viernes, 29 de marzo de 2024

Personajes de Sant Cugat (2): el quiosco

Durante el confinamiento —aquel periodo, ¿os acordáis?, en el que no podíamos salir de casa, porque había un virus asesino por las calles que nos roía los pulmones si lo hacíamos; ha pasado mucho, mucho tiempo de eso, pero yo aún conservo un vago recuerdo—, uno de los trucos que empleé para no asfixiarme en casa fue salir a comprar el periódico, una excepción a la obligación de permanecer encerrados: se consideraba que leer la prensa y estar informado de todo lo relativo a la pandemia constituía un derecho esencial, del que no se podía privar a los ciudadanos. (Yo, antes de que el coronavirus despertase el caos, ya salía todos los días a comprar El País, pero hacerlo como beneficiario de una excepción legal a la mortífera situación en la que nos encontrábamos le daba a aquella tarea rutinaria un extraño aire de aventura). Así pues, todas las mañanas me encaminaba al quiosco más alejado de mi casa, para así andar más, que era uno, muy chiquito, en el centro de Sant Cugat. Allí me encontraba con un genuino búnker antivírico: con un gran cartel en la puerta que establecía la prohibición de que entrara en el local más de una persona; una enorme caja de cartón, adosada al mostrador, que separaba obligatoriamente aún más a los clientes de los vendedores; y un aparato purificador del aire, que, según el mismo artilugio anunciaba, exterminaba todos los bichos que hubiese en el aire, incluyendo a los seres humanos, si se ponía a la máxima potencia. Atendía el quiosco un matrimonio. La señora parecía un buzo: se cubría con dos mascarillas, guantes de látex y un abrigo capaz de desafiar al invierno siberiano; el señor iba menos protegido, pero había desarrollado la habilidad de devolverte el cambio en la mano desde una prudentísima distancia de seguridad, esto es, no te lo dejaba entre los dedos, sino que te lo lanzaba desde la línea de 6,25, y la mayoría de las veces acertaba. Pese a las dificultades de comunicación que causaban aquellas medidas draconianas, enseguida comprobé que la mujer era mucho más parlanchina y, pese a todo, amable que el hombre, que, a veces, ni siquiera respondía a los buenos días (aunque hay que reconocer que aquellos días nunca eran buenos) ni a las gracias que se le daban luego de que acertara con el cambio en la canasta de la mano. Aquella pareja ilustraba inmejorablemente una de las principales diferencias psicológicas entre los sexos: ella gestionaba el malestar hablando, y él, callando. Cuando la pandemia cesó, no dejé de ir a aquel quiosco —el sufrimiento une mucho— y hoy sigo haciéndolo todos los días. El local ya no es una trinchera antivírica, sino que ha recobrado su antigua condición de local modesto, familiar, de barrio, en el que sobrevive eso antaño tan accesible, pero hoy casi imposible de encontrar ya en las ciudades: la prensa escrita. Además de periódicos, el quiosco vende chucherías, juguetes, material de papelería y hasta algunos libros. La señora se ha despojado —hace poco— de su abrigo siberiano y el señor ya no tira de tres, sino que se ha acercado al aro y ahora juega en la pintura. A veces, incluso, las yemas de sus dedos rozan la mano del cliente: lo nunca visto. Pero el cambio más visible, respecto de aquellos tiempos infaustos en los que, enmascarillados, nos conocimos, ha sido la confianza que me tienen. Convertido en uno de sus más fieles parroquianos —yo persistiré en la anticuada costumbre de comprar el periódico hasta que la Parca venga a buscarme, y no abandono la esperanza de que Pedro Botero venda la prensa en alguna de sus calderas: al fin y al cabo, también él necesita estar informado de quién merece estar a su lado en el inframundo—, me reconocen ahora como interlocutor privilegiado y me hacen, gozosamente para ellos, destinatario de sus muchas tribulaciones. Sobre todo, la señora, cuyo nombre desconozco, pese a nuestra acendrada amistad. Resulta que tiene a su anciana madre muy enferma, y