Epéntesis (Del lat. epenthĕsis, y este del gr. ἐπένθεσις, intercalación): 1. f. Fon. Figura de dicción que consiste en añadir algún sonido dentro de un vocablo; p. ej., en corónica por crónica y en tendré por tenré.
miércoles, 28 de julio de 2021
Kafka digital
sábado, 24 de julio de 2021
El kayak, qué aventura
lunes, 19 de julio de 2021
Sacrificio
Sacrificio, de Marta Agudo (Madrid, 1971), relata una historia de vida y de muerte: de vida rebelándose contra la muerte, de muerte martilleando las esperanzas y las horas. Cuarenta y nueve poemas en prosa —la forma preferida de su autora— y un epílogo describen un combate físico y existencial que ya se había desatado en Historial, su poemario anterior, publicado en 2017. Marta Agudo cuenta con notables antecedentes de relatos de la lucha contra la enfermedad y la muerte en la poesía española última, como Libro del frío, de Antonio Gamoneda, Diario de una enfermera, de Isla Correyero, o el muy reciente La curación del mundo, de Fernando Beltrán, sobre la batalla que ha librado el poeta asturiano contra el coronavirus. Sacrificio no refiere una hospitalización —no, al menos, una hospitalización dilatada—, pero sí las turbulencias médicas, la lucha multiforme y persistente contra el cáncer, que se ramifica, como el propio mal, en una muchedumbre de clarividentes observaciones sobre la oscuridad.
El simbolismo de Marta Agudo, empapado de pulsiones oníricas y visionarias, es fuerte. Raramente acude a la forma más sencilla o directa de decir algo (aunque lo hace en ocasiones, con el tino de una francotiradora: «depender es tener que dar las gracias permanentemente»), sino que prefiere buscar en los estratos semánticos subyacentes de ese algo un modo oblicuo de sugerirlo, o una asociación que lo suscite. Ello le proporciona una fuerza imprevista, áspera y arrolladora. En Sacrificio, las imágenes desgarran: «te sangra la boca con la palabra “muerte”», y abundan las paradojas, sobre todo las paradojas privativas: «cicatriz sin herida, oscuridad sin noche», «charco sin agua», «bilis (…) sin paréntesis», porque las fuerzas enfrentadas en las antítesis son un reflejo certero de las que combaten en la existencia, y porque la noción de carencia o despojamiento transparenta la desposesión contra la que pugna la poeta.
La enfermedad es el eje de la proclama, encendida y sombría a la vez, que es Sacrificio: la enfermedad, la herida, el daño. Y todas las manipulaciones físicas y psicológicas a las que se enfrenta quien pelea contra una amenaza que ya está instalada en su cuerpo, que ya ejerce, con insidia, su oscuro dominio: medicaciones, ingresos hospitalarios, vías intravenosas, anestesias, sillas de ruedas, terapias, electrochoques. El cuerpo, coprotagonista doliente del libro, recibe esas oleadas de padecimiento con el desamparo de una víctima, pero también con la insumisión de quien se resiste a claudicar: las neuronas, pese al tormento que se les inflige, manejan el timón y comunican, imparciales, ese mismo dolor que las atormenta; el hígado se astilla sin huesos; en la femoral cruje el ritmo; la bulimia conoce un big bang; los hematíes migran; los dientes tiritan; el esófago se asordina. La muerte, destinataria última de estas lides, lo observa todo reclinada al fondo de la escena. En un poema, Agudo explica por qué la morgue se encuentra en la planta inferior del hospital: según le han dicho, es preferible dar salida a los cadáveres «por la parte de atrás»; si no, «la gente se asusta». Y en la penúltima composición del libro describe la muerte como «una guerra en la que todos están de acuerdo». El sacrificio del título, trasunto del que el hórrido Minotauro hacía con los catorce jóvenes atenienses entregados por Teseo cada año como pavoroso tributo —y que constituye una figura recurrente en el libro, símbolo del mal—, es sinónimo de muerte. Y dada la preeminencia, el poder de la muerte, la poeta se vuelve paradójicamente hacia ella para resolver el conflicto de un cuerpo y una mente agujereados por el infortunio, pero que siguen peleando por la vida. La poeta la invoca entonces como aliada para que cese el sufrimiento. El suicidio —la posibilidad sanadora del suicidio— le permite abandonar su senda sobrecogedora y sumergirse en el abrazo negro del perseguidor, que ve frustrada así una espera tenebrosa, un camino de mortificación: «Solo la idea de poder matarme me ayuda a vivir», escribe en el poema 41.
