lunes, 26 de febrero de 2024

Tres escritores en el valle del Llémena

La casa de mi buen amigo Christian T. Arjona está en uno de los lugares más apacibles y a la vez más espectaculares de Cataluña: el valle del Llémena, que se extiende entre las comarcas del Gironès y La Garrotxa: 184 kilómetros cuadrados de bosques, sierras, arroyos y volcanes. Ahí vamos a pasar este fin de semana otro buen amigo, Antonio López Cañestro, poeta y editor de Hojas de Hierba editorial, que anda de viaje de negocios por Barcelona, y un servidor. Yo ya he disfrutado de la hospitalidad de Christian y Teresa, su encantadora compañera, en otras ocasiones. En mi última visita, conocí a sus gallinas, que ponen unos huevos mayúsculos, y a su tortuga (que un paseante benemérito había rescatado de ser aplastada en la carretera vecina, y que moraba en la plácida musguera que Christian le había acondicionado en el patio), y me bañé en una piscina portátil, con Christian y unas cuantas algas, en ese mismo patio. Nuestra estancia empieza ahora por un tranquilo paseo hasta la cercana iglesia de Sant Esteve de Llémena, un coqueto templo de nave única y teja árabe, en cuya fachada, bajo la imagen de San Esteban en una hornacina abalconada, figura la fecha de 1750 (aunque en otro de los ángulos del templo consta 1623, lo que quizá remita a la existencia de uno barroco anterior). Al pie de la puerta de entrada está enterrado Domingo Blanch, algún preboste local, suponemos, que rindió su espíritu al Altísimo en el año de gracia de 1881, y cuyo nombre no han borrado todavía de la lápida los pasos de los feligreses. El valle nunca ha estado muy poblado. A la iglesia de Sant Esteve se llega, desde el lado del Llémena por el que paseamos, por un bonito puente construido en 1885. El río no lleva mucha agua, como ningún caudal de Cataluña en estos resecos momentos, pero sí la suficiente como para que Tuk, el perro de Christian (gallinas, dos gatos, una tortuga, un chucho y un número indeterminado de reptiles e insectos: su casa es un paraíso animal), un pastor alemán de dos años, cariñosísimo e incansable, se lance al agua, como un clavadista, para perseguir a dos patos que se deslizan, sosegados, por el exiguo cauce, y que, conscientes de su superioridad tanto en el agua como el aire, no se alteran en absoluto por la presencia del can: con mucha dignidad, aceleran el remo y se alejan del pobre Tuk, que se queda mojado y con un palmo de hocico. Los pastores alemanes son una raza muy inteligente, pero Christian me dice que Tuk se tira siempre al agua, nada como un poseso unos metros y ve alejarse fatalmente a los patos. Siempre, sin remedio, sin enmienda. En mi anterior visita, Tuk, de apenas unos meses, se comió uno de los pantalones que había traído. Por suerte, tenía otros. Por lo demás, el perro es feliz en el bosque: corretea de un lado a otro a una velocidad de galgo, husmea troncos, raíces, piedras y matas de todas las hierbas imaginables, se come alguna, levanta la pata y contribuye a la humidificación de la zona, cada vez más necesaria, y, en fin, brinca a nuestro alrededor con la mirada encendida y una lengua tan larga que podrías suicidarte con ella. Ver a Tuk por el Llémena es, pese a su invariable fracaso con los patos, ver la felicidad. Tras el paseíto por el río, nos vamos a comer a Mas el Siubès, un estupendo restaurante a 510 metros de altitud, cerca de la ermita de la Mare de Déu de Bell-lloc, una de las muchas que salpican la comarca. La Iglesia siempre ha sido el consuelo fundamental en estas tierras abruptas y aisladas. El restaurante ocupa una masía de varios siglos de antigüedad, en la que todavía se conserva una inscripción cerámica en francés: Toi qui viens partager notre lumière blonde, salut! Mais, si tu veux la partager longtemps, [ilegible] qu’avec ton coeur, n’apporte rien du monde. [ilegible] ce que disent le gents. Y me llama la atención que esté