Epéntesis (Del lat. epenthĕsis, y este del gr. ἐπένθεσις, intercalación): 1. f. Fon. Figura de dicción que consiste en añadir algún sonido dentro de un vocablo; p. ej., en corónica por crónica y en tendré por tenré.
viernes, 30 de junio de 2023
Una tarde en los billares
domingo, 25 de junio de 2023
La ignorancia y el mundo
lunes, 19 de junio de 2023
Algunas palabras que me tocan las narices (o el uso que hacemos de ellas)
Histórico. Hoy cualquier cosa lo es. El lateral derecho del Villamoriscos Club de Fútbol marca tres goles en el partido contra el Somosaguas Balompié, en la disputada competición de Tercera Regional, y los periodistas decretan en la gaceta local que el acontecimiento ha sido histórico, esto es, que va a quedar registrado en los anales de la historia como un hecho trascendente y significativo. Un contertulio (no tertuliano, que era un Padre de la Iglesia) de uno de esos programas entre rosas y amarillos que inundan las cadenas de televisión privadas revela que la hija de un torero se ha hecho vegana, y todos los freaks del programa dictaminan que se trata de algo histórico (aunque no quede claro por qué, ni falta que hace). Coinciden en sus mandatos un presidente liberal de los Estados Unidos y otro socialdemócrata de un pequeño país europeo, de escasísima relevancia internacional (tanto el presidente como el país), y los portavoces de este (el otro ni se ha enterado) resuelven que nos encontramos ante una conjunción histórica, más aún, ante un alineamiento planetario que ha de dejar su impronta en la evolución del universo. Antes se reservaba el adjetivo para acontecimientos como, no sé, la toma del Palacio de Invierno, el fin de una guerra mundial o la liquidación del apartheid en Sudáfrica. Hoy se aplica a la victoria de un club de petanca sobre otro.
Paradigma. Algo parecido le pasa a esta palabra, en particular —y casi exclusivamente— cuando sigue a la locución “cambio de”. Si Miley Cyrus deja de ser Hanna Montana y se convierte en Miley Cyrus, es que ha habido un cambio de paradigma. Igual si las encuestas descubren que los españoles han pasado a preferir las tortillas de patata con cebolla a las tortillas de patata sin cebolla. O si surgen en España varios partidos laterales y pequeños que ponen en cuestión la dominancia bipartidista, al calor del hartazgo y la indignación de la sociedad: el paradigma ha cambiado. Pero nada de esto es un cambio de paradigma. Un cambio de paradigma es, por ejemplo, el paso del pensamiento mágico al pensamiento científico: de la cosmología ptolemaica a la copernicana (eso sí que fue un giro copernicano); de la física newtoniana a la relativista de Einstein; o de la teoría del flogisto a la de Lavoisier. Y la transición del esclavismo a las relaciones de producción capitalistas (aunque algunas de ellas sigan suponiendo un modo de esclavitud). Los periodistas, sobre todo los menos letrados, se entusiasman con palabras que no entienden bien, o que no entienden nada, pero que constituyen una novedad en el rutinario flujo del lenguaje, y las adoptan, felices por el descubrimiento que han hecho, para definir situaciones cotidianas con las que no se corresponden. Así, en realidad, las ridiculizan y se ridiculizan ellos, aunque cada vez haya menos gente capaz de percibir ese ridículo: todos estamos sumidos en la niebla del lenguaje segregado por la época, fruto putativo, a su vez, del pensamiento —por llamarle algo— de nuestro tiempo, plagado de tópicos, automatismos y sumisiones.
Desde. Esta modesta preposición, que hasta hace poco había cumplido con discreción y honradez su papel, señalando el origen de las acciones que se desarrollaban en el tiempo o el espacio, se ha visto impulsada, en tiempos recientes, a un protagonismo para la que no había sido concebida, en detrimento de otra preposición, la aún más modesta con. En la actualidad, todo lo que se hace, se hace desde algún sitio (es decir, desde algún valor o característica convertidos en lugares), cuando antes se hacía con ese valor o esa característica. Así, alguien actúa desde la humildad, en lugar de con humildad; o desde el respeto, en lugar de con respeto; o desde la paciencia, en lugar de con paciencia (o pacientemente). Hacerlo así tiene, para el hablante especializado —léase periodista o sedicente intelectual—, una indudable ventaja: desde es más largo que con, y esa mayor extensión se acrecienta aún más con el artículo el o la: siete letras en lugar de tres. Queda mucho mejor, dónde va a parar. Las palabras, cuanto más largas, más prestigiosas, más persuasivas. Aunque no vengan a cuento. Aunque vayan contra la economía del lenguaje. Aunque arrumben soluciones ya existentes y más atinadas.