La muerte, en fin, supone la coagulación del tiempo, que encauza el conflicto relatado en Sacrificio como las riberas de un río encauzan el caudal de la corriente. En varios poemas, Agudo alude al nacer o al nacimiento («uno a uno lloramos al nacer») como el otro extremo del trayecto que concluye irreparablemente en la muerte. Otras composiciones se remiten a los albores de la historia, simbolizados por las pinturas de Altamira, como la proyección comunitaria del tránsito individual, del lapso de la vida —ese «relámpago entre dos inexistencias», como lo ha descrito Gamoneda—. Acaso como otra manifestación de la cronología, del inexorable sucederse de los años, el libro presenta algunas ligazones numéricas: tiene 49 poemas, como los años de la autora al escribirlo; y cada siete piezas se repite la forma «he tenido que llegar hasta aquí para…». Estos poemas séptimos solo contienen una oración: «He tenido que llegar hasta aquí para comprender que en ocasiones los párpados no quieren cerrarse», dice el poema 42. En el 4, Agudo habla de la «senectud hecha de treinta y tres mil quinientas madrugadas», que puede ser solo una hipérbole, o acaso los 92 años que representan esas mañanas correspondan a una cifra significativa. Hasta el matemático Euclides aparece en Sacrificio. Esta voluntad de construir con los números, una instancia ajena a la magmática insurgencia de la poesía, condice con la naturaleza metaliteraria de muchos poemas, que propicia asimismo una construcción desligada de lo emocional. Aunque la expresión «naturaleza metaliteraria» no es precisa, porque las piezas de Sacrificio no constituyen una reflexión sobre la propia condición poética, sino el testimonio de que el lenguaje es, acaso, el único placer, el único valedor, que acompaña a la poeta en su viaje por la enfermedad. Los órganos del cuerpo y los incidentes de la enfermedad se vuelcan en el lenguaje, se hacen lenguaje: no solo lo utilizan para expresarse, sino que se transforman en sus piezas, con las que Marta Agudo edifica su conciencia y su mundo. El lenguaje es el único consuelo, la única realidad plausible de una realidad inexplicable. Esto dice el poema 34: «Busco en qué punto de esta pierna el predicado. ¿Es el sujeto el corazón porque canjea ritmos o todo cuaja en una oración pasiva sin complemento agente? Los complementos circunstanciales marcarán la índole de tu existencia: el cómo, el sitio, la luz. Y la gramática: otro posible orden al que brindar la razón del sacrificio».
Sacrificio es un palpitante clamor contra la muerte, contra la inmisericordia de la fatalidad y el dolor. La soledad a la que condenan —todo suplicio es estrictamente individual— exuda, sangra en las palabras. Y es un clamor celaniano: las palabras concurren por su fuerza descomunal, convocadas para articular, con su desarticulación, una zozobra indecible, bañadas por la angustia y, a veces, erguidas por la desesperación. En su propia quiebra, depositan la sustancia de su tortura; en su propio desorden, el orden de otra lucidez, que surge de la visión de lo que irreductiblemente somos, de la comprensión de las sombras.
