martes, 28 de febrero de 2023

El Miami Design District: un barrio muy artístico

Miami tiene un barrio del diseño, el Miami Design District, un lujoso rincón enclavado entre barrios pobres: al norte linda con Little Haiti, donde llevan décadas hacinándose los emigrados del desventurado país caribeño, y al oeste, con otro vecindario de escaso glamur, ante cuyas casas —unifamiliares, eso sí— se sienta la gente, casi toda negra, en sillas de camping, para charlar y echar el rato. Pero, dentro de los límites del barrio, entre las calles 38 y 42 de la zona de Buena Vista, al norte de la ciudad, reina la opulencia. El Miami Design District alberga 130 establecimientos, entre salas de exposiciones, tiendas de moda, estudios de arquitectura, anticuarios, museos, bares y restaurantes, a cuál más chic, a cuál más obscenamente caro. Con la rehabilitación del languideciente barrio a finales de los noventa, se quiso maridar el arte y el comercio, y parece que lo han logrado: aquí se muestran inextricablemente unidos. Pero el arte no solo está en las galerías y pinacotecas, una de las cuales, el Instituto de Arte Contemporáneo, ha sido diseñado por arquitectos españoles —Aranguren & Gallego—, sino en las propias calles del barrio. Cuando lo visitamos, una colección de animales azules se despliega en las aceras. En Palm Court (que también acoge palmeras con el tronco pintado a colores, a lo Ibarrola, y platos, también polícromos, colgando de las ramas) encontramos, delante de una gigantesca burbuja situada en el centro de un estanque (en la que se puede entrar, y que conduce a un aparcamiento subterráneo), un rinoceronte azul con una rinocerontito, también azul, en el cuerno; en Paradise Plaza, al otro extremo del district, nos espera un elefante con un oso dormido en el lomo (y una menina de amatista, que forma parte de otra colección); y en el Paseo Ponti, la avenida peatonal que constituye el eje del barrio y que lo recorre de un extremo a otro, nos sorprende un gorila, inevitablemente azul, que abraza (y besa) a un cisne. Lo peculiar de esta pieza es que, vista desde un lado, el perfil que componen el simio y el cuello del ave parece otra cosa: un ejercicio de autosatisfacción practicado por un primate espectacularmente dotado. El arte tiene estas cosas: siempre ofrece nuevas interpretaciones, nuevas lecturas.

Seguimos nuestro paseo por el barrio, admirando la suntuosidad de los escaparates de Cartier, Bulgari, Givenchy, Balenciaga, Hermès o Ximena Kavalekas, entre muchas otras marcas internacionales, aunque mi compañera, que ha trabajado en una gran casa de cosmética, me dice que no es oro todo lo que reluce: el perfume Creed, por ejemplo, una botellita del cual puede valer 600 dólares, huele a rayos. Durante nuestro paseo, cruzan las calles deportivos que parecen naves espaciales y motos como transatlánticos, ambos ruidosísimos, y también mucha policía, tanto local como privada: los americanos protegen ferozmente la riqueza. En otro lugar, damos con una marquesina bajo la que descansa un esqueleto: parece que se hubiera muerto esperando el autobús. No sabemos quién es el autor de la instalación, pero probablemente sea cubano: en Cuba la gente se muere esperando el autobús. En la planta superior de Palm Court, también admiramos el enorme torso azul celeste de alguien que emerge del suelo y escribe en él. Yo, sin saber de quién se trata, asumo que es un escritor y me hago fotografiar entre sus brazos, sin que la toma tenga nada de erótica, aunque sí algo de fetichista. (Me temo que no ha sido una buena idea: me he puesto en cuclillas, y me cuesta un mundo resistir el tiempo que tarda mi compañera en pulsar el disparador y luego levantarme; ah, yo quisiera, como Pereda, aprender a arrastrar con valentía la cruz de mis dolores). Pero estoy equivocado: el personaje representado es Le Corbusier, el arquitecto, y el autor de la escultura —poligonal, en fibra de vidrio—, Xavier Veilhan. La gente no resulta menos llamativa que el arte callejero y los esplendorosos aparadores: nos cruzamos con un rastafari que lleva el pelo, alto como el de Marge Simpson, envuelto en ropa y unas gafas con tres lentes: uno a cada lado y otro en la frente (¿para el tercer ojo?); y también con una señorita enfundada en un traje de rejilla negro que permite admirar todos los rincones de su anatomía, ciertamente admirable. Su escueta ropa interior es asimismo negra. 

En Paradise Plaza, oímos música española: es Paco de Lucía. Y en la Opera Gallery hay una exposición de Spanish Masters: Miró, Picasso y Manolo Valdés. La sala no es muy grande, aunque tiene dos pisos. Contemplamos las obras de los artistas: Nu assis appuyé sur des coussins, de 1964, de Picasso, cuyo modelo es Jacqueline, su último amor, en el que el centro del cuadro —y, por lo tanto, de la mirada— lo ocupa el triángulo púbico, rizado, de la esposa; Tête, de Miró, de 1967, con sus círculos, sus estrellas y sus colores primordiales; y unas maravillosas Mariposas de colores y Vidriera como pretexto II, de Valdés, recién creadas: en 2022. Sin embargo, la pieza que más nos llama la atención es un óleo de Picasso, que los galeristas han situado en el centro de la sala, frente a la entrada, y que representa un cabeza de mujer, roja y verde, sobre fondo gris: Buste de femme au chapeau, de 1943. La encargada nos explica que acaban de adquirirlo de un coleccionista suizo y que es la primera vez que se expone públicamente. Nos atrevemos a preguntar cuánto vale. «Diecisiete millones de dólares», es la respuesta. Nos retiramos respetuosamente. En el piso de arriba, se expone un Chagall. Ante el interés que demostramos por el cuadro, la que debe de ser la dueña de la galería nos pregunta si queremos ver más cuadros del francorruso. Le decimos que sí. La señora abre entonces un armario, muy cerca de donde estamos, y nos enseña varios, alineados en un altillo. Uno, de 1974, es L’hiver: arbre en hiver (les quatre saisons), un paisaje marino en el que no faltan ángeles, caballos y peces que parecen navegar a vela. La galería tiene, pues, muchos millones de dólares guardados en el cuarto de las escobas. Como los museos, en cuyos sótanos se apilan piezas de valor incalculable que no se exponen por falta de espacio. En esta misma planta, contemplamos también —y nos contempla— otra menina, como la de la plaza, pero naranja. Y una encantadora joven, francesa por el acento y las hechuras, que eleva la anécdota de becaria a la categoría de princesa, nos da conversación: amable, educada, cosmopolita. Como es casi todo en el Miami Design District. Y carísimo.

