viernes, 30 de junio de 2023

Una tarde en los billares

Hoy ceno con mi hijo Álvaro en un restaurante vietnamita, atendido por una nepalí y un boliviano: las maravillas de la globalización. Mientras él ataca una marmita de verduras y yo, unos filetes de pollo con arroz largo y jengibre (no me gusta el jengibre, pero, en un entorno propicio, estoy dispuesto a hacer concesiones al exotismo), y ambos hablamos de los últimos esperpentos de la política patria —con una baronesa extremeña del Partido Popular que ha llevado a la práctica el imborrable dictum de Groucho Marx: «Estos son mis principios; si no le gustan, tengo otros»—, Álvaro me propone que, concluido el ágape, vayamos a echar unas partidas de billar. Hay en el barrio, me dice, varios locales que son bar y billar. Yo acepto encantado: el entrechocar de las bolas siempre me ha parecido una certera metáfora visual de las relaciones humanas. Y, además, he leído hace poco una novela extraordinaria, Jugadores de billar, de José Avello (uno de esos escritores privilegiados, como José María Pérez Álvarez, que, sin embargo, no alcanzan el predicamento de tantos otros, muy inferiores), que ha reavivado mi interés por el billar, aunque el que juegan los personajes del libro es el europeo, el de las tres bolas que hay que enlazar mediante carambolas. Jugué mucho al billar en mi año de estancia en los Estados Unidos: en la casa donde vivía, había una buena mesa de billar en el sótano, y así era también en la casa de muchos otros amigos con los que entretenía las sudorosas tardes atlanteñas. Pero de eso hace muchísimos años, casi, ¡ay!, cuarenta y cinco. Luego solo he jugado ocasionalmente. Pero jugar al billar es como nadar o ir en bicicleta: una vez se aprende, no se olvida. Las habilidades intelectuales se pierden si no se ejercen; las físicas, no. En el primer garito al que acudimos, todas las mesas están ocupadas. En el segundo, aunque también está muy concurrido, tenemos más suerte y ocupamos una. Los billares de hoy, por lo que veo, se han impregnado del espíritu posmoderno de los tiempos. Ya no son aquellos antros llenos de humo y olor a coñac, de paredes cuyos desconchones ocultaban pósteres de boxeadores o, los más avanzados, estrellas del rock, en los que jugadores inexpresivos como estatuas de cera pasaban tardes y hasta noches enteras, presos de una pasión helada, como en trance, moviéndose alrededor del rectángulo con ojos vidriosos y el mismo ánimo silencioso y geométrico con el que las bolas corrían por el paño. Ahora son espacios asépticos, sin decoración, racionalmente divididos entre la zona de juego y una gran barra en la que pedir las copas y las partidas. Del billar siempre me ha gustado eso: que acote tan férreamente el territorio en el que se desempeñan los jugadores; que disponga una actividad matemática, milimétrica, trazada con el tiralíneas del taco, bajo una luz de interrogatorio de la Gestapo; y que en ese marco tan exiguo se desarrolle una tarea que exige un espíritu templado, una precisión de calígrafo japonés y una resistencia psicológica digna del que recibe la visita de un inspector de Hacienda. El billar es como el tenis, pero a pequeña escala: requiere esfuerzo físico, pero sobre todo requiere entereza de ánimo: la microscopía de los gestos, y los errores infinitesimales, pueden desquiciar a cualquiera. Lo primero que hay que aprender en el billar es a no soltar una risotada innoble cuando el rival falla: es el precio que hay que pagar por que los demás no se carcajeen de nosotros cuando enviamos la bola a la puerta de los lavabos o ni siquiera llegamos a golpearla. El colmo de la sofisticación y el fair play consiste en aplaudir el acierto del adversario: la elegancia es un valor moral. Pero este se adquiere con el tiempo y con la seguridad en uno mismo. No he dicho que Álvaro y yo jugamos al billar americano (snooker), ese en el que hay que meter las bolas de cada cual (rayadas o lisas) en las seis troneras repartidas en las bandas. (Me doy cuenta de que la frase anterior se presta a interpretaciones equivocadas: me refiero a las bolas de marfil). Para los simples aficionados, el billar reserva un lugar al azar: a menudo se manda una bola del rival o una propia, sin querer, a la tronera. Conforme el jugador mejora, el factor suerte disminuye. En nuestro caso, jugamos inexorablemente acompañados por la diosa fortuna. Yo compruebo que el billar no se olvida, es cierto, pero también que, después de mucho tiempo sin jugar, se pierde inevitablemente el sentido de la distancia, de los ángulos, de las muy conflictivas relaciones entre taco, bolas, bandas y troneras, y que solo se recupera con la práctica frecuente. Es muy común, pues, que las bolas no entren por unos milímetros (a veces, ¡ay!, por un metro), o sean escupidas por uno de los picos de la tronera, esos cancerberos crueles, o rocen indebidamente otra bola y se desbarate su recorrido, que uno, platónico al cabo, siempre imagina recto y perfecto. No obstante, es un placer de difícil descripción golpear la bola y ver cómo esta corre, sin vacilaciones, sin distraerse con otras bolas o rutas posibles, segura de su destino, hasta el agujero deseado, y discúlpeseme nuevamente la expresión. Ese par de segundos que tarda el marfil en llegar a la meta proporcionan un placer mayúsculo: tenemos la certeza de que caerá, y saber que lo que hemos hecho conducirá al resultado apetecido —que lograremos lo que nos hemos propuesto, a diferencia de lo que pasa en la vida, en la que eso rara vez sucede—, nos reafirma en nuestro ser, siempre tan inseguro, tan a menudo derrotado. Hay un éxtasis algebraico en acertar en el billar, aunque predomine, como en todo, el fracaso. A nuestro alrededor, se mueven los jugadores de las otras mesas, con cuyos cuerpos hemos de bailar para dar los golpes que queremos. Detrás de nosotros juegan dos americanos. Con el inglés que hablan me retrotraigo a aquellas tardes de mi adolescencia, llenas de Coca-Cola y canciones de Bob Marley. Ninguno, por lo que puedo ver, destaca. Ninguno recuerda al Gordo de Minnesota, aquel inolvidable personaje de El buscavidas —la mejor película sobre billar que se haya filmado nunca, protagonizada por un Paul Newman al que, de tan guapo, dolía mirar— que jugaba con traje, corbata y una flor en el ojal, que embocaba todas las bolas desde la rotura, una tras otra, sin fallo, y que, al decir de Newman, se movía con una elegancia extraordinaria, pese a su gordura: como un bailarín. La elegancia, siempre tan deseable y tan difícil. Con Álvaro echamos tres partidas. Él gana dos y yo, una. Pero me cabe la satisfacción de que las dos que me ha ganado, han sido muy igualadas, y la que le he ganado yo ha sido por paliza.

domingo, 25 de junio de 2023

La ignorancia y el mundo

ENCUENTRO

III

No sé qué es. No puedo decirte qué es. No tengo una idea clara; es como las palabras, ya no está claro qué son.

Dentro del mundo. Una vez perdida en la hierba y siempre reptando feliz. Un segundo perdida la conexión con el mal y siempre el pensamiento en algún breve segundo venidero.

Tú interésate por los árboles. Se despliegan, se repliegan, se cierran, se quedan entreabiertos. Tienen una vida de árbol, por término medio más larga. Los árboles también son bellos.

Tú interésate por el mar y el cielo y la tierra. Lo que fluye, lo que eleva, lo que soporta. Lo que vive más tiempo y todo lo que se mueve con en sobre ello; ya no está claro qué es.