en francés y tan bien puntuada. En El Siubès, me propino unos canalones de la casa que están para sanar a un accidentado y un guiso de pulpitos con verduras que no se lo saltaría Armand Duplantis, mientras que Christian y Antonio dan cuenta de sendas lasañas de verdura y unas costillas de cordero que, a juzgar por las expresiones de sus caras y el abombamiento de sus panzas, los colman de felicidad. Luego del ágape, nos sentamos en una terraza del establecimiento que mira al valle del Llémena, y desde la que divisamos el santuario de Rocacorba, inverosímilmente situado en la punta de un risco (en Cataluña abundan estos lugares colgados de las rocas; hasta todo un pueblo, Castellfollit de la Roca, pende de un filo imposible), y nos tomamos los cafés mientras charlamos de filosofía y literatura. Satisfechos los cuerpos (verdaderamente satisfechos), complacemos al espíritu con una animada discusión sobre espiritualidad y ciencia. Yo me decanto por la segunda, mientras que Christian y Antonio reivindican la necesidad de abrazar también la primera. Pero la sangre no llega ni puede llegar al río, porque los tres somos amigos y los tres somos inofensivos. Nos gusta alardear dialécticamente, pero nunca nos haríamos daño, ni le haríamos daño a nadie, a sabiendas. En las fotos que le pedimos al dueño del restaurante, un leridano locuaz, que nos tome, nos disponemos los tres, para guardar la simetría, como los hermanos Dalton (aunque ellos eran cuatro), desde el más alto —Antonio, de casi dos metros de altura y que, por sus hechuras, uno diría que ha sido luchador de lucha libre; pero no— al de menos estatura (aunque muy grande en lo moral, artístico y literario), Christian. La noche del sábado —en la que hemos podido saludar a Teresa, que ha llegado tarde a casa tras un duro día de trabajo— soy testigo de un espectáculo insólito. Me levanto a las cuatro de la madrugada para ir al baño y, sentado en el inodoro, aturdido de sueño, veo entrar en la habitación a una de las dos gatas de la casa, presa de un raro frenesí gatuno: se frota una y otra vez contra mis canillas, maúlla, busca la caricia de todo lo recto y liso que encuentra por el cuarto (las patas del toallero, el palo de una escoba, una cañería), se vuelve a frotar contra mis piernas y sigue maullando, y, si intento acariciarle el lomo o la cola erecta, hace el gesto de morderme, aunque no llegue a hacerlo de verdad; y todo ello a la luz de sus pupilas azules muy brillantes, que me miran como miraría un iluminado a un cadáver. Cuando he acabado de hacer lo que se viene a hacer al baño, me levanto y dejo al minino excitado y casi exasperado, y Tuk, que descansa en su rincón del vestíbulo, lo contempla entre amodorrado y sorprendido. Los gatos deben de ser tan incomprensibles para los perros como lo son para los humanos. El domingo reanudamos nuestros paseos por el valle, siguiendo, una vez más, el curso del Llémena. Esta vez nos encontramos a un grupo de lugareños que hacen recuento de los árboles caídos en el lecho del río para pedir a la Agencia Catalana del Agua que lo limpie y evite así un desbordamiento catastrófico, en caso de súbita crecida. Es verdad que desde hace tres años llueve muy poco en Cataluña, pero en Gerona todavía caen trombas importantes de vez en cuando, y hay que ser cuidadoso con el estado de los cauces fluviales y las infraestructuras aledañas. Entre los contadores de árboles caídos, a los tres nos llama la atención una joven de rasgos andinos, bellísima, que es la que lleva el cuaderno con el registro. No habla, solo nos mira, pero basta el mirar de unos ojos verdes que a mí me parecen tan descomunales como los de la gata frenética de la noche para que los tres nos imaginemos con ella una conversación infinita. Tuk nos saca pronto del ensueño: corre como un loco y se tira al agua, con gran estruendo, para cazar a unos patos. Al paseo se ha sumado la otra gata