria del tiempo’], compuesta por Tom Joyce con placas de metal superviviente de las Torres, o el mural Color of the Sky on that September Morning [‘El color del cielo de aquella mañana de septiembre’], de Spencer Finch, integrado por 2.983 acuarelas, cada una de las cuales pintada con un matiz diferente del azul); y constantes homenajes a los muertos en el atentado, cuyos nombres y caras (y objetos personales) se reproducen en varios lugares. En las salas con las pinturas inspiradas por los atentados, cuelga una del pueblo masái, que le regaló unas vacas a la ciudad de Nueva York para mitigar la calamidad sufrida, y pintó el regalo en el cuadro. Cuando salimos, no dejamos de admirar el Survivor Tree [‘árbol superviviente’], protegido por una valla metálica: es un peral de flor sin rasgos destacables, salvo que se trata del único árbol que, pese a sufrir daños considerables, sobrevivió a los impactos asesinos y al desplome de los edificios. Visitar el Memorial suscita tristeza —todos aquí observan una actitud de afligido recogimiento—, pero también admiración: los americanos han sabido construir donde otros solo supieron destruir; han creado algo donde antes no había nada; han dado vida a un lugar sembrado de muerte.

Paseamos por Wall Street, que es el barrio más antiguo de la ciudad, donde primero se establecieron los holandeses. Elaine quiere que veamos el famoso toro de Wall Street, una estatua de bronce de 3.200 kilos, instalada en 1989 (sin permiso) por el artista siciliano Antonio di Modica, ante la que siempre hay una larga cola de gente que quiere tocarle los huevos (al toro, no a Modica). En efecto, los generosos testículos del morlaco penden manifiestamente ante la mirada aviesa de casi todos, y se ha convertido en una tradición neoyorquina acariciárselos (e inmortalizar el momento). Tanto se los han frotado ya que lucen desgastados, de un bronce más claro, casi áureo: huevos de oro, como los de Bardem. Mientras vemos cómo la gente se divierte con las pelotas del animal, un guía turístico nos habla. Su cliente ha cancelado la cita que tenía concertada y se nos ofrece a llevarnos, gratis et amore, hasta otra estatua famosa del barrio, la Fearless Girl [‘la niña sin miedo’], delante de la Bolsa de la ciudad, que Elaine también quiere enseñarme. Mientras caminamos, Stan—que así se llama el guía— me señala las placas del suelo que recuerdan a personajes importantes de la historia de los Estados Unidos. Una de ellas cita al marqués de Lafayette, tan importante en la guerra de independencia contra los británicos. No exento de patriotismo, pero también de rigor histórico, le menciono a Bernardo de Gálvez, “el héroe de Pensacola”, el español que también contribuyó a aquella lucha, expulsando a los británicos de la Florida occidental (y al que homenajea la ciudad de Galvestone, que incorpora su nombre). El bueno de Stan no ha oído hablar de él, y a mí me invade la melancolía: cuánta ventaja nos llevan los franceses (y casi todo el mundo) en la apreciación de nuestra historia. Cuando ya estamos junto a la Fearless Girl, Elaine menciona, en passant, que escribo poesía. Stan me pregunta entonces: “¿Y rima?”. “No —le contesto—, pero aun así es poesía”.

Pasamos la mañana del lunes en Coney Island, el parque de atracciones más famoso de Nueva York, aunque está a casi una hora en metro desde Times Square, al sur de Brooklyn. Antes era, en efecto, una isla, pero lleva décadas siendo una península. Las atracciones no funcionan hoy, no sabemos por qué. Paseamos, pues, por el largo bulevar con el suelo de madera que flanquea la playa, de arena amarilla, repujada de dunas. Un mendigo sin pies, en silla de ruedas, se entretiene echándole tomates y aros de cebolla de la caja de fast food que sostiene en el halda a la bandada de gaviotas de cabeza negra y pico rojo que han acudido con urgencia y estrépito a su ofrecimiento. Los bichos lo devoran todo con enérgicos golpes de gaznate, aunque a alguna se le quedan brevemente enrollados los aros de cebolla en el pico. El mar, muy azul, está tranquilo. Algunos barquitos sestean cerca de la orilla; algo más lejos, lo hacen unos cargueros (y un petrolero, creo). Un grupo de cinco ancianos en bañador toman el sol, despatarrados, en un banco. Delante de ellos pasa una pareja de musulmanas cubiertas desde las uñas de los pies hasta el colodrillo. Cerca del mediodía, matamos en hambre con unos hot dogs en Nathan’s, un local que se anuncia como el mejor restaurante de perritos calientes de la ciudad. Mucho me parece: el que me como yo no supera a los que se pueden comprar en cualquier puesto callejero, y el pan que lo ciñe se cuartea y desmigaja a las primeras de cambio. Me lo ha servido un camarero negro. En Nathan’s, todos los camareros son negros. En general, en los Estados Unidos todos los trabajadores manuales, los que ocupan los estratos más bajos del mercado laboral, son negros (o hispanos). La estratificación económica propiciada por el racismo es inmediatamente visible y tan palmaria como el sol que hoy aprieta en esta playa atlántica. Mientras comemos, en otra mesa de la terraza dos policías gigantescos engullen sendas hamburguesas acordes con su tamaño y se beben los barreños de Coca-Cola que sirve Nathan’s. Cuando ya volvemos, una señora le ofrece a un joven indigente una bolsa de patatas fritas y un vaso de Coca-Cola: Do you want this? [‘¿lo quieres?’], le pregunta. El hombre, ido, aparta la cabeza y se aleja sin contestar. ¿No?, concluye, resignada, la fugaz samaritana. Muchos americanos no están dispuestos a pagar los impuestos que se necesitan para mantener una sanidad pública gratuita y universal, como de la que disfrutamos en Europa, que atienda a las muchísimas personas que viven enfermas, sin techo y en la miseria en el país, y creen compensarlos con estos actos de caridad cristiana, que aplacan momentáneamente la conciencia, pero desatienden las injusticias de la economía capitalista y la verdadera compasión social. Ya en el metro, cuando estamos sacando los billetes de regreso, un mendigo blanco se interpone entre nosotros y las máquinas para recoger una moneda de pocos centavos del suelo y comprobar si en los cajetines de los aparatos han quedado otras. 

