Voy a conocer Soria, una de las pocas capitales de provincia españolas en las que nunca he estado, invitado por Exposía, el encuentro poético anual que se celebra en la capital castellana, y que este año está dedicado a los poetas y el exilio. Ha tenido que ver con ello la recomendación que hizo a los organizadores la editorial Vaso Roto, en cuya opinión mi más reciente poemario, Muerte y amapolas en Alexandra Avenue, trata, justamente, de ese asunto. Llegar a Soria desde Mérida no es lo más fácil del mundo. Descartado el avión, cuyos vuelos a Madrid no encajan con la fecha de mi participación en el festival, y el tren, que, si lo hay, va más lento que el que atravesaba los campos de Soria cuando se filmaba en ellos Doctor Zhivago, la única combinación posible es ir en autobús hasta la capital y a Soria, en un taxi fletado por la concejalía de Cultura. Así lo hago. En la Estación Sur de Autobuses me espera un taxista al que llamaremos Cristóbal –por lo del santo patrón de los viajeros–, que demuestra, desde que me subo al coche, unas ganas irrefrenables de hablar, a pesar de verme con un libro en el regazo y una expresión en los ojos con la que me esfuerzo por transmitir unas ganas irrefrenables de leer. Pero la cháchara de Cristóbal no conoce límites, y se desata, sin pausa, hasta que decide hacer una pausa para comer. Se lo agradezco por dos razones: yo tampoco he comido todavía, y que tenga que meterse la comida en la boca le impedirá, siquiera transitoriamente, seguir hablando; o quizá no, pero yo tengo fe. En un ventorro a medio camino entre Madrid y Soria pedimos una ensalada y unas croquetas. El camarero, que parece un sturmscharführer de las SS, traslada nuestra comanda al personal de cocina sin dejar de trajinar, de servir platos, de recoger platos y de fregar la barra con un trapo que parece haber fregado barras de bares desde el reinado de Witiza: "¡Dame una ensalada de la casa, dame dos de croquetas, dame un pepito de lomo, dame una de chistorra, dame un pincho de tortilla de patatas, dame tres de calamares, dame una de pimientos rellenos...!". El hombre amontona mentalmente las comandas de los clientes y las suelta de golpe y de corrido, enhebradas por una elemental pero certera anáfora. La pitanza es pasable, pero el vino del tinto de verano que he pedido está picado. Solo saciada el hambre, aunque mal, puedo admirar el establecimiento, donde, además de los inevitables jamones colgando, descuella una tienda de productos de la tierra, en la que Cristóbal me llama la atención sobre un pacharán hijoputa y unos pimientos acojonantes, entre otras exquisiteces así también llamados. Pero hijoputa y acojonantes no son exclamaciones elogiosas de Cristóbal, siempre proclive a loar los frutos del terruño (y, sobre todo, los torrenos sorianos, que me tienen confuso un rato, hasta que caigo en la cuenta de que son torreznos), sino la marca comercial del ajenjo y los pimientos, entre muchos otros comestibles. La jocosidad, tan hispánica, me recuerda a la de aquella empresa agroalimentaria que recibió la visita del rey emérito y, para agasajarlo, le dio a probar unos suculentos espárragos. Juan Carlos, siempre tan campechano, exclamó: "¡Están cojonudos!", y la empresa, para agasajarlo todavía más y celebrar universalmente su campechanía, decidió llamarlos así: Cojonudos. Pero lo peor del viaje no es la charla incontenible de Cristóbal, ni la comida en el dudoso figón, sino el discurso que el taxista me suelta, cuando estamos otra vez en el coche, contra los inmigrantes, una nebulosa pero, para él, deleznable categoría en la que incluye a negros, gitanos rumanos, moros y dominicanos; estos últimos, en concreto –especifica con seguridad–, no han trabajado nunca. Me da mucha pereza enzarzarme en una discusión con este hombre, pero el sentido del deber moral no ha desaparecido todavía del todo de mí, así que le respondo que la inmensa mayoría de inmigrantes que conozco y de los que sé, huyen de la miseria, el hambre, la persecución política y hasta la guerra, y han venido a España a trabajar, igual que los españoles huíamos de la miseria, el hambre, la persecución política y la dictadura en los 50, 60 y 70, y nos íbamos a Francia, Suiza, Alemania o Hispanoamérica a trabajar. "Sí, pero con un contrato de trabajo debajo del brazo", responde Cristóbal. "No, amigo