(Este artículo se publicó en Letras Libres, nº 237, junio 2021, pp. 42-43)
martes, 13 de julio de 2021
Tres libros de autores extremeños
Equilibrios, de Antonio Reseco (Villanueva de la Serena, 1973), es un poemario diarístico, pero no porque asuma la forma del diario, con poemas fechados y un paulatino escrutinio del yo, sino porque cada pieza cuenta algo que le ha sucedido al poeta o algo que ha acudido a su mente, suscitado por un estímulo singular. Equilibrios es un poema del día a día, del ir haciéndose, del esto vivo y esto digo, que refleja la familiaridad con la que el escritor convive con la poesía y la ayuda que esta la presta para delinear su experiencia y articular su pensamiento. Con el tono narrativo que suele, no exento de la ironía que asimismo acostumbra, Reseco desgrana el panorama vital de quien se encuentra nel mezzo del camin di nostra vita y sabe, como Antonio Gamoneda —para quien la poesía supone contemplar los propios actos en el espejo de la muerte—, que el verso siempre nació de la muerte, como afirma en "Contra los falsos dioses o ad veram poeticam". Con un estilo en el que cohabitan lo coloquial y lo culto, y predomina uno u otro registro en función de lo que requiera el poema, Reseco comunica todavía no la ansiedad, pero sí la inquietud por el paulatino acercarse del fin, entrevisto en las fosilización de las rutinas cotidianas, en la declinación de las aptitudes y también de las ilusiones, en la decadencia, aún moderada, pero ya inexorable, del cuerpo. En Equilibrios —quizá los que el autor hace para no perder pie en el suelo de la vida y rodar sin asideros por la ladera del ocaso—, asistimos al combate de la madurez consigo misma: para no extraviarse en el desasimiento, para no abandonarse a la pérdida. Eso infunde un matiz de melancolía a muchos poemas. Leemos en "Mi hogar": "Mi hogar es un libro sin páginas. / La sombra de un árbol, todas las mujeres / que me abandonaron. Mi hogar / es el acento neutro de las palabras / que nunca saben decir lo preciso / (...) Mi hogar es la línea fronteriza que distingue / lo que fui de lo que pude haber sido / (...) Mi hogar es la presencia de los muertos". El pasado vuelve con frecuencia, y con él la nostalgia de lo extinto, la certeza del olvido que ya ha sido o que será: "La distancia entre un poema / y su mentira es un latido (...) // No hay futuro en nuestra voz, / solo humo, petulancia, la irónica sonrisa / de un olvido seguro, necesario", dice en "Derrotas". También la monotonía burguesa, los hábitos narcóticos de una vida acomodada —de la que Reseco, por otra parte, no abomina—, causan algún estrago y cierto cansancio. En esta aurea mediocritas, cuya aureola empieza a adocenarse, se juntan las lecturas de Eliot, Poe, Wilde y el Libro de Kells —Reseco es un anglófilo irredento— y los acontecimientos de la actualidad, como el muro que un presidente idiota ha pretendido levantar en los confines del desierto o la inacabable polémica por el lenguaje políticamente correcto. A veces, los poemas de Equilibrios son muy breves, como fogonazos. Es el caso de "Minerales", compuesto solo por un dístico: "El metal que hiende la carne / fue antes célula en la tierra". Otras funcionan como relatos, y un final inesperado revela, a modo de anagnórisis o puñetazo, el verdadero sentido del poema, como "Vicios pasajeros": "Podría decir hoy / sin miedo a equivocarme demasiado / que te amé tanto / como la irracionalidad me permitió. / Pero tampoco mentiría / si no admitiera que fue un alivio / olvidar la dureza de tu tacto / y su son de música étnica, / puñetera máquina de escribir". El poema final, y el más extenso del volumen, "Breve tratado de las sombras", se construye mediante una sostenida anáfora: "Me gustaría...". Reseco, sintetizando el sentido último de Equilibrios —la reverberación de la juventud y sus ambiciones, y el imperio de la adusta aunque también cómoda realidad— y formulando asimismo un programa moral, revela todo lo que ya sabe que no alcanzará, o que ha perdido. Pero no lo hace con amargura o desesperación, sino con sosiego y sentido del humor, lo único que nunca pierden las personas inteligentes: "Me gustaría poseer todas aquellas cosas / que el dinero detesta y que, por el contrario, son las más onerosas: / la salud, el amor, la lealtad, la paz. / (...) Me gustaría poseer tiempo, todo el tiempo preciso / hasta que llegara a comprender que la muerte es necesaria (...) / Me gustaría poseer una dedicatoria de Lou Reed / y, ya puestos, una fotografía firmada por Rita Hayworth, / aunque sé que resultará altamente improbable / y puedo sobrevivir a ello sin demasiadas dificultades".