Escuchar. Un noble verbo que se ha vuelto tiránico, es decir, al que nosotros, los hablantes, hemos convertido en tirano. Porque se está comiendo, o se ha comido ya, al igualmente noble, y mucho más breve, oír. Ya nada se oye: todo se escucha. Aunque no requiera de la atención de la persona, de su voluntad de captar el sonido, que es lo que caracteriza a escuchar. Así, se escucha un disparo, un trueno, el despertador; se escucha el frenazo de un autobús, o los petardos en San Juan (que pronto van a empezar a crucificarnos), o las campanadas de la iglesia; y se le reprocha a un orador que no se oigan sus palabras (“¡Más alto! ¡Que no se escucha!”). Oír está en trance de desaparecer, devorado por una palabra que cuenta con la indudable superioridad de tener nada menos que una sílaba ¡y cinco letras más! El pobre oír no tiene nada que hacer. Los polisílabos son una plaga promovida —o sembrada— por la necesidad de que el lenguaje transmita la idea de que el emisor del mensaje tiene un mayor conocimiento de lo hablado que el receptor; una necesidad especialmente acuciante en todos aquellos oficios que se caracterizan por su saber técnico, empezando por el periodismo. Y ahora temo que esta plaga de langostas se extienda a otros binomios que hasta ahora han enriquecido el lenguaje, introduciendo una sutileza: el factor de la voluntad —o su ausencia— en la percepción. Como la dupla mirar y ver, en la que ver parte con desventaja: dos letras menos son muchas letras menos. De hecho, el otro día ya vi en los subtítulos de una canción en inglés (toda ella pésimamente subtitulada) que la expresión we look upon (‘miramos’) se traducía por ‘vemos’. La cacería de ver ha empezado.
Cita previa. Me repito, ya lo sé, pero es que este previa adherido a cita me sulfura, aunque no me va a quedar más remedio que tranquilizarme, porque, tras una pandemia devastadora que ha generalizado la expresión, no tiene visos de desaparecer. Me temo que, a partir de ahora, las citas siempre van a calificarse de previas. Aunque ahí está el quid de la cuestión: si es cita, es previa, porque se establece necesariamente antes del hecho que se piensa realizar. La previedad del acto es consustancial a este. Llamar previa a una cita es como llamar acuática al agua o letal a la muerte. Ah, qué tiempos aquellos en que, cuando ibas al notario o al dentista, la secretaria que te recibía, te preguntaba: “¿Tiene Ud. cita?”, y uno respondía triunfalmente “sí” antes de pasar a la sala de espera, sin echar en falta —ni la secretaria ni uno— ese adjetivo superfluo, innecesario y redundante, aunque, claro, también conformador de una expresión más compleja —y, por lo tanto, aparentemente más prestigiosa— que la simple cita: dos palabras en lugar de una, qué barbaridad. Parece como si una cita fuera más cita si es previa. Pero no, no lo es. Como una democracia no es más democracia por ser orgánica o socialista, ni un retraso, más retraso por ser posterior.
Esperar por. He empezado a ver esta aberración hace algunos meses. Ver que se comienza a utilizar un engendro en los medios de comunicación es muy mala señal: quiere decir que los periodistas lo han hecho suyo ya —superando las frágiles barreras de los libros de estilo y las normas de la RAE— y que pronto se oirá en la calle. Esperar por es un anglicismo: un calco de wait for, que se traduce, simplemente, por ‘esperar’. El verbo en inglés requiere de una preposición, pero en español no. Aunque uno puede esperar por alguien, cuando espera en lugar de alguien, por ejemplo, ocupando su lugar en una cola. No es es el caso cuando esperamos el autobús, o que nos toque la lotería, o a un amigo. Añadir por (ay, las preposiciones, cuántas barrabasadas cometemos con ellas, tan frágiles, tan indefensas) es, una vez más, alargar innecesariamente la expresión, enrevesarla, sumar algo que en realidad resta. En el inglés tienen una gran importancia los phrasal verbs, los verbos con partículas, una forma léxica dual que, precisamente, suele darnos a los hispanohablantes muchos problemas. No tenemos por qué importarlos a nuestro idioma, que no los necesita, ni están en su ADN. Pero, claro, para muchos utilizar dos palabras cuando puede emplearse solo una es casi una obligación.