mío", le digo. "Lo que llevábamos bajo el brazo era una maleta de cartón atada con una cuerda y mucha necesidad. Las multitudes que salían de las estaciones de tren de todo el país con destino a París y a otras ciudades europeas no habían visto nunca un contrato de trabajo; muchos ni sabían lo que era; muchos ni siquiera sabían leer". Llegamos por fin a mi alojamiento, en la plaza Mayor. Gracias a la conversación, yo lo hago calentito, lo que no me conviene nada, porque hace un calor de narices. Frente a mi hostal, en la plaza Mayor, se alza la iglesia de Santa María la Mayor, un sobrio templo románico, en el que llama la atención un curioso grupo escultórico situado cerca de la entrada: una mujer de pie, apoyada en una silla vacía. Averiguo que la mujer representa a Leonor Izquierdo, la casi niña con la que se casó Antonio Machado, en esta iglesia, el 30 de julio de 1909, y que la escultura se inspira en una conocida foto de la pareja en la que Leonor aparece de pie, con una mano en el respaldo de la silla en la que se sienta Antonio. Su unión provocó un notable escándalo en la pacata sociedad soriana de la época, que consideraba inadmisible el matrimonio entre una jovencita de 15 años y un bregado caballero de 34 –profesor de francés, además: a saber qué indecencias podía enseñarle–, y que así se lo hizo saber, con misericordia cristiana, apedreándolos el día de su boda. A todo esto, ¿por qué está la silla vacía? Sabe Dios. Paso por delante del Arco del Cuerno, que era el pasadizo por el que entraban los toros en el coso que era la plaza Mayor. Otro vestigio de la función taurófila que cumplía la plaza se encuentra en la fachada de la iglesia de Santa María la Mayor: unas ventanas tapiadas. Se conoce que desde ellas veían los curas las corridas, en lugar de dedicarse al alto ministerio al que estaban consagrados, hasta que un obispo, don Pedro de la Cuadra, harto del indebido solaz de sus misacantanos, ordenó cegarlas en 1739. Por el Collado camino hacia la Dehesa, el principal parque de la ciudad, donde se han instalado los puestos de libros de Expoesía y se celebran las lecturas previstas. Otro poeta me sale al paso: Gerardo Diego, cuya estatua sedente en bronce delante del Casino de la Amistad recuerda los dos años, de 1920 a 1922, que pasó en Soria profesando lengua y literatura en el mismo instituto en el que, 13 años antes, había enseñado Antonio Machado. Gerardo tiene las piernas cruzadas, toma café y lee el "Romance del Duero" que él mismo ha escrito en su libro Soria. Galería de estampas y efusiones: "Río Duero, río Duero, / nadie a acompañarte baja, / nadie se detiene a oír / tu eterna estrofa de agua. // Indiferente o cobarde, / la ciudad vuelve la espalda. / No quiere ver en tu espejo / su muralla desdentada...". Y, mientras lo contemplo, veo a un niño vasco –sé que lo es porque ha llamado a su madre amatxu– pegarle un bofetón al pobre Gerardo. Quizá no le gusta el "Romance del Duero", o quizá esté harto de poetas, en esta ciudad en la que tanto abundan (si es que sabe que lo son): a pocos metros de la estatua del autor de Manual de espumas, veo un panel con la cara de Gustavo Adolfo Bécquer, otro escritor muy vinculado a la ciudad, con algunos textos suyos. Su mujer, Casta Esteban, era de Torrubia, un pueblo de la provincia (aunque muy casta no era: al parecer, tuvo amores con un bandolero, y se sospecha que hasta un hijo con él, a pesar de seguir unida al poeta), y con ella vivió siete años en el Moncayo y en la capital. Llego por fin a la oficialmente llamada Alameda de Cervantes, aunque todo el mundo la llama la Dehesa. Tanto el parque como la ciudad que llevo vista desprenden ese aire perezoso, dominical, de las pequeñas ciudades castellanas, que parecen dormir un sueño de siglos entre ríos, conventos y arboledas. En la Dehesa –lineal, jalonada de de bares y terrazas, espesamente arbolada–, antes de llegar al espacio reservado a Expoesía, veo un tiovivo de los antiguos –un carrusel– y la ermita de la Soledad, del s. XVI, que alberga el Cristo del Humilladero, un excepcional Cristo marfileño del s. XVI, atribuido a Juan de Juni. No sé si los puestos de Expoesía se han colocado a poca distancia detrás de la ermita para que quienes los visiten puedan rezar algo antes. Yo no lo hago, y me adentro, temerariamente, en el encuentro de editores.