ha de cuidarla todos los días, un esforzado menester para el que, como pasa en tantas familias, no cuenta con la ayuda de sus hermanos. Un buen día, por casualidad, la señora debió de decir algo sobre el estado de su madre y observó que yo la escuchaba con atención, mirándola a los ojos, como hago con todo el mundo, y puede que hasta le contara algo de mi propia historia de hijo que hubo de cuidar a su madre, aunque yo no tuviera más ayuda que ella, porque no tengo hermanos. Aquel momento, que se pierde en las brumas postpandémicas, resultó ser el principio de una gran amistad. Desde entonces, apenas hay día en que la señora no me informe de los pormenores de la situación de su madre y de su propio desempeño como cuidadora, entre los que brillan con luz propia los detalles sobre los hábitos higiénicos de la progenitora y su irremediable tendencia a ensuciarse toda, así como los desaguisados administrativos para que le reconozcan a la anciana un grado de dependencia suficiente como para exonerar a los hijos de sus desagradables obligaciones de asistentes sociales y enfermeros. En su caso, como en el de mi propia madre y el de tantos ancianos en España, la Administración sigue el principio de actuar con la mayor lentitud posible, con la esperanza de que la muerte la exonere a ella de la desagradable —y cara— obligación de cuidar de sus mayores. En la letanía diaria de amarguras de la que soy oyente, en la que participan una hermana escurridiza, médicos sin empatía, funcionarios parsimoniosos o ambiguos, un negocio que hay que atender, hijos que están estudiando y no pueden distraerse, y políticos que ojalá críen un cáncer de testículos, recuerdo una vez en que la quiosquera se echó a llorar. Fue un llanto breve pero con fundamento. Yo no recuerdo haber llorado por la demencia y el desmoronamiento de mi madre. A veces, la quiosquera se apiada de mí y me pide permiso para ponerme al día, y yo se lo concedo siempre, claro. No he dejado de escucharla ni de mirarla a los ojos, aunque la que me cuenta sea una historia que ya conozco y, a menudo, me carcoma la impaciencia por leer las noticias del día. Y mientras ella habla, orbita a su alrededor el marido, que corrobora o glosa alguna observación con firmeza masculina y espíritu aledaño. Solo lo he visto reírse una vez —carcajearse, de hecho—: cuando anuncié el modo que tendría yo de ahorrarles a mis hijos el trabajo por el que su mujer estaba pasando, la solución romana, consistente en llenar una bañera de agua tibia, meterse dentro y cortarse delicadamente las venas de las muñecas con una hoja de afeitar: un sistema rápido e indoloro que solo tiene el inconveniente de ponerlo todo perdido y de imponer a los deudos la desagradable obligación de sacar de la bañera el cuerpo desnudo, ensangrentado y desmadejado del suicida. Otro personaje que nos acompaña a todos en los psicodramas geriátricos que se desarrollan diariamente en el quiosco, es un sujeto anónimo que casi todas las mañanas está presente, y que he llegado a preguntarme si no vivirá ahí, como un barfly, pero de la prensa. Lleva siempre una gorra de visera y las manos en los bolsillos, donde a veces suena el entrechocar de llaves y monedas. Da unos pasos arriba y otros abajo del pequeño recinto, y siempre opina, opina sobre todo: unos días las víctimas de sus perspicaces apostillas son los políticos, cómo no, y otros la gente en general, torpe, aborregada, insapiente. “La gente” es, en la boca de algunos schopenhauers de chichinabo, un concepto filosófico. Este hombre engorrado y engorroso es uno de esos vecinos, ya jubilados, que no tienen nada mejor que hacer que entretener a la singüeso con los de la tienda, donde nunca hay mucho trabajo, ni muy intenso. Las horas pasan para todos, entre desgracias de padres, sufrimiento de hijos, gente de pelo blanco, como yo, que aún vienen a comprar el periódico, y jóvenes que entran para comprarle una mochilita al hijo, porque la que tenía se le ha roto, si será trasto.