[Este artículo se publicó en La Sombra del Ciprés, suplemento cultural de El Norte de Castilla, el 10 de febrero de 2023]


jueves, 23 de febrero de 2023

Camba, el mejor articulista

Julio Camba, dijo Josep Pla en 1975, es «el mejor escritor de artículos de este país». Pese a la precisión con que Pla lo decía —o lo escribía— todo, me atrevo a discutir su afirmación. En mi opinión, le sobra «de artículos». Los escritores son piezas enteras. La excelencia en cualquiera de las facetas que cultiven irradia toda su personalidad. Francisco Fuster, autor de esta elegante biografía de Camba [Julio Camba. Una lección de periodismo, Sevilla, Fundación José Manuel Lara, 2022] —cuya frase final es la primera de este artículo—, cree que el autor de La casa de Lúculo está lejos de ser leído hoy como debería, y puede que cerca del olvido. Si es así, hay que lamentarse, porque Camba tendría que ser objeto de lectura, estudio y difusión en todas las facultades de letras y escuelas de escritura del mundo hispánico, junto con González-Ruano, Cunqueiro, Pla, Ignacio Aldecoa, Umbral, Millás y Joaquín Vidal. Su prosa es una de las más agudas que se haya escrito en español en el siglo XX. Su rasgo principal, que harían bien en emular cuantos manejan el idioma como herramienta de persuasión, es la ausencia total de superfluidad. En los artículos de Camba no hay redundancias —salvo las que se permite con un fin expresivo, casi siempre para dar cauce a la ironía—, circunloquios, anfibologías, adjetivos sobrantes o imágenes que chapoteen entre palabras, como si no acabaran de encontrar la forma exacta de manifestarse; y ambigüedades, solo las justas, cuando así lo decide el escritor, para garantizar la textura literaria de lo dicho. Camba siempre dice lo que quiere decir de la forma más lúcida y desnuda posible, sin merma de su lustre formal ni su acuidad intelectual. Para ello se sirve de un castellano minucioso y sensato, con el que plasma una singular habilidad para el razonamiento inductivo, esto es, para extraer, a partir de la observación de ejemplos concretos, conclusiones o leyes de carácter general, y regado siempre de paradojas, que son el cimiento de su función irónica, de su escrutinio desapegado y hasta un tanto cínico de la realidad. Como Chesterton, como Cioran (ambos opuestos en el tono: el inglés, jovial, pero en el fondo triste; el rumano, tenebroso, pero pese a ello alegre), Camba mantiene encendida la llama de la antítesis iluminadora, aunque enunciada con cachaza galaica, con la despreocupación —y, a veces, el aparente desinterés— de quien está en eso del articulismo —y de la literatura— por casualidad, o incluso a su pesar, pero no obstante lo ejecuta con frialdad profesional, con rigor ajeno a inadecuadas implicaciones emocionales.

Aunque Julio Camba implicaciones emocionales tuvo muchas a lo largo de su vida (si bien no sentimentales: ni se casó nunca, ni tuvo hijos, ni se le conocen relaciones estables con personas de uno u otro sexo). Nació en 1884 en Villanueva de Arosa, en el seno de una familia acomodada. Pero, urgido por unas inquietudes intelectuales y políticas para las que no encontraba satisfacción en aquella comarca arrinconada y poco estimulante de un país en decadencia, se decidió a hacer lo que hacían tantos paisanos suyos y emigró —de polizón en un barco— a la Argentina, donde apenas vivió un año y medio, mezclado con los anarquistas porteños, dando clases nocturnas, redactando panfletos y colaborando con un periódico llamado nada menos que La Protesta Humana. Su participación en una huelga a finales de 1902 le comportó la expulsión del país. En España, publica un artículo sobre el amor libre (por el que el obispo de Santiago excomulgó al semanario donde había aparecido), colabora con revistas que defienden el ideal libertario, como Tiempo y Libertad, y hasta funda un semanario «revolucionario», El Rebelde, que tuvo una corta vida, pero que le permitió acrecentar su prestigio entre la izquierda española: fue detenido catorce veces en poco más de un año por «delitos de imprenta», algunos de los cuales le fueron imputados por jalear los magnicidios de Antonio Maura y Antonio Cánovas del Castillo (también sería llamado a declarar en el caso de Mateo Morral, el anarquista que había intentado asesinar a Alfonso XIII el día de su boda).

La felicidad de su pluma, no obstante, despierta el interés de medios más acomodados —y menos levantiscos—, que le ofrecen colaboraciones. En 1907 renuncia a su credo anarquista y se incorpora a un diario monárquico, El Mundo, desde el que iniciará una carrera de cronista y corresponsal en los mayores y más conservadores periódicos españoles, como El Sol y ABC, en el último de los cuales escribirá hasta su muerte. Camba experimenta, así, la clásica (clásica por lo repetida, no por su ejemplaridad) evolución ideológica: del radicalismo juvenil al conservadurismo más tenaz —que él disimuló, en sus últimas décadas, de liberalismo vagamente crítico con el Régimen—, pasando por el abrazo decidido al levantamiento militar del 36 y la dictadura instaurada por el general Franco. Fuster aventura, con razones atendibles, que el motivo de su desafección por la República no fue tanto política como material: Camba no recibió el cargo diplomático que esperaba de las nuevas autoridades republicanas, y que les fue concedido a otros intelectuales y escritores, muchos de ellos amigos suyos y compañeros de generación —Pérez de Ayala, Madariaga, Marañón, Ortega y Gasset, Azorín, Unamuno—, y se sintió asimismo abandonado por estos. En el ABC de Sevilla, publica desde mediados de 1937 artículos acerbos contra la República, otros ferozmente anticomunistas, alguno hasta antisemita y, el 11 de enero de 1938, con el título de «El tabú», un panegírico de Franco: «¡Franco! ¡Franco! ¡Franco!... Una de las cosas que mejor demuestran la limpieza de nuestra vida pública es esta claridad con que pronunciamos todos el nombre del Caudillo. Franco. Francisco Franco Bahamonde. ¡Saludo a Franco! ¡Viva Franco!». Los escritores tan dotados como Camba están siempre al borde, si no los contiene un freno moral que deben haberse procurado y no dejar de cultivar, de poner sus privilegiados recursos al servicio de la iniquidad. Y eso hizo Julio Camba no solo con la eclosión del nacionalcatolicismo hispano, sino con artículos tan característicos de su paradójica pluma como aberrantes, como «En defensa del analfabetismo», publicado en ABC y fechado en Nueva York el 17 de junio de 1931, donde escribe: «El analfabetismo, como causa de atraso y de barbarie, es una superstición de nuestras izquierdas. […] en España solo los analfabetos conservan íntegra la inteligencia…».