Epéntesis (Del lat. epenthĕsis, y este del gr. ἐπένθεσις, intercalación): 1. f. Fon. Figura de dicción que consiste en añadir algún sonido dentro de un vocablo; p. ej., en corónica por crónica y en tendré por tenré.
domingo, 27 de agosto de 2017
martes, 22 de agosto de 2017
Lecturas de verano (3)
A viva muerte, el penúltimo poemario de David Trashumante (heterónimo de David Moreno, Logroño, 1978), publicado por Baile del Sol, no es ninguna novedad: apareció en febrero de 2015, aunque conoció una segunda edición, algo siempre insólito en poesía, en noviembre de ese mismo año. Como la capacidad que uno tiene de leer, y de conocer todo lo que pasa en el mundo poético español (y no digamos ya nada del mundo poético a secas), es limitada (y más limitada cada día que pasa, por la propia decadencia biológica, pero también por el incesante aumento de lo publicado), no he sabido de este libro hasta que el propio David ha tenido la gentileza de regalármelo en el último encuentro de Voces del Extremo, en Moguer. Y me ha sorprendido muy gratamente. A viva muerte, que parte del principio estoico, luego quevediano y por fin existencial –es decir, que atraviesa toda la historia de la literatura occidental– de "la muerte viva" ("Vivir es caminar breve jornada / y muerte viva es, Lico, nuestra vida...", escribió Quevedo), constituye un vasto tratado sobre la muerte, poliédrico y multitudinario. Porque A viva muerte es una acerada reflexión sobre el fin, una metódica indagación en la conciencia individual, pero también, y sobre todo, un asedio plural, objetivo, comprometido en la realidad, que atiende a los muchos ángulos de la cuestión, y que subraya la dimensión social de la muerte. (El énfasis comunitario del libro se refleja asimismo en los ochos prologuistas, desde Raúl Zurita hasta Antonio Orihuela, que firman en el "libro de condolencias", en el panegírico de Eddie [J. Bermúdez] y en el epílogo de Enrique Falcón). La constante preocupación por la muerte como hecho colectivo se plasma en poemas contra la industria farmacéutica, cuyos productos, o la falta de cuyos productos, causan muertes por doquier; contra los envenenamientos masivos provocados por las industrias contaminantes; contra los desmanes ecológicos; contra las empresas e instituciones que promueven la violencia y la destrucción, y se lucran con ellas; contra las dictaduras que asesinan a los opositores; y contra la Iglesia, que no podía faltar en esta nómina de organizaciones execrables ("Iglesia, / administradora del miedo, / mejor muérete tú sola, / como solos nos moriremos todos, / solos y al fin excomulgados / de tu gobierno de cementerio"). Esta crítica combativa, fruto de la militancia anticapitalista, detergente en muchos aspectos, conduce en ocasiones, no obstante, a piezas demasiado téticas, como "Este poema pueda perjudicar seriamente la salud" o "S. I. D. A.", que simplemente reza: "Síndrome / de inmunodeficiencia / adquirida / por los laboratorios / para lucrarse", cuyo contenido, además, es muy endeble, si no conspiranoico. Pese a ello, A viva muerte es un libro rico y vigoroso, cuyas virtudes sobrepasan con creces a sus defectos. Señalo dos méritos principales. Por una parte, como todo memento mori, transmite una gran pasión por la vida. En la oscuridad del acabamiento subyace, para Trashumante, la luz de la esperanza, el deseo abrasador de justicia, el placer y la alegría que nos proporciona cuanto perdemos al morir. Por otro lado, dotado de una admirable fuerza expresiva, que a veces deriva en un tono lapidario, el poeta