sábado, 23 de marzo de 2024

Elogio del otro

Alteri vivas oportet, si vis tibi vivere.
SÉNECA, Epístolas morales a Lucilio, XLVII, 5

El infierno son los otros, dijo Sartre, que no era un hombre de sonrisa fácil. Tenía razón, pero solo la mitad de la razón, porque los otros son también el cielo, si es que hay cielo. Cuando tenemos sed y alguien nos da un vaso de agua, es el otro el que nos lo da. Y cuando tenemos sed de cuerpo y alguien nos da a beber el suyo, también es el otro el que nos lo da. Cuando alguien muere, es el otro el que nos descubre el tamaño de nuestro amor (o de nuestro odio) y la maravilla de seguir vivos. Y cuando somos nosotros los que morimos y alguien nos sujeta la mano, o nos acaricia la frente, o nos besa en los labios, es el otro el que nos consuela del abismo de morir, de la soledad inconsolable de la muerte. El otro es cuanto nos excede y nos recluye: el frío ennegrecido de la tormenta y la negrura caldeada de la intimidad, el oleaje del silencio y la marea de las multitudes, lo que sucede con sangre y lo que adviene con tinieblas. Pero el otro es también la cercanía incomprensible y la vastedad al alcance de la mano. El otro no es solo el que lee estas líneas, si es que las lee alguien; también es el que me permite escribirlas. Hablo porque otro me escucha. Sufro porque otro me duele. Amo porque otro asiente al amor. Soy porque otros son. Yo soy el otro. Sin su respiración, me ahogaría. Sin su enemistad o su indiferencia, la amistad no existiría. Lo que soy, lo soy porque alguien me sabe, porque alguien me dice; porque se opone a mí y, al oponerse, me afirma. Ser es acercarse al otro: acercarse a uno mismo. Cuando le doy un vaso de agua a quien tiene sed, yo bebo esa agua. Cuando ofrezco mi piel a otra piel, me envuelvo en la mía, y cuando permito que la atraviese y que acceda a lo que está más allá de la piel, es mi carne la que me penetra, la que me constituye. La palabra, sin el otro, es solo ruido: un crepitar hueco. El recuerdo, sin el otro, es aire, fuga, nada: una nada menesterosa que zarandean los vientos y consume el silencio. Digo mi nombre y, si nadie me mira, si nadie lo oye, el otro que soy desaparece, y con él desaparezco yo. Para crecer, no solo he de ser yo, sino también otros, muchos, todos, aunque yo sea muy poco, o nada. Para liberarme de la exasperante atadura de la individualidad, que lo corroe todo, necesito el hervor de lo ajeno, de lo que me circunscribe y, al mismo tiempo, me impulsa; también de lo desconocido, de cuanto me arrastra al lugar que no sé, al yo que no poseo. El otro se introduce en mí y, una vez dentro, me mira con mis ojos. Y en esos ojos veo ciudades, reconozco a hermanos, saludo hecatombes, convivo con bestias. En sus pupilas se dibujan las fronteras de la conciencia, esas lindes bastardas por las que transitan los proscritos y en las que encuentran refugio los desamparados. Decir yo es decir tú, o él, o nosotros, o nadie: pero siempre algo fuera de uno, dentro de uno, que nace en los demás, que muere en todo: en sí. El otro es el que nos lleva de la mano hasta nuestro centro, aunque solo seamos arrabal, y el que alumbra, con la vara de zahorí de su alegría o su desconsuelo, la corteza que nos contiene. El otro es nuestro corazón y el corazón del mundo.