Pero está dentro del mundo. Nos hemos levantado en algún lugar y empezamos con pasos. Nos apretamos contra un árbol para recordar la hierba. Nos arrimamos el uno al otro para recordar el árbol. Paso a paso avanzamos, intentamos recordar el cuerpo, nos arrimamos al viento y al espacio e intentamos ver qué es.

Pero ya no está claro. Estamos dentro del mundo. Hierba, árbol, cuerpo. mar, cielo, tierra —tú interésate por eso. No ha sucedido nada. Pero hay un silencio. Hay una mentira. No puedo decirte qué es.

Amablemente se cuela el tiempo. Las calles florecen. Las casas ondean como palmeras. Las gaviotas giran en torno a la sagrada asta de la bandera. Todo está en una violenta explosión como los vestidos floridos en barcos turísticos. No tengo una idea clara. Pero con valentía decimos buenos días y adiós o depositamos las coronas.

Querido —pues esta es la palabra— hay una mentira. Hay una puerta cerrada. La veo. Es gris. Tiene una manita negra con la que decir buenos días y adiós. Tiene una manita negra y rígida que está totalmente quieta. Esa puerta no es una mentira. Estoy mirándola fijamente. Y no es una mentira. No puedo decirte qué es.

INGER CHRISTENSEN
(Traducción de Daniel Sancosmed Masiá)

El poema parte de una ignorancia, que es de donde suele partir todo: «No sé qué es», empieza Christensen, «no puedo decirte qué es. No tengo una idea clara». Y acaba con esa misma ignorancia: «No puedo decirte qué es». La ignorancia redondea el poema: le da estructura, pero asimismo piel. La poesía admite la ignorancia, más aún, la reclama: su forma de despejarla es decirla. Tampoco sabemos de qué habla Christensen. «No sé qué es», dice; pero ¿el qué? «No tengo una idea clara», continúa; pero ¿de qué? La ignorancia hilvana el poema: «ya no está claro qué es», concluye el cuarto párrafo —o bloque rítmico—; «pero ya no está claro», comienza el sexto, que se cierra así: «No puedo decirte qué es»; y en el séptimo, la poeta repite lo que ha dicho al principio: «No tengo una idea clara». La ignorancia que refleja el poema es doble: la poeta desconoce la sustancia o entidad de eso de lo que habla, y nosotros no sabemos de qué habla. Frente a esta oscuridad, que en un poema no es sino otra forma de transparencia, se afirma la certeza del mundo, que nos envuelve, asimismo como otra piel. 

«Dentro del mundo», comienza el segundo párrafo. Así, en un lugar, sobrelleva la poeta su ignorancia. Está perdida, pero también feliz; se ha roto el vínculo con el mal (pisa el suelo, se mueve, es) y el pensamiento se proyecta en el futuro: acepta el tiempo; lo subsume en la conciencia. Un elemento singulariza este mundo que de repente eclosiona en el poema: la hierba, por la que se desliza el yo que nos habla. La hierba, sinécdoque de la realidad. Importa también el adverbio empleado, «dentro»: no en el mundo, sino dentro de él; no en la superficie, sino en las entrañas; no observándolo como un centinela, sino viviéndolo como el gusano en la manzana, como el corazón en el cuerpo. 

En el tercer párrafo, la poeta desciende a la somera descripción de ese mundo que nos rodea y nos justifica. Y lo hace por medio del apóstrofe: se dirige al tú que lee el poema con el mismo desconcierto con el que ella lo escribe. Debe interesarse por los árboles. Antes reptaba por la hierba. Ahora levanta la mirada —y sugiere que nosotros levantemos la nuestra— y ve árboles. El mundo aparece, de pronto, coagulado en sus manifestaciones vegetales, botánico, existente. Los árboles se abren y se cierran, como mariposas. Y una matemática como Christensen no deja de señalar que su vida es «por término medio más larga»: la precisión del dato frente a la imprecisión de la ignorancia.

El cuarto párrafo se apoya en la anáfora: «Tú interésate por…». Y de los árboles —otra sinécdoque— salta al mar, el cielo y la tierra: a la plenitud del orbe, a la totalidad de lo visible. Otra vez la movilidad, ahora agrandada. Si los árboles conocían una turbulencia tranquila —se desplegaban y se replegaban—, el mar, el cielo y la tierra fluyen y cimientan, son aéreos y sólidos: su desorden es omnímodo, y Christensen lo describe con una acumulación polisindética de preposiciones: «todo lo que se mueve con en sobre ello». También esto, como los árboles, «vive más tiempo». 

La identificación con el mundo, y no solo su contemplación, se produce en el quinto párrafo. Y esa identificación significa acercamiento y fusión: con la naturaleza y con los otros. Seguimos sin saber qué es nada, ni dónde estamos, ni de qué se habla —«nos hemos levantado en algún lugar…», escribe Christensen, que ignora dónde—, pero el acceso al mundo es imperativo y se describe con una gradación: «Nos apretamos contra un árbol para recordar la hierba. Nos arrimamos el uno al otro para recordar el árbol. Paso a paso (…) intentamos recordar el cuerpo». La poeta pasa del ser vegetal al ser humano (si creemos que el «uno» y el «otro» designan a seres humanos) y cada nuevo peldaño en la escala ontológica le sirve para reivindicar el anterior: para sumar el anterior a ese todo, colmado de ignorancia, en el que vivimos. Porque, pese al impulso por abrazar la certidumbre del mundo, seguimos sin saber qué es: «Nos arrimamos al viento y al espacio e intentamos ver qué es». Respiramos para averiguar, para conocer. Avanzamos con la razón nublada, o vacía, pero empujados por un desvelamiento, cifrado en las cosas, en los fenómenos de la naturaleza, que nos urge. 

Tras ese avance, tras el descubrimiento de que hay una certitud, aún informulada, hacia la que dirigirse, en el sexto párrafo se contrapone lo que está, dentro del mundo, con nosotros —hierba, árbol, cuerpo, mar, cielo, tierra—, por lo que Christensen vuelve a apostrofarnos para que nos interesemos (las repeticiones cuajan el poema; son el sostén de su recto desvarío), y lo que nos impide saber qué son, o qué somos nosotros. Pese a todos los avances, pese a todos los recuerdos, «no ha sucedido nada». Y hay un silencio y una mentira, formas, otra vez, de la ignorancia, que no deja de afirmarse frente a la solidez de lo palpitante y lo tangible. Pero el tiempo no desaparece. El tiempo existe y sostiene la vida. 

En el séptimo párrafo, Christensen ilustra su presencia con una sucesión de imágenes que, de nuevo, identifican el ser del hombre con el ser de la naturaleza: «Las calles florecen. Las casas ondean como palmeras. Las gaviotas giran en torno a (…) la bandera». Hasta los vestidos de los turistas están llenos de flores, y esa multitud de formas y colores deviene metáfora de la explosión vital, de la germinación tumultuosa de una realidad tan palpitante como incomprensible. El yo poético, en el centro deslumbrado de esa eclosión, sigue insipiente —«no tengo una idea clara»—, pero no rehúye el papel que se le ha asignado: asume su condición de actor en el escenario de los infinitos hechos, y acepta la vida y la muerte: dice buenos días y adiós o deposita coronas; fúnebres, suponemos, no regias. 