de Christian, que nos sigue a cierta distancia y lo examina todo con curiosa circunspección. Ella no se tira al agua para cazar patos. Vemos grandes campos de cereal, vallados por cercas bajas, electrificadas, que evitan la entrada de jabalíes y perros (Tuk se ha enganchado varias veces en ella, pero ya ha aprendido que de esos cablecitos es mejor mantenerse alejado: el dolor es más educativo que el placer), y una enorme vaca amarilla, tumbada en una finca, haciendo lo que hacen siempre las vacas, nada, y un hermoso grupo de gallinas en el gallinero de un vecino, y muchos perros, grandes, nada de chihuahuas ni yorkshires, zascandileando y oliéndose el culo unos a otros. Por la tarde, nos aventuramos a visitar a Pepe Ribas, el fundador de la legendaria revista Ajoblanco y aún intelectual ejerciente, que vive a unos 60 km de Christian, y también como él: semieremíticamente. Eso quiere decir que, para llegar a su casa, en medio de un bosque, hemos de recorrer varios kilómetros de pista de tierra estrecha, plagada de baches y charcos, y flanqueada por ramas rasposas como garfios, a medio camino de la cual Antonio llega a la conclusión de que es preferible no llegar porque nos hemos dado la vuelta que no llegar porque nos hemos quedado varados en un lodazal, ya casi sin luz. Así que recula como puede y se vuelve por donde hemos venido. La visita a Pepe Ribas —y los calçots que, al parecer, había comprado y que nos íbamos a atizar— tendrán que esperar. Lamento especialmente lo de los calçots. Ya de regreso en casa, leemos poemas. Sí, nos seguimos contando cosas, y discutiendo sobre la energía cósmica (que nunca he entendido muy bien qué es) y la energía humana (que es la que yo defiendo), pero también leemos poemas. Curiosamente, en las reuniones de poetas, y he participado en muchas, no suelen leerse poemas. Christian recita a Atahualpa Yupanqui (qué bueno, qué grande) y unos poemas zen propios; Antonio lee “El mejor poema de amor que puedo escribir por el momento”, de Bukowski, cuyo inicio no puede ser más prometedor: “Escucha, le dije, / ¿por qué no me metes / la lengua en el culo?”, y una emotiva pieza suya de su segundo libro, Hacia una teoría unificada de la derrota; y yo me inclino por los sonetos votivos de Tomás Segovia, sencillamente prodigiosos, el “Poema de un funcionario cansado”, del gran António Ramos Rosa, con el que tan identificado me siento (“¿por qué no me siento orgulloso de haber cumplido con mi deber? / Porque me siento irremediablemente perdido en mi cansancio”), y algunos de los aforismos que he escrito en los últimos meses. Los temas no acaban aquí, claro: Christian nos enseña una primera edición de un libro de Ramón Gómez de la Serna autografiado por el autor, y yo canto las alabanzas de Marco Antonio Montes de Oca, el gran poeta mexicano al que criticaban por la densidad de su literatura y al que su amigo Octavio Paz defendió diciendo: “Criticar a Marco Antonio Montes de Oca por la densidad de su poesía es como criticar a la nieve por ser blanca”, una observación que dice tanto del sentido crítico de Paz como de su sentido de la amistad, ambos admirables. Lo último que leemos en la casa de Christian, o intentamos leer, es el pergamino del siglo XIII que el dueño de la masía tiene enmarcado en una de las paredes, y que se encontró detrás de un tabique cuando reformó el edificio. Como la biblioteca de Barcarrota, en Badajoz, cuyas joyas aparecieron ensartadas por el pico de un albañil que trabajaba en la reconstrucción del inmueble, pero sin contenido literario: debe de tratarse de un documento jurídico, redactado en latín; seguramente, un título de arriendo o propiedad. Pero hay que ser paleógrafo para entender algo. Salvo algunos nombres, el texto es impenetrable. En la carretera, ya de vuelta a Sant Cugat, reparo en que, a la altura de Terrassa, han abierto un Erotic Supermarket. Tendré que visitarlo, me digo.