miércoles, 14 de junio de 2023
Traducir poesía en castellano y catalán: breve historia de un desequilibrio
La poesía contemporánea en catalán (la del siglo XX y lo que llevamos del XXI) ha sido razonablemente bien traducida al castellano. Y, cuando digo bien, me refiero tanto a la cantidad como a la calidad de las traducciones. En realidad, la traducción de la producción literaria en catalán a otras lenguas de la península tiene una larga tradición, como ha acreditado, entre otros investigadores, José Antonio Sabio Pinilla. La traducción entre lenguas peninsulares es un fenómeno documentado desde el siglo XIII, aunque no se generalizará hasta el siglo XIV. Del catalán al castellano destaca la traducción del Llibre del gentil e dels tres savis (h. 1274-1276), de Ramón LIuII, en versión del cordobés Gonzalo Sánchez de Uceda, Libro del gentil y de los tres sabios, concluida en 1378. En el siglo XV se documentan algunas traducciones de obras castellanas al catalán, que no tendrán continuidad en el siglo XVI: por ejemplo, el valenciano Bernardí de Vallmanya tradujo la Cárcel de amor (1492), de Diego de San Pedro (Barcelona, 1493). Del catalán al castellano, encontramos el Llibre dels Àngels (1392), de Francesc Eiximenis, traducido por Miguel de Cuenca y Gonzalo Ocaña como Libro de los santos ángeles (Burgos, 1490), y la primera traducción, anónima, del Tirant lo Blanch (Valencia, 1490), de Joanot Martorell, que apareció en Valladolid en 1511, con el título de Tirante el Blanco.
Si las traducciones de obras castellanas al catalán son casi inexistentes en el siglo XVI, en la otra dirección, del catalán al castellano, encontramos notables excepciones, como las traducciones de las poesías de Ausiàs March. La primera, del valenciano Baltasar de Romaní, apareció en Valencia en 1539. La segunda, del portugués Jorge de Montemayor, el autor de Los siete libros de la Diana, también en Valencia, en 1560. Esta traducción influyó decisivamente en el barcelonés Juan Boscán, en Garcilaso de la Vega y en Fernando de Herrera, con lo que eso supone de impulso a la instauración del Renacimiento en España.
A muchos de estos clásicos de la literatura medieval en catalán los tradujo el poeta barcelonés en castellano Enrique Badosa, miembro de la generación del 50 y recientemente fallecido. En 1966, publicó La lírica medieval catalana, en la muy católica editorial Rialp, con la presencia destacada de Ramon Llull, Jordi de Sant Jordi, Ausiàs March y Joan Roís de Corella, entre otros autores, que conoció una segunda edición, ampliada y revisada, en 2006, en la editorial Comares.
Pero decía que la poesía contemporánea en catalán ha sido razonablemente bien traducida al castellano. Todos los nombres importantes, por una u otra razón, de la poesía catalana de estos 122 últimos años han sido vertidos al castellano, desde Verdaguer hasta Martí i Pol, algunos de ellos muchas veces, como Salvador Espriu, cuya poesía, entendida como expresión de la necesidad de reconciliación entre los pueblos y las lenguas de España y proclama de fraternidad, heredera de aquellas otras propuestas de entendimiento defendidas por Joan Maragall, fue muy bien acogida en España en un momento álgido de oposición a la dictadura franquista, y de tránsito y apertura cultural y política. Espriu invoca a Sepharad, una España acaso utópica, a la que insta: «Fes que siguin segurs els ponts de diàleg / i mira de comprendre i estimar / les raons i les parles diverses dels teus fills…» [‘haz que sean seguros los puentes del diálogo / y trata de comprender y de estimar / las diversas razones y hablas de tus hijos’], como dice el poema 46 de La pell de brau (traducido por José Agustín Goytisolo, La piel de toro).