El triunfo de los suyos en la Guerra Civil le supuso a Camba la tranquilidad definitiva —siguió colaborando en los mejores periódicos del país (y también en Arriba, de la Falange), aunque a menudo lo hacía con refritos, y publicando recopilaciones de sus artículos; y obtuvo diversos reconocimientos, aunque no quiso entrar en la Academia, alegando que él no necesitaba un sillón en la docta casa, sino un piso, y que eso no se lo iban a dar los académicos—, pero también el principio de su decadencia literaria. Su trabajo más brillante, con sus viajes por el mundo y sus legendarias corresponsalías en Estambul, París, Londres, Roma, Berlín y Nueva York, había muerto con el conflicto, y, salvo alguna excepción, Camba se limitó a sobrevivir; en buena medida, a sobrevivirse a sí mismo: a su figura de cronista certero, luminoso y cosmopolita, y a escritor de humor fino y retranca acreditada. La metáfora de este encierro en sí mismo, sin apenas obra encomiable ni trabajo innovador, es su encierro en el hotel Palace de Madrid, en el que vive desde 1949 hasta su muerte en 1962. Allí pasa el tiempo acostado, atendiendo el teléfono con una visera de oficinista y leyendo novelas policiacas en inglés.

Francisco Fuster ha escrito una biografía óptima de Julio Camba —merecedora del Premio Antonio Domínguez Ortiz de Biografías 2022—, en la que mezcla con tino los aspectos periodísticos, literarios, estilísticos y personales del biografiado. No empece la objetividad con que trata los asuntos que se apropie, en ocasiones, del procedimiento expresivo preferido de Camba: la paradoja. Al describir el despacho de este en la única vivienda estable que tuvo en su vida, en la calle Menéndez y Pelayo de Madrid, dice: «Es el despacho de un escritor al que, sin embargo, le gusta escribir en cualquier lugar, menos en el despacho».

[Este artículo se publicó en Letras Libres, nº 256, enero de 2023, pp. 48-49]