miércoles, 21 de febrero de 2024

Algunos aforismos (I)

¡Que se calle todo el mundo! Con este ruido no puedo ser.

Cuando gritamos «¡que se calle todo el mundo!», nunca nos consideramos a nosotros mismos incluidos en la orden.

El sentido crítico es imprescindible, pero también los terraplanistas se enorgullecen de ejercerlo; la libertad de expresión es indispensable, pero ampara tanto al hombre sensato como a fascistas, teócratas y conspiranoicos, entre otras sectas de la sinrazón. Se debería atender más a lo que pensamos que a la capacidad de pensar; se debería prestar más atención a qué decimos que al derecho a decirlo. 

Muchos descansan felices, como los vampiros o los monjes medievales, en el ataúd de sus certezas.

Las mujeres están librando una ardua y desigual batalla para que se les reconozcan los mismos derechos que a los hombres en el fútbol y, en general, en el deporte profesional. Y están ganando: ya juegan a las mismas estupideces que ellos, ya hablan tan mal como ellos, ya dicen las mismas tonterías que ellos. La igualdad es esto: que se pueda ser tan idiota como los demás, tenga uno el sexo o el color de piel que tenga.

La cabeza de algunos está llena de ideas como esos cubos de granito con los que se construyen las escolleras.

Dos  gorriones que bebían en un charco han echado a volar, y al charco parece que se le hayan saltado los ojos.

El desamor exilia.

Una vez amé tanto que me quedé tonto.

Qué delicia la orina eyaculada por ella, el semen que labra su camino de cera por los muslos estremecidos, el sudor que se abraza a los pliegues de la vulva, llagada por la lengua. Las suciedades del sexo son exquisitas.

Se elogia constantemente la superación que demuestran los grandes deportistas capaces de batir marcas inalcanzables, los minusválidos que consiguen medallas en los juegos paralímpicos, la gente que sacrifica años de vida para conseguir uno o muchos récords Guiness. La única superación que no me parece una estupidez, sino algo digno de admiración y elogio, es la de la madre soltera que se levanta todos los días a las seis de la mañana para trabajar en una fábrica de conservas, o el minero que desciende todos los días a la negra oscuridad de la mina para picar piedra y desafiar a la silicosis y el grisú, o la de la anciana que vive sola con una pensión exigua y que, a pesar de sus muchos achaques, se obliga todos los días a bajar y subir las escaleras de su casa sin ascensor para comprar legumbres y un poco de pollo en el DIA. Pero de estas nunca habla nadie, ni se ensalzan en la televisión.

«No caigáis en manos del capitalismo», leo en un pasquín callejero. Que es como decirles a las sardinas que no caigan en manos del océano.

Nadie a quien no le haya picado rabiosamente un testículo en una entrevista de trabajo sabe lo que es el sufrimiento.

Vuelve a merodear por los medios de comunicación la atroz idea de retrasar la edad de jubilación (hasta los setenta y dos años, sugieren algunos desalmados). Se ahonda así en la tendencia que en España inauguró, hace dos legislaturas, el gobierno conservador de Mariano Rajoy, al aumentarla desde los sesenta y cinco hasta los sesenta y siete años —contrariamente a lo vivido desde el nacimiento de la Revolución Industrial (o del Neolítico), que consistía en adelantarla—, y yo me siento como un corredor de maratón exhausto al que torturan retirándole una y otra vez la línea de llegada cuando está a punto de alcanzar la meta.

Los despertadores, como el tabaco, deberían venderse con un lema que dijese: «El despertador mata».

Oda al trabajo
Me voy.

Ser funcionario, en España, se considera una bendición. Pero también puede ser una condena. Uno marca en la pared de la vida un palote con tiza por cada día desperdiciado en la oficina.

Con razón los funcionarios pertenecen a las clases pasivas.

La patria no es solo el último refugio de los canallas, sino también el primero de los idiotas.

No advierto en los manifestantes del fascio actividad cerebral ninguna, solo actividad testicular. Rezar el rosario no puede considerarse actividad cerebral.

El sentimiento de pertenencia a una comunidad supone para muchos no solo la adhesión a cualquier desatino que la corrobore, sino también la oposición a cuanto la impugne o menoscabe, incluyendo la segunda ley de la termodinámica, el principio de exclusión de Pauli o el álgebra.

El león es llamado con mucha propiedad el rey la selva: como todos los reyes, no hace nada, duerme casi todo el día y solo sirve para garantizar, con un espermatozoide, que su linaje continúe.

¿Tienen los extraterrestres libre albedrío?