También Joan Margarit ha sido copiosamente vertido al castellano. Su reiterada presencia entre los lectores españoles (sancionada con el premio Cervantes en 2019) se explica, en mi opinión, por una conjunción de factores: el hecho de que escribiera sus primeros libros en castellano (como Pere Gimferrer), lo cual lo entronca naturalmente con el corpus de la poesía española; la frecuente autotraducción de su obra posterior, que ahonda en esa vinculación; y, sobre todo, su encaje estilístico —y existencial— en la denominada «poesía de la experiencia», el neorrealismo socialdemócrata finisecular que ha sido dominante en el panorama poético español durante treinta años (1982-2012), al que también se han adscrito —no sé si seguirán ahí— otros poetas catalanes y valencianos en catalán, como Àlex Susanna, Enric Sòria y Miquel de Palol (que ha publicado en la madrileña editorial Bartleby, en 2021, Desdoblament/Desdoblamiento, con traducción de Isabel Pérez Montalbán y Francisco Fortuny).
Joan Brossa ha sido el tercer autor más traducido al castellano: Gimferrer lo ha hecho en Fuego en el cántaro (1965 y 2001) y Teatro. Poesía escénica (1968); José Batlló, aquel atrabiliario poeta, editor y propietario de la librería Taifa de Barcelona, en Me hizo Joan Brossa (1989) y Poemas civiles (1990); Andrés Sánchez Robayna, también en Me hizo Joan Brossa (1973) y Viaje por la sextina (1992); y el hispanoargentino Carlos Vitale, en Añafil 2 (1995), El tentetieso (1998), Teatro Brossa. Poesía escénica (2003) y Día de viento. También. Olga sola [Poesía escénica] (2004), entre otros títulos y traductores.
(...)
No estoy seguro, en cambio, de que el momento actual sea tan propicio como las décadas anteriores para la traducción de la poesía catalana al castellano. Me parece observar una retracción tanto del interés entre los lectores españoles por conocer lo que se escribe en Cataluña como de los poetas catalanes por dar a conocer su obra entre los lectores españoles, en movimientos introyectivos y solipsistas. Y, si esto es así, quizá algo tenga que ver una situación política que ha acentuado la lejanía del otro a los ojos de quien mira, a uno y otro lado del Ebro. Los puentes de diálogo que propugnaban Maragall y Espriu, y que han defendido tantos otros, se han tambaleado, todavía se tambalean, y todavía vibran bajo el paso –y el peso– de los partidarios de la ruptura política (asilvestrada) con España, por un lado, y de la indisoluble unidad de la patria (española), por otro. La traducción es un termómetro muy fino de la temperatura de las relaciones entre las culturas y las lenguas, y no puede ser ajeno a las sacudidas ideológicas ni a las turbulencias, internas o externas, de los Estados que las acogen.
Por otra parte, si la poesía catalana se ha traducido ampliamente al castellano en España (y en el extranjero), no sucede lo mismo con la poesía española en castellano en Cataluña. La razón de esta omisión solo puede ser una realidad sociolingüística: todos los catalanoparlantes son también castellanoparlantes, y por lo tanto se da por hecho que pueden leer y entender la literatura en castellano sin necesidad de traducirla. (Lo que tiene una dimensión económica: difícilmente un editor de poesía, habituado a batallar con las minorías lectoras del género, asumirá una traducción que considere innecesaria y cuyos lectores constituyan solo una fracción aún más exigua del reducidísimo mercado poético). Daré un ejemplo sangrante: acaba de publicarse, traducido al catalán por el mallorquín Miquel Llull, Poeta en Nueva York: Poeta a Nova York (Edicions Documenta Balear, 2022). Un clásico entre los clásicos de la poesía española contemporánea como ese no se había traducido en ochenta años al catalán. Es la primera vez que se hace.
Traducir obras a un idioma cuyos hablantes conocen el idioma en el que están escritas tiene, no obstante, sentido: acrece el caudal de la lengua a la que se traducen, dilata sus fronteras expresivas y aporta significados y valores, culturales y estéticos, acaso ausentes o menos presentes en ella. La traducción de poesía en castellano al catalán enriquece el catalán y el pensamiento que se articula en catalán. Los idiomas y las culturas se nutren de lo que crean sus miembros, sus integrantes autóctonos, pero también de cuanto estos incorporan de otros paisajes, de otras sensibilidades. Yo no sería el escritor —ni la persona— que soy si no hubiera expandido mi experiencia literaria, y la relación no siempre amable que mantengo con mi propio idioma, con las traducciones, incluso —o sobre todo— de las lenguas originarias que conocía, ya porque fuesen también mías, como el catalán, o porque las manejara razonablemente bien, como el inglés o el francés. Aunque entienda el catalán, leer el poema en castellano me mejora. Del mismo modo pienso que, aunque los catalanes entendamos el castellano (o incluso tengamos el castellano como lengua materna y lengua de creación, como es mi caso), leer los poemas en catalán nos mejora. Cabe defender, además, que los poemas traducidos a otro idioma se incorporan a la literatura de este idioma: son artefactos nuevos, creaciones inaugurales, que quedan vinculados, por derecho propio, a la lengua de destino, y se integran —o arraigan— en su flujo con singularidad única. Si la traducción es un puente, hay que construirlo y ha de serlo en los dos sentidos, aunque haya un pantalán a ras de agua que permita cruzar de una orilla a otra con cierta facilidad.