Antonio Rivero Machina (Pamplona, 1987) completa en Trasposiciones —su primera obra en prosa, después de dos poemarios— un libro muy literario. Cada uno de sus ocho relatos constituye justamente eso, la trasposición de un texto clásico en otro suyo y actual: la recreación de un cuento, novela o ensayo a partir de las premisas con que fueron construidos, con el aire o el tono o las inquietudes que los caracterizan: "Cinco horas después" traspone Cinco horas con Mario, de Miguel Delibes; "Cuento de amor, de locura y de muerte", los cuentos homónimos del uruguayo Horacio Quiroga; "Funes", "Funes, el memorioso", de Borges; "La metamorfosis", la de Kafka; "El tercer hombre", la novela del mismo título de Graham Greene (y la película de Carol Reed y Orson Welles); "Si esto es un hombre", el relato confesional de Primo Levi; "El extranjero", el clásico de Albert Camus; y "De los delitos y las penas", el tratado fundacional del Derecho penal moderno, de Cesare Beccaria. Todos manejan elementos distintos: "Cinco horas después", ingenioso y burlesco, trata del exceso de libros y de los excesos de las esposas; "Cuento de amor, de locura y de muerte" no transcurre en la selva del Amazonas, sino a las orillas del Guadiana y en la ciudad de Badajoz, "que siempre ha soñado con ser algo más que un taciturno puesto fronterizo" y que está "demasiado ocupada en salir adelante como para ser bonita"; en "Funes" no se trata de alguien que lo recuerda todo, sino que lo oye todo; "La metamorfosis" no es la de un hombre en cucaracha, sino la de una estatua de mujer, tallada por un viejo escultor enamorado de ella; "El tercer hombre", policiaco, hace un delicado análisis psicológico de los personajes; "Si esto es un hombre" transforma una realidad inverosímil, la de los campos de concentración, en otra, igualmente increíble, de ciencia ficción; "El extranjero" se apoya en documentos oficiales, ficticios, para referir una exótica aventura en África, de reminiscencias rimbaldianas; y "De los delitos y las penas" depara una sorpresa final que subvierte nuestra interpretación del monólogo que lo constituye. La cultura literaria de Rivero Machina es amplísima, y su prosa, persuasiva, maneja con soltura todos los registros de género y todos los recursos expresivos y estructurales: el texto encontrado, el monólogo dramático, la narración fantástica, la crónica biográfica, la historia de aventuras o intriga, el lirismo. Y quizá en esta amplitud de conocimientos y esta riqueza técnica esté el único matiz, ni siquiera objeción, que se le puede hacer a este libro: que resulta, a veces, demasiado literario. Los personajes se pliegan a las exigencias retóricas y, en alguna ocasión, pierden viveza, humanidad. Esta constricción del ser verosímil por el molde formal se advierte especialmente en los diálogos —que son, en cualquier caso, lo más difícil de la literatura, junto con el humor, y que Rivero Machina nunca teme abordar, y se le agradece—, que no se apartan lo suficiente de las inflexiones de la prosa y quedan atrapados por su mismo artificio. Trasposiciones, no obstante, revela a un prosista enérgico, imaginativo y elegante, que no se arredra ante los grandes de las letras, sino que, al contrario, los utiliza para alumbrar un mundo propio y proseguir, así, el curso feliz de la buena literatura.
jueves, 8 de julio de 2021
Melancolía de desaparecer
Andaba yo haciendo tiempo —qué curiosa expresión: «hacer tiempo»; el tiempo no se hace, sino que se deshace, y nosotros con él— por Alonso Martínez, en Madrid, a la espera de encontrarme con un buen amigo en el Café Comercial, otrora ejemplo de cafetería mugrienta y deliciosa, y hoy de pijerío insulso y digital, cuando llegué a la plaza de Santa Bárbara y reconocí en su centro la curiosa librería de viejo en forma de quiosco en la que, en otras ocasiones, ya me había hecho con algunos volúmenes interesantes. Me sorprende este establecimiento insólito en medio del tráfago capitalino, con aires de horchatería o expendeduría de altramuces y almendras garrapiñadas. En sus anaqueles, sin embargo, se apilan libros valiosos, tanto más cuanto uno no espera encontrarlos donde están, rodeados de gente que parlotea en las terrazas o toma en sol en los bancos sin respaldo de la plaza. Me asomo a los estantes exteriores, donde amarillean al sol los libros más prescindibles, pero encuentro uno insospechado: un ejemplar de El almendro y la espada. Poemas de paz y guerra, del conde de Foxá, publicado por la Editora Internacional, de San Sebastián, en 1940. El conde de Foxá es Agustín de Foxá, también marqués de Armendáriz, uno de aquellos escritores falangistas, como Dionisio Ridruejo, Eugenio Montes o José María Alfaro, que brotaron en el humus de las vanguardias —Foxá fue amigo de