Dios por dios, cuatro.

jueves, 15 de febrero de 2024

Poemas enumerativos

Acaba de aparecer, en la editorial Olifante, Poemas enumerativos, mi más reciente libro de poemas. A la satisfacción que siempre supone publicar un nuevo volumen, yo sumo, en este caso, dos alegrías más: la de saberme en un catálogo en el que he deseado figurar desde que descubriera sus primeros libros, allá por los años 80 —recuerdo los Cantos órficos, de Dino Campana, traducidos por el que luego sería mi amigo Carlos Vitale, o el Cancionero, de Cecco Angiolieri, que me maravillaron—, hechos con una pulcritud y una elegancia poco frecuentes (y que incorporaban detalles estupendos, como una postal con la misma foto del autor que aparece en el libro, y un punto separador: ambos detalles se mantienen en esta edición); y la de ser publicado en Aragón, la tierra de mi madre, donde hasta ahora había tenido poca presencia literaria y ninguna editorial. En Poemas enumerativos recojo veintitrés poemas, diecisiete de los cuales ya han visto la luz en este blog. Se trata, pues, de una recopilación de textos de las Corónicas, a la que he añadido un prólogo, tres piezas más publicadas en otros tantos poemarios y tres composiciones inéditas en forma de libro, pertenecientes a un volumen titulado Todo queda en nada. Como señalo en el prólogo, la enumeración ha pasado de ser mera técnica compositiva —a la que fueron muy dados grandes autores que admiro, como Whitman o Borges— a protagonista absoluta (y, de hecho, única) de la poesía, y me ha dado la oportunidad de experimentar con los ritmos que suscita, que deben encauzarse por una estrecha pero fértil franja entre el derramamiento arborescente y la monotonía puntillista. Espero haberlo conseguido.


[UNO CON ASPECTO DE CONTABLE…]

Uno con aspecto de contable. Un runner. Una mujer que entra en el supermercado. Otra que sale del supermercado. Un niño revoltoso. Una paloma que picotea algo en el suelo. Un portero de finca urbana que barre la acera. Un ciclista. Otro. Varios perros enredados en olisqueos y ladridos. Un tendero que arregla los melocotones del cajón. Una vieja vestida como una adolescente. Una adolescente plagada de tatuajes. Un joven anodino. Un policía municipal. Uno con barba bayeta. Uno que mea en un rincón, donde nadie mira. Un grupo que charla. Muchos que pasan absortos, deprisa, como en trance. Una que limpia los escaparates de la boutique. Un mendigo arrodillado. Un cura con alzacuellos. Una familia que pasea. Dos viejos que hablan en un banco, apoyados en el bastón. Un hombre con mono azul que sale de un almacén de electrodomésticos. Otro con bata blanca que entra en una farmacia. Un conductor de ambulancia. Un taxista. Uno que no sabe a dónde va. Una empleada de los ferrocarriles. Uno que lee un cartel pegado en una fachada. Un músico callejero. Un vigilante de seguridad aburrido. Una apoyada en una puerta, esperando que llegue alguien. Un gorrión que echa a volar. El gato que quería cazarlo. Una librera. Una pareja que se besa. Yo.

(De Todo queda en nada, inédito)


La enumeración me ha servido —y me sirve todavía— para concretar el mundo, para suscitar el trance y para alterar el ritmo. Lo que veo —lo que siento—, como lo que ven o sienten la mayoría de los hombres, suele ser una masa inarticulada de fenómenos o un flujo informe de palabras: una burbuja abstracta y cenagosa en lo que nada está delimitado. La enumeración penetra en esa cápsula turbulenta como un cuchillo de muchos filos y separa lo que hasta ese momento estaba unido: desune para significar. El mundo ya no es una pasta, sino un mosaico: la realidad innominada recibe un nombre, o muchos nombres: tantos como elementos la componen. Así, eso que siento, y que podría recibir el nombre de melancolía, no tiene por qué permanecer en la indefinición: la melancolía es el pájaro que bebe de un charco gris, entre sombras ardientes, y los pliegues tenebrosos de la noche, y la soledad que me envuelve, y el lápiz que me mira, caído en el escritorio, y el hecho de tener que escribir un prólogo para un libro y que no me apetezca. Por inabarcable o inconcreto que sea lo que queramos decir, la enumeración lo vuelve decible: disgregándolo, lo reconstruye; parcelándolo, lo totaliza. La enumeración es otro instrumento alumbrado por la inteligencia que nos permite llegar a donde nuestra sola naturaleza no nos permite hacerlo, como el microscopio, el telescopio o el periscopio. (...)