domingo, 17 de marzo de 2024

Gesto. Revista de Literatura, Arte y Pensamiento

Juan Luis Calbarro lo ha vuelto a hacer. Si en los primeros años de este siglo lanzó, desde la remota, ventosa y unamuniana Fuerteventura, la exquisita revista literaria que fue Perenquén, ahora se acaba de inventar la no menos refinada Gesto. Revista de Literatura, Arte y Pensamiento, aunque esta ya no la publica con sus solas fuerzas, como aquella breve Perenquén, sino con el amparo del Instituto de Enseñanza Secundaria José García Nieto, de Las Rozas (Madrid), y del propio ayuntamiento de la ciudad. Prolonga, así, una noble tradición española de revistas literarias publicadas por centros de enseñanza media, como la mítica Carmen, creada y dirigida por Gerardo Diego en el Instituto Jovellanos de Gijón entre 1927 y 1928, a la que dieron poemas casi todos los integrantes de la Generación del 27 (y dos alumnos destacados del propio instituto y después magníficos poetas: Luis Álvarez Piñer y Basilio Fernández), o la asimismo legendaria Cuadernos del Matemático, que fundó y capitaneó, nada menos que durante treinta años, de 1988 a 2018, el profesor y escritor Ezequías Blanco en el Instituto Matemático Puig Adam de Getafe. Es digno de celebrarse que este nuevo fruto del espíritu renacentista, permanentemente inquieto, de Juan Luis Calbarro cuaje en un centro de enseñanza con el nombre de un poeta, José García Nieto, autor de una obra notable, fundador y director de la revista Garcilaso, ganador de algunos de los premios literarios más importantes de su (y nuestro) tiempo, como el Adonáis, el Nacional de Literatura (dos veces) o el Cervantes, miembro de la Real Academia Española, y también, al decir de sus viperinos contertulios del Café Gijón, “el poeta mejor peinado de España”. Gesto se presenta como una revista literaria, humanística y multidisciplinar, en la que la poesía tiene un papel protagonista, pero en la que tienen acogida también, y con holgura, la prosa, el ensayo, el aforismo, la traducción y la crítica. El apartado gráfico es escueto pero impresionante: el número 1 de la revista, amén de una cubierta espléndida —una reproducción del óleo Bajo la pérgola, de Oscar Bluhm—, cuenta con una fotografía, a página entera, de Luis Alberto de Cuenca, colaborador en este número inaugural, observando desde muy cerca, con la cabeza apoyada en la mano, la vera efigie de Francisco de Quevedo presente en su despacho de director de la Biblioteca Nacional cuando De Cuenca ejercía esta función, y otra imagen, también a página entera, de  Ana Blandiana, la poeta y escritora rumana que contribuye al número con cinco poemas de su libro El ojo del grillo. Dado el carácter abierto, no sectario, de la revista, la nómina de colaboradores es amplia y estilísticamente plural. En la sección de poesía, encontramos a los españoles Luis Alberto de Cuenca, Teresa Domingo Catalá, Alfredo Rodríguez, Julio Marinas, Javier Pérez Walias, José Luis Gómez Toré, Santiago Alfonso López Navia, Regino Mateo y Concha García, y al dominicano residente en Nueva York Tomás Modesto Galán, entre otros; Moisés Galindo aporta un perspicaz ensayo sobre “Edgar Morin y Neil Postman: resistencia y combate” y Salvador Perpiñá, un muy interesante conjunto de reflexiones y estampas (sobre los museos, sobre las puestas de sol, sobre el Nemo de Julio Verne, sobre las casas abandonadas, sobre Venetia Burney, sobre los perros), agrupadas bajo el título de “Motivos de asombro”; la traducción de los poemas de Ana Blandiana corre a cargo de Viorica Patea y Natalia Carbajosa, que también vierte al español, con su destreza habitual, los cuatro poemas de la neoyorquina Lyn Coffin; y, en la sección de crítica, encontramos reseñas de libros de Susana Martín Gijón y Ernst Toller, firmadas por Toni Montesinos y Luis Felipe Comendador, respectivamente, de la última exposición de Yayoi Kusama en el Guggenheim de Bilbao, a cargo de Arturo Tendero, y del Festival de Literatura de Natura, celebrado en Vallvidrera (Barcelona) en otoño del 2023, del que da cuenta Carlos Gámez Pérez. Mi contribución al número ha consistido en una larga enumeración de escritores que padecieron toda suerte de enfermedades y desgracias, con la especificación de sus desdichas, que he titulado “Ser escritor no es fácil ni romántico” y que ya publiqué, abreviada, en dos entradas de este blog, del 3 y el 8 de septiembre de 2023 (y que todavía sigo escribiendo: los males y tormentos de los escritores a lo largo de la historia no conocen fin). 

Transcribo a continuación uno de los poemas de Teresa Domingo, románticos, desgarrados, eróticos y visionarios, aparecidos en este número de Gesto:

Mi Amado, llegó el viento y el escándalo del viento. Se sobrepuso a la noche en que incidía. Se destapó la madrugada, se cernió sobre los pájaros. En ella residía el sortilegio que alguien dejó para buscarla, para sumergirse en su negrura, para abalanzarse sobre el fruto que en sus ingles nos dejó cuando galopaba en las oscuridades de su seno.