El octavo y último párrafo concluye el debate existencial que documenta este poema, entre el desvalimiento del hombre y su afán por persistir en el mundo, con una antítesis coherente con dicha oposición, que la sublima en síntesis iluminadora: hay una mentira —como ya se ha dicho antes: Christensen recose el poema de recurrencias— y hay una puerta cerrada y gris. Quizá es la puerta de la muerte. O la de la vida plena, la de la vida que acepta la fragilidad y la incertidumbre, la vida perecedera y no obstante bienaventurada, acaso simbolizada por esa «manita con la que decir buenos días y adiós», como antes decíamos del estallido de sucesos en que nos sumerge el tiempo. La poeta sabe que «esa puerta no es una mentira»; dos veces nos lo dice. Hay una mentira, pero no es esa. Esa puerta es verdad, aunque Christensen, y nosotros con ella, seamos incapaces de entender a dónde conduce, quién la ha instalado ahí, a qué casa pertenece. Esa puerta es el símbolo de un tránsito en el que estamos desde que nacemos hasta que morimos, pero cuya naturaleza desconocemos, porque nosotros somos desconocimiento, porque no sabemos, porque nos recorre la nada.

[Este artículo se publicó en Ànima Cos. Album Versàlia núm. 2, Sabadell, Papers de Versàlia, 2022, pp. 159-163]

lunes, 19 de junio de 2023

Algunas palabras que me tocan las narices (o el uso que hacemos de ellas)

Histórico. Hoy cualquier cosa lo es. El lateral derecho del Villamoriscos Club de Fútbol marca tres goles en el partido contra el Somosaguas Balompié, en la disputada competición de Tercera Regional, y los periodistas decretan en la gaceta local que el acontecimiento ha sido histórico, esto es, que va a quedar registrado en los anales de la historia como un hecho trascendente y significativo. Un contertulio (no tertuliano, que era un Padre de la Iglesia) de uno de esos programas entre rosas y amarillos que inundan las cadenas de televisión privadas revela que la hija de un torero se ha hecho vegana, y todos los freaks del programa dictaminan que se trata de algo histórico (aunque no quede claro por qué, ni falta que hace). Coinciden en sus mandatos un presidente liberal de los Estados Unidos y otro socialdemócrata de un pequeño país europeo, de escasísima relevancia internacional (tanto el presidente como el país), y los portavoces de este (el otro ni se ha enterado) resuelven que nos encontramos ante una conjunción histórica, más aún, ante un alineamiento planetario que ha de dejar su impronta en la evolución del universo. Antes se reservaba el adjetivo para acontecimientos como, no sé, la toma del Palacio de Invierno, el fin de una guerra mundial o la liquidación del apartheid en Sudáfrica. Hoy se aplica a la victoria de un club de petanca sobre otro. 

Paradigma. Algo parecido le pasa a esta palabra, en particular —y casi exclusivamente— cuando sigue a la locución “cambio de”. Si Miley Cyrus deja de ser Hanna Montana y se convierte en Miley Cyrus, es que ha habido un cambio de paradigma. Igual si las encuestas descubren que los españoles han pasado a preferir las tortillas de patata con cebolla a las tortillas de patata sin cebolla. O si surgen en España varios partidos laterales y pequeños que ponen en cuestión la dominancia bipartidista, al calor del hartazgo y la indignación de la sociedad: el paradigma ha cambiado. Pero nada de esto es un cambio de paradigma. Un cambio de paradigma es, por ejemplo, el paso del pensamiento mágico al pensamiento científico: de la cosmología ptolemaica a la copernicana (eso sí que fue un giro copernicano); de la física newtoniana a la relativista de Einstein; o de la teoría del flogisto a la de Lavoisier. Y la transición del esclavismo a las relaciones de producción capitalistas (aunque algunas de ellas sigan suponiendo un modo de esclavitud). Los periodistas, sobre todo los menos letrados, se entusiasman con palabras que no entienden bien, o que no entienden nada, pero que constituyen una novedad en el rutinario flujo del lenguaje, y las adoptan, felices por el descubrimiento que han hecho, para definir situaciones cotidianas con las que no se corresponden. Así, en realidad, las ridiculizan y se ridiculizan ellos, aunque cada vez haya menos gente capaz de percibir ese ridículo: todos estamos sumidos en la niebla del lenguaje segregado por la época, fruto putativo, a su vez, del pensamiento —por llamarle algo— de nuestro tiempo, plagado de tópicos, automatismos y sumisiones.

Desde. Esta modesta preposición, que hasta hace poco había cumplido con discreción y honradez su papel, señalando el origen de las acciones que se desarrollaban en el tiempo o el espacio, se ha visto impulsada, en tiempos recientes, a un protagonismo para la que no había sido concebida, en detrimento de otra preposición, la aún más modesta con. En la actualidad, todo lo que se hace, se hace desde algún sitio (es decir, desde algún valor o característica convertidos en lugares), cuando antes se hacía con ese valor o esa característica. Así, alguien actúa desde la humildad, en lugar de con humildad; o desde el respeto, en lugar de con respeto; o desde la paciencia, en lugar de con paciencia (o pacientemente). Hacerlo así tiene, para el hablante especializado —léase periodista o sedicente intelectual—, una indudable ventaja: desde es más largo que con, y esa mayor extensión se acrecienta aún más con el artículo el o la: siete letras en lugar de tres. Queda mucho mejor, dónde va a parar. Las palabras, cuanto más largas, más prestigiosas, más persuasivas. Aunque no vengan a cuento. Aunque vayan contra la economía del lenguaje. Aunque arrumben soluciones ya existentes y más atinadas. 

Escuchar. Un noble verbo que se ha vuelto tiránico, es decir, al que nosotros, los hablantes, hemos convertido en tirano. Porque se está comiendo, o se ha comido ya, al igualmente noble, y mucho más breve, oír. Ya nada se oye: todo se escucha. Aunque no requiera de la atención de la persona, de su voluntad de captar el sonido, que es lo que caracteriza a escuchar. Así, se escucha un disparo, un trueno, el despertador; se escucha el frenazo de un autobús, o los petardos en San Juan (que pronto van a empezar a crucificarnos), o las campanadas de la iglesia; y se le reprocha a un orador que no se oigan sus palabras (“¡Más alto! ¡Que no se escucha!”). Oír está en trance de desaparecer, devorado por una palabra que cuenta con la indudable superioridad de tener nada menos que una sílaba ¡y cinco letras más! El pobre oír no tiene nada que hacer. Los polisílabos son una plaga promovida —o sembrada— por la necesidad de que el lenguaje transmita la idea de que el emisor del mensaje tiene un mayor conocimiento de lo hablado que el receptor; una necesidad especialmente acuciante en todos aquellos oficios que se caracterizan por su saber técnico, empezando por el periodismo. Y ahora temo que esta plaga de langostas se extienda a otros binomios que hasta ahora han enriquecido el lenguaje, introduciendo una sutileza: el factor de la voluntad —o su ausencia— en la percepción. Como la dupla mirar y ver, en la que ver parte con desventaja: dos letras menos son muchas letras menos. De hecho, el otro día ya vi en los subtítulos de una canción en inglés (toda ella pésimamente subtitulada) que la expresión we look upon (‘miramos’) se traducía por ‘vemos’. La cacería de ver ha empezado.