Pere Joan i Tous, el prologuista de Poeta a Nova York, aporta otra razón, complementaria de la anterior, de carácter sociolingüístico, para traducir poesía —literatura— del castellano al catalán. Es una razón plausible. Para él, y dados los déficits históricos que ha padecido, y que todavía padece, la lengua catalana (en el arraigo y el uso social, en la estimación colectiva, en la configuración de una urdimbre de tradiciones literarias, en su proyección internacional, en su universalización), «traduir al català obres del cànon universal és recrear virtualment en aquesta llengua una experiència que la Història li va negar. És, en última instància, apropiar-se d’una obra aliena per anar escrivint una cosa semblant a una història ucrònica de la literatura catalana. Ergo, traduir al català obres del cànon literari en castellà es també necessari per apuntalar una llengua i una cultura que van perdent presència social i, per tant, capital simbòlic» [‘traducir al catalán obras del canon universal es recrear virtualmente en esta lengua una experiencia que la Historia le ha negado. Es, en última instancia, apropiarse de una obra ajena para escribir algo parecido a una historia ucrónica de la literatura catalana. Ergo, traducir al catalán obras del canon literario en castellano es también necesario para apuntalar una lengua y una cultura que van perdiendo presencia social y, por lo tanto, capital simbólico’]. Esta es la misma razón que el propio Joan i Tous recuerda que alegó Antoni Bulbena i Tosell (nacido en 1854) para traducir el Lazarillo de Tormes y El Quijote al catalán: consolidar el capital simbólico del catalán, porque, si ambos libros estaban traducidos a todas las lenguas cultas, era lógico y necesario que también lo estuvieran al catalán, «instrumento de expresión de todo un pueblo». A esta razón, Bulbena añadía otra: se trataba de «catalanizar el castellano» y de «descastellanizar el catalán», una expresión que acaso nos recuerde a aquella otra, infausta, del ministro conservador José Ignacio Wert, para quien el objetivo de la educación en Cataluña era españolizar a los niños catalanes, pero que, en este caso, es legítima y tiene sentido: se trata de recrear un catalán literario que no ha podido existir por la falta de un campo literario catalán en los largos siglos de la Decadencia. Esta voluntad de «catalanizar el castellano» sigue siendo válida hoy, y su puesta en práctica no puede sino fortalecerlo frente al desahucio social y cultural, y, como dice Joan i Tous, «inscriure’l en la seva memòria ucrònica i, amb això, assentar una tradició que la Història li va negar» [‘inscribirlo en su memoria ucrónica y, con esto, asentar una tradición que la Historia le ha negado’].
Hay algunos escasísimos antecedentes de traducción de poesía en castellano al catalán, tan escasos y tan leves que casi da vergüenza enumerarlos. Del propio Lorca, se habían traducido dos poemas, «Els negres» y «Ciutat sense son», en versiones musicadas de Lluís Llach y Salvador Jàfer. Miquel Forteza tradujo a Rubén Darío y Vicente Aleixandre en 1960; Xavier Benguerel, a Pablo Neruda en 1974; Marià Villangómez, a Góngora, Quevedo, Alberti, Cernuda, Claudio Rodríguez o Antonio Colinas en 1991; y Miquel Àngel Riera a Rafael Alberti: Poemes de l’enyorament (Casa de Cultura de Manacor-Caixa d’Estalvis, 1972), una antología de catorce poemas de varios libros del gaditano. Excepto esta última, ninguna de las otras ha aparecido en forma de libro independiente: son versiones de poemas sueltos. Del mismo modo, hay que citar la versión abreviada de Blanquet i jo (Platero y yo), de Juan Ramón Jiménez, que Miquel Solà i Dalmau pergeñó en 1976 como felicitación navideña –fotocopiada– para familiares y amigos, y que publicó en 1989 el Centre d’Estudis Comarcals d’Igualada.