(Del prólogo)




Ficha Técnica
ISBN: 978-84-127338-2-2
EAN: 9788412733822
Editorial: Olifante, Ediciones de Poesía
Autor/a: Moga, Eduardo
País de publicación: España
Idioma de publicación: Castellano
Idioma original: Castellano
Páginas: 121
Precio: 15 euros

sábado, 10 de febrero de 2024

Las queridas, las devastadoras cartas

Ya no se escriben cartas. Los medios digitales de comunicación han acabado con ellas. Primero, el correo electrónico, que, obstante, todavía recordaba, en parte, al viejo arte epistolar: si uno quería —aunque pronto estuvo mal visto porque consumía demasiada atención—, podía redactar correos largos y morosos. Pero luego, aplastantemente, el guasap y toda la cohorte aledaña de mensajería inmediata. En el lapso de unos pocos años, apenas entrado el siglo XXI, se finiquitó un arte que había existido, y producido grandes obras literarias, durante muchos siglos, si no milenios. Yo era un gran aficionado a escribir y, sobre todo, a recibir cartas. Pero era consciente de que, para que pasara lo segundo, debía aplicarme a lo primero: era una conditio sine qua non, un quid pro quo, un do ut des, y basta ya de latinajos. Así, desde mi infancia me recuerdo escribiendo cartas a diestro y siniestro, y recibiendo también muchas. Las fui guardando en cajas a lo largo de los años y hace unas semanas me dio el volunto de poner orden en ellas, como parte del deseo de poner orden en mi vida, una tarea en la que ando afanado ya varias temporadas. Recuperé las seis cajas, seis, que acumulaba en las profundidades de un armario remoto y me zambullí en aquel mar de celulosa vieja. Y tan abisales eran las aguas que aún no he salido de ellas, pero ya estoy empezando a cartografiar los fondos marinos. Me ha sorprendido —y conmovido— comprobar la capacidad de evocación que tienen las cartas, todas sin excepción, aun las más lacónicas o groseras. Quevedo escribió que, leyendo, escuchaba con los ojos a los muertos. Con nada es esto más cierto que con las cartas. Al releerlas, la voz de quien nos las ha enviado se hace presente con una fuerza inusitada, y también su cuerpo, y la persona toda. Nuestro remitente, acaso olvidado o muerto, se yergue ante nosotros como el genio de una lámpara de papel que hubiéramos frotado con los ojos. Leo las frases escritas por personas muy distantes y el papel parece tener labios, y pupilas, y piel; y huele: no solo el de las cartas de algunas mujeres (y hombres) que cumplían con el encantador rito de perfumar los pliegos, sino el de todas. Veo con los oídos y oigo con los ojos a quien las ha compuesto: sus gestos, sus muletillas, el color del pelo, los zapatos que gastaba. La memoria es un gigantesco archivo la mayoría de cuyos fondos están escondidos, pero que se abre, accionado por el resorte de la lectura, cuando nos asomamos a esta tinta fósil, a esta vida muerta. Entonces la melancolía y el asombro por albergar tantos recuerdos que ya no sabíamos que poseíamos se disparan. Me resulta inverosímil y enternecedora la importancia que mis interlocutores y yo dábamos a cosas que, vistas hoy, a tantos años de distancia, no tenían ninguna: la energía que les dedicábamos, las ilusiones que depositábamos en ellas, los esfuerzos que invertíamos para que se cumplieran, o para celebrarlas. La inmensa mayoría de esas cosas ya no existen: pasaron hace mucho, o no significaban nada, o nunca llegaron a darse. Solo una puede decirse que ha perdurado en algunos casos: la amistad que revelan. Con un puñado de mis corresponsales —con mis muy queridos Juan Luis Calbarro o Tomás Sánchez Santiago—, la tenacidad epistolar ha sido paralela a la continuación de la fraternidad. De ambos conservo docenas de cartas y tarjetas, siempre llenas de palabras amables y divertidas, de humanidad y calor (también el de las discusiones), y, en el caso de Juan, de innumerables pullas a cuenta de nuestro antagonismo futbolístico (él, fanático de ese equipo lamentable que es el Real Madrí, Madrí, Madrí, en México se piensa mucho en ti, y yo, fiel al rutilante Barça, aunque este no sea el año más esplendoroso de nuestra historia) y político. Me ha sorprendido comprobar la cantidad de cartas que guardo también de gente a la que he olvidado hace mucho y que