sabe moverse en una plétora de registros, formas y temas para dilucidar esa muerte que lo recorre a él y nos recorre a todos. La coherencia, en este libro, no excluye la ductilidad: la obsesión que constituye su hilo conductor se multifaceta y entrega una muchedumbre concorde de asuntos y preocupaciones. Trashumante nomadea, como sugiere su heterónimo, y se muestra, según convenga, macabro, coloquial, lírico, lúdico, autobiográfico, narrativo, salmodiante, metalingüístico, moralista, experiencial, épico o satírico, entre otros sesgos; suele practicar el verso libre, pero no duda en recurrir al versículo y al poema en prosa; escribe poemas muy largos y muy cortos, incluso haikús ("ehaikuciones": "Una cabeza / en la horca se enhebra. / La muerte cose"); también utiliza lo visual, con juegos tipográficos, poemas visuales –como los de "Esquelas", una sección en la que las composiciones aparecen, literalmente, en forma de esquelas– y remisiones a youtube; y, en fin, no contento con adaptar la propia voz a la textura y propósito de cada poema, adopta otras, como en "La danza de los espíritus", el canto a Manitú de quien, encerrado en una reserva, recuerda a las numerosas tribus indias y su aplastamiento por los "rostros pálidos"; o en "La reencarnación", en el que alguien narra, en cada estrofa, las crueles circunstancias de su muerte, con técnica parecida a la de Edgar Lee Masters en Antología de Spoon River: "Morí gritando viva Atahualpa, gritando viva Tupac Amaru, / gritando viva Simón Bolívar y viva Zapata, cabrones, / antes de que al galope me desmembraran vivo dos caballos". Las enumeraciones, que maneja con gran solvencia, ayudan a David Trashumante a articular muchas piezas: el propio empuje de la dicción, que en A viva muerte –y sospecho que en toda su poesía– resulta imperioso, conduce al catálogo y al pormenor, dispuestos a menudo anafóricamente. Las enumeraciones suelen desembocar, además, en resoluciones impactantes, como en "El cáncer", el cual, tras una larga relación de actividades vitales y un diagnóstico de cáncer, concluye así: "Y cuando sientes con cada dosis / las náuseas partirte las costillas, / 16.767.216 mitosis después, / comprendes de repente / que donde ellos decían vida / en realidad / lo que querían decir / era / veneno". A viva muerte acaba con un largo poema contra la poesía y los poetas, "Aniquilación de lxs (sic) poetas caracoles zombis", acaso el mejor del libro, que conjuga el dictum gombrowicziano (perdón por el sintagma) con una virulencia empapada de verdad, con un conocimiento atormentado de las contradicciones y miserias, pero también de la fuerza y la belleza revolucionaria de la poesía. A viva muerte es una concisa enciclopedia sobre la muerte, plagada de pensamiento, dolor, reivindicación y combate. Pero su expresión es tan flexible, su espíritu tan heterogéneo, su aire tan irónico, que, si no fuera gravemente contradictorio, diría que, además de ser un libro circunspecto sobre el gran escándalo de la existencia, es un libro divertido. A mí, al menos, me ha afligido, pero también me ha exaltado; también me ha hecho reír.
Transcribo el poema "Cont(r)a mi nación":
Contamíname, mézclate conmigo
Pedro Guerra
todos tenemos la misma sangre:
glóbulos rojos, glóbulos blancos, plaquetas y plasma.
Pero si naces en Matanza-Riachuelo (Argentina)
además tendrás toluol, si vives
en Hazaribagh (Bangladés)
también tendrás cromo,
y si eres oriundo del vertedero
de Agbogbloshie (Ghana), tu sangre
será tremendamente pesada
al ingerir con la comida
plomo, cadmio y mercurio.
