miércoles, 28 de julio de 2021

Kafka digital

Hace algunos días recibí, por correo electrónico, un aviso de notificación en sede electrónica de la Tesorería General de la Seguridad Social. El aviso ponía en mi conocimiento que, "en aplicación de lo establecido en el artículo 132 del vigente texto refundido de la Ley General de la Seguridad Social, aprobado por el Real Decreto Legislativo 8/2015, de 30 de octubre, se han puesto en la Sede Electrónica de la Seguridad Social, accesible a través de una ULR [larguísima: imposible de reproducir aquí], notificaciones relacionadas con materias que son competencia de Tesorería General de la Seguridad Social (sic), a disposición de los destinatarios con NIF [el mío]". El aviso me previene de que tengo diez días para acceder a las notificaciones. Si no lo hago en ese plazo, se entenderán rechazadas y por lo tanto notificadas, con los correspondientes [y, añado yo, previsiblemente terroríficos] efectos legales.

Son tres notificaciones, tres.

Pincho en el enlace de la URL, que me lleva a un portal de acceso en el que puede emplearse el sistema CLAVE, un sistema de identificación digital ante las administraciones públicas que el Gobierno nos ofreció en los meses más duros de la pandemia para facilitar la comunicación entre el Estado y los administrados, y en el que, como buen ciudadano, me di de alta.

Pincho en el icono de CLAVE e introduzco mis datos, pero el servidor me dice que hay un error y que no estoy autorizado a entrar.

Averiguo por Internet el teléfono de atención al ciudadano de la Tesorería General de la Seguridad Social (que no viene en el correo electrónico que he recibido; es más, el correo dice que no admite respuestas, y que "la Seguridad Social dispone de otros canales de comunicación que ofrecen las debidas garantías de veracidad e integridad en la información suministrada", pero no dice cuáles) y llamo. Allí pregunto si no pueden notificarme las notificaciones por correo postal, como se ha hecho toda la vida, o incluso por correo electrónico, como han hecho en otras ocasiones. Me dicen que no. Insisto en que me parece extraño, y jurídicamente dudoso, que no haya más forma de saber qué ha decidido la Administración sobre nuestra vida y hacienda que unas notificaciones electrónicas en las que el sistema que me ha proporcionado la Administración no me deja entrar. Me dicen que no la hay y que me dirija a la Agencia Tributaria para incrementar el nivel de seguridad de mi CLAVE.

En la página de la Agencia Tributaria, luego de dar unas cuantas vueltas, llego a un trámite que consiste en incrementar el nivel de seguridad del sistema CLAVE, pero no puedo entrar por no tener certificado digital.

Llamo a la Agencia Tributaria y me mandan al servicio de atención al cliente.

Llamo al servicio de atención al cliente y me mandan al servicio técnico.

Llamo al servicio técnico y me mandan a la Fábrica Nacional de Moneda y Timbre (para tener certificado digital, con el que podré entrar en las notificaciones de la Tesorería General de la Seguridad Social e incrementar el nivel de seguridad del sistema CLAVE, si eso es lo que quiero) o a la policía (para hacerme el DNI electrónico, con el que también).

En la página de la Fábrica Nacional de Moneda y Timbre, luego de dar muchísimas vueltas, encuentro el trámite para obtener el certificado digital, pero en la primera descarga ya no me deja seguir, porque utilizo un ordenador Apple y este no reconoce al proveedor. Para que reconozca al proveedor hay que seguir otro proceso que se me antoja aún más complicado que el que he iniciado.

Pruebo la vía del DNI electrónico. Vuelvo a llamar a la Fábrica Nacional de Moneda y Timbre y me mandan a la oficina del DNI de la policía nacional de Sant Cugat.

Voy a la oficina del DNI de la policía nacional de Sant Cugat. Mi DNI ya es electrónico —al menos tiene un chip y se identifica con el icono del DNI electrónico— y quizá allí pueda resolver in situ el acceso a las notificaciones. Cuando llego, hay una cola terrible. La hago. Entro por fin y me dirijo a la máquina que ha de permitirme firmar con el DNI, según me informa un policía. Pero la máquina no me deja seguir adelante: mi DNI está mal —de serie; no lo he estropeado yo— y no puedo obtener el pin. He de renovar el DNI, pero no puedo hacerlo en el momento: he de pedir cita por teléfono o Internet.

Vuelvo a casa, llorando.