Gómez de la Serna y María Zambrano, y su primer libro, La niña del caracol, de 1933, lo prologó y publicó Manuel Altolaguirre—, pero que luego abrazaron el fascio: fueron revolucionarios en el arte, pero reaccionarios en la política, una contradicción que nunca he sabido resolver. Aunque los motivos de Foxá, como él mismo reconoció, eran obvios: «Soy conde, soy gordo, fumo puros; ¿cómo no voy a ser de derechas?». Andando el tiempo, algunos de ellos se desengañaron de la Falange —de ella afirmó Foxá que era la «hija adulterina de Carlos Marx e Isabel la Católica»—, pero nunca abandonaron el pensamiento tradicionalista ni dejaron de apoyar al régimen de Franco. De Agustín de Foxá me había rondado siempre el recuerdo de un poema que leí o escuché en alguna parte —de esa parte brumosa, compuesta por todos los libros que hemos leído y todas las palabras que nos han sido dichas, de la que nos llegan tantos ecos a los letraheridos— sobre la pena que sentía el protagonista por que todo siguiera siendo como era después de morir él: que el sol continuase saliendo, y el cielo siendo azul, y la primavera derrochando vida, cuando ya no podía sentir el sol, ni el cielo, ni la primavera. Me rondaba, pero no lo tenía identificado. Me había parecido muy hermoso, según recordaba, y, sobre todo, muy estoico y muy humano —comprensible por todos, compartible por todos—, y había cobrado en mi memoria un aura casi legendaria, como de mensaje que flotara en el cosmos de la literatura irradiando su melancolía, pero sin encarnarse en una forma concreta, sin aterrizar en la realidad. (Habría podido rebuscar en Internet, o expurgar las obras completas del escritor, pero prefería mantenerlo en ese lugar indefinido, tocado por el misterio). Hojeo entonces El almendro y la espada y, junto a los previsibles poemas de exaltación patriótica o fascista —hay baladas al Cid, dicterios contra los tanques rusos en las estepas castellanas y un «Canto a Roma» dedicado al Duce—, encuentro el poema, que se titula «Melancolía de desaparecer». Y en ese momento se materializan, como si surgieran de la cueva en la que habían estado encerrados, aquellos versos inaprensibles, pero conmovedores, que yo guardaba desde hacía tiempo en el recuerdo:
Y pensar que después que yo me muera,aún surgirán mañanas luminosas,
que bajo un cielo azul, la primavera,
indiferente a mi mansión postrera,
encarnará en la seda de las rosas.
Y pensar que, desnuda, azul, lasciva,
sobre mis huesos danzará la vida,
y que habrá nuevos cielos de escarlata,
bañados por la luz del sol poniente
y noches llenas de esa luz de plata,
que inundaban mi vieja serenata,
cuando aún cantaba Dios, bajo mi frente.
Y pensar que no puedo en mi egoísmo
llevarme al sol ni al cielo en mi mortaja;
que he de marchar, yo solo hacia el abismo,
y que la luna brillará lo mismo
y ya no la veré desde mi caja.
La puntuación es imprecisa, pero el sentimiento es abrumador. Y llama la atención ese «cuando aún cantaba Dios», que parece indicar un alejamiento o desengaño de la fe. De hecho, esta ausencia de Dios en el poema, sobre todo en un autor tan católico como Foxá, resulta muy estimulante y da a la composición una vibración atemporal, en la que todos los credos pueden reconocerse o, mejor aún, en la que solo se reconoce el credo humano. (Por eso, me parece, los dramas de Shakespeare son tan universales: porque no hay en ellas ni una sola alusión a Dios; Dios era para él, como le respondió en una célebre ocasión el astrónomo Pierre-Simon Laplace a Napoleón, una hipótesis innecesaria). Releo una y otra vez los endecasílabos de «Melancolía de desaparecer» maravillado por la hondura de su tristeza, la transparencia de la exposición y la fluidez con que se desarrollan, que no entorpece la rima consonante, a menudo tan molesta. Pienso en la temprana muerte de Foxá, en 1959, a los 53 años, por la cirrosis que le había causado su afición al alcohol, cultivada en innumerables cócteles —como han hecho siempre aristócratas y diplomáticos—, pero también en su desventurada intimidad, en varios continentes. Y asisto a la contemplación de ese cielo en cuya rotación —día, atardecer y noche, sol y luna— cifra el poeta la existencia del mundo y simboliza sus placeres, mientras sobre mí se abre un firmamento radiante, apenas veteado de blanco, y a mi alrededor la gente sigue chupando cerveza y charlando sin la preocupación de morir, las palomas continúan picoteando el suelo, y el quiosco de la plaza emana todavía ese olor harapiento y acariciador de los libros viejos. No hay rosas en la plaza, pero es primavera, y siento en el aire su seda, que tampoco podré llevarme cuando me vaya.
[Este artículo se publicó en La Sombra del Ciprés, suplemento cultural de El Norte de Castilla, el 18 de junio de 2021]