Cita previa. Me repito, ya lo sé, pero es que este previa adherido a cita me sulfura, aunque no me va a quedar más remedio que tranquilizarme, porque, tras una pandemia devastadora que ha generalizado la expresión, no tiene visos de desaparecer. Me temo que, a partir de ahora, las citas siempre van a calificarse de previas. Aunque ahí está el quid de la cuestión: si es cita, es previa, porque se establece necesariamente antes del hecho que se piensa realizar. La previedad del acto es consustancial a este. Llamar previa a una cita es como llamar acuática al agua o letal a la muerte. Ah, qué tiempos aquellos en que, cuando ibas al notario o al dentista, la secretaria que te recibía, te preguntaba: “¿Tiene Ud. cita?”, y uno respondía triunfalmente “sí” antes de pasar a la sala de espera, sin echar en falta —ni la secretaria ni uno— ese adjetivo superfluo, innecesario y redundante, aunque, claro, también conformador de una expresión más compleja —y, por lo tanto, aparentemente más prestigiosa— que la simple cita: dos palabras en lugar de una, qué barbaridad. Parece como si una cita fuera más cita si es previa. Pero no, no lo es. Como una democracia no es más democracia por ser orgánica o socialista, ni un retraso, más retraso por ser posterior.

Esperar por. He empezado a ver esta aberración hace algunos meses. Ver que se comienza a utilizar un engendro en los medios de comunicación es muy mala señal: quiere decir que los periodistas lo han hecho suyo ya —superando las frágiles barreras de los libros de estilo y las normas de la RAE— y que pronto se oirá en la calle. Esperar por es un anglicismo: un calco de wait for, que se traduce, simplemente, por ‘esperar’. El verbo en inglés requiere de una preposición, pero en español no. Aunque uno puede esperar por alguien, cuando espera en lugar de alguien, por ejemplo, ocupando su lugar en una cola. No es es el caso cuando esperamos el autobús, o que nos toque la lotería, o a un amigo. Añadir por (ay, las preposiciones, cuántas barrabasadas cometemos con ellas, tan frágiles, tan indefensas) es, una vez más, alargar innecesariamente la expresión, enrevesarla, sumar algo que en realidad resta. En el inglés tienen una gran importancia los phrasal verbs, los verbos con partículas, una forma léxica dual que, precisamente, suele darnos a los hispanohablantes muchos problemas. No tenemos por qué importarlos a nuestro idioma, que no los necesita, ni están en su ADN. Pero, claro, para muchos utilizar dos palabras cuando puede emplearse solo una es casi una obligación.

Inaudito. (RAE: 1. adj. Nunca oído. 2. adj. Sorprendente por insólito, escandaloso o vituperable). Hace cinco días, en las Cortes de Castilla y León, el diputado popular José María Sánchez Martín reprochó a Francisco Igea, de Ciudadanos (el único miembro verdaderamente valioso de Ciudadanos en toda su historia), que hubiera tildado una iniciativa parlamentaria del PP y VOX de “inaudita”, porque pretendía regular algo que ya estaba regulado desde 2013, una razón que parece suficiente para calificarla de inaudita. Pero lo que la hacía reprochable para Sánchez Martín era que se tratase de un insulto, como lo había sido que Igea los hubiera llamado “fascistas” una semana antes en otro rifirrafe parlamentario (otro término, aplicado a VOX, perfectamente adecuado, a mi juicio). Sánchez Martín se ha ganado el derecho a figurar en la antología del vocabulario alternativo en España, de la que ya forman parte, por méritos propios, Juanito, aquel inolvidable jugador del Madrid, que, preguntado si prefería tirar los córneres desde la derecha o la izquierda, contestó que le era inverosímil, o aquella mujer que, cuando el juez quiso saber si había recibido una puñalada en la reyerta, respondió que en la reyerta no, sino entre el ombligo y la reyerta.

miércoles, 14 de junio de 2023

Traducir poesía en castellano y catalán: breve historia de un desequilibrio

La poesía contemporánea en catalán (la del siglo XX y lo que llevamos del XXI) ha sido razonablemente bien traducida al castellano. Y, cuando digo bien, me refiero tanto a la cantidad como a la calidad de las traducciones. En realidad, la traducción de la producción literaria en catalán a otras lenguas de la península tiene una larga tradición, como ha acreditado, entre otros investigadores, José Antonio Sabio Pinilla. La traducción entre lenguas peninsulares es un fenómeno documentado desde el siglo XIII, aunque no se generalizará hasta el siglo XIV. Del catalán al castellano destaca la traducción del Llibre del gentil e dels tres savis (h. 1274-1276), de Ramón LIuII, en versión del cordobés Gonzalo Sánchez de Uceda, Libro del gentil y de los tres sabios, concluida en 1378. En el siglo XV se documentan algunas traducciones de obras castellanas al catalán, que no tendrán continuidad en el siglo XVI: por ejemplo, el valenciano Bernardí de Vallmanya tradujo la Cárcel de amor (1492), de Diego de San Pedro (Barcelona, 1493). Del catalán al castellano, encontramos el Llibre dels Àngels (1392), de Francesc Eiximenis, traducido por Miguel de Cuenca y Gonzalo Ocaña como Libro de los santos ángeles (Burgos, 1490), y la primera traducción, anónima, del Tirant lo Blanch (Valencia, 1490), de Joanot Martorell, que apareció en Valladolid en 1511, con el título de Tirante el Blanco.

Si las traducciones de obras castellanas al catalán son casi inexistentes en el siglo XVI, en la otra dirección, del catalán al castellano, encontramos notables excepciones, como las traducciones de las poesías de Ausiàs March. La primera, del valenciano Baltasar de Romaní, apareció en Valencia en 1539. La segunda, del portugués Jorge de Montemayor, el autor de Los siete libros de la Diana, también en Valencia, en 1560. Esta traducción influyó decisivamente en el barcelonés Juan Boscán, en Garcilaso de la Vega y en Fernando de Herrera, con lo que eso supone de impulso a la instauración del Renacimiento en España.

A muchos de estos clásicos de la literatura medieval en catalán los tradujo el poeta barcelonés en castellano Enrique Badosa, miembro de la generación del 50 y recientemente fallecido. En 1966, publicó La lírica medieval catalana, en la muy católica editorial Rialp, con la presencia destacada de Ramon Llull, Jordi de Sant Jordi, Ausiàs March y Joan Roís de Corella, entre otros autores, que conoció una segunda edición, ampliada y revisada, en 2006, en la editorial Comares.

Pero decía que la poesía contemporánea en catalán ha sido razonablemente bien traducida al castellano. Todos los nombres importantes, por una u otra razón, de la poesía catalana de estos 122 últimos años han sido vertidos al castellano, desde Verdaguer hasta Martí i Pol, algunos de ellos muchas veces, como Salvador Espriu, cuya poesía, entendida como expresión de la necesidad de reconciliación entre los pueblos y las lenguas de España y proclama de fraternidad, heredera de aquellas otras propuestas de entendimiento defendidas por Joan Maragall, fue muy bien acogida en España en un momento álgido de oposición a la dictadura franquista, y de tránsito y apertura cultural y política. Espriu invoca a Sepharad, una España acaso utópica, a la que insta: «Fes que siguin segurs els ponts de diàleg / i mira de comprendre i estimar / les raons i les parles diverses dels teus fills…» [‘haz que sean seguros los puentes del diálogo / y trata de comprender y de estimar / las diversas razones y hablas de tus hijos’], como dice el poema 46 de La pell de brau (traducido por José Agustín Goytisolo, La piel de toro). 

También Joan Margarit ha sido copiosamente vertido al castellano. Su reiterada presencia entre los lectores españoles (sancionada con el premio Cervantes en 2019) se explica, en mi opinión, por una conjunción de factores: el hecho de que escribiera sus primeros libros en castellano (como Pere Gimferrer), lo cual lo entronca naturalmente con el corpus de la poesía española; la frecuente autotraducción de su obra posterior, que ahonda en esa vinculación; y, sobre todo, su encaje estilístico —y existencial— en la denominada «poesía de la experiencia», el neorrealismo socialdemócrata finisecular que ha sido dominante en el panorama poético español durante treinta años (1982-2012), al que también se han adscrito —no sé si seguirán ahí— otros poetas catalanes y valencianos en catalán, como Àlex Susanna, Enric Sòria y Miquel de Palol (que ha publicado en la madrileña editorial Bartleby, en 2021, Desdoblament/Desdoblamiento, con traducción de Isabel Pérez Montalbán y Francisco Fortuny). 