Mi propia experiencia (...) ilustra lo que acabo de decir. Como poeta catalán en castellano, en ejercicio desde 1994, nunca había sido traducido al catalán. Lo fui por primera vez gracias al seminario de traducción de Farrera de Pallars, organizado por la Institució de les Lletres Catalanes desde 1998, al que fui invitado en 2018, apenas un año antes de que se clausurase. Pero eso significa que habían tenido que pasar veinte años, desde que el seminario se inaugurara, para que el castellano, una lengua hermana y cooficial en Cataluña, fuese la lengua invitada y, por lo tanto, traducida al catalán. Fue una experiencia espléndida, en la que trabajé con algunos de los mejores poetas y traductores en catalán de la actualidad, como Àlex Susanna, Francesc Parcerisas y Marta Pessarrodona, y de la que resultó mi primer libro en catalán, una antología bilingüe, titulada De vegades sento ganes de cridar, publicada en 2020 por una editorial ya desaparecida, La Garúa, fundada y dirigida por el poeta Joan de la Vega.
Suscribo, pues, lo que le dijo Gabriel García Márquez a Avel·lí Artís-Gener, según este refirió en un artículo de 1982: «Para celebrar la venta del ejemplar un millón de Cien años de soledad, Antoni López-Llausàs, el editor de Edhasa, le había preguntado al colombiano qué quería como obsequio», a lo que este había respondido: «La traducción al catalán. Me jode tener el libro en quince idiomas y que no esté el de la ciudad que he escogido para vivir», como ha recordado Montserrat Bacardí, con el agravante de que, en mi caso, Barcelona no solo es la ciudad en la que he escogido vivir, sino también la ciudad en la que he nacido y me he criado, y donde espero morir.
Leo en Poeta en Nueva York:
Asesinado por el cielo.Entre las formas que van hacia la sierpe
dejaré crecer mis cabellos.
Con el árbol de muñones que no canta
y el niño con el blanco rostro de huevo.
Con los animalitos de cabeza rota
y el agua harapienta de los pies secos.
Con todo lo que tiene cansancio sordomudo
y mariposa ahogada en el tintero.
Tropezando con mi rostro distinto de cada día.
¡Asesinado por el cielo!
Y en Poeta a Nova York:
Assassinat pel cel.Entre les formes que van cap a la serp
i les formes que cerquen el cristall
deixaré créixer els meus cabells.
Amb l’arbre de monyons que no canta
i el nin amb el blanc rostre d’ou.
Amb els animalets de cap romput
i l’aigua esparracada dels peus secs.
Amb tot el que té cansament sordmut
i papallona ofegada en el tinter.
Travelant amb la meva cara diferent de cada dia.
Assassinat pel cel!
Un buen amigo y buen poeta, Juan Luis Calbarro, zamorano, residente muchos años en Palma de Mallorca, ha tenido la osadía de traducirse una antología de su poesía, Perill d’extinció. Antologia personal, y un editor renacentista que tenemos, oculto en las montañas de Girona, Christian Tubau, al mando de Libros de Aldarán, la temeridad, rayana en el suicidio, de publicarlo.
En su poesía completa, Caducidad del signo. Poesía reunida 1994-2016, Calbarro ha escrito:
Ni el sabor de la sangre que escurría,prez para el Jabalí, desde mi yelmo,
ni los vítores roncos, sudorosos,
de los hombres en pie tras la batalla
enajenaron nunca mis sentidos
como el fragor aleve de tus labios
una noche de agosto.
I en Perill d’extinció:
Ni el sabor de la sang quan escorria,ofrena per al Porc, des del meu elm,
ni els víctors roncs, suosos,
dels homes a peu dret després de la batalla
alienaren jamai els meus sentits
com la fragor feréstega dels teus llavis
aquella nit d’agost.
Hace poco, Calbarro me confesó que, habiendo mencionado que acababa de publicar su libro en catalán a un amigo en Madrid, donde ahora vive, este le preguntó: «¿Por qué?». Para esta pregunta he intentado sugerir alguna respuesta en este artículo.