La noche viene como un espectro abandonado. Es una cita fantasmal, un ruego impío. La noche es la madre, la que nos da la leche de su parto, la que se mueve entre los cipreses que custodian a los muertos, y en ese incidir en la vida y en la muerte es como un nacimiento del amor, un acercarse a la ventana que mira la misma oscuridad que me refleja.

Me abandono a la penumbra. El ángel pasa. Deja su rastro con las alas. Se entumece en el mismo volcán que lo libera. Los atajos lo conduce hacia el cielo.

Eres pan de estrellas, el que pongo en mi mesa, el que devoro entre las pastas del dolor, y que enardece mi boca, el hechizo que revive en mi boca, nacida para el beso.

Mi canto se oye en las alturas. Es un cesar de plañir, olvidar las lágrimas, colocar el yeso en las junturas que unen el amor, saborear el sabor que en tus labios tienen las ventiscas, y en tu nieve dormirme dulce, y amanecer en la blancura.


martes, 12 de marzo de 2024

Mago Moga (con perdón)

Tres escritores y amigos, Juan Luis Calbarro, Christian T. Arjona y Moisés Galindo, a los que conozco desde hace muchos, muchos años (aunque nunca serán suficientes), han tenido la iniciativa, no sé si feliz, pero sí fraterna, de publicar un libro-homenaje sobre, y no deja de darme vergüenza escribir esto, mi poesía y sobre mí, con el título de Mago Moga. Una forma de querer —que ha sido coeditado por Los Papeles de Brighton y Libros de Aldarán, las editoriales que han creado y dirigen los dos primeros, respectivamente—, en el que han colaborado, cordial y generosamente, ochenta y seis escritores y artistas gráficos españoles y extranjeros. Ha sido, huelga decirlo, una sorpresa morrocotuda, que he celebrado, antes que como un homenaje literario, como un tributo de amistad. Me hace feliz contar con tantas personas que aprecian lo que hago y que quizá, también, aprecian lo que soy, a veces más incluso de lo que me aprecio yo mismo, y no puedo estar más agradecido a Juan, Christian y Moisés por haber urdido este reconocimiento (en el que han trabajado con abnegación muchos meses), que yo, desde luego, no me esperaba, pero que confieso me consuela no poco en estos tiempos de tribulación. Algo así reconforta tengas la edad que tengas, pero, cuando uno entra en la sexta década de vida, alienta un poco más. Esos tres ángeles sin alas (pero con barba) que son Juan, Christian y Moisés, los valedores del libro, no se han dado por satisfechos con idearlo, organizarlo y publicarlo, sino que también quieren presentarlo el próximo viernes, 15 de marzo, en uno de los espacios culturales más hospitalarios de Cataluña, el Espai Betúlia, de Badalona, cuyas actividades coordina el poeta José Antonio Jiménez Navarro, que algo tuvo que ver con el germen de la idea. Y yo lo digo aquí, para general conocimiento, porque, aunque sigue dándome vergüenza, no quiero dejar de acompañar a quienes, desde hace tanto tiempo y tan fraternalmente, me acompañan.



jueves, 7 de marzo de 2024

Algunos aforismos (II)

Vivimos como espeleólogos: adentrándonos en la oscuridad, tanteando, aferrándonos a lo que nos rodea, arrastrándonos por pasillos que no llevan a ninguna parte, yendo al fondo.

Se empieza por matar al padre, luego no se le encuentra sentido a la vida, y acaba uno viendo la televisión y saliendo del baño sin lavarse las manos.

Uno busca lo absoluto y solo encuentra pelusas debajo de la cama.

Grafiti carcelario
Preso en el cuerpo, preso en las ideas, preso en la ciudad, preso en el sueldo, preso en la soledad, preso en la familia, preso en la flaqueza, preso en la respiración, preso en el yo, preso en la mortalidad, preso en la muerte, preso en la nada.

Hay muchas otras circunstancias en las que se puede aplicar la famosa exhortación de Beckett —fracasa más, fracasa mejor—: haz más el ridículo, hazlo mejor; pierde más la vergüenza, piérdela mejor; muérete más, muérete mejor.

Atisbamos la eternidad esperando a que el microondas acabe de calentar la leche. 

El acúfeno no deja de decirme cosas al oído.

El insomnio nunca duerme.

La soledad lame los entresijos del ser como la lengua del perro los recovecos de los huesos.