domingo, 19 de febrero de 2023

El dermatólogo

La piel es el mayor órgano del cuerpo. Y también el mayor órgano sexual (descontando algunos casos singulares, claro está). Está en contacto permanente con el entorno: no descansa; recibe sin descanso los estímulos y las agresiones de la realidad, incluso cuando duerme. Por eso los dermatólogos son especialistas tan solicitados. La piel nos da a todos muchas satisfacciones, pero también muchos problemas. A mí me ha martirizado, desde la adolescencia, con verrugas, eccemas, dermatitis seborreicas, lipomas, placas liquenoides y hasta un carcinoma basocelular que tenía muy mala pinta, que hubo que extirpar con cirugía ambulatoria y que me ha dejado una cicatriz de muchos centímetros en la espalda. Y, para ampliar mi atribulado currículum dérmico, el otro día me descubrí una manchita sospechosa en la ingle, una zona delicada por estar cerca de donde está. Como la manchita no se fue con agua y jabón, aunque froté vigorosamente en varias duchas, decidí visitar a mi viejo amigo, el dermatólogo. Pero no el de la Seguridad Social, que me obligaría a pasar primero por el médico de cabecera, dentro de un mes, y por el especialista Dios sabe cuándo —quizá cuando la mancha ya se hubiera convertido en una buba pestífera o un ganglio tremebundo—, sino un dermatólogo particular. Pero ¿cuál? El que me atendió en la última emergencia se ha jubilado. Busco en Internet alguno que tenga buenas reseñas cerca de donde trabajo, y doy con uno que pinta bien: J. P, con consulta en una calle noble del Ensanche barcelonés. No se puede reservar hora digitalmente, y lo hago por teléfono, donde una diligente secretaria me la da para dentro de unos días y no se olvida de informarme de que la primera visita cuesta 125 euros. El hecho de que solo se pueda reservar telefónicamente me inspira confianza; y que me cobren esa pasta, aunque resulte doloroso, también: está bien que lo bueno se haga valer. Acudo a la visita el día y a la hora concertados, y compruebo que el médico atiende en una finca decimonónica, con breves asientos de madera en cada descansillo de la escalera. Me abre la puerta la secretaria del teléfono, que guarda un parecido extraordinario con Oliva, la novia de Popeye, y que me hace pasar, tras comprobar mi nombre en la lista de pacientes para hoy, a una sala de espera al otro extremo del pasillo. Estoy solo. El galeno ha tenido el buen gusto de no colgar sus diplomas en las paredes de la sala, sino solo cuadros, y de calidad: sutiles paisajes mediterráneos, poderosas composiciones abstractas y un retrato que, por la singularidad del modelo (que no es un adonis desnudo ni una belleza atemporal), supongo del propio doctor J. P. Tampoco hay revistas (ni del corazón ni de coches; ni siquiera de medicina) ni un rincón para niños. Todo es sobrio, discreto y burgués, como en una notaría. Fuera, zurean las palomas y brilla el sol, amable. He de esperar poco: Oliva me indica que ya puedo pasar y me conduce hasta la puerta de un anchuroso gabinete, en el que me recibe alguien, alto y delgado, con la bata y el pelo blancos. Sí: es el hombre del retrato, aunque más viejo; debieron de pintarlo hace mucho. Me da la mano al tiempo que me desea buenas tardes y me ofrece asiento, un sillón chippendale de cuero bueno y sinuosidades clásicas. Lo ocupo y cruzo las piernas: estas butacas están hechas para cruzar las piernas. Delante del doctor J. P., reparo en sus rasgos finos, sus gafas delicadas y, sobre todo, su melena, que, aun cana, luce un corte juvenil y una caída principesca. Es lo que mi ex llamaba “una melenita catalana”, ese pelo largo que, en los hombres entre cincuentones y, como demuestra quien tengo delante, ochentones, llega hasta casi los hombros y ahí se incurva displicente pero cuidadosamente, como muestra de su vitalidad perdurable y su inmarcesible rebeldía. Le expongo mi inquietante caso al médico, que me mira impertérrito, me hace de vez en cuando alguna pregunta (“¿Qué tamaño tiene la mancha? ¿Es como una lenteja?”. Y la asociación de las lentejas a la mancha me recuerda la descripción que hizo el equipo médico habitual de las heces del Caudillo durante su interminable agonía: “heces con forma de melena”) y, sobre todo, toma notas. No utiliza el ordenador. De hecho, en su mesa de trabajo, grande como el escritorio de Napoleón, no hay ordenador, ni teléfono, ni aparato alguno inventado después de 1875. Escribe con un bolígrafo de oro, en una de aquellas antiguas tarjetas de archivo, que tenían una doble raya roja, muy fina, en la parte superior. Y me gusta. Como me gusta el ambiente señorial del consultorio: con más cuadros (finos) y diplomas (ahora sí), muchos de ellos de prestigiosas universidades anglosajonas, en las paredes y una librería llena de gruesos volúmenes de medicina, encuadernados en piel. En un momento dado de mi exposición del problema, menciono al dermatólogo que me atendió la última vez, X. B., que ya se ha jubilado. J. P. da entonces un pequeñísimo respingo —es un hombre flemático— y me dice que X. B. ha sido discípulo suyo. Utiliza esa palabra: “discípulo”, como los maestros antiguos. Y también eso me agrada. Hoy nadie se considera discípulo de nadie. El magisterio de las ciencias y las artes ha sido sustituido por la enseñanza impersonal de Internet y las redes sociales, que es al aprendizaje lo que un bocadillo de chóped a la gastronomía. J. P. se sorprende, no obstante, de que un discípulo suyo ya se haya jubilado. Hace un cálculo rápido y, sí, le sale la edad de jubilación para X. B. Pero no para él, que sigue al pie de cañón con ochenta y muchos años. Su veteranía, no obstante, me tranquiliza: este hombre debe haber visto las pieles de medio mundo. Expuesto el caso, llegamos a la revisión. Me acompaña hasta la zona de exploración y me hace sentar en una camilla con un foco encima parecido a los que utilizaba la Gestapo en sus musculosos interrogatorios. Naturalmente, he de bajarme los pantalones, algo que no me suele gustar. Pero esta vez es por una buena causa. Con ellos —y los calzoncillos— por debajo de las rodillas, el galeno, sentado en un taburete frente a mí, examina la zona con dedos expertos y llega, con asombrosa rapidez, a un diagnóstico preliminar: es un eccema liquenoide. Luego, llevado por su formación humanista y por la fabulosa circunstancia de que no ha de atender a cuatrocientos pacientes en la próxima media hora, como los dermatólogos de la sanidad pública, me explica en qué consiste el eccema liquenoide, me aclara que un eccema liquenoide no es lo mismo que un liquen y me da muchos otros detalles fascinantes de la lesión, mientras yo lo escucho con los pantalones bajados, las vergüenzas al aire y expresión de que no me importa, absorto como estoy en las explicaciones que me da. Pero el doctor J. P. es un médico concienzudo. Se calza entonces un monóculo para observar de cerca la lesión y confirmar el diagnóstico, y se me amorra a la ingle como a una fuente de agua fresca. Solo puedo pensar en una circunstancia en la que haya tenido la cabeza de alguien tan cerca de los pudenda, pero no quiero rememorarla ahora. Veo la melena del doctor J. P. desplegarse ante mí, con sus relumbres plateados, y me encomiendo a la providencia. De aquí, me esfuerzo en pensar, solo puede salir algo bueno. El médico se incorpora, después de unos momentos que se me han hecho eternos, se quita el monóculo y, con admirable naturalidad, me cuenta que sí, que es un eccema liquenoide: una acumulación de ampollitas; parece que la piel hierva, me dice. Y luego añade un maravilloso detalle etimológico: “eccema” viene del griego ekzeîn, ‘hervir’. También me da otro dato, tranquilizador: el eccema es endógeno, es decir, no lo ha causado ningún bicho o porquería externa, sino mi propio cuerpo, vaya Ud. a saber por qué. El cuerpo tiene estas cosas: hace cosas inexplicables. Así seguimos otro buen rato, él ofreciéndome raudales de información y yo recibiéndolas con muchísimo interés, solo matizado por el hecho de que llevo en bolas un cuarto de hora (y de que no ha dejado de apartármelas para ver mejor). Me subo por fin los pantalones, como quien echa el telón a una obra insufrible, y la visita toca a su fin. Me extiende una receta, escribiéndola a mano con una caligrafía incomprensible, como los médicos de antaño, con una crema muy eficaz (y muy barata, añade), que me he de poner dos veces al día. Vuelve a darme la mano y me acompaña hasta la puerta de su despacho. Fuera, Oliva me cobra, solícita, los 125 euros anunciados (que serán 100 en las próximas visitas, si las hay) y me despide con una sonrisa profesional. Espero, por los clavos de Cristo, que la crema funcione.