Joan Brossa ha sido el tercer autor más traducido al castellano: Gimferrer lo ha hecho en Fuego en el cántaro (1965 y 2001) y Teatro. Poesía escénica  (1968); José Batlló, aquel atrabiliario poeta, editor y propietario de la librería Taifa de Barcelona, en Me hizo Joan Brossa (1989) y Poemas civiles (1990); Andrés Sánchez Robayna, también en Me hizo Joan Brossa (1973) y Viaje por la sextina (1992); y el hispanoargentino Carlos Vitale, en Añafil 2 (1995), El tentetieso (1998), Teatro Brossa. Poesía escénica (2003) y Día de viento. También. Olga sola [Poesía escénica] (2004), entre otros títulos y traductores.

(...)

No estoy seguro, en cambio, de que el momento actual sea tan propicio como las décadas anteriores para la traducción de la poesía catalana al castellano. Me parece observar una retracción tanto del interés entre los lectores españoles por conocer lo que se escribe en Cataluña como de los poetas catalanes por dar a conocer su obra entre los lectores españoles, en movimientos introyectivos y solipsistas. Y, si esto es así, quizá algo tenga que ver una situación política que ha acentuado la lejanía del otro a los ojos de quien mira, a uno y otro lado del Ebro. Los puentes de diálogo que propugnaban Maragall y Espriu, y que han defendido tantos otros, se han tambaleado, todavía se tambalean, y todavía vibran bajo el paso –y el peso– de los partidarios de la ruptura política (asilvestrada) con España, por un lado, y de la indisoluble unidad de la patria (española), por otro. La traducción es un termómetro muy fino de la temperatura de las relaciones entre las culturas y las lenguas, y no puede ser ajeno a las sacudidas ideológicas ni a las turbulencias, internas o externas, de los Estados que las acogen. 

Por otra parte, si la poesía catalana se ha traducido ampliamente al castellano en España (y en el extranjero), no sucede lo mismo con la poesía española en castellano en Cataluña. La razón de esta omisión solo puede ser una realidad sociolingüística: todos los catalanoparlantes son también castellanoparlantes, y por lo tanto se da por hecho que pueden leer y entender la literatura en castellano sin necesidad de traducirla. (Lo que tiene una dimensión económica: difícilmente un editor de poesía, habituado a batallar con las minorías lectoras del género, asumirá una traducción que considere innecesaria y cuyos lectores constituyan solo una fracción aún más exigua del reducidísimo mercado poético). Daré un ejemplo sangrante: acaba de publicarse, traducido al catalán por el mallorquín Miquel Llull, Poeta en Nueva York: Poeta a Nova York (Edicions Documenta Balear, 2022). Un clásico entre los clásicos de la poesía española contemporánea como ese no se había traducido en ochenta años al catalán. Es la primera vez que se hace. 

Traducir obras a un idioma cuyos hablantes conocen el idioma en el que están escritas tiene, no obstante, sentido: acrece el caudal de la lengua a la que se traducen, dilata sus fronteras expresivas y aporta significados y valores, culturales y estéticos, acaso ausentes o menos presentes en ella. La traducción de poesía en castellano al catalán enriquece el catalán y el pensamiento que se articula en catalán. Los idiomas y las culturas se nutren de lo que crean sus miembros, sus integrantes autóctonos, pero también de cuanto estos incorporan de otros paisajes, de otras sensibilidades. Yo no sería el escritor —ni la persona— que soy si no hubiera expandido mi experiencia literaria, y la relación no siempre amable que mantengo con mi propio idioma, con las traducciones, incluso —o sobre todo— de las lenguas originarias que conocía, ya porque fuesen también mías, como el catalán, o porque las manejara razonablemente bien, como el inglés o el francés. Aunque entienda el catalán, leer el poema en castellano me mejora. Del mismo modo pienso que, aunque los catalanes entendamos el castellano (o incluso tengamos el castellano como lengua materna y lengua de creación, como es mi caso), leer los poemas en catalán nos mejora. Cabe defender, además, que los poemas traducidos a otro idioma se incorporan a la literatura de este idioma: son artefactos nuevos, creaciones inaugurales, que quedan vinculados, por derecho propio, a la lengua de destino, y se integran —o arraigan—  en su flujo con singularidad única. Si la traducción es un puente, hay que construirlo y ha de serlo en los dos sentidos, aunque haya un pantalán a ras de agua que permita cruzar de una orilla a otra con cierta facilidad. 

Pere Joan i Tous, el prologuista de Poeta a Nova York, aporta otra razón, complementaria de la anterior, de carácter sociolingüístico, para traducir poesía —literatura— del castellano al catalán. Es una razón plausible. Para él, y dados los déficits históricos que ha padecido, y que todavía padece, la lengua catalana (en el arraigo y el uso social, en la estimación colectiva, en la configuración de una urdimbre de tradiciones literarias, en su proyección internacional, en su universalización), «traduir al català obres del cànon universal és recrear virtualment en aquesta llengua una experiència que la Història li va negar. És, en última instància, apropiar-se d’una obra aliena per anar escrivint una cosa semblant a una història ucrònica de la literatura catalana. Ergo, traduir al català obres del cànon literari en castellà es també necessari per apuntalar una llengua i una cultura que van perdent presència social i, per tant, capital simbòlic» [‘traducir al catalán obras del canon universal es recrear virtualmente en esta lengua una experiencia que la Historia le ha negado. Es, en última instancia, apropiarse de una obra ajena para escribir algo parecido a una historia ucrónica de la literatura catalana. Ergo, traducir al catalán obras del canon literario en castellano es también necesario para apuntalar una lengua y una cultura que van perdiendo presencia social y, por lo tanto, capital simbólico’]. Esta es la misma razón que el propio Joan i Tous recuerda que alegó Antoni Bulbena i Tosell (nacido en 1854) para traducir el Lazarillo de Tormes y El Quijote al catalán: consolidar el capital simbólico del catalán, porque, si ambos libros estaban traducidos a todas las lenguas cultas, era lógico y necesario que también lo estuvieran al catalán, «instrumento de expresión de todo un pueblo». A esta razón, Bulbena añadía otra: se trataba de «catalanizar el castellano» y de «descastellanizar el catalán», una expresión que acaso nos recuerde a aquella otra, infausta, del ministro conservador José Ignacio Wert, para quien el objetivo de la educación en Cataluña era españolizar a los niños catalanes, pero que, en este caso, es legítima y tiene sentido: se trata de recrear un catalán literario que no ha podido existir por la falta de un campo literario catalán en los largos siglos de la Decadencia. Esta voluntad de «catalanizar el castellano» sigue siendo válida hoy, y su puesta en práctica no puede sino fortalecerlo frente al desahucio social y cultural, y, como dice Joan i Tous, «inscriure’l en la seva memòria ucrònica i, amb això, assentar una tradició que la Història li va negar» [‘inscribirlo en su memoria ucrónica y, con esto, asentar una tradición que la Historia le ha negado’]. 