En todos vive un terrorista escondido, que acumula ira por las cosas que nos oprimen y el sufrimiento que nos causan. Siempre estamos a una distancia asombrosamente corta de cruzar el semáforo en rojo, de tirar los papeles al suelo y de matar a nuestro vecino con un cuchillo de cocina.

Todo padre condena a muerte a sus hijos.

Nunca he sentido la necesidad de trascender ni de contar con el amparo de la trascendencia. Me espanta la muerte y no renuncio a la pasajera inmortalidad que puedan procurarme los pobres libros que he escrito, pero no recuerdo haber necesitado creer en algo ajeno o superior a mí, ya se llame Dios, civilización extraterrestre, energía cósmica o cualquier otra cosa que induzca a pensar en un ser o unos seres personificados, en una realidad objetivamente existente que, desde las alturas o el más allá, nos cree, juzgue, guíe o condene. Solo existimos el yo y el mundo, y ambas entidades son lo bastante enigmáticas como para atraer toda mi atención y mi interés más sincero. La única realidad en la que creo es la que se deriva del permanente diálogo que sostienen la conciencia y la naturaleza. Las instancias sobrenaturales a las que tantas personas necesitan aferrarse para sobreponerse a la perplejidad de estar vivas y al pavor de tener que morir no son más que el ardid que urde la conciencia para hacer frente a la aspereza de lo conocido y a la enormidad de lo desconocido. 

(Epitafio)
Lo peor es el picor de espalda.

En el tren, rodeado de gente que dormita o que mira el móvil, veo que una mujer está leyendo el Libro del desasosiego, de Pessoa. Cuando la miro a la cara, ella me mira también. Ha visto que ando con En las cimas de la desesperación, de Cioran. Nos sonreímos.

Cuando un amigo llora al teléfono por algo que has escrito, es que lo has escrito muy mal.

El aforismo ennoblece la ideúcha.

Un pedo solitario, frágil, desconcertado ante el mundo, temeroso de Dios.

Esta mierda de perro, que no he visto aún, me llama, está llamándome para que le dispense la plena caricia de mi pisada.

Conmueve el amor a los animales de quien tiene un escorpión de mascota, o alimenta a su boa con ratones vivos, o empapela un barrio entero de pasquines porque se le ha perdido un agapornis.

Cada vez que se enteraba de que a algún amigo le había ido bien, se le inflamaba un testículo.

Conócete a ti mismo, pero sin exagerar.

Conócete a ti mismo y luego arrodíllate y pide perdón.

También en las aguas fecales se refleja la luna.

Aguas oscuras, quietas. Si las despiertas de una pedrada, se estremecen como la coraza escamosa de un dragón.

sábado, 2 de marzo de 2024

La noche luminosa: un poema de Jaime Siles

Jaime Siles ha sido, y sigue siendo, uno de los poetas españoles más importantes del último medio siglo, adscrito en sus inicios a la estética novísima —su primer libro, Génesis de la luz, data de 1969—, pero fiel después, y siempre, a una poesía sensual e intelectual al mismo tiempo, crisol de lo clásico y lo experimental. He coincidido con él en varios encuentros literarios, y siempre me ha parecido una persona lúcida y cordial, un autor entregado a la verdad de la poesía y admirador, además, de algunos de mis poetas de cabecera, como Manuel Álvarez Ortega y Vicente Aleixandre. Se jubila ahora como catedrático de Filología Latina de la Universidad de Valencia, y varios de sus colegas, singularmente Marco Antonio Coronel Ramos y Ricardo Hernández Pérez, han tenido la feliz idea de homenajearlo con la publicación de un libro, al que han dado el título de Jaime Siles. Un poeta para la vida, una vida para la poesía (Madrid: Olé Libros, 2023), en el cual colaboran casi noventa escritores, entre los que se cuentan algunos de los más destacados poetas de la actualidad, de varias generaciones, estéticas y países, como Antonio Colinas, Luis Alberto de Cuenca, Vicente Molina Foix, Alejandro Duque Amusco, Jordi Doce, Diego Doncel, Lorenzo Oliván, Gabriel Insausti, Guillermo Carnero —que epilogó aquel temprano Génesis de la luz—, Antonio Carvajal, José Corredor-Matheos, Antonio Domínguez Rey, Ángel García López, Juan Antonio González Fuentes, Nuno Júdice, Javier Lostalé, César Antonio Molina, Vicente Luis Mora, María Ángeles Pérez López, Jenaro Talens o Javier Velaza, entre otros. El volumen se divide en cinco secciones: un amplio estudio introductorio, a cargo de Henry Gil, uno de los mayores especialistas en la obra de Siles, unas lecturas silesianas, en las que figura el trabajo con el que me he sumado a este homenaje, unas semblanzas, unas notas literarias y unas voces poéticas, y cuenta asimismo con la participación de críticos prestigiosos, como el propio Henry Gil, Francisco Javier Díez de Revenga, Ángel Luis Prieto de Paula, Pedro A. González Moreno, Fanny Rubio o José María Balcells, también entre otros. Ha sido un placer hacer honor a la amistad y la admiración que siempre he sentido por Jaime Siles y participar en este espléndido homenaje con el trabajo —una glosa de su poema «Líquida lengua», perteneciente a Música de agua, con el que ganó el Premio de la Crítica del País Valenciano y el Premio Nacional de la Crítica— que transcribo a continuación:

«Líquida lengua»

Al resplandor de ti, de mí, de todo
cuerpo en el aire ardido que no soy,
arden las voces, unifican, queman
luz exterior que invade el firmamento.
En lenta espuma a tu color se funden,
noche, teñido espejo de otra claridad
más anterior aún, más transparente.
Líquida lengua que lame toda luz,
termina el mar en ti, termina el mundo.

Este poema forma parte de la sección quinta y última, titulada «Final», de Música de agua, que Jaime Siles publicó en 1983 (Madrid: Visor). Se compone de nueve versos de arte mayor: siete simples, endecasílabos; y dos compuestos: un alejandrino (el sexto) y un dodecasílabo, integrado por un pentasílabo y un heptasílabo (el octavo). Los nueve son blancos.

El poeta apostrofa a la noche, como revela el alejandrino. Los pronombres personales y adjetivos posesivos —«ti», «tu»— remiten a esa entidad personificada, que escucha, impasible, radiante, las palabras que la envuelven. La noche es un personaje destacado en Música de agua, cuya cuarta sección, titulada «Lectura de la noche», incluye los poemas «Tinctus colore noctis», «Economía de los cambios nocturnos», «Sub nocte» y «La tierra de la noche». Su primera aparición en «Líquida lengua», en el verso inicial, configura una paradoja: «Al resplandor de ti». La noche resplandece. Esta paradoja se enmarca en una larga tradición literaria que hace de la oscuridad luz: «oscuridad como luz», dice el salmista; y desde entonces una sucesión de poetas ha recreado, en todas las lenguas, esa antítesis fundacional, que busca propiciar una concordia oppositorum: la reducción de las fracturas del mundo; la reconciliación de las cosas contrarias e incomprensibles; la recuperación de la armonía amniótica, de la beatitud mítica en la que vivíamos antes de nacer, antes de sabernos sujetos a la muerte.