lunes, 13 de febrero de 2023

Impresiones de Madrid

Viajo a Madrid para presentar mi poemario Hombre solo, recientemente publicado. No había vuelto a la capital desde diciembre de 2021, en que también lo hice para presentar un libro, aunque de otra persona, mi buena amiga Miren Agur Meabe. Entonces pillé el covid, que degeneró en una neumonía bilateral. Espero que ahora, dos vacunas después, no me pase nada parecido. Aunque todo podría ser, porque este viaje está, desde el principio, sobrado de incidentes. En el AVE, que va abarrotado, me sobrepongo al grasiento olor de la hamburguesa doble con queso, con sus patatas fritas, que se embute mi vecino de asiento con absoluta despreocupación por la salud de sus arterias (y de todos los órganos del cuerpo, en general), y asisto, sorprendido, al pifostio que se monta en los otros asientos vecinos al mío, al otro lado del pasillo. En Zaragoza Delicias (¿no sería mejor llamarla Delicias de Zaragoza?) sube un viajero que tiene el mismo asiento que otra viajera que lo ha ocupado desde Barcelona. Como la coincidencia no puede ser, varios viajeros más analizan los billetes que ambos esgrimen con vehemencia y, tras arduas comprobaciones, uno, preclaro, llega a la conclusión de que, en efecto, hay un error: la viajera se ha subido al tren equivocado. Ella va a Pamplona y este tren va a Madrid. La chica rompe entonces a llorar y sale, tambaleante, a buscar al revisor. Solo volverá a recoger sus cosas al final del trayecto, acompañada por el ferroviario. Ya no llora. Madrid también está atiborrado. Pese a la mortandad ocasionada por la pandemia, la población de la capital debe de haber crecido. O sus gentes tienen una ganas locas de estar en la calle. Las calles están llenas; los bares están llenos; el metro está lleno. Esto parece Londres, donde todo está siempre lleno. En uno de los atestados vagones de metro en que viajo, se me acerca de pronto un joven con gafas, una mochila a la espalda y algún retraso mental, y me pregunta cómo me llamo. Yo interrumpo la lectura del periódico y le pregunto por qué quiere saberlo. No me responde, pero me acerca la mano a la cabeza. “Quiero tocarte el pelo”, dice. Se conoce que está fascinado por la blancura argentina de mi cabello. Aparto ligeramente la cabeza y él vuelve a preguntarme cómo me llamo. Para entonces, todo el vagón (atiborrado) está mirando lo que pasa. Y lo que pasa es que el chico quiere acariciarme las sedosas guedejas y a mí no me apetece que lo haga. Cuando vuelvo a retirar la cabeza, él retira la mano y, como si se hubiera dado cuenta entonces de lo incómodo (para mí) de la situación, empieza a pedirme perdón. Lo hace muchas veces. Yo le respondo que no se preocupe, que no pasa nada. Pero él insiste en pedirme perdón. Le repito que esté tranquilo, que no hay problema. Todo el vagón sigue mirando. Me aparto un poco para seguir leyendo el periódico. Pero el zagal se sienta a mi vera y sigue pidiéndome perdón. Por suerte, mi parada es la próxima y puedo dejar atrás sus incansables disculpas. El sábado he de encontrarme en la plaza de Castilla con mi excuñado Antonio, ahora reconvertido en amigo. Lo espero junto a una parada de autobuses, a la salida del metro. Hay dos aparcados, muy azules. De pronto, del primero bajan todos los viajeros que acaban de subir y luego el conductor, que se dirige al segundo y golpea en el cristal delantero. Cuando el conductor de este levanta la cabeza del volante, el del primero le grita: “¡Tengo un enfermo!”. Empiezan ambos a maniobrar. Yo me asomo discretamente al bus-improvisada ambulancia y veo a alguien de pelo blanco (como yo) y con una mochila a la espalda (como el joven del metro) sentado y echado hacia adelante, como si se hubiera desmayado sobre las rodillas. No se mueve. Quizá esté muerto. El domingo por la mañana doy un paseo por Madrid con mi anfitrión de este fin de semana, Julio, y visitamos la iglesia de Santa Bárbara, en la que les gusta casarse a los más pijos de Madrid, según me instruye Julio, porque sus amplias escalinatas y su barroquísimo interior configuran un marco incomparable para ceremonia tan principal. Dentro del templo, reparo en el magno sepulcro de Fernando VI, que está enterrado junto a su mujer, doña Bárbara de Braganza, con la que manifestó el deseo de yacer eternamente, tras haberlo hecho temporalmente en este mundo (aunque el sepulcro de la reina está al otro lado de la pared, en la capilla del Santísimo, y no se ve). Mientras admiramos la noble sepultura, en cuyo epitafio en latín se loa al rey, “padre de la patria, rey de las Españas, óptimo príncipe que murió sin hijos, pero con numerosa prole de virtudes”, suena música de órgano, preparatoria de la misa que se va a oficiar en breve, y Julio me confiesa que a él lo coloca un poco (la música, no la misa). A mí, en cambio, más bien me aburre (tanto la música como la misa). Fernando y Bárbara son de los pocos monarcas españoles que no están enterrados en el monasterio de El Escorial, donde conocí, precisamente, al siguiente amigo con el que he quedado hoy, Juan, que quiere llevarme a conocer las Siete Tetas y luego a comer en algún restaurante de la zona. De entrada, me encanta la idea de conocer siete tetas, aunque nunca haya visto juntas más de dos (en Desafío total, de Paul Verhoeven, aparece un personaje con tres —que en el guion original iban a ser cuatro, dos arriba y otras dos abajo: se juzgó excesivo—, pero eso constituye una experiencia puramente cinematográfica) y no sé si va a resultar demasiado. Finalmente, no podré conocerlas porque perdemos mucho tiempo extraviándonos concienzudamente por la M-30, el almuerzo se alarga más de lo previsto y a las cinco sale mi tren de vuelta a Barcelona. El restaurante es ecuatoriano y vallecano, una mezcla explosiva. No tienen menú ni carta, y la señora que nos atiende nos canta un exiguo repertorio de platos, cuya composición y aderezos nos cuesta comprender, primero porque la barista los describe en ecuatoriano y, segundo, porque ella tampoco parece conocerlos bien. Luego de un intrincado y prolijo debate sobre el corto pero dificultoso menú, en el que también participan los comensales de las mesas vecinas, que contribuyen a la confusión general preguntando por qué no hay carta o describiendo, asimismo en ecuatoriano, los ingredientes de los platos, tanto Juan como yo pedimos corvina. Aunque infructuosamente: a mí me traen filetes de panga empanados y a Juan, un filete de panga empanado y una corvina. Preferimos no reabrir el debate y atacamos/acatamos el pescado. Postre no hay: ninguno, nada. Y, en los cafés, el camarero obliga a Juan a describir cómo quiere el cortado: “¿Agua? ¿Leche? ¿Mucha agua? ¿Mucha leche? ¿Mucho café? ¿O poco?” ¿Leche fría? ¿Agua fría? ¿O calientes?”. Juan supera satisfactoriamente el interrogatorio, el cortado llega, sorprendentemente, como lo ha pedido y podemos, a la final —como se dice en el Ecuador—, marcharnos a coger el tren. Pero hemos decidido que hay que volver a este lugar memorable, donde la panga está buena, el caos es delicioso y todo son sonrisas. Y también para conocer las Siete Tetas, que me han dejado intrigado y ganoso. 