Hay algunos escasísimos antecedentes de traducción de poesía en castellano al catalán, tan escasos y tan leves que casi da vergüenza enumerarlos. Del propio Lorca, se habían traducido dos poemas, «Els negres» y «Ciutat sense son», en versiones musicadas de Lluís Llach y Salvador Jàfer. Miquel Forteza tradujo a Rubén Darío y Vicente Aleixandre en 1960; Xavier Benguerel, a Pablo Neruda en 1974; Marià Villangómez, a Góngora, Quevedo, Alberti, Cernuda, Claudio Rodríguez o Antonio Colinas en 1991; y Miquel Àngel Riera a Rafael Alberti: Poemes de l’enyorament (Casa de Cultura de Manacor-Caixa d’Estalvis, 1972), una antología de catorce poemas de varios libros del gaditano. Excepto esta última, ninguna de las otras ha aparecido en forma de libro independiente: son versiones de poemas sueltos. Del mismo modo, hay que citar la versión abreviada de Blanquet i jo (Platero y yo), de Juan Ramón Jiménez, que Miquel Solà i Dalmau pergeñó en 1976 como felicitación navideña –fotocopiada– para familiares y amigos, y que publicó en 1989 el Centre d’Estudis Comarcals d’Igualada.

Mi propia experiencia (...) ilustra lo que acabo de decir. Como poeta catalán en castellano, en ejercicio desde 1994, nunca había sido traducido al catalán. Lo fui por primera vez gracias al seminario de traducción de Farrera de Pallars, organizado por la Institució de les Lletres Catalanes desde 1998, al que fui invitado en 2018, apenas un año antes de que se clausurase. Pero eso significa que habían tenido que pasar veinte años, desde que el seminario se inaugurara, para que el castellano, una lengua hermana y cooficial en Cataluña, fuese la lengua invitada y, por lo tanto, traducida al catalán. Fue una experiencia espléndida, en la que trabajé con algunos de los mejores poetas y traductores en catalán de la actualidad, como Àlex Susanna, Francesc Parcerisas y Marta Pessarrodona, y de la que resultó mi primer libro en catalán, una antología bilingüe, titulada De vegades sento ganes de cridar, publicada en 2020 por una editorial ya desaparecida, La Garúa, fundada y dirigida por el poeta Joan de la Vega. 

Suscribo, pues, lo que le dijo Gabriel García Márquez a Avel·lí Artís-Gener, según este refirió en un artículo de 1982: «Para celebrar la venta del ejemplar un millón de Cien años de soledad, Antoni López-Llausàs, el editor de Edhasa, le había preguntado al colombiano qué quería como obsequio», a lo que este había respondido: «La traducción al catalán. Me jode tener el libro en quince idiomas y que no esté el de la ciudad que he escogido para vivir», como ha recordado Montserrat Bacardí,  con el agravante de que, en mi caso, Barcelona no solo es la ciudad en la que he escogido vivir, sino también la ciudad en la que he nacido y me he criado, y donde espero morir. 

Leo en Poeta en Nueva York:

Asesinado por el cielo.
Entre las formas que van hacia la sierpe
y las formas que buscan el cristal,
dejaré crecer mis cabellos.

Con el árbol de muñones que no canta
y el niño con el blanco rostro de huevo.

Con los animalitos de cabeza rota
y el agua harapienta de los pies secos.

Con todo lo que tiene cansancio sordomudo
y mariposa ahogada en el tintero.

Tropezando con mi rostro distinto de cada día.
¡Asesinado por el cielo!

Y en Poeta a Nova York:

Assassinat pel cel.
Entre les formes que van cap a la serp
i les formes que cerquen el cristall
deixaré créixer els meus cabells.

Amb l’arbre de monyons que no canta
i el nin amb el blanc rostre d’ou.

Amb els animalets de cap romput
i l’aigua esparracada dels peus secs.

Amb tot el que té cansament sordmut
i papallona ofegada en el tinter.

Travelant amb la meva cara diferent de cada dia.
Assassinat pel cel!

Un buen amigo y buen poeta, Juan Luis Calbarro, zamorano, residente muchos años en Palma de Mallorca, ha tenido la osadía de traducirse una antología de su poesía, Perill d’extinció. Antologia personal, y un editor renacentista que tenemos, oculto en las montañas de Girona, Christian Tubau, al mando de Libros de Aldarán, la temeridad, rayana en el suicidio, de publicarlo. 

En su poesía completa, Caducidad del signo. Poesía reunida 1994-2016, Calbarro ha escrito:

Ni el sabor de la sangre que escurría,
prez para el Jabalí, desde mi yelmo,
ni los vítores roncos, sudorosos,
de los hombres en pie tras la batalla
enajenaron nunca mis sentidos
como el fragor aleve de tus labios
una noche de agosto.

I en Perill d’extinció:

Ni el sabor de la sang quan escorria,
ofrena per al Porc, des del meu elm,
ni els víctors roncs, suosos,
dels homes a peu dret després de la batalla
alienaren jamai els meus sentits
com la fragor feréstega dels teus llavis
aquella nit d’agost.

Hace poco, Calbarro me confesó que, habiendo mencionado que acababa de publicar su libro en catalán a un amigo en Madrid, donde ahora vive, este le preguntó: «¿Por qué?». Para esta pregunta he intentado sugerir alguna respuesta en este artículo.

[«La traducción de la poesía contemporánea en castellano y catalán: ausencias y presencias», ponencia impartida en les X Jornades sobre Traducció Literària, en la Facultad de Traducción e Interpretación de la Universidad Autónoma de Barcelona, el 20 de octubre de 2022, y publicada, íntegramente, en Quaderns. Revista de Traducció, vol. 30, 2023, pp. 85-93 (https://revistes.uab.cat/quaderns/article/view/v30-moga/101-pdf-es)].

viernes, 9 de junio de 2023

La depresión

No dormir. Que los colores palidezcan. Caminar más despacio. Que cueste abrir un libro. Que cueste leer un libro. No leerlo. Que cueste sonreír. Sonreír pese a todo. Sentir barro dentro. Pasar horas sentado en el sofá. No atarse los cordones de los zapatos. Salir de casa con ropa ligera cuando hace frío o abrigado cuando hace calor. No salir de casa. No dormir. Que la conciencia sea un páramo por el que vago como si me ahogara. Que ahogarme no me preocupe. No comer. Comer demasiado. No dormir. Que irrite una puerta que se cierra de golpe, una palabra bienintencionada, mi nombre repetido. Saber que debo amar a alguien, pero no poder hacerlo. No disfrutar con dos huevos fritos o un película de Woody Allen. No saber quién está haciendo lo que hago. Dejar de hacerlo. La pastilla de sertralina. No dormir. Que las horas se alarguen como lombrices. Tener la culpa de mi mal. Ver sin ver. No dormir. No ir al gimnasio. Que no se me levante, o que se me levante a destiempo. Sentir el punzón de la melancolía labrándome la piel por dentro. Creer que la oscuridad es el estado natural de las cosas. Sentir que la conciencia, purulenta pero invencible, siempre está ahí, en las horas espesas del día, en las horas eternas de la noche. Ser inexorablemente yo. Olvidarme de regar las plantas. Sentir una permanente opresión en el estómago. Dormirme cuando no debo. No dormir. Sentir que todo tiene una densidad lacerante y que no hay caminos para sortearla. Barruntar que sí hay un camino. No oler. Responder sin ganas a un amigo que quiere saber cómo estoy. Que una telaraña cubra la mirada. Saludar cortésmente al vecino que ya no recuerdo cómo se llama ni en qué piso vive. Recordar la claridad esperanzadora de otras mañanas. Que el cansancio sea axial. La pastilla de lorazepam. Salir a pasear con la esperanza de desprenderme del yo como la serpiente se desprende de la piel muerta. No conseguirlo. Que la noche se acelere; que sea ubicua. No dormir. Caer en un sueño erizado solo de madrugada, cuando el cansancio se vuelve un láudano atroz. Admirar —y apenas comprender— que el corazón no deje de latir. Morderme las uñas. Olvidarme de cargar el móvil. Forzarme a seguir, aunque no sepa a dónde. Que cueste escribir. Que el futuro se amontone en una sola masa gris; que guarde silencio. Que el supermercado quede muy lejos, mucho más lejos que antes. Que las cosas tiendan a no existir. Que la música sea, en realidad, silencio. No dormir. Esperar que pase el tiempo. Que el tiempo no pase. Sobre todo, no olvidar el día en que he de volver a ver al médico. Ver caras que no se pueden tocar. Que los gestos de los demás sean un laberinto en el aire. Que todo tenga forma de laberinto. Que las cosas se reblandezcan, pero sigan siendo impenetrables. Que los desayunos no auguren nada bueno. Que la realidad sea implacable; que sea excesiva. Que, cuando por fin me duermo, tenga un sueño a trompicones, pedregoso, como si recorriera un aulagar. Que me haya costado recordar la palabra “aulagar”. Estar enfadado conmigo mismo. Aprender que la razón no sirve contra la tristeza: que confiar en uno mismo significa encomendarse a un fantasma. Que me dé igual que el Barça gane la liga, quién gane las próximas elecciones, qué derramas haya que pagar en la comunidad. No saber. Hablar poco. No dormir. Que me moleste el entusiasmo de los demás. Respirar ceniza. Que la negrura sea mi compañera de cama. Enfadarme con las cosas: reñir a una percha por que no suelte la ropa que tiene colgada, a un cinturón porque se ha enganchado con un saliente, a unas gafas por haberse perdido. Continuar, aunque fatigue, aunque agote.