sábado, 24 de julio de 2021

El kayak, qué aventura

Yo nunca había ido en kayak. Pero eso no debe sorprender: tampoco he ido nunca en helicóptero, ni en submarino, ni en paracaídas, a Dios gracias. Lo sorprendente es que me haya dejado convencer por mis hijos, con los que estoy pasando unos días en Begur, para montar en uno. El temple de mis hijos es aguerrido y explorador; el mío, pausado y, a menudo, melancólico. Cuando estoy con ellos, me arrastran. Yo me aferro a mis libros —hoy, además, me han llegado los que me ha mandado el Ministerio de Cultura para que decidamos quién es el próximo premio nacional de poesía—, pero ellos pueden más. Así que, a las ocho de la mañana, hemos puesto proa, y nunca mejor dicho, al cercano L'Estartit, donde radica una de esas empresas que pasea a los turistas por los rincones de la Costa Brava arañando aventuras de las rocas, las trochas y las calas. En la playa de L'Estartit nos hemos encontrado con un grupo no muy numeroso, pero sí variopinto: una familia holandesa de miembros bronceados y rozagantes, que desprendía energía y salud; un grupo joven compuesto por dos francesas (una rubia y otra morena) y un francés (castaño); un catalán cincuentón que iba solo y por el que he sentido una inmediata solidaridad generacional; una pareja de jovencitas de nacionalidad indefinida —una de rasgos asiáticos y otra, caucásica, que no dejaba de sonreír, así se hundiera el mundo—, que han llegado media hora tarde, pero que lo han hecho con una tranquilidad imperturbable, a juzgar por su paso tranquilo y la inmarcesible sonrisa de la caucásica; y nosotros. Encabezaba el grupo el guía, requemado por muchos veranos (con la salvedad del pasado, supongo) de instruir a zotes urbanitas en el noble arte de la navegación en kayak, y relativo dominador de varios idiomas, aunque todos españoles: un catalán de Ciutat Badia, un inglés de Guadalajara y un francés con más agujeros que un Gruyère. Pero el hombre, qué demonios, se hacía entender, y eso es lo que cuenta en esta vida. Tras un sumario adiestramiento en la arena sobre el itinerario que seguiríamos, el uso de las palas y, sobre todo, qué hacer si volcábamos (a esta parte he prestado mucha atención; lo anterior podía resumirse en "seguidme a mí, haced lo que podáis y que Dios os coja confesados"), nos hemos lanzado, intrépidamente, al agua. Yo, atrás, como corresponde al más pesado, en todos los sentidos, y ejerciendo de timonel, como Mao Tse Tung; Pablo, en el centro, disfrutando del paisaje; y Álvaro al frente, asumiendo con arrojo el papel de motor de la embarcación. Y hemos empezado a remar. A los pocos minutos de hincar con furia marinera los remos en el agua, ya íbamos últimos. No se trataba de una carrera, desde luego, pero ocupar el farolillo rojo en cualquier reunión internacional siempre afecta al sentimiento patriótico, por difuso que sea, como en nuestro caso. Nos daba especialmente rabia ir detrás de los franceses, que no parecían palear más ni más fuerte que nosotros —más bien al contrario: el varón del grupo, timonel como yo, trabajaba poco, y casi todo el gasto lo hacía la francesa rubia, que iba en cabeza, como un mascarón desmelenado—, pero que nos sacaban treinta metros de ventaja. Hemos concluido que ellos debían de estar haciendo bien algo que nosotros hacíamos mal, lo cual, por otra parte, no era difícil, porque nosotros parecíamos estar haciéndolo todo mal: Álvaro y yo remábamos con la gracilidad de un hipopótamo y la coordinación de una araña borracha; Pablo sufría de la espalda en la posición que ocupaba, que es la más cruda de todas en los kayaks triples, aunque no haya que remar; y a mí me dolía todo, desde las uñas de los pies hasta la punta de la nariz, donde aterrizaban los rayos inmisericordes del sol de una mañana sin nubes. Sobre todo, encontrábamos difícil avanzar en línea recta. Por más que los remos se hundieran al mismo tiempo y con una fuerza similar, algo que, por lo demás, ocurría pocas veces, la canoa se iba inevitablemente a un lado o al otro. Con cada desvío, paleábamos frenéticamente en el lado contrario al que queríamos ir, como nos había enseñado el guía, y, sí, más o menos conseguíamos enderezar la barca. Pero el efecto era de un irremediable zigzagueo que nos dejaba cansados y confundidos. Con ello perdíamos aún más posiciones con respecto a todos demás. Y, naturalmente, seguíamos siendo los últimos. No obstante, a fuerza de batallar con el proceloso piélago, parecía que, conforme nos acercábamos a los impresionantes picachos que son las islas Medas, mejorábamos un poco y hasta alcanzábamos a los franceses, tan vacilantes ahora como nosotros. De hecho, desde ese momento, no hemos hecho otra cosa que cruzarnos y chocar con ellos, en una metafórica representación de lo que ha sido la historia hispano-gala hasta la fecha. Yo he oído algún Sacrebleu! por su parte. Por la nuestra, hemos tenido algún recuerdo por sus antepasados —alguno de los cuales seguro que participó en la invasión napoleónica— que sería poco considerado reproducir aquí. De todos modos, en este punto crucial de la travesía, aún nos faltaba arrostrar la prueba más dura del día. Porque, en un momento de especial obnubilación, Álvaro y yo hemos perdido cualquier atisbo de coordinación que pudiera asistirnos todavía, y hemos paleado resueltamente contra la única roca que sobresalía del agua en aquel punto del itinerario. Yo gritaba "¡derecha, Álvaro!", mientras él paleaba con decisión a la izquierda; y yo remaba con vigor hacia la derecha, mientras Álvaro imploraba "¡izquierda, izquierda!". El resultado ha sido que nos encaminábamos sin remedio al naufragio, bajo la mirada consternada del guía, que agitaba el remo a ochenta metros de distancia, y la contemplación sospecho que regocijada del resto de los navegantes, sobre todo de los franceses. Por suerte, el instinto de supervivencia ha sido más fuerte que el instinto de muerte y, en el último momento, he recordado el método de frenado que nos ha enseñado el guía, a quien Dios bendiga: clavar el remo en el agua y encomendarnos a la Providencia. Así lo hemos hecho, y así hemos evitado el desastre. He visto el perfil desencajado de Álvaro, por cuya nariz tan roja como la mía caían gotas de sudor gruesas como moluscos, y el no menos alterado de Pablo, que se aferraba a los bordes de la barca como los que tienen miedo a volar se aferran a los reposabrazos (o al cuello del pasajero más próximo) cuando el avión despega. El incidente ha tenido la virtud de hacernos definitivamente conscientes de los desafíos de la empresa y de la necesidad de superar nuestras limitaciones, o, por lo menos, de que nuestras limitaciones superaran a las de los franceses. Por eso, desde ese momento, hemos avanzado con más aplomo y hasta con más velocidad. El trayecto ha continuado por la cara oculta de las islas, que hemos rodeado enteras. El archipiélago lo forman siete islas y un puñado de islotes (algunos tan pequeños como ese contra el que hemos estado a punto de descrismarnos), de una aridez espectacular, pero de una fascinante vida submarina, que atrae a innumerables practicantes de snorkel, algo que suena a monstruo abisal o plato de la gastronomía noruega, pero que solo consiste en mirar el fondo marino, desde la superficie, con unas gafas y un tubo para respirar. Por desgracia, la vida submarina solo se nos aparece en forma de sombras de peces que se desplazan en un agua transparente y turquesa, y eso cuando se nos aparece, que es cuando frenamos todos, nos reagrupamos, recuperamos el aliento y podemos mirar abajo, porque, mientras paleamos, estamos demasiado ocupados en avanzar y demasiado cansados por el esfuerzo como para disfrutar del paisaje. Pasamos junto a los farallones de la Meda Gran y los roquedales intermedios de las demás islas sin apenas advertir que están ahí. Alguna vez se distingue una gaviota que pasa cerca de la barca, o el oído reconoce el graznido, que rebota en la piedra, de un cormorán moñudo o una garza real, pero, en general, solo nos dedicamos a hacer que el kayak se mueva con el menor dolor posible de las articulaciones (nuestras, no del kayak). Cuando ya casi hemos circunnavegado enteramente el archipiélago ("circunnavegar": qué gran palabra; me siento como Juan Sebastián Elcano al emplearla), el guía nos recuerda que está prevista una parada y un baño en la excursión. Aunque no hace falta que nos lo recuerde: no lo hemos olvidado; yo, al menos, no he dejado de recordarlo desde que he dado la primera palada. No obstante, el guía, del que, asombrosamente, nos hemos situado ahora muy cerca, sigue remando sin que llegue el descanso. Tras cada arrecife que alcanza o cada saliente que supera creo que ha de llegar la bahía en la que paremos, pero lo único que llega es más remar. Por fin tiene lugar el momento mágico: "¡Aquí!", proclama el guía, como proclamó Moisés al pueblo de Israel al alcanzar la tierra prometida. Y ahí nos reunimos todos. Otro empleado, que nos ha acompañado toda la travesía en una zodiac, un sevillano menudo y más negro que un tizón, de esa especie de currantes que llevan décadas ligándose a inglesas y escandinavas en las playas españolas con un verbo andalusí y un gracejo que no se puede aguantar, ata todos los kayaks a la zodiac y, mirando con especial ahínco a la asiática, que le sonríe con mucha afición, nos invita a zambullirnos. Y así lo hacemos: el agua nos revive. Pero lo primero que tenemos que hacer es alejarnos deprisa de los kayaks. Si nada más tocar el agua, los tres hemos aprovechado para vaciar la vejiga, es de suponer que los demás también lo harán, y que aquello está a punto de convertirse en una sopa de orines. Aliviados, nadamos hacia las rocas más cercanas. Pronto alcanzo una desde cuya cúspide nos mira, estatuaria y malcarada, una gaviota. No simpatizo demasiado con estos bichos, carroñeros y feroces, a pesar del impacto que tuvo en mi adolescencia la lectura de Juan Sebastián Gaviota, un best seller internacional de los 70 que estoy seguro de que, si lo leyera hoy, se me caería de las manos a la primera página, pero que me llevó, a mí y a millones de lectores en todo el mundo, a ver en las gaviotas el símbolo de la libertad. En cualquier caso, no tengo demasiado tiempo para admirar al pájaro, porque el guía se acerca para recordarnos que no podemos tocar las rocas ni, de hecho, apoyarnos en el fondo marino: solo podemos flotar. Esto es una reserva integral y está prohibido cualquier contacto humano. Eso es, justamente, lo que me gustaría hacer en la vida: flotar; que no hubiese que remar, ni sudar, ni trabajar, ni sufrir, ni nada: que todo fuese flotar, dejarse llevar por la corriente, contemplar el cielo luminoso desde una superficie acogedora. Nos dejamos, pues, flotar, gracias al chaleco salvavidas que a todos nos han obligado a portar. Veo entonces, por primera vez, las fabulosas construcciones pétreas que son estas islas. Recorren las paredes ocres que se alzan ante nosotros profundas estrías y escarpaduras. Muchas son negras, y no sé si lo son por alguna calidad particular de la roca o por la acumulación del guano de alguna de las sesenta especies de pájaros que viven aquí. El paisaje que se atisba no parece hospitalario. De hecho, es muy hostil. En las Medas no hay árboles, salvo algún algarrobo esquelético que quizá plantaron aquí algunos de los muchos piratas que han recalado aquí para saquear mejor la costa catalana (Miguel de Cervantes fue apresado por un corsario otomano cuando volvía de Italia, frente a Palamós, y llevado cargado de cadenas a Argel, donde pasaría cinco años preso), además de nopales, malvas arbóreas y alguna parra, por entre los que corretean las salamanquesas y los ratones (que también debieron de saltar de los barcos piratas). La sal que lo impregna todo, la tramontana que no deja de batir y la sequedad del lugar han hecho de las Medas un paisaje fascinante, pero un rincón inhóspito del Mediterráneo. Pero el baño se acerca a su fin y hemos de afrontar la última parte de la excursión: el regreso. Para hacerlo, hay que superar todavía un nuevo desafío: subir al kayak, algo aparentemente sencillo, pero que reviste no poca dificultad: no es fácil montar casi cien kilos en un objeto tan inestable, y menos ante la mirada escrutadora de casi todos. Desempeñarse como una morsa y fracasar como un zopenco no es divertido: el ridículo está cerca. Sin embargo, sorprendentemente, me las apaño bastante bien. He conseguido hasta evitar la sonrisita letal de los franceses. Impulsado por el miedo al deshonor, he hecho lo que también ha recomendado el guía: mantener el mayor contacto posible del cuerpo con la embarcación y, una vez subido, hacer la croqueta para que el trasero rodara hasta el asiento. Volvemos, pues, a una playa que me parece remotísima, pero las ganas de acabar se sobreponen al agotamiento. Paleamos, paleamos y paleamos hasta enfilar la entrada al embarcadero, señalizado con unas boyas amarillas. Vemos a la asiática y a la caucásica que nos adelantan, atadas a la zodiac del sevillano. La asiática va con las piernas cruzadas, como si estuviera disfrutando de una buena película en el salón de su casa. Reprimo, entre ahogos, la indignación mientras sigo remando, y me alegro por el sevillano, que seguramente se cobrará el favor esta noche. Los últimos metros se nos hacen angustiosos: nunca he deseado más derrumbarme en la arena. Pero lo conseguimos. Y hemos llegado antes que los franceses.