miércoles, 8 de febrero de 2023

De te fabula narratur

El género literario de la fábula tiene 4.000 años de antigüedad, según las últimas investigaciones: es uno de los artefactos narrativos más antiguos que conocemos. Y ha sobrevivido hasta nuestros días, lo que tiene mucho mérito: quiere decir que no ha dejado de ser útil, y que hoy todavía lo es. Su presencia en la literatura actual, sin embargo, no es posible sin transformación o parodia: una forma tan reglada —y tan limitida a un fin didáctico, es decir, moralizante— no cabe en la sociedad posmoderna a menos que se la aligere de certezas y se la dote de un espíritu menos taxativo, se la vuelva permeable a una realidad cartilaginosa y movediza. Eso hacen el poeta Daniel Samoilovich y el dibujante Eduardo Stupía (ambos nacidos en Buenos Aires, en 1949 y 1951, respectivamente) en El libro de las fábulas y otras fabulaciones (Pre-Textos, 2022), con el que, aunando palabra e imagen, texto e ilustración, fraguan un magnífico artilugio literario —y también un persuasivo objeto artístico—. Las fábulas de este libro respetan las reglas fundamentales del género: sus protagonistas suelen ser animales que obran y hablan (y hasta escriben, como las orugas de la 29); el asunto resuelve, a menudo, un dilema moral; y muchas concluyen con la tradicional moraleja: «Esta fabulita nos enseña…», gusta de concluir Samoilovich (aunque, en la 48, la frase se complete así: «…algo importante, aunque no sepamos qué»). Sin embargo, todas ellas reniegan de lo previsible, practican la desacralización y celebran el humor. De hecho, cabe ver El libro de las fábulas… como una obra humorística, como una recopilación de facecias, algunas irónicas, otras disparatadas y casi todas surrealistas. Samoilovich (y Stupía por la parte que le toca) pertenece a una estirpe de escritores juguetones, como el hispano-mexicano Gerardo Deniz, el argentino Oliverio Girondo, el chileno Nicanor Parra o los españoles Ramón Gómez de la Serna, Carlos Edmundo de Ory y Rafael Pérez Estrada; y también el inglés Lewis Carroll, las peripecias de cuya Alicia, con sus rompecabezas lógicos y sus paradojas —o parajodas, que decía Cabrera Infante—, han influido sensiblemente en El libro de las fábulas…: autores que gozan con la multiplicación del ingenio, con el quebrantamiento festivo de lo sabido o lo esperado, con la iconoclasia no meramente destructiva sino también inteligente, con el placer avasallador de la invención. Su literatura es lúdica y gozosa, e induce al lector a un estado de grave ligereza, de sonrisa legítima y efervescencia bien articulada. «Las opiniones de X acerca del asunto Y me parecen inteligentísimas; empero, sospecho de mi parecer, porque mis propias opiniones referentes al asunto Y coinciden con las de X», leemos en la fábula 4.

En fábulas, algunas largas, otras muy breves (de una línea, incluso: cercanas al aforismo), algunas —la mayoría— en prosa, otras en verso, estas con aire de tonadillas populares (aunque utilice metros poco populares, como el alejandrino), Samoilovich y Stupía lo critican casi todo: a los dioses, en particular, y también a sus brazos armados, las religiones; a los poderosos —otra forma de divinidad—; a los pedantes; a la Argentina (que, en la 171, desobedeció el mandato divino de que no hubiera acoplamientos en el Arca de Noé, para evitar crisis de superpoblación o «historias de swingers y los consiguientes culebrones de celos y venganzas», pero a la que Dios no castigó de ningún modo, «juzgando que en su propio pecado tenía castigo suficiente»); y, con especial saña, cumpliendo el deber de flagelarse uno mismo a la vez que flagela a los demás, a la poesía y los poetas. En la 234, le preguntan a un escritor cuál considera que es el mejor escritor vivo de su país. Al letraherido se le nubla la mente, se le traba la lengua y se le contrae el rostro, pero no se atreve a dar la respuesta que le grita el cerebro: «¿Por qué me pregunta eso, so imbécil, canalla? ¿No me ha leído, acaso?».

El libro de las fábulas… tiene a la historia y a la cultura como materias principales del libro: los autores se inspiran, reescriben, traducen o ponen cabeza abajo (o boca arriba) hechos históricos o artísticos, como en la estupenda fábula 31, en la que aparecen Monterroso y su dinosaurio, Borges y la mariposa de Chuang Tzu, y también el último hombre sobre la Tierra, destruida por un cataclismo irreversible, que recibe una llamada telefónica: es una grabación que le ofrece una lavadora semiautomática en veintisiete cuotas al 45% de interés anual. Sobre esta base tumultuaria, El libro de las fábulas… se erige en múltiples obras: es una actualización de la mitología —sobre todo, la griega y la bíblica—, a la que recurre a menudo para proveerse de personajes o conflictos; tiene algo de ensayo filosófico, aunque burlón, fragmentario y azaroso («—No puedo contarte ahora —dijo la Duquesa— por qué es el Ser y no más bien la Nada […] Ah, ya lo recuerdo: lo que pasa es que si fuera la Nada, no habría nadie para hacer la pregunta»); es un compendio de curiosidades, reales o inventadas, al modo de aquellas antiguas lecciones de cosas, pero ahora engrosadas en este vasto conjunto de 237 fábulas; es un bestiario, en el que aparecen seres existentes y otros fantásticos, de regusto no necesariamente medieval, sino también contemporáneo, como los plon-chargeurs, unos monos pequeños que comparten con el hombre el 91% del ADN y el 9% restante «con el revólver pimentero Lefacheux de seis tiros y disparador plegable»; y es, en fin, un tratado de poética, en la que se airean dudas literarias o se formulan principios estéticos, con sorna, como siempre: «(…) Estando preso Danton observó (…) que el verbo “guillotinar” no se puede conjugar en primera persona en el pasado perfecto de la voz pasiva. Esta historieta enseña que la reflexión sobre el lenguaje puede ser un fruto obligado del ocio, pero nunca es ociosa; y que, eventualmente, no impide que uno pierda la cabeza», leemos en la 167. Samoilovich lleva a cabo esta reflexión lingüística con una prosa —y una poesía—, coherentemente con el sentido lúdico del libro, en la que abundan los juegos de palabras, algunos basados en la repetición: «Un diablo cayó al fuego / otro diablo lo sacó / y otro diablo preguntaba / ¿cómo diablos se cayó?», dice la 141, una cuarteta; y otros en el orden de esas mismas palabras: «“No quiero para mí nada que no quiera para los demás”, dijo el poeta Walt Whitman, de West Hills. “No quiero para otros nada que no quiera para mí”, replicó el autor. Puede parecer lo mismo, pero no lo es. El de Whitman es un programa para la santidad: el autor, en cambio, se contentaría con portarse decentemente», reza la 148.