domingo, 4 de junio de 2023

Algunas reflexiones, a toro pasado, sobre las elecciones del 28 de mayo de 2023

El PP ha ganado las elecciones municipales y autonómicas: los resultados son inobjetables. Sin embargo, también es inobjetable que su victoria lo ha sido, sobre todo, en poder institucional, es decir, en la representación que le ha atribuido en ayuntamientos y comunidades autónomas. En votos, el PSOE ha aguantado: 6.200.000 españoles han apoyado a los socialistas (algo más de siete millones, al PP). Pero la ley d’Hondt tiene estas cosas: no es estrictamente proporcional; favorece al que más tiene, como el PP. En la división nacional por bloques, entre derecha e izquierda, cabe hacer el mismo e importante matiz: pese al casi hundimiento de Podemos y los partidos situados a la izquierda del PSOE, la balanza sigue equilibrada, con una ligera inclinación a favor de la derecha (que rompe la tradicional mayoría sociológica de centro-izquierda en España: por todas partes soplan vientos reaccionarios, que en algunos países se han hecho ya huracán; unos vientos que hinchan tanto las velas del conservadurismo como los cojones del progresismo). En cualquier caso, hay esperanza. Con más de seis millones de votos, no todo está perdido. 

La resistencia de los socialistas ha sido especialmente fructífera en Cataluña, donde han mejorado en todas las circunscripciones: ganan muchos concejales y recuperan las alcaldías de Lérida, Gerona y Tarragona, aunque en Barcelona, donde han superado a todos menos al renacido Trias, el de frenillo defectuoso, parece que no van a poder hacerse, finalmente, con ella. En cualquier caso, sus resultados son esperanzadores: como freno del independentismo, pero también del neoliberalismo y, sobre todo, del fascismo de VOX. Curiosamente, así como en el resto de España la mayoría de los votos de Ciudadanos se han refugiado en el PP, en Cataluña han beneficiado a los socialistas. Entre otras razones, porque en Catalunya el PP nunca ha existido, y sigue sin existir, pese a los cuatro representantes que ha colocado en el ayuntamiento de Barcelona.

Maravilla la ceguera, la cerrazón de alguna gente. Ciudadanos era un partido zombi desde las elecciones generales de noviembre de 2019, en que cayó de los 57 diputados que tenía en el Congreso a solo 10. Albert Ribera, aquel trabajador de banca, simpatizante del PP, que había hecho de la desnudez, la insolencia y el españolismo más desembarazado valores políticos, dimitió a resultas de batacazo y, desde entonces, Ciudadanos no ha hecho sino cosechar fracaso tras fracaso, un derrumbe que ha culminado en las elecciones del 28 de mayo, en que se ha quedado tan desnudo como su líder original. Pese a esta debacle continuada, que se acentuaba en cada ocasión, y pese al cambio de líder —que pasó a ser Inés Arrimadas, una mujer con cuajo solo de boquilla e insoportablemente grosera, como casi todos los de su formación, con Girauta en la cúspide de la zafiedad—, la renovación de los equipos (que disimulaba las continuas defecciones: nada espanta más a los elegibles que la seguridad de no ser elegidos) y hasta la refundación del partido, a cuya cumbre ha accedido una meliflua e insustancial Patricia Guasp, Ciudadanos ha seguido en la brega, indiferente, inmune a la realidad, insistiendo en remontadas e ilusionamientos, sin querer aceptar que su proyecto se había volatilizado, como en su momento se evaporó su precedente y tenebroso par, UPyD, de la inenarrable Rosa Díez, aunque esta tuvo la lucidez —en ella no demasiado abundosa— de reconocer el fiasco y quitarse de en medio. El indestructible pensamiento desiderativo de los náufragos de Ciudadanos les ha impedido ver que ya se habían ahogado. 

Muy castigados han sido también los partidos a la izquierda del PSOE, especialmente Podemos, que paga un liderazgo débil y una radicalidad torpe. No obstante, el principal enemigo de la izquierda siempre ha sido la izquierda misma. Su división en una multitud de movimientos, partidos y facciones ha sido una de sus constantes históricas, desde la multiplicación de las Internacionales en el siglo XIX y las inveteradas luchas entre socialistas, comunistas y anarquistas (y de cada uno de ellos consigo mismo), hasta la actual sopa de letras del izquierdismo español. La derecha siempre ha tendido a unirse; la izquierda, a dividirse, como sabían bien los Monty Phyton y los miembros del Frente de Liberación de Judea. Una división que contribuyó a la derrota de la República española en la Guerra Civil, que llenó la Transición de grupos y grupúsculos muy rojos pero muy inútiles (yo recuerdo las paredes de las calles empapeladas de carteles llenas de hoces y martillos, pero también de siglas incomprensibles: PCE (r), PCE (marxista-leninista), PCE (VIII-IX Congresos), OCE (Bandera Roja), PRT, MCE, AC, LCR, PTE, PSP, UCE y muchísimos más, y que ha hecho casi imposible, en estas elecciones, que la izquierda tradujera en representantes todos los votos que ha obtenido. El caso de la ciudad de Huesca ha sido paradigmático: hasta cuatro partidos de izquierda (Podemos, IU, Equo y Chunta Aragonesista) han obtenido, cada uno, un cuatro y pico por ciento de los votos emitidos, pero, como el límite para entrar en el Pleno del ayuntamiento era el 5%, ninguno ha obtenido representación, a pesar de que el porcentaje de apoyo a esta izquierda sumaba el 18% del electorado. No sé si el proyecto Sumar de la vicepresidenta Díaz tendrá éxito, pero su existencia responde a un mal al que la izquierda no ha sabido sobreponerse a lo largo de la historia. Yo, desde luego, le deseo éxito.