lunes, 19 de julio de 2021

Sacrificio

Sacrificio, de Marta Agudo (Madrid, 1971), relata una historia de vida y de muerte: de vida rebelándose contra la muerte, de muerte martilleando las esperanzas y las horas. Cuarenta y nueve poemas en prosa —la forma preferida de su autora— y un epílogo describen un combate físico y existencial que ya se había desatado en Historial, su poemario anterior, publicado en 2017. Marta Agudo cuenta con notables antecedentes de relatos de la lucha contra la enfermedad y la muerte en la poesía española última, como Libro del frío, de Antonio Gamoneda, Diario de una enfermera, de Isla Correyero, o el muy reciente La curación del mundo, de Fernando Beltrán, sobre la batalla que ha librado el poeta asturiano contra el coronavirus. Sacrificio no refiere una hospitalización —no, al menos, una hospitalización dilatada—, pero sí las turbulencias médicas, la lucha multiforme y persistente contra el cáncer, que se ramifica, como el propio mal, en una muchedumbre de clarividentes observaciones sobre la oscuridad. 

El simbolismo de Marta Agudo, empapado de pulsiones oníricas y visionarias, es fuerte. Raramente acude a la forma más sencilla o directa de decir algo (aunque lo hace en ocasiones, con el tino de una francotiradora: «depender es tener que dar las gracias permanentemente»), sino que prefiere buscar en los estratos semánticos subyacentes de ese algo un modo oblicuo de sugerirlo, o una asociación que lo suscite. Ello le proporciona una fuerza imprevista, áspera y arrolladora. En Sacrificio, las imágenes desgarran: «te sangra la boca con la palabra “muerte”», y abundan las paradojas, sobre todo las paradojas privativas: «cicatriz sin herida, oscuridad sin noche», «charco sin agua», «bilis (…) sin paréntesis», porque las fuerzas enfrentadas en las antítesis son un reflejo certero de las que combaten en la existencia, y porque la noción de carencia o despojamiento transparenta la desposesión contra la que pugna la poeta.