Bajamos en Times Square, donde se amontona, como siempre, una multitud ingente de personas. En una mesa de la terraza de un bar, dos jóvenes desnudas, salvo por sendos escuetísimos tangas, se pintan el cuerpo una a otra con purpurina y rotuladores. No sabemos por qué lo hacen. No reivindican nada expresamente. Solo sus cuerpos, abundantes, excesivos. Eso: la fiesta del cuerpo, aunque sea tan inarmónico como el de estas mujeres. En las mesas a su alrededor, la gente sigue mirando el móvil y bebiendo refrescos como si nada. Esto es Nueva York.

martes, 28 de mayo de 2024

Algunos aforismos (IV)

Aborrezco las cámaras fotográficas por las mismas razones por las que detesto las cámaras acorazadas, las cámaras frigoríficas y las cámaras funerarias.

Los lugares demasiado limpios ensucian la mirada.

La quejumbre de la servidumbre; la poliuria de la lujuria; la lamia de la infamia.

(En un museo de provincias)
Autorretrato anónimo.

¿Pero alguien sabe lo que es la electricidad? ¿O cómo es posible que nos pongamos un trozo de plástico o de metal en la oreja y oigamos lo que dice alguien que está en la otra punta del mundo? ¿Y, a pesar de Arquímedes, por qué se hunde en el agua un yunque, pero no un transatlántico?

Esos comentarios avinagrados y recubiertos de capas de rencor, como las de pringue rancia acumuladas en los cacharros viejos de la cocina, que hieden a matrimonio.

Los niños no son conscientes de la suerte que tienen de que las mujeres se preocupen por ellos, atiendan sus necesidades y les muestren su cariño. Esa solicitud no se repetirá. A mí, hoy, Alexa es la única mujer que me hace caso.

Más sabe el diablo por viejo que por haber estudiado un máster de ESADE.

De los tres actos que, según la sabiduría popular, nos aseguran non omnis moriar, ‘no morir del todo’, yo he cumplido dos: tener un hijo (dos, en realidad) y escribir un libro (he escrito muchos, demasiados). Solo me falta plantar un árbol (las plantas que he trasplantado y que ahora prosperan en la terraza no cuentan, supongo). Confío en completar la tríada y que se alce a la puerta de mi casa un hermoso roble que sosiegue el pesar de la mortalidad, alegre mis días y reconforte mi vejez, y en cuyas robustas ramas vea balancearse el cadáver de mis enemigos. 

Si la sabiduría es popular, no es sabiduría.

Lo primero que hay que perder en esta vida es la virginidad, luego la reputación y por fin la vergüenza.

Las calles sudan cuando se llenan de gente. La gente es el sudor.

Hay algo terrible en despertar a alguien que duerme profundamente.

Qué vacía está una jaula vacía.

La sombra cree que el cuerpo está encadenado a ella.

Lunes: lucha, languidez, luto.

La campana y el badajo se llevan a matar, pero no podrían vivir el uno sin el otro.

¿Lo que me acaba de rozar la cara en el parque era una hoja que se llevaba el viento o una paloma?

Lo que hacemos encuentra sentido si lo pierde que nos reconozcan por ello. 

La erosión fortalece.

La marcialidad es un álgebra.

Sucesos imposibles: que el sol sea impuntual; que el hierro no pese; que sepamos cuándo.

La ironía desengrasa.

En algunas personas, los sentimientos, ya sean de odio o de amor, se aferran como desahuciados a las paredes de la conciencia. En otras, estallan como bombas de una guerra antigua que aún estuvieran bajo el asfalto y ponen perdidas de sangre y recuerdos esas mismas paredes. En otras, en fin, derrotan sin rumbo ni fin por los cursos turbulentos del yo. En todos los casos, exhiben una resistencia asombrosa a desaparecer: los primeros no sueltan su asidero ni con martillo y escoplo; los segundos resbalan por las paredes hasta pringar el suelo y no obedecen al agua ni a los detergentes; los últimos nunca dejan de surcar el mar por el que van a la deriva, como barcos fantasma con una tripulación de esqueletos.

Conócete a ti mismo es una imposibilidad lógica, un enunciado que se refuta a sí mismo. Nada puede conocerse. Para conocer algo, hay que ser otra cosa, otro algo: hay que estar fuera de lo conocido. Perdido en un laberinto, no puedo conocer el laberinto; a lo sumo, conoceré los setos o muros o alambradas junto a los que pase, desconcertado, pero nunca el dédalo entero, su arquitectura y su razón. Para eso necesitaría alejarme: verlo a ojo de pájaro; o acercarme, pero en otra dimensión: leer el plano que lo dibuja. Del mismo modo, perdido en mí, no puedo conocerme; como mucho, conoceré las ideas, sensaciones o sentimientos que me asalten en el recorrido —en el laberinto— de la vida, pero nunca el yo que es asaltado por esas sacudidas, que seguirá siendo una entidad inaccesible, ajena y superior a mí.