Sin embargo, la comicidad de El libro de las fábulas…, con ser poderosa, es solo una coartada para la tristeza. Porque la oculta, la vuelve digerible, permite exponerla sin ñoñería ni acritud. Uno de los tres epígrafes del libro, del gran Arnaldo Calveyra, dice así: «Yo no bromeo, estoy hablando en serio, yo siempre hablo en serio, yo soy un niño…». Samoilovich y Stupía, aunque hablen en broma, también hablan en serio. En todo satírico —y muchas de estas fábulas son sátiras— hay alguien que se lamenta por la distancia que advierte entre el mundo real y su ideal ético, y que expresa ese lamento —y su frustración— con palabras cáusticas, mientras esboza una sonrisa amarga. En la 61, un faquir se fuma al Rey del Mundo —un habano— en el aeropuerto de Nueva York y tiene «una suerte de alucinación: (…) que el mundo era bello y tenía sentido: que es uno de los sueños más insensatos jamás soñados». El humor enmascara el dolor. Y aunque lo haga con tanta finura, chispa y naturalidad como en El libro de las fábulas y otras fabulaciones, ese dolor se percibe: hace que la broma abulte. Pero aun así nos reímos, porque reírse es una de las formas más humanas de sobrellevar la calamitosa condición humana.

[Este artículo se publicó en Letras Libres, nº 254, noviembre de 2022, pp. 52-53]


jueves, 2 de febrero de 2023

Una entrevista en El Coloquio de los Perros

Hace unos días, Juan de Dios García, director de la revista digital El Coloquio de los Perros, me propuso hacerme una entrevista a raíz de la publicación —y de su lectura— de Hombre solo, y yo acepté con gusto. El redactor encargado de la tarea ha sido Antonio Aguilar Rodríguez, y el diálogo que hemos mantenido puede encontrarse aquí:

https://elcoloquiodelosperros.weebly.com/entrevistas/eduardo-moga

Lo transcribo a continuación:

Me atrevo a lanzar unas preguntas a Eduardo Moga, autor de Hombre solo, publicado por Huerga & Fierro en su colección «El Rayo Azul». Se las lanzo en un sentido casi literal, porque lo hago a través de las redes digitales y con la connivencia de Juan de Dios García, uno de los perros que vela por esta casa. Y esto es lo que responde, incluso con un pequeño «zasca» al encontrar dos preguntas similares. Poco más debería añadir. Y, a modo de spoiler, me queda señalar que al leer sus respuestas sobre Hombre solo pienso lo hermoso que hubiera sido hacer la entrevista cara a cara.

—EL COLOQUIO DE LOS PERROS: ¿Se está volviendo Eduardo Moga un poeta popular en el sentido en el que él mismo lo afirmaba de José Agustín Goytisolo en una reseña donde expresaba que nunca quedaba claro si era un elegido o un reproche y que era una especie de dorada medianía: alguien al alcance de los menos educados, pero a quien los cultos no rechacen?

—EDUARDO MOGA: Todo escritor quiere ser más leído, es decir, leído por más gente, y el que diga otra cosa (aunque lo racionalice: la inmensa minoría; con un lector me basta, o con ninguno; yo solo escribo para mí; etc...) miente. Yo no soy una excepción. Sin embargo, también me gusta, y quizás prefiero, ser bien leído, es decir, que esos lectores que me lean, pocos o muchos, me lean bien. No me interesa, pues, un público masivo (que la poesía, por otra parte, difícilmente tiene), sino un buen público, compuesto por buenos lectores; y si es numeroso, pues mejor. Si me convirtiese en un autor «popular», siempre tendría la sospecha de haber hecho algo mal.

—ECP: Con la lectura de Hombre solo tengo la sensación de pasear por una gran avenida, por un paisaje urbano a última hora del día o primerísima hora, cuando aún la luz no imprime un halo de esperanza. ¿Qué importancia tiene el paisaje, el medio, en su poesía? ¿O tal vez, se me ocurre, sea tan solo una especie de espejo velazqueño en el que se mira o necesita mirarse?

—EM: Muchos de los poemas de Hombre solo han nacido —en la mente, en la sensibilidad; la escritura viene luego— en largos paseos dados en la ciudad donde vivo a última hora de la tarde, con el ocaso o la primera noche. Ha sido siempre mi hora preferida del día. Constituye el marco adecuado para el ejercicio de la melancolía, la busca de consuelo o la liberación del yo, cosas que a menudo, en mi caso, van juntas. El paisaje siempre es fundamental en mi poesía —un paisaje cósmico o local: da igual el tamaño—, porque conjuga la existencia objetiva del mundo con la existencia subjetiva del yo. El paisaje son las cosas de la realidad, pero también las cosas de la conciencia. El ser se proyecta, en él, en todos los seres, y yo me siento abrigado por lo que veo y por lo que eso que veo me hace sentir. El paisaje me proporciona estímulos y me aporta certidumbres en las que apoyarme, aunque sean pasajeras: no soy solo la nebulosa de la interioridad, con su amalgama de sentimientos y fulguraciones, sino algo cierto, vecino del pájaro que pasa o del árbol que también pasa, algo material, tangible, que me ayuda a sobrevivir a los fantasmas interiores. Cuando paseo al atardecer, o en cualquier otro momento, me afirmo en el ser, pero, a la vez, me desprendo del yo, como de la piel de una serpiente.

—ECP: «Insisto en vivir. Y en morir». ¿De qué manera se integra la muerte en la vida?