La enfermedad es el eje de la proclama, encendida y sombría a la vez, que es Sacrificio: la enfermedad, la herida, el daño. Y todas las manipulaciones físicas y psicológicas a las que se enfrenta quien pelea contra una amenaza que ya está instalada en su cuerpo, que ya ejerce, con insidia, su oscuro dominio: medicaciones, ingresos hospitalarios, vías intravenosas, anestesias, sillas de ruedas, terapias, electrochoques. El cuerpo, coprotagonista doliente del libro, recibe esas oleadas de padecimiento con el desamparo de una víctima, pero también con la insumisión de quien se resiste a claudicar: las neuronas, pese al tormento que se les inflige, manejan el timón y comunican, imparciales, ese mismo dolor que las atormenta; el hígado se astilla sin huesos; en la femoral cruje el ritmo; la bulimia conoce un big bang; los hematíes migran; los dientes tiritan; el esófago se asordina. La muerte, destinataria última de estas lides, lo observa todo reclinada al fondo de la escena. En un poema, Agudo explica por qué la morgue se encuentra en la planta inferior del hospital: según le han dicho, es preferible dar salida a los cadáveres «por la parte de atrás»; si no, «la gente se asusta». Y en la penúltima composición del libro describe la muerte como «una guerra en la que todos están de acuerdo». El sacrificio del título, trasunto del que el hórrido Minotauro hacía con los catorce jóvenes atenienses entregados por Teseo cada año como pavoroso tributo —y que constituye una figura recurrente en el libro, símbolo del mal—, es sinónimo de muerte. Y dada la preeminencia, el poder de la muerte, la poeta se vuelve paradójicamente hacia ella para resolver el conflicto de un cuerpo y una mente agujereados por el infortunio, pero que siguen peleando por la vida. La poeta la invoca entonces como aliada para que cese el sufrimiento. El suicidio —la posibilidad sanadora del suicidio— le permite abandonar su senda sobrecogedora y sumergirse en el abrazo negro del perseguidor, que ve frustrada así una espera tenebrosa, un camino de mortificación: «Solo la idea de poder matarme me ayuda a vivir», escribe en el poema 41.

La muerte, en fin, supone la coagulación del tiempo, que encauza el conflicto relatado en Sacrificio como las riberas de un río encauzan el caudal de la corriente. En varios poemas, Agudo alude al nacer o al nacimiento («uno a uno lloramos al nacer») como el otro extremo del trayecto que concluye irreparablemente en la muerte. Otras composiciones se remiten a los albores de la historia, simbolizados por las pinturas de Altamira, como la proyección comunitaria del tránsito individual, del lapso de la vida —ese «relámpago entre dos inexistencias», como lo ha descrito Gamoneda—. Acaso como otra manifestación de la cronología, del inexorable sucederse de los años, el libro presenta algunas ligazones numéricas: tiene 49 poemas, como los años de la autora al escribirlo; y cada siete piezas se repite la forma «he tenido que llegar hasta aquí para…». Estos poemas séptimos solo contienen una oración: «He tenido que llegar hasta aquí para comprender que en ocasiones los párpados no quieren cerrarse», dice el poema 42. En el 4, Agudo habla de la «senectud hecha de treinta y tres mil quinientas madrugadas», que puede ser solo una hipérbole, o acaso los 92 años que representan esas mañanas correspondan a una cifra significativa. Hasta el matemático Euclides aparece en Sacrificio. Esta voluntad de construir con los números, una instancia ajena a la magmática insurgencia de la poesía, condice con la naturaleza metaliteraria de muchos poemas, que propicia asimismo una construcción desligada de lo emocional. Aunque la expresión «naturaleza metaliteraria» no es precisa, porque las piezas de Sacrificio no constituyen una reflexión sobre la propia condición poética, sino el testimonio de que el lenguaje es, acaso, el único placer, el único valedor, que acompaña a la poeta en su viaje por la enfermedad. Los órganos del cuerpo y los incidentes de la enfermedad se vuelcan en el lenguaje, se hacen lenguaje: no solo lo utilizan para expresarse, sino que se transforman en sus piezas, con las que Marta Agudo edifica su conciencia y su mundo. El lenguaje es el único consuelo, la única realidad plausible de una realidad inexplicable. Esto dice el poema 34: «Busco en qué punto de esta pierna el predicado. ¿Es el sujeto el corazón porque canjea ritmos o todo cuaja en una oración pasiva sin complemento agente? Los complementos circunstanciales marcarán la índole de tu existencia: el cómo, el sitio, la luz. Y la gramática: otro posible orden al que brindar la razón del sacrificio».

Sacrificio es un palpitante clamor contra la muerte, contra la inmisericordia de la fatalidad y el dolor. La soledad a la que condenan —todo suplicio es estrictamente individual— exuda, sangra en las palabras. Y es un clamor celaniano: las palabras concurren por su fuerza descomunal, convocadas para articular, con su desarticulación, una zozobra indecible, bañadas por la angustia y, a veces, erguidas por la desesperación. En su propia quiebra, depositan la sustancia de su tortura; en su propio desorden, el orden de otra lucidez, que surge de la visión de lo que irreductiblemente somos, de la comprensión de las sombras. 