[«La traducción de la poesía contemporánea en castellano y catalán: ausencias y presencias», ponencia impartida en les X Jornades sobre Traducció Literària, en la Facultad de Traducción e Interpretación de la Universidad Autónoma de Barcelona, el 20 de octubre de 2022, y publicada, íntegramente, en Quaderns. Revista de Traducció, vol. 30, 2023, pp. 85-93 (https://revistes.uab.cat/quaderns/article/view/v30-moga/101-pdf-es)].
viernes, 9 de junio de 2023
La depresión
No dormir. Que los colores palidezcan. Caminar más despacio. Que cueste abrir un libro. Que cueste leer un libro. No leerlo. Que cueste sonreír. Sonreír pese a todo. Sentir barro dentro. Pasar horas sentado en el sofá. No atarse los cordones de los zapatos. Salir de casa con ropa ligera cuando hace frío o abrigado cuando hace calor. No salir de casa. No dormir. Que la conciencia sea un páramo por el que vago como si me ahogara. Que ahogarme no me preocupe. No comer. Comer demasiado. No dormir. Que irrite una puerta que se cierra de golpe, una palabra bienintencionada, mi nombre repetido. Saber que debo amar a alguien, pero no poder hacerlo. No disfrutar con dos huevos fritos o un película de Woody Allen. No saber quién está haciendo lo que hago. Dejar de hacerlo. La pastilla de sertralina. No dormir. Que las horas se alarguen como lombrices. Tener la culpa de mi mal. Ver sin ver. No dormir. No ir al gimnasio. Que no se me levante, o que se me levante a destiempo. Sentir el punzón de la melancolía labrándome la piel por dentro. Creer que la oscuridad es el estado natural de las cosas. Sentir que la conciencia, purulenta pero invencible, siempre está ahí, en las horas espesas del día, en las horas eternas de la noche. Ser inexorablemente yo. Olvidarme de regar las plantas. Sentir una permanente opresión en el estómago. Dormirme cuando no debo. No dormir. Sentir que todo tiene una densidad lacerante y que no hay caminos para sortearla. Barruntar que sí hay un camino. No oler. Responder sin ganas a un amigo que quiere saber cómo estoy. Que una telaraña cubra la mirada. Saludar cortésmente al vecino que ya no recuerdo cómo se llama ni en qué piso vive. Recordar la claridad esperanzadora de otras mañanas. Que el cansancio sea axial. La pastilla de lorazepam. Salir a pasear con la esperanza de desprenderme del yo como la serpiente se desprende de la piel muerta. No conseguirlo. Que la noche se acelere; que sea ubicua. No dormir. Caer en un sueño erizado solo de madrugada, cuando el cansancio se vuelve un láudano atroz. Admirar —y apenas comprender— que el corazón no deje de latir. Morderme las uñas. Olvidarme de cargar el móvil. Forzarme a seguir, aunque no sepa a dónde. Que cueste escribir. Que el futuro se amontone en una sola masa gris; que guarde silencio. Que el supermercado quede muy lejos, mucho más lejos que antes. Que las cosas tiendan a no existir. Que la música sea, en realidad, silencio. No dormir. Esperar que pase el tiempo. Que el tiempo no pase. Sobre todo, no olvidar el día en que he de volver a ver al médico. Ver caras que no se pueden tocar. Que los gestos de los demás sean un laberinto en el aire. Que todo tenga forma de laberinto. Que las cosas se reblandezcan, pero sigan siendo impenetrables. Que los desayunos no auguren nada bueno. Que la realidad sea implacable; que sea excesiva. Que, cuando por fin me duermo, tenga un sueño a trompicones, pedregoso, como si recorriera un aulagar. Que me haya costado recordar la palabra “aulagar”. Estar enfadado conmigo mismo. Aprender que la razón no sirve contra la tristeza: que confiar en uno mismo significa encomendarse a un fantasma. Que me dé igual que el Barça gane la liga, quién gane las próximas elecciones, qué derramas haya que pagar en la comunidad. No saber. Hablar poco. No dormir. Que me moleste el entusiasmo de los demás. Respirar ceniza. Que la negrura sea mi compañera de cama. Enfadarme con las cosas: reñir a una percha por que no suelte la ropa que tiene colgada, a un cinturón porque se ha enganchado con un saliente, a unas gafas por haberse perdido. Continuar, aunque fatigue, aunque agote.