El hecho de la luz —de la noche que es luz— recorre el poema: es su columna vertebral. En la primera parte —hasta el verso cuarto—, cobra dureza: alcanza los extremos del fuego. El aire ha ardido y las voces arden también, y queman «luz exterior». La sinestesia del «aire ardido» y la políptoton de los versos segundo y tercero —«ardido»/«arden»—, remarcadas por la homofonía de los grupos /air/ y /ard/, intensifican la quemadura: la consunción, pero consunción sanadora, a que conduce esa voz que proclama la negrura de la noche, que es a la vez fulgor. Los versos no se interrumpen: fluyen abruptamente, empujados por el encabalgamiento y las enumeraciones: preposicionales —«de ti, de mí, de todo cuerpo»— y verbales —«arden», «unifican, queman»—. En un lugar axial, un verbo revelador: «unifican», que afirma un anhelo existencial: la voluntad de superar las fronteras que establecen los ciclos del tiempo y las realidades del mundo. El arder en el que todo se consume, y a la vez renace, aúna las horas, los aires y los cuerpos, los resplandores y las voces, las luces y los cielos, la noche y el mar. «Líquida lengua» se inscribe en un ciclo temprano de la producción de Jaime Siles (Música de agua incluye poemas escritos entre 1978 y 1981), emparentado con la estética novísima, para la que las palabras encontraban en sí mismas —no en los hechos ni en los caracteres; no en los asuntos a los que remitieran, si es que remitían a alguno— la justificación y el fulgor necesarios para constituir el poema. Pese a su mucha sensualidad, y pese a referirse a realidades reconocibles —la noche, la luz, el firmamento, la espuma, la lengua, el mar—, no hay en esta composición descripción ni acontecimientos, no hay narración ni personajes: apenas sabemos —o intuimos— que quien nos habla en el poema contempla un mar nocturno y se siente interpelado por las luces y la oscuridad que lo rodean; y que canta ese paisaje, que es también, quizá, el paisaje de su conciencia. El poema es solo una eclosión verbal, sostenida por el ritmo, por la delicada materialidad de sus accidentes y por la reverberación del espasmo psíquico —el asombro ante la grandeza del mar y de la noche, y el anhelo de reconciliarse con un mundo inabarcable— que la ha alumbrado. Y también por la elipsis, un mecanismo capital en la poesía del silencio —cuyo influjo se percibe en «Líquida lengua» y, en general, en Música de agua—, para la que lo no dicho, pero sí sugerido por la arquitectura musical del poema o el austero mosaico de lo ya enunciado, adquiere tanta capacidad de significación como la propia materia lingüística. Las imágenes que conforman el poema son sutiles, pero también cósmicos, juegos de espejos; y no es casualidad que este término, «espejo» —una superficie donde cabe todo; un agua detenida que acoge todas las formas de la luz—, asome en «Líquida lengua». Una luminosidad, a veces escarpada, lo recorre: no alberga objetos, sino fosforescencias, que se proyectan en todas direcciones; un brillo tintado de negrura empapa los versos. La selección léxica lo corrobora: los vocablos que remiten a la luz, en cualquiera de sus manifestaciones, cosen «Líquida lengua»: «resplandor», «aire ardido», «arden», «queman», «luz» (que aparece dos veces), «color», «teñido espejo», «claridad», «transparente». También contribuyen a la sutura algunos mecanismos sonoros, como la aliteración de /or/, cuya oxitonía sugiere un aterciopelado redoble: «resplandor-exterior-color-anterior».

En la segunda mitad del poema, otro verbo asoma muy pronto para subrayar el espíritu unitivo que lo impregna: «funden». Todo se anuda, pues, con esa noche en cuyo color, en el azogue de cuyo espejo, confluyen la oscuridad y una claridad «anterior y transparente», metáfora de otro estado, de una existencia distinta, acaso más benigna. Si en la primera parte despuntaban los elementos ígneos, en esta destacan los elementos líquidos, cuya fluidez simboliza tanto la fusión a la que se alude como la simbiosis resultante, apaciguadora: la «lenta espuma», la tinción del espejo, la «líquida lengua que lame toda luz» y el mar del último endecasílabo. La aliteración del penúltimo verso —de una consonante, precisamente, líquida, /l/—, reforzada por la posición siempre inicial del fonema, subraya esa licuación en la que se cifra la pacificación del ser: «líquida lengua que lame toda luz». La homogénea sonoridad del verso —todos los acentos recaen en la primera sílaba— y la sinestesia de una lengua que lame algo que no puede ser lamido, porque no pertenece al mundo del tacto, la luz, remacha la gravedad significativa del pasaje. El último verso, bimembre, articulado mediante la repetición de «termina», y apenas posterior a otra bimembración —«más anterior-más transparente»—, cierra el círculo abierto con la observación deslumbrada de un resplandor tumultuoso. Aquí acaba el proceso de fusión: el mar, esa lengua infinita que absorbe toda luz, se vierte en la noche y es, a su vez, absorbido por ella; y así también el mundo. En la noche, donde conviven el resplandor y la tiniebla, metáforas acostumbradas del bien y el mal, del dolor y el placer, de la vida y la muerte, se deposita todo, como en un gran regazo que acogiese los fenómenos del cosmos y las vicisitudes del ser; y en la noche cesan: ya no hay mar, ni tierra, ni palabra, ni yo. Es una conclusión apacible. El hermanamiento deseado.