(Este artículo se publicó en Letras Libresnº 237, junio 2021, pp. 42-43)

martes, 13 de julio de 2021

Tres libros de autores extremeños

Acodo, de Javier Pérez Walias (Plasencia, 1960), se publica ahora en RIL, la editorial hispano-chilena, después de haber visto la luz, en una edición privada y limitadísima —25 ejemplares—, en 2020. En Acodo, Pérez Walias ahonda en el recuerdo del pasado familiar —aquí singularizado en la figura del padre— que caracteriza la mayor parte de su obra. Vuelve así al mundo de la infancia, a la casa de los padres y los hermanos, y a los paisajes —los del valle del Jerte— que envolvían aquellos años inaugurales, en los que se desarrollan muchos de los poemas del libro. Recorre Acodo, melancólico, elegíaco, una aguda conciencia del paso del tiempo, en la que confluyen las milenarias tradiciones literarias, desde Heráclito, que han hecho del río el símbolo a la par de la vida, como curso, y de la muerte, como destino, y resuenan, como campanadas de difuntos, pero no sombrías, sino alegres por el recuerdo que concitan, las coplas manriqueñas: "un río / sin salida / a la muerte", escribe Pérez Walias en "Imperfecto simple". El río, es de hecho, el motivo principal del volumen, alrededor del cual se articulan numerosas escenas y no pocas metáforas. Es, claro, el río Jerte, "que se arroja en saltos, cascadas o chorreras, pero que también se aquieta en pozas, pesqueras y remansos, donde el poeta aprende mansedumbre, y donde descubre en su rostro las huellas del padre", como precisa Mario Martín Gijón en el hermoso prólogo del libro. Esto dice la dedicatoria del volumen: "Padre, nunca perdí de vista tu rostro / reflejado / en el agua / del río", y acude a la memoria el "nombre escrito en el agua" del epitafio de John Keats en el cementerio protestante de Roma. En el primer verso del primer poema, "Nascencia", leemos: "Mi infancia en el río lo cambió todo". En el río jugaba el niño con el padre; en el río pescaba con él; en el río se trabó un vínculo inextinguible, que Pérez Walias evoca con palpitante contención: "Vara de mimbre, / pájaro, / pez, padre, / el vuelo detenido de un vencejo, / padre, / hombre / —acaso solo / eso—. // Acaso / solo eras, / éramos. // Solo eso en la orilla —los dos— / del río". Otros símbolos transportan el sentimiento de pérdida y, a la vez, de irrenunciable presencia, como la casa. Una casa de la que el poeta rememora varias veces la jaula de los jilgueros, acaso como representación de eso, fugaz, que cautiva con su belleza, pero que desaparece irremediablemente: "El recuerdo de una jaula / acallada / por la muerte / o con jilguero, // el de un balcón con vértigo, // el de un muro con hiedra y caracoles / frente a la casa, // el de un membrillo cargado / de luciérnagas / amarillas, // el de un olivar que verdea —en mis ojos— / a lo lejos". En otros poemas, "Jilguero sobre jaula", "Jaula vaciada", esa jaula aparece como una casa en miniatura: como una alegoría pequeña de lo que la casa representa: el resguardo de la intemperie, el nido del tiempo, la impaciencia de las alas, el origen del canto, la inevitabilidad del fin. Los poemas de Acodo transmiten la alegría del recuerdo, el júbilo por la reviviscencia, en el remanso de la conciencia, de la figura amada del padre, pero también, a veces, el dolor porque ese recuerdo no sea suficiente para devolverlo a la vida, aun en su forma actual de ausencia acariciada. En el poema "Dolor" escribe: "Hoy no alcanzan las yemas de los dedos de mis manos / a sentir tu pulso. / Tiemblo / al ver tu rostro / desdibujado en el agua negra / del río / frente a mi rostro. / He aquí la sensación de oquedad. He aquí / —palpable— / el vacío / de lo que no fue abierto / hasta hoy / y mi mortaja. / No puedo devolverte a la luz. No puedo envolverte / con mi piel. / No alcanzo". Algunos poemas, enumerativos, transmiten, con el sutilmente atropellado encadenamiento de hechos o imágenes, las ráfagas del recuerdo, la abrasadora ilación de los momentos recobrados. Pero ya sean flemáticos o acelerados, domésticos o ambulatorios, todos procuran la reparación de quien hemos sido antes de ser nosotros, el abrazo primigenio del la luz que nos nutría, del árbol que nos cobijaba: "Un hombre fue feliz / aquí, / acodado / bajo esta sombra / tuya, / junto a la corriente / dormida, / en el remanso".

Equilibrios, de Antonio Reseco (Villanueva de la Serena, 1973), es un poemario diarístico, pero no porque asuma la forma del diario, con poemas fechados y un paulatino escrutinio del yo, sino porque cada pieza cuenta algo que le ha sucedido al poeta o algo que ha acudido a su mente, suscitado por un estímulo singular. Equilibrios es un poema del día a día, del ir haciéndose, del esto vivo y esto digo, que refleja la familiaridad con la que el escritor convive con la poesía y la ayuda que esta la presta para delinear su experiencia y articular su pensamiento. Con el tono narrativo que suele, no exento de la ironía que asimismo acostumbra, Reseco desgrana el panorama vital de quien se encuentra nel mezzo del camin di nostra vita y sabe, como Antonio Gamoneda —para quien la poesía supone contemplar los propios actos en el espejo de la muerte—, que el verso siempre nació de la muerte, como afirma en "Contra los falsos dioses o ad veram poeticam". Con un estilo en el que cohabitan lo coloquial y lo culto, y predomina uno u otro registro en función de lo que requiera el poema, Reseco comunica todavía no la ansiedad, pero sí la inquietud por el paulatino acercarse del fin, entrevisto en las fosilización de las rutinas cotidianas, en la declinación de las aptitudes y también de las ilusiones, en la decadencia, aún moderada, pero ya inexorable, del cuerpo. En Equilibrios —quizá los que el autor hace para no perder pie en el suelo de la vida y rodar sin asideros por la ladera del ocaso—, asistimos al combate de la madurez consigo misma: para no extraviarse en el desasimiento, para no abandonarse a la pérdida. Eso infunde un matiz de melancolía a muchos poemas. Leemos en "Mi hogar": "Mi hogar es un libro sin páginas. / La sombra de un árbol, todas las mujeres / que me abandonaron. Mi hogar / es el acento neutro de las palabras / que nunca saben decir lo preciso / (...) Mi hogar es la línea fronteriza que distingue / lo que fui de lo que pude haber sido / (...) Mi hogar es la presencia de los muertos". El pasado vuelve con frecuencia, y con él la nostalgia de lo extinto, la certeza del olvido que ya ha sido o que será: "La distancia entre un poema / y su mentira es un latido (...) // No hay futuro en nuestra voz, / solo humo, petulancia, la irónica sonrisa / de un olvido seguro, necesario", dice en "Derrotas". También la monotonía burguesa, los hábitos narcóticos de una vida acomodada —de la que Reseco, por otra parte, no abomina—, causan algún estrago y cierto cansancio. En esta aurea mediocritas, cuya aureola empieza a adocenarse, se juntan las lecturas de Eliot, Poe, Wilde y el Libro de Kells —Reseco es un anglófilo irredento— y los acontecimientos de la actualidad, como el muro que un presidente idiota ha pretendido levantar en los confines del desierto o la inacabable polémica por el lenguaje políticamente correcto. A veces, los poemas de Equilibrios son muy breves, como fogonazos. Es el caso de "Minerales", compuesto solo por un dístico: "El metal que hiende la carne / fue antes célula en la tierra". Otras funcionan como relatos, y un final inesperado revela, a modo de anagnórisis o puñetazo, el verdadero sentido del poema, como "Vicios pasajeros": "Podría decir hoy / sin miedo a equivocarme demasiado / que te amé tanto / como la irracionalidad me permitió. / Pero tampoco mentiría / si no admitiera que fue un alivio / olvidar la dureza de tu tacto / y su son de música étnica, / puñetera máquina de escribir". El poema final, y el más extenso del volumen, "Breve tratado de las sombras", se construye mediante una sostenida anáfora: "Me gustaría...". Reseco, sintetizando el sentido último de Equilibrios —la reverberación de la juventud y sus ambiciones, y el imperio de la adusta aunque también cómoda realidad— y formulando asimismo un programa moral, revela todo lo que ya sabe que no alcanzará, o que ha perdido. Pero no lo hace con amargura o desesperación, sino con sosiego y sentido del humor, lo único que nunca pierden las personas inteligentes: "Me gustaría poseer todas aquellas cosas / que el dinero detesta y que, por el contrario, son las más onerosas: / la salud, el amor, la lealtad, la paz. / (...) Me gustaría poseer tiempo, todo el tiempo preciso / hasta que llegara a comprender que la muerte es necesaria (...) / Me gustaría poseer una dedicatoria de Lou Reed / y, ya puestos, una fotografía firmada por Rita Hayworth, / aunque sé que resultará altamente improbable / y puedo sobrevivir a ello sin demasiadas dificultades".