—EM: Ya los estoicos supieron ver que la vida no es sino un morir constante, que la muerte está ínsita en la vida, y que la determina. Los existencialistas del siglo XX elevaron esa certidumbre a axioma. Desde el primer aliento estamos muriendo, y vivir es aprender a despedirse, hasta que llega la gran despedida, la despedida irreversible, la madre de todas las despedidas: la nuestra. Pero, si solo nos quedamos con esto, por determinante que sea, no disfrutaremos de la oportunidad que la muerte, no la vida, nos da: la de disfrutar todo lo que podamos del tiempo que se nos conceda; la de gozar del cuerpo, de la palabra, del arte. Y estas cosas son valiosas porque son finitas.

—ECP: ¿Qué hay de consuelo en articular el dolor? ¿O no hay consuelo?

—EM: Por supuesto que hay consuelo. El dolor articulado es menos dolor. Y la primera articulación consiste en decirlo: el dolor dicho es menos dolor. Y, para decirlo, antes hace falta pensarlo, aunque sea inconsciente o irracionalmente. El pensamiento es un bálsamo: identifica las realidades (a menudo a tientas, tropezando, equivocándose) y las desgaja de la confusión en que vivimos, de la confusión que somos. Ese solo acto sosiega. Ver las cosas fuera de nosotros, aunque sigan siendo nuestras, atenúa el peso del yo. Y ser menos yo es un gran alivio.

—ECP: En esa desposesión que se aventura en el libro no solo encontramos un vacío, una nada metafísica, por un lado, y física, por otro, con las alusiones a la edad y al paso del tiempo, sino también social, me parece leer, una exposición de la corrupción social. ¿Puede ser así o estoy intentando ver más de lo que hay?

—EM: La dimensión social está siempre presente en mi poesía. No deja de ser un aspecto del paisaje al que aludía antes. Soy incapaz de percibir lo que me rodea (y lo que bulle dentro de mí) sin atender a la imbricación de intereses contrapuestos que refleja (y, por lo tanto, de desequilibrios, de carencias, de injusticias) y sin formular un juicio ético sobre el ejercicio del poder. Aunque ese juicio ético no puede ser tético, es decir, no puede estar en la superficie del poema, como una bandera, sino que ha de subyacer en él, tiene que ser implícito. Tal como yo la entiendo, la poesía no puede desentenderse de la vida colectiva. Esa vida también forma parte de la que debemos exprimir antes de morirnos: también nos define, también nos condiciona, también somos nosotros; y también nos aporta infinidad de estímulos que asimilar y sobre los que reflexionar. Por desgracia, muchas de las cosas que nos llegan desde fuera son lamentables: demostraciones de la rapacidad y la estupidez del ser humano.

—ECP: ¿Ha encontrado al final de la escritura de este Hombre solo la nada plena que formula en «Pero no pasa nada»?

—EM: Esa nada no se encuentra: se posee. La arrastramos cada día. Vive con nosotros, en nosotros. Yo intento (d)escribirla para enajenarla y, por lo tanto, para dominarla, al menos lo suficiente para vivir sin angustia, o con una angustia tolerable.

—ECP: Una curiosidad de lector-escritor, ¿cómo escribe estos poemas enormes, extensos, sin caer en el prosaísmo y guardando siempre esa musicalidad tan devastadora y tan del lado de la poesía?
 
—EM: A mí me gustan los poemas fluyentes, que te arrastran como un río, y en cuya deriva puedes contemplar un paisaje cambiante, un mundo múltiple. Pero fluir no quiere decir carecer de forma: el río discurre por un cauce, entre orillas. Como he dicho muchas veces, el poema ha de ser un río, pero también una casa. Para escribirlo, me sumerjo en la conciencia (una tarea que no resulta nunca fácil) y me desplazo por sus parajes, por sus meandros, por sus ramificaciones, y con ellos edifico el poema: sumándolos, como estratos o eslabones. Necesito que los poemas me den margen —espacio y tiempo— para decir lo que siento —lo que descubro, porque la palabra tira de la idea— que he de decir. El poema corto supone, para mí, una coacción intolerable (que, no obstante, he practicado alguna vez, con actitud que puede calificarse de masoquista). Para que el poema largo que suelo escribir no se desparrame, no pierda cohesión, es fundamental, entre otras medidas, la música o, más concretamente, el ritmo. El ritmo estructura y unifica. A falta de metro, rima y estrofa, es esa pauta vocal, recurrente y sutil, la que lo abraza y endereza. El ritmo, además, mantiene la tensión, un concepto para mí esencial en el verso. Y la tensión es el sinónimo elocutivo de la pasión: de la pasión por vivir (y por eludir la muerte ineludible). El verso ha de trepidar siempre, aunque sea largo, aunque haya muchos.
 
—ECP: ¿El lenguaje hace el dolor más tolerable o más comprensible?
 
—EM: Esta pregunta es muy parecida a la cuarta, y mi respuesta ha de serlo también. En la medida en que decimos el dolor, el dolor se mitiga. Decirlo es sacarlo de nosotros y esa alienación es curativa. El lenguaje nos permite deslindar lo que nos hace daño, o lo que no entendemos, y deslindarlo lo vuelve asequible.
 
—ECP: Ese dolor no encuentra el pudor en este libro. Las alusiones al sexo son explícitas y se agradecen, las alusiones a los seres queridos también. ¿Un hombre solo es un hombre concreto? ¿Y qué puede enseñarnos a los demás hombres concretos?
 
—EM: El pudor es un gran enemigo de la literatura. El sexo, no solo como fuente de placer, sino como conjuro contra la soledad y reconciliación con uno mismo, siempre ha sido otro de los polos de mi literatura. Y los seres queridos son la realidad, nuestra realidad, sobre todo cuando desaparecen: una ruptura sentimental, el fracaso de una amistad o la muerte de alguien amado te hace dolorosamente consciente de eso que nos esforzamos en todo momento por ignorar, pero que nos constituye: nuestra soledad, nuestra fragilidad y nuestra finitud. En nuestra concreción —en la de cada uno— está todo eso, y la radical incertidumbre de existir. Pero enseñar —en el sentido de adoctrinar— es difícil y acaso inconveniente. Quizá lo único que puede hacer la literatura es mostrar. Mostrar, con verdad, lo que nos une, que es justamente lo que nos separa, lo que hace de nosotros entes sin conexión posible, que flotan a la deriva, encerrados en sí mismos, y chocan con los demás, como bolas de billar en un tapete cósmico. Esa separación radical define a cada hombre y a todos los hombres.