nunca tuvo una gran incidencia en mi vida (ni yo en la de ellos, desde luego). Pero, durante un tiempo que en ocasiones fue largo, mantuvimos un diálogo intenso y supongo que esperanzado. Pero esperanzado ¿de qué? No lo sé. Me imagino de que aquellos intercambios nos dieran más vida, más posibilidades de reír, más nosotros. También hay cartas que ya no sé quién me envió. Las guardé sin el sobre, la firma es ilegible y el contenido del texto no contiene nada que me revele al autor. Esas cartas flotan en el proceloso piélago de mi correspondencia como pecios a la deriva, como barcos fantasma solo habitados por una tripulación de espectros. He reservado un archivador especial para las cartas insultantes y las de rechazo de los editores. Las primeras son pocas, pero de las segundas conservo un buen puñado. Entre las cartas groseras, destacan dos de sedicentes escritores, que, curiosamente, coinciden en la razón por la que me escriben: había publicado sendas críticas en las que ponía bien a sus libros. La primera, de un expresidiario a quien le había molestado que dijera que algunos aspectos de su poesía me parecían epigonales del realismo sucio predominante en aquellos años (y que amenazaba con partirme la cara, amén de prohibirme volver a mencionar públicamente su nombre); la segunda, de un poeta molesto por que le hubiese atribuido el error de equivocar la autoría de unos versos, aunque este no manifestaba ningún deseo de calentarme las orejas, sino solo de que publicara una rectificación en la revista donde había aparecido la crítica. En cuanto a las cartas de rechazo de los editores, son bienes preciados. Yo no he hecho como Stephen King, que durante algún tiempo las ensartaba en un clavo que tenía en la pared, ni como Bukowski, que las coleccionaba en una caja de zapatos y sobre las que de vez en cuando, entre botella y botella de whisky, pergeñaba un poema. Pero las atesoro con avaricia, como recordatorio de la vanidad y la estupidez humanas. Las suyas y las mías. Un apartado especial de la correspondencia la constituyen las cartas que parecen amistosas, pero no lo son: aquellas que, con unas formas melifluas o engañosamente corteses, ocultan el interés, el desprecio o incluso la enemistad, como varias de un poeta al que le birlé uno de los muy pocos premios literarios que he ganado en mi vida y que nunca me lo ha perdonado, aunque en las cartas que me dirigió se mostrase obsequioso y formal; o como las del escritor provincial, apenas conocido cuando las redactó, pero que luego se ha subido al carro desbocado de la fama, que me pedía favores, o difusión, o reseñas, cuando creía que yo proporcionárselos, y que luego, una vez montado en el dólar, ha dejado de pedírmelos y nunca se ha ofrecido a dármelos. Las cartas más dolorosas no son estas, por supuesto, sino las de los amigos y los amores muertos, que también van siendo ya unos cuantos. Cuando las leo, el amigo resucita. Y yo siento una punzada de nostalgia y de anticipación de mi propia muerte. Imagino entonces cuando yo me haya ido y algún amigo lea lo que le escribí. ¿Sentirá lo mismo que siento yo ahora o me habrá olvidado? ¿Verá mi cara, mis virtudes y mis defectos como ahora mismo veo yo los de Luis Javier Moreno, o Luísa Vilalta, o Daniel Riu Maraval, o Diego Jesús Jiménez, o Jesús Hilario Tundidor, o Marta Agudo, o Ana Santos, o Antonio Fernández Molina, o Manuel Álvarez Ortega, o Willy McKey, o María Victoria Morales, o Arnaldo Calveyra, o Pedro Luis Cano, o Rafael Guillén, o Jordi Royo, o Eduardo García, o Angelina Gatell, o se preguntará quién demonios era aquel Eduardo Moga que le había mandado tanto papel, sobre el que ha caído tanto polvo? Los amores también siguen ahí, en el sarcófago del sobre, sutilizados, empalidecidos, febrilmente acidulados por el tiempo, pero aún vibrantes en las fibras últimas de la memoria, emanando lo mucho o poco o nada que fue, pero también todo lo que habría podido ser de no haberse interpuesto aquella distancia que justificaba, y exigía, las cartas, las queridas cartas, las devastadoras cartas.

lunes, 5 de febrero de 2024

Elogio del fracaso

Ever tried. Ever failed. No matter. Try again. Fail again. Fail better. 
Samuel Beckett, Worstward Ho!