Antonio Rivero Machina (Pamplona, 1987) completa en Trasposiciones —su primera obra en prosa, después de dos poemarios— un libro muy literario. Cada uno de sus ocho relatos constituye justamente eso, la trasposición de un texto clásico en otro suyo y actual: la recreación de un cuento, novela o ensayo a partir de las premisas con que fueron construidos, con el aire o el tono o las inquietudes que los caracterizan: "Cinco horas después" traspone Cinco horas con Mario, de Miguel Delibes; "Cuento de amor, de locura y de muerte", los cuentos homónimos del uruguayo Horacio Quiroga; "Funes", "Funes, el memorioso", de Borges; "La metamorfosis", la de Kafka; "El tercer hombre", la novela del mismo título de Graham Greene (y la película de Carol Reed y Orson Welles); "Si esto es un hombre", el relato confesional de Primo Levi; "El extranjero", el clásico de Albert Camus; y "De los delitos y las penas", el tratado fundacional del Derecho penal moderno, de Cesare Beccaria. Todos manejan elementos distintos: "Cinco horas después", ingenioso y burlesco, trata del exceso de libros y de los excesos de las esposas; "Cuento de amor, de locura y de muerte" no transcurre en la selva del Amazonas, sino a las orillas del Guadiana y en la ciudad de Badajoz, "que siempre ha soñado con ser algo más que un taciturno puesto fronterizo" y que está "demasiado ocupada en salir adelante como para ser bonita"; en "Funes" no se trata de alguien que lo recuerda todo, sino que lo oye todo; "La metamorfosis" no es la de un hombre en cucaracha, sino la de una estatua de mujer, tallada por un viejo escultor enamorado de ella; "El tercer hombre", policiaco, hace un delicado análisis psicológico de los personajes; "Si esto es un hombre" transforma una realidad inverosímil, la de los campos de concentración, en otra, igualmente increíble, de ciencia ficción; "El extranjero" se apoya en documentos oficiales, ficticios, para referir una exótica aventura en África, de reminiscencias rimbaldianas; y "De los delitos y las penas" depara una sorpresa final que subvierte nuestra interpretación del monólogo que lo constituye. La cultura literaria de Rivero Machina es amplísima, y su prosa, persuasiva, maneja con soltura todos los registros de género y todos los recursos expresivos y estructurales: el texto encontrado, el monólogo dramático, la narración fantástica, la crónica biográfica, la historia de aventuras o intriga, el lirismo. Y quizá en esta amplitud de conocimientos y esta riqueza técnica esté el único matiz, ni siquiera objeción, que se le puede hacer a este libro: que resulta, a veces, demasiado literario. Los personajes se pliegan a las exigencias retóricas y, en alguna ocasión, pierden viveza, humanidad. Esta constricción del ser verosímil por el molde formal se advierte especialmente en los diálogos —que son, en cualquier caso, lo más difícil de la literatura, junto con el humor, y que Rivero Machina nunca teme abordar, y se le agradece—, que no se apartan lo suficiente de las inflexiones de la prosa y quedan atrapados por su mismo artificio. Trasposiciones, no obstante, revela a un prosista enérgico, imaginativo y elegante, que no se arredra ante los grandes de las letras, sino que, al contrario, los utiliza para alumbrar un mundo propio y proseguir, así, el curso feliz de la buena literatura.