(Te recuerdo que la comida es necesaria para la vida).
El mismo peso que si tuvieras que vivir
a las orillas del río Citarum (Indonesia).
Los cuerpos de sus pobladores son
90 por ciento agua, como tú y como yo
y como tú y como yo beben de sus vasos,
sin saber que los suyos rebosan
de agua y pesticidas.
(Te recuerdo que el agua es necesaria para la vida).
Si vives en Níger (Nigeria) tu sangre
bien serviría para llenar el depósito
de tu coche, podrías pegarte una escapadita,
por ejemplo, a Dxershink en Rusia
y respirar un poco de aire “puro”
enriquecido con sarín y fenoles.
(Te recuerdo que el aire es necesario para la vida).
En Chernobyl (Ucrania) el sol
daña la sangre de los que lo habitaron,
sangre que aún brilla por las noches.
Y en Kabwe, Zambia, las montañas
de basura tapan el cielo. Basura
que llega desde nuestros países
en descomunales contenedores flotantes.
(Te recuerdo que el sol es necesario para la vida).
En mi nación,
todos tenemos la misma sangre:
glóbulos rojos, toluol, plomo, glóbulos blancos,
cadmio, mercurio, sarín, plaquetas,
fenoles, pesticidas y plasma.
Somos la sangre que hace brillar tu mundo.
jueves, 17 de agosto de 2017
El atentado de Barcelona
Esta tarde iba a escribir una entrada sobre mis lecturas de verano, pero acabo de enterarme del atentado cometido en Barcelona, y ya solo puedo escribir sobre lo que ha ocurrido hoy en mi ciudad. Lo primero que he hecho al conocer la noticia ha sido llamar a Álvaro, mi hijo pequeño, para asegurarme de que estuviese bien. Lo está: trabajando en la oficina, como todos los días. Pablo, mi hijo mayor, anda por Extremadura y Portugal, y no se ha visto afectado por el atentado. Y mi madre, octogenaria con, en estos momentos, dos fisuras de pelvis que la tienen postrada en cama, tampoco ha sufrido ningún daño, aparte del que siente en los huesos. Luego, una amiga de Badajoz me ha enviado un vídeo con las primeras imágenes del atentado, que no son del atropello en sí, sino de sus terribles consecuencias: cuerpos desmadejados, manchas enormes de sangre en el suelo de las Ramblas, quioscos de prensa destrozados, gritos y sirenas de ambulancias, y policías y vecinos ayudando, en corros estremecidos, a los muchos heridos. Las noticias hablan de 13 muertos y un centenar de heridos, algunos muy graves. A la gente de bien todos los atentados les duelen igual, ya sucedan en Nueva York, Madrid, París, Londres, Niza, Estocolmo o cualquier ciudad del Tercer Mundo azotada por el fanatismo, que suele ser religioso. Pero, cuando se produce en la ciudad en la que uno ha nacido y se ha criado, el dolor no es mayor, pero sí de una naturaleza especial. El terrorismo que uno ve por televisión, o que lee en la prensa, está envuelto por una inevitable capa de abstracción, a pesar de la crudeza de las imágenes y el detalle de las descripciones. El terrorismo que golpea las calles en las que uno ha crecido, aunque esté lejos cuando suceda, se vive con un estremecimiento singular, más amargo, que se mete en el estómago. Hace dos días, yo pasaba por el mismo lugar en el que una furgoneta ha arrollado hoy a docenas de personas. Pasaba sin pensar que pasaba por ahí, de tantas veces como lo he hecho. Pasaba agobiado por las preocupaciones cotidianas, sin reparar apenas en nada, salvo, quizá, en la muchedumbre creciente de turistas que, de un tiempo a esta parte, ha convertido las Ramblas en un hormiguero humano. Un hormiguero humano, pienso hoy, letalmente perfecto para que los criminales causen, con muy pocos medios, el mayor destrozo posible. En esas Ramblas que hoy he visto llenas de cadáveres y de cuerpos desbaratados, manchadas de sangre, he paseado, he reído, he amado, he llorado. También he perdido el tiempo, y fabulado felicidades o venganzas imposibles, y compuesto versos, y leído libros. Por esas Ramblas iba al cine con mi padre, en sesiones matinales de domingo desaparecidas