Las encuestas, en este país, aciertan menos que una escopeta de feria. La mayoría cada vez se alejan más de los resultados efectivos. Las del CIS se equivocan interesadamente, dado el declarado partidismo de su director, el inefable Tezanos. (Con el CIS habría que adoptar medidas semejantes a las que se han tomado con RTVE, que es, desde hace algunos años [desde los gobiernos del socialista Rodríguez Zapatero, precisamente], razonablemente imparcial), pero las otras lo hacen bien por incompetencia, bien porque la fragmentación del voto vuelva cada vez más difícil su trabajo, o bien porque los españoles mientan como bellacos a los encuestadores, que también podría ser.

Sánchez ha convocado elecciones a la mañana siguiente de la jornada electoral, cuando la derrota general del PSOE era indiscutible. Se evita, así, cocerse en su propia salsa, y la prolongada agonía resultante, hasta las elecciones que debían celebrarse en diciembre, y vuelve a demostrar que es un buen estratega (aunque la desarrollada por él y su partido en estos comicios, aceptando que el campo de juego fuera el nacional, y no el autonómico y local, y rehuyendo el debate simbólico-cultural, no haya sido la mejor). Pero también que sabe renunciar al poder cuando cree que debe hacerlo: convocando elecciones cuando se ha recibido un varapalo de esta magnitud y dando otra vez la voz al pueblo revela un espíritu genuinamente democrático y dignifica la vida pública. Curiosamente, el PP —y Feijoo, en particular, desde que llegó al poder en el partido— lleva años reclamando que se convoquen elecciones, en buena parte porque aún no ha digerido que Sánchez llegase al poder gracias a una moción de censura, apoyada por casi toda la cámara, y sigue deslizando el peligrosísimo infundio de la ilegitimidad del gobierno. Pero, cuando Sánchez efectivamente las convoca, entonces todo le parece mal: que las convoque y que se vote en julio (como, por cierto, el propio Feijoo hizo en Galicia en 2020). En esta reacción se demuestra la esencia de la vida política: considerar que el adversario lo hace todo mal. De un rival político nada bueno se dice nunca. Del presidente del gobierno se ha dicho, entre otras lindezas, que vendería a su madre por mantenerse en el poder. Que haya demostrado ahora, convocando elecciones generales, que esto era otra falsedad, entre las muchas que difunden el PP y más aún VOX, no ha hecho pestañear a la derecha, ni mucho menos que ellos y su brunete mediática rectificaran lo dicho. Lo mismo se decía de Pablo Iglesias: que era, además de un rojo diabólico, un maníaco aferrado a la poltrona. Pero dimitió como vicepresidente del gobierno (y diputado del Congreso) sin que nadie le obligara a ello. Dos políticos de izquierdas que renuncian voluntariamente a los sillones sin escándalos ni mociones de censura. ¿Cuándo han hecho eso los líderes de la derecha, que se hartan de denunciar el apego al poder de los de la izquierda? Cree el ladrón que todos son de su condición.  

Una más de las barbaridades que ha soltado Miguel Ángel Rodríguez por boca de su polichinela Ayuso ha sido que las tramas de compra de votos por correo en Melilla y media docena de pueblos en España revelaba el pucherazo que se estaba cociendo en La Moncloa para evitar el triunfo popular. Naturalmente, la insinuación del fraude se ha esfumado cuando el deseado triunfo se ha producido. El tándem MAR-Ayuso sigue la burda pero efectiva estrategia de su estimado Donald Trump, faro y guía de la ultraderecha patria, consistente en denunciar el amaño cuando la victoria no está garantizada; si la victoria se ha verificado, del tejemaneje no vuelve a hablarse, como si la burrada que se ha soltado no se hubiera soltado. En Estados Unidos, se ha demostrado que se empieza alegando que hay fraude electoral y se acaba asaltando el Congreso del país. Ayuso y su Rasputín Rodríguez, cuya irresponsabilidad es infinita, han demostrado no temer esa ecuación. Y, por cierto, el único funcionario que sigue imputado en Mojácar, una de las localidades en las que se ha investigado el fraude, por comprar votos por correo para su partido, es afiliado del PP.

VOX, ¡ay!, sigue sumando. Ha retrocedido en Madrid (aunque da igual, porque Ayuso, que es VOX dentro del PP, ha conseguido la mayoría absoluta), pero ha avanzado en Barcelona (donde entra en el ayuntamiento, así como en los de las otras tres capitales de provincia) y, en general, en Cataluña, donde ha obtenido 150.000 votos). Me abruma pensar que 150.000 paisanos míos se han decantado por un partido sin más ideas, por llamarlas algo, que la defensa a ultranza de un concepto medieval de la patria; el desprecio del extraño o diferente y, en general, del otro; el mantenimiento de las desigualdades y las injusticias sociales; la defensa del poderoso y la opresión del débil; la ceguera ante la manipulación de los mecanismos del poder de la que todos somos víctimas; la desvergüenza y la rusticidad en la expresión de los sentimientos propios; y la fe católica.

En Extremadura, una tierra por la que siento una especial inclinación, ha caído uno de los feudos históricos del socialismo, con el único paréntesis de los cuatro años de gobierno de Monago. Ahora se abre otro paréntesis, que quizá dure más que el anterior, encabezado por una cacereña desconocida, al menos para mí, María Guardiola. Por lo que he leído sobre ella, se sitúa en el ala moderada del PP. Sin embargo, no ha dudado en manifestar que quiere el gobierno, aunque para ello tenga que sumar en él a VOX. Pero es lógico: la consecución del poder es el primer interés de todo partido político y, si para ello hay que pactar con el diablo, se pacta con él. Si esta alianza se confirma y alcanza el poder autonómico, como es previsible, lo sentiré por Guillermo Fernández Vara, que siempre me ha parecido un buen hombre, aunque no haya sido el mejor gestor. Cuando lo conocí, lo vi cansado, muy cansado, de encontrarse en su posición. Estaba siempre ojeroso y se movía con lentitud. También era muy consciente de los lastres que arrastraba su tierra, y no tengo ninguna duda de que intentaba paliarlos, aunque sí me permito dudar de que lo hiciera con eficacia: uno de esos lastres era, precisamente, el peso que en la vida de Extremadura tenían los atrasos históricos, las inercias culturales y la mentalidad rural. Me pregunto qué pasará ahora con la Editora Regional de Extremadura. Seguramente nada: todo seguirá igual, aunque los funcionarios que la gestionan, atornillados a sus sillas desde hace décadas, son muy socialistas y tienen muy mala leche.

En Sant Cugat ha ganado la peor opción posible: Junts, la reencarnación independentista de Convergència. Y ha ganado de calle: 9 concejales, por 4 del siguiente del siguiente, ERC. Los socialistas han sido terceros, con 3, empatados con la  CUP. Un desastre, como se ve. Aunque previsible, porque Sant Cugat es, además de uno de los municipios más ricos de Cataluña, uno de los reductos independentistas de la comunidad. Aquí perduró Convergència, cuando el partido ya había sido barrido por su podredumbre y su agotamiento, hasta que decidió que todo cambiase para que todo siguiera igual; entonces se hizo independentista. Así pues, vamos a tener cuatro años más de soberanismo institucional y visitas frecuentes de Laura Borràs, que nunca deja de sonreír aunque la hayan condenado por corrupta. Al menos, mi vecino de enfrente, que desplegaba en el balcón toda una panoplia de símbolos independentistas (lazos amarillos, pancartas pro-Puigdemont, otras con la máscara de teatro barrada en rojo y hasta una enorme bandera del Barça), se ha cansado de exhibir sus vicios. Espero que la victoria de los suyos no lo incite a recuperarlos. Ahora ya no tapan el paisaje.