jueves, 8 de julio de 2021

Melancolía de desaparecer

Andaba yo haciendo tiempo —qué curiosa expresión: «hacer tiempo»; el tiempo no se hace, sino que se deshace, y nosotros con él— por Alonso Martínez, en Madrid, a la espera de encontrarme con un buen amigo en el Café Comercial, otrora ejemplo de cafetería mugrienta y deliciosa, y hoy de pijerío insulso y digital, cuando llegué a la plaza de Santa Bárbara y reconocí en su centro la curiosa librería de viejo en forma de quiosco en la que, en otras ocasiones, ya me había hecho con algunos volúmenes interesantes. Me sorprende este establecimiento insólito en medio del tráfago capitalino, con aires de horchatería o expendeduría de altramuces y almendras garrapiñadas. En sus anaqueles, sin embargo, se apilan libros valiosos, tanto más cuanto uno no espera encontrarlos donde están, rodeados de gente que parlotea en las terrazas o toma en sol en los bancos sin respaldo de la plaza. Me asomo a los estantes exteriores, donde amarillean al sol los libros más prescindibles, pero encuentro uno insospechado: un ejemplar de El almendro y la espada. Poemas de paz y guerra, del conde de Foxá, publicado por la Editora Internacional, de San Sebastián, en 1940. El conde de Foxá es Agustín de Foxá, también marqués de Armendáriz, uno de aquellos escritores falangistas, como Dionisio Ridruejo, Eugenio Montes o José María Alfaro, que brotaron en el humus de las vanguardias —Foxá fue amigo de Gómez de la Serna y María Zambrano, y su primer libro, La niña del caracol, de 1933, lo prologó y publicó Manuel Altolaguirre—, pero que luego abrazaron el fascio: fueron revolucionarios en el arte, pero reaccionarios en la política, una contradicción que nunca he sabido resolver. Aunque los motivos de Foxá, como él mismo reconoció, eran obvios: «Soy conde, soy gordo, fumo puros; ¿cómo no voy a ser de derechas?». Andando el tiempo, algunos de ellos se desengañaron de la Falange —de ella afirmó Foxá que era la «hija adulterina de Carlos Marx e Isabel la Católica»—, pero nunca abandonaron el pensamiento tradicionalista ni dejaron de apoyar al régimen de Franco. De Agustín de Foxá me había rondado siempre el recuerdo de un poema que leí o escuché en alguna parte —de esa parte brumosa, compuesta por todos los libros que hemos leído y todas las palabras que nos han sido dichas, de la que nos llegan tantos ecos a los letraheridos— sobre la pena que sentía el protagonista por que todo siguiera siendo como era después de morir él: que el sol continuase saliendo, y el cielo siendo azul, y la primavera derrochando vida, cuando ya no podía sentir el sol, ni el cielo, ni la primavera. Me rondaba, pero no lo tenía identificado. Me había parecido muy hermoso, según recordaba, y, sobre todo, muy estoico y muy humano —comprensible por todos, compartible por todos—, y había cobrado en mi memoria un aura casi legendaria, como de mensaje que flotara en el cosmos de la literatura irradiando su melancolía, pero sin encarnarse en una forma concreta, sin aterrizar en la realidad. (Habría podido rebuscar en Internet, o expurgar las obras completas del escritor, pero prefería mantenerlo en ese lugar indefinido, tocado por el misterio). Hojeo entonces El almendro y la espada y, junto a los previsibles poemas de exaltación patriótica o fascista —hay baladas al Cid, dicterios contra los tanques rusos en las estepas castellanas y un «Canto a Roma» dedicado al Duce—, encuentro el poema, que se titula «Melancolía de desaparecer». Y en ese momento se materializan, como si surgieran de la cueva en la que habían estado encerrados, aquellos versos inaprensibles, pero conmovedores, que yo guardaba desde hacía tiempo en el recuerdo:

Y pensar que después que yo me muera,
aún surgirán mañanas luminosas,
que bajo un cielo azul, la primavera,
indiferente a mi mansión postrera,
encarnará en la seda de las rosas.

Y pensar que, desnuda, azul, lasciva,
sobre mis huesos danzará la vida,
y que habrá nuevos cielos de escarlata,
bañados por la luz del sol poniente
y noches llenas de esa luz de plata,
que inundaban mi vieja serenata,
cuando aún cantaba Dios, bajo mi frente.

Y pensar que no puedo en mi egoísmo
llevarme al sol ni al cielo en mi mortaja;
que he de marchar, yo solo hacia el abismo,
y que la luna brillará lo mismo
y ya no la veré desde mi caja.

La puntuación es imprecisa, pero el sentimiento es abrumador. Y llama la atención ese «cuando aún cantaba Dios», que parece indicar un alejamiento o desengaño de la fe. De hecho, esta ausencia de Dios en el poema, sobre todo en un autor tan católico como Foxá, resulta muy estimulante y da a la composición una vibración atemporal, en la que todos los credos pueden reconocerse o, mejor aún, en la que solo se reconoce el credo humano. (Por eso, me parece, los dramas de Shakespeare son tan universales: porque no hay en ellas ni una sola alusión a Dios; Dios era para él, como le respondió en una célebre ocasión el astrónomo Pierre-Simon Laplace a Napoleón, una hipótesis innecesaria). Releo una y otra vez los endecasílabos de «Melancolía de desaparecer» maravillado por la hondura de su tristeza, la transparencia de la exposición y la fluidez con que se desarrollan, que no entorpece la rima consonante, a menudo tan molesta. Pienso en la temprana muerte de Foxá, en 1959, a los 53 años, por la cirrosis que le había causado su afición al alcohol, cultivada en innumerables cócteles —como han hecho siempre aristócratas y diplomáticos—, pero también en su desventurada intimidad, en varios continentes. Y asisto a la contemplación de ese cielo en cuya rotación —día, atardecer y noche, sol y luna— cifra el poeta la existencia del mundo y simboliza sus placeres, mientras sobre mí se abre un firmamento radiante, apenas veteado de blanco, y a mi alrededor la gente sigue chupando cerveza y charlando sin la preocupación de morir, las palomas continúan picoteando el suelo, y el quiosco de la plaza emana todavía ese olor harapiento y acariciador de los libros viejos. No hay rosas en la plaza, pero es primavera, y siento en el aire su seda, que tampoco podré llevarme cuando me vaya.

[Este artículo se publicó en La Sombra del Ciprés, suplemento cultural de El Norte de Castilla, el 18 de junio de 2021]

