Estos «setenta y cinco folios» que publicó Gallimard en 2021, y que ahora da a conocer en España Lumen [Marcel Proust, Los setenta y cinco folios, y otros manuscritos inéditos, edición de Nathalie Mauriac Dyer, prólogo de Jean-Yves Tadié, traducción de Alan Pauls, Barcelona, 2022], coincidiendo con el centenario de la muerte de Marcel Proust (1871-1922), han constituido un misterio desde su creación. Se sabía que existían, pero no dónde estaban, ni qué había sido de ellos. Su aura legendaria se explicaba por la grandeza de la obra que anticipaban: En busca del tiempo perdido, la mayor cumbre novelesca del siglo XX —y una de las mayores de la historia—, junto con el Ulises de Joyce, de cuya publicación, por cierto, en aquel annus mirabilis de la literatura que fue 1922 también se cumplen cien años. Los setenta y cinco folios bosquejan la estructura de En busca del tiempo perdido y son la primera redacción de sus episodios principales. Estamos, pues, ante el germen de la heptalogía proustiana, ante la brevísima semilla, plantada entre finales de 1907 y mediados de 1908, de la que, años después, brotaría la secuoya de la novela. Proust había legado su archivo personal a su hermano Robert, y este, a su vez, se lo había dejado a su hija, Suzy Mante-Proust. En 1949, la sobrina del escritor encargó la clasificación de aquel intrincado fondo manuscrito a Bernard de Fallois, entonces un jovencísimo profesor —tenía veintitrés años—, que solo llevó a cabo una parte del trabajo. En 1954, publicó Contra Sainte-Beuve, una obra inacabada de crítica literaria de Proust, en cuyo prólogo menciona los setenta y cinco folios, una alusión que se ha tenido, durante casi tres cuartos de siglo, como la principal prueba de su existencia. Pero Fallois no dio nunca a conocer aquellos papeles. Una vez fallecido, en 2018, se encontraron en su domicilio los archivos proustianos, con los setenta y cinco folios y un buen número de otros documentos y manuscritos, que también se incluyen en la edición de Lumen.
Proust genera adicción o rechazo. Un escritor —y una obra— de su magnitud no conoce las medias tintas. Sus tintas son siempre enteras. Sus adictos, entre los que me cuento, saben bien de la fascinación que ejerce su prosa multiplicativa, su encadenamiento —o más bien solapamiento— de sensaciones e ideas, su membranosa envoltura verbal, que, sumergiéndonos en el mundo, nos aísla del mundo. Decir que la sintaxis de Proust es frondosa es quedarse muy corto: es selvática, tumultuosa, serpentínica, aunque no renuncia a la racionalidad: bajo su espesura se reconoce el diseño enterizo de una mente clara. El ritmo que alumbra esta sintaxis es polimorfo, pero también fluvial: la minucia de la prosa discurre siempre por un cauce sinuoso y plural, pero firme en su propósito de que la palabra sea, ante todo, un fenómeno de la sensibilidad, una epifanía de la conciencia. En Los setenta y cinco folios, integrados por seis capítulos, que prefiguran los siete volúmenes de En busca del tiempo perdido, no tardamos en encontrar el fraseo inconfundible de Marcel Proust. En la tercera página de «Una noche en el campo», el primero y más redondo de esos capítulos, leemos: «Es cierto que desde que el nuevo jardinero había pelado los árboles de las ramas con las que ella se enzarzaba a diario, pero entre las que creía recuperar la libertad de la naturaleza, donde, en medio de un césped “trazado a cordel”, él había dibujado una cruz de honor de siemprevivas, y donde, en fin, con el pretexto de hacer agua de azahar, había convencido a mi tío para que le permitiera arrancar todas las flores de los pequeños naranjos de la entrada, mi tía sufría cruelmente». El fragmento no se puede comparar con los homéricos pasajes de En busca del tiempo perdido, en los que el escritor dedica docenas de páginas y párrafos infinitos a describir