Se repite mucho la frase de Samuel Beckett, aunque mutilada: «Fracasa más. Fracasa mejor». Pero induce a sospecha que quienes más la repitan sean los que llenan sus arengas de palabras aborrecibles como «resiliencia», «empoderar» o «motivacional». Los campeones del éxito reivindican el fracaso como los jipis de los sesenta se colgaban atrapasueños al cuello o se vestían con túnicas azafrán. Sin embargo, no hay que degradar al fracaso a ruedecilla de la opresiva maquinaria del orden y la exacción productiva para que todo gire en un frenesí de beneficios empresariales y monstruosa banalidad, sino tenerlo por un valor preciado por sí mismo, que nos enfrenta a nuestra calamitosa condición, que nos obliga a mirarnos a la cara y reconocernos humanos, es decir, falibles, transitorios, inciertos, perecederos, irredimibles. El fracaso nos concierta con el humo, no con las máquinas que lo producen. El fracaso es nuestro corazón que se eleva y, de repente, cae en la misma tierra desde la que se ha elevado, en la misma tierra que somos. (Cae en el pozo turbulento del café con leche que desayunamos, en el grumo seminal que expulsamos al lavamanos, en la menstruación carmesí que se traga el desagüe). Con el fracaso no nos rendimos, somos: un deshielo candente, un lugar sin nombre, un vilano que desaparece en la conjura de las cosas quietas. Somos eso que se derrumba cuando nos enderezamos, y el olor de nuestra piel cuando nadie la toca, y la vida que queda en nosotros cuando hemos muerto. El fracaso nos abrillanta las entrañas y saca lo mejor de nosotros, lo que se desvanece aunque abramos mucho los ojos, lo que grita piedras. El fracaso nos enciende, pero con un fuego benigno, porque no disiente de la noche que cae ni del día que tristemente amanece. No se puede amar el fracaso, pero rebosa de amor, como una serpiente que sisea o un niño que pide agua. Todos necesitamos ser lo que somos, y el fracaso obra que lo seamos. El fracaso nos revela de qué color tenemos los ojos, y de qué pie cojeamos, y con qué mano cogemos el pan; y también que nunca nadie podrá salvarnos. El fracaso pronuncia nuestro nombre como quien formula un ensalmo, con una reverencia teñida de sobrecogimiento. En el páramo que es el fracaso hallamos, si sabemos mirar —si no fracasamos en mirar—, el oasis de nuestro cuerpo, con la fronda de los órganos atravesada por el simún, con la poza cristalina de la muerte, en la que bullen los zapateros, con el ulular afilado de los búhos y el revoloteo funesto de los buitres. Ese cuerpo también fracasará, aunque ahora ondee, amarrado al asta de los huesos. De hecho, ya está fracasando, aunque el viento le acaricie todavía el lomo con una mano cortada. El fracaso imbuye todas las cosas: el reloj que se para y el tiempo que no se para, el teléfono que suena y el teléfono que no, el sueño viscoso de la bonanza que se aleja y la pesadilla extenuante de la calamidad que se acerca. El fracaso nos unce a nuestra piel y nos unge de dolor. No hay nada tras él; tampoco debajo. El fracaso es algo redondo que nos colma: se derrama en el tórax y ocluye la imaginación. Y no nos perdona: nos respeta lo suficiente como para afirmar sin tapujos su presencia. El cuchillo que nos clava nos atraviesa gloriosamente, como una lengua muy dulce que lamiese el hígado y el sueño, el ano y los años. Con el fracaso crecemos, pero no para obtener mejores resultados, ni para que nuestra mierda sea más lustrosa, ni para poseer una casa en la que se amontonen los murciélagos, sino para tenernos a nosotros mismos, para fortificarnos en la derrota y en la certeza de que habrá una derrota mayor, que será irreversible. Hay que fracasar más y fracasar mejor, sí, pero privando a esos términos de su denotación cuantitativa: no denotación, sino detonación. Hay que fracasar porque así estalla nuestro ser, y ese estallido nos construye. Hagamos caso a Beckett: «Fracasemos otra vez. Otra vez mejor. O mejor, peor. Fracasemos peor otra vez. Aún peor. Hasta enfermar del todo. Vomitemos del todo».