domingo, 4 de julio de 2021

Música de salón en el claustro

Hoy voy a un concierto. En el claustro del monasterio de Sant Cugat, un dúo femenino —soprano y pianista— interpretarán piezas de salón —de lo que antes se llamaba música de salón, una de las más sofisticadas invenciones de la cultura occidental— y de ópera. Y me agrada la idea no solo de escuchar a Beethoven, Schubert, Liszt o Donizetti, sino de hacerlo en ese lugar insólito, donde ni ellos ni los monjes que lo han fatigado durante siglos imaginaron jamás que pudiera oírse L’amante impaziente (Arietta assai seriosa) y mucho menos L’amante impaziente (Arietta bufa). Paseo hasta el claustro mientras España y Suiza juegan un partido, dizque importante, del campeonato de Europa de fútbol. Pero el encuentro no parece enloquecer a las masas, que no están en casa, clavadas al televisor, ni celebran con aullidos los lances del juego. Las calles están llenas de gente que empieza a disfrutar del verano, que pasea, se toma un helado, charla en terrazas o visita tiendas. La mayoría, por cierto, sigue llevando mascarilla. Yo no. Igual que costó que nos acostumbráramos a llevarla, ahora costará que dejemos de hacerlo. El hombre es un animal de costumbres. Paso junto a un grupo de adolescentes que mantienen un animado debate sobre los asuntos de que siempre han debatido los adolescentes, mientras sorben cervezas. Oigo que uno dice: "La tía está sobrevalorada, pero que esté sobrevalorada no quiere decir que no esté buena. Tiene una follada increíble". Es un razonamiento descarnado, pero no carente de finura. Ya en la plaza del monasterio, reparo en los carteles que anuncian los programas culturales organizados por el ayuntamiento para amenizar el verano. Salvo uno, todos los espectáculos y actuaciones son de mujeres. Siento luego una punzada de melancolía, que se convierte en dolor: a este lugar traía yo a mi madre, en sus últimos días, desde la cercana residencia en la que vivía. Empujaba la silla de ruedas, nos acomodábamos en un rincón, bajo los árboles, y nos tomábamos un helado (o un mantecado, como decía ella), que compraba yo en la heladería en la que, durante casi 30 años, he comprado helados para mí, para mis hijos, para mi mujer, para mis amigos y, por fin, también para mi madre. Y desde aquella modesta atalaya, mientras lamía la vainilla o el chocolate, miraba ella el mundo, el fin del mundo. Me pongo en la cola para entrar al claustro, en la que predomina la gente mayor. Hasta hay dos señores con sombrero (y sendos lacitos amarillos en la pechera; ah, qué pesadez). Junto a la puerta, montan guardia, además de los que leen las entradas, dos dispensadores de gel hidroalcohólico y un código QR para que nos descarguemos el programa de la velada. Y yo, que pertenezco a la cultura del papel, echo de menos aquellos folletos satinados que se repartían en el teatro y los conciertos con la información precisa sobre el espectáculo, los actores y los músicos: cuadernillos gozosos en el momento y nostálgicos recuerdos después. En el claustro, nos reciben las sillas de jardín —de plástico verde— que se han colocado a modo de platea y un enorme piano de cola negro. Con la tapa levantada, parece un hipopótamo bostezando. Ocupo un asiento en el centro, y pronto me rodea una marejada de conversaciones banales. Se habla de vacunas y de vacaciones, de vacunas y nietos, de vacunas y calor. La aparición de las intérpretes interrumpe el fatigoso cacareo. Son Eugenia Boix, soprano, y Laia Masramon, pianista y fortepianista. La cantante, bellísima, despliega un físico poderoso; la instrumentista, unos rasgos amables y delicados. Pero ninguna de ellas habla, ni nadie de la organización las presenta o informa sobre el acto. Se sitúan en el escenario y atacan con brío la primera pieza del repertorio de hoy, Abendempfindung, el lied inicial de los seis para soprano y piano que aporta Mozart. Aunque, para hacerlo, primero una meritoria del ayuntamiento ha de expulsar a patadas a una paloma que se ha instalado en la banqueta de Masramon y que luego, en el suelo, se niega a abandonar el escenario y hasta el claustro. Los directos en el monasterio tienen estas cosas. Luego habrá más. Empezada la actuación, me quito discretamente las sandalias. Es un placer sentir la hierba en los pies, aunque contrarrestan ese placer el móvil de una señora, que suena dos veces (ya no se recuerda al público, antes de empezar la sesión, que ha de apagar los telefoninos, como solía hacerse cuando estos aparatejos se popularizaron; era una costumbre saludable que se ha perdido, no sé por qué. Aunque hoy los organizadores no han dicho ni oxte ni moxte: el mutismo con el que acompañan la sesión es absoluto), y las toses de mi vecina de atrás, que, para frenar la expectoración, descorre la ruidosa cremallera del bolso donde debe de guardar pañuelos o caramelitos balsámicos. En realidad, toda la actuación del dúo Boix-Masramon se verá acompañada por los ruidos de la vida que sucede a nuestro alrededor: un cuco que canta, dos pájaros que se pelean en el aire, un niño —de los dos que hay entre el público— que dice algo en voz demasiado alta, las campanas del monasterio que van tocando los cuartos hasta que, ineluctablemente, dan las catorce campanadas de las diez. Estos incisos no perturban a Boix y Masramon, que los capean con profesionalidad. No obstante, pienso, si quienes cantan y lo que cantan no pueden sobreponerse a las distracciones que depara el entorno, es que no son lo bastante buenos. Pero ellas son buenas, y también lo que interpretan: Mozart; Beethoven, de quien ejecutan Cuatro arias para soprano y piano, opus 82; Schubert y sus Tres lieder para soprano y piano; Liszt, que contribuye con Oh, quand je dors; Vincenzo Bellini, un compositor que lo hizo todo pronto: cantar —con dieciocho meses ya era capaz de atacar un aria de Fioravanti—, componer —escribió su primera obra a los seis años— y morirse —a los treinta y tres, en París—, y que aporta la hermosa Eccomi in lieta vesta, de la ópera Los Capuletos y los Montescos; y, por último, el gran Gaetano Donizetti, cuyo Quel guardo il cavalière, de la ópera Don Pasquale, cierra esplendorosamente la velada. Boix canta sin micrófono: su potencia vocal y la magnífica acústica del lugar hacen innecesaria la amplificación. Tiene una voz de cristal, pero cuyos matices vítreos no le restan ductilidad. Por el contrario, las inflexiones del fraseo surcan el aire y se clavan en la penumbra creciente de la tarde con una precisión casi dolorosa, y ahí quedan vibrando, como mariposas transparentes. En los lieder, la soprano apoya una mano en el borde del piano. Espero de todo corazón que un golpe de aire no abata la pieza que mantiene la tapa levantada. Masramon acompaña con exactitud las sinuosas transparencias de la soprano, aunque en varias ocasiones, antes de una nueva pieza, haya de levantarse para poner orden en las partituras, que parecen extrañamente rebeldes y que incluso escupen una de las pinzas que las sujetan al atril, que la pianista recoge con presteza del suelo. La belleza de lo que escuchamos nos ayuda a soportar la incomodidad de las sillas. Y lo que sucede ahora, caída ya la noche, a nuestro alrededor —las polillas que se juntan y beben, enloquecidas, de la luz amarilla de los focos; un lagarto ropero que deambula por entre las basas de los arcos del claustro, y que me recuerda a los que recorren también las paredes de mi terraza, camino de la terraza del vecino del tercero— no anula la seducción de la música. Cuando el concierto acaba, un empleado entrega sendas rosas rojas a las intérpretes. Es un gesto de agradecer, pero habría resultado más prestante si, en lugar de una gorra campera, unas zapatillas de deporte y un arete en la oreja, el donante hubiese llevado un atuendo más acorde con la ocasión, y si, en lugar de una rosa, les hubiera obsequiado una docena. Pero el presupuesto manda: no hay dinero para corbatas, y muy poco para flores. Boix y Masramon tienen la gentileza de despedirse con una pieza de propina, aunque no sé de cuál se trata. En el código QR no consta.