cómo su madre se acerca a su dormitorio para darle un beso, o una frase musical escuchada en un salón parisino, pero ya posee el aroma de su dicción arborescente, con la que pretende abarcarlo todo, dilucidarlo todo. También revela su incansable atención a hechos en apariencia irrelevantes o realidades que todos menos él considerarían prescindibles: unos naranjos, una parcela de césped, unas siemprevivas, agua de azahar, pintados siempre con trazo puntillista y espíritu casi entomológico, pero revestido de sensualidad. Proust parte de esos acontecimientos en principio insignificantes para edificar meticulosos análisis psicológicos, que exploran los vericuetos de la mente y los sentimientos y del propio lenguaje que los expresa. Desglosa la realidad que percibe en múltiples fragmentos, que se encadenan como eslabones o encajan como teselas —también se solapan: bullen—, y cuya lujuria verbal traslada a la forma el sugerente caos del mundo y de quien intenta comprenderlo. La realidad parece fracturarse, así, pero es una fractura ilusoria. En realidad, la prosa de Proust, arenosa, no disgrega, sino que aúna: todo se hermana en un caudal montuoso, sostenido por la memoria. En el fragmento transcrito, puede apreciarse otro de los procedimientos habituales de Proust: las cláusulas circunstanciales y las oraciones subordinadas se acumulan y entrelazan rítmicamente, hasta que cesan con una escueta oración última, que aparece como una caída súbita, como una interrupción dolorosa: «Mi tía sufría cruelmente». Aquí termina, con un tajo desabrido, lo selvático anterior (y se completa la oración inicial, leída siete líneas atrás: «Es cierto que…»). El corte subraya con su concisión la envergadura de lo ya enunciado y prepara una nueva escalada sintáctica.
Proust consigna en Los setenta y cinco folios —que son, en realidad, setenta y seis: los escritos por él en cuarenta y tres folios dobles— los motivos más relevantes de En busca del tiempo perdido: el dolor por la separación de la madre y su beso de buenas noches, la figura de la abuela —cuya muerte referirá memorablemente en la novela—, los dos caminos (o «partes», según las nuevas traducciones) por los que pasea la familia desde su casa en Auteil, las muchachas de la playa, y, naturalmente, el té y los recuerdos que despierta —la memoria involuntaria, cimiento de toda la obra—, aunque en Los setenta y cinco folios lo que el protagonista moja en la infusión no es una magdalena, sino pan tostado. Muchos de estos motivos se abordan varias veces, en distintos capítulos, como si fuesen variaciones de un mismo tema. Los setenta y cinco folios son todavía un borrador, una agregación o síntesis de versiones diferentes, y su dimensión novelesca apenas está esbozada. Se trata más bien de un ejercicio confesional o un apunte autobiográfico. Por eso Proust no cambia los nombres de sus personajes ni de los lugares que describe, como sí hace en En busca del tiempo perdido: aquí, su abuela se llama Adèle; su madre, Jeanne; y el narrador, Marcel.
La edición, a cargo de Nathalie Mauriac Dyer, es formidable, y la traducción, de Alan Pauls, está a su altura. Mauriac Dyer aporta «otros manuscritos» de Proust, que forman parte de los antecedentes de los «setenta y cinco folios» o revelan el uso que el escritor les dio, y un vasto ensayo, «Noticias, cronología y notas», en el que desmenuza el contenido de los «setenta y cinco folios» —establece cronologías y genealogías, coteja versiones, analiza personajes y localidades— y lo pone en relación con el resto de la obra de Proust. Especialmente detallado, casi abrumador, es el apartado de notas (que ocupa 168 páginas del volumen), con un riguroso examen, muy proustiano, de muchas de las alusiones y las formas empleadas por Proust.
[Este artículo se ha publicado en Letras Libres, nº 248, mayo 2022, pp. 42-43].