hace mucho; o de la mano de mi madre, viendo pájaros en los puestos de animales, también cerrados hace tiempo (me encantaban los guacamayos, llenos de colores, y los roedores en general, llenos de dientes); o con toda la familia a subir a la Santa María, la réplica de la carabela de Colón que durante décadas estuvo anclada en el puerto. En esas Ramblas, una madrugada de 1982, entre el sueño y el júbilo, me enteré de la victoria de Felipe González en las elecciones generales. Por esas Ramblas he ido al Liceo, y al Café de la Ópera, y al Pastís –el mítico bar de la calle Santa Mónica–, y al Glaciar, en la plaza Real, y al Puerto Olímpico, y a los restaurantes de La Boquería, y al Museo de Cera, y la plaza de San Jaime. Por esas Ramblas he desfilado muchos días a la Biblioteca de Cataluña, para estudiar, o a La Central del Raval, para hojear novedades y comprar libros. En esas Ramblas he pasado buena parte de la vida, como la mayoría de los barceloneses, y siento que algo de esas muchas horas que les he entregado se ha quedado pegado a sus piedras, a las del suelo hoy manchado de sangre o a las de las paredes de las iglesias y los edificios que las ciñen, que han recibido también el impacto de los cristales rotos y de los gritos. Cuando escribo esto, no se sabe todavía quiénes han sido los asesinos, pero supongo que serán yihadistas cuyo descerebramiento, aunque insondable, no ha sido, por desgracia, total: han conservado la suficiente inteligencia –si es que se la puede llamar así; en cualquier caso, una inteligencia podrida, desalmada– como para planear y ejecutar con frialdad la salvajada. Uno siente una rabia infinita ante algo tan horrendo e injustificable, y una solidaridad absoluta, no solo con las víctimas y sus familiares, sino con la humanidad decente, y pacífica, y vulnerable, que ellos representan. Lo que se pide ahora es ayuda inmediata y sin cicatería a los afectados; la captura y condena de los asesinos (y reprimo la tentación de pedir que les arranquen las tripas con un gancho de carnicero para no caer en el fascismo que ellos practican); y, sobre todo, la defensa, con la razón y la palabra, pero también con toda la fuerza del Estado, de los principios que deben regir las sociedades civilizadas, frente a lo que estos facinerosos reclaman: ética democrática, respeto al prójimo y a la ley, laicismo inconmovible –aunque yo preferiría, sin más, la expulsión de las religiones de la vida pública–, igualdad entre hombres y mujeres, ayuda para los necesitados, y educación y cultura para todos. Ni un paso atrás, pues, a pesar de la impotencia y el dolor, en el sostenimiento de lo que nos hace dignos y racionales. Ni una concesión a los que invocan a Dios –a cualquier dios, ya sea Alá o el de la supremacía blanca– para justificar la barbarie. Hoy lloro por los muertos y los heridos, y también por una ciudad que siempre ha estado abierta a todos, en la que todos han encontrado un sitio. Pero pronto me desembarazaré de las lágrimas y volveré a pasear, como siempre, por las Ramblas, con el mismo placer y la misma despreocupación, aunque esté llena de turistas. Podrán privarme de un trozo más de la poca inocencia que me quedaba, pero eso no me lo quitará nunca nadie. Ni a los barceloneses.
domingo, 13 de agosto de 2017
Voces del Extremo (y III): una conferencia y las ruinas de Itálica
Mi participación en esta edición de Voces del Extremo acaba con una conferencia, que he de impartir en la casa natal de Juan Ramón Jiménez. A la vista del espíritu contestatario que impregna el encuentro, la he titulado, garciamárquezmente, "La poesía en los tiempos de la cólera". En el patio de la casa, antes de pronunciarla, me saluda David Trashumante, que me regala su poemario A viva muerte. Le agradezco el obsequio y la cordialidad. (También me regalan libros Ferran Fernández, editor de Luces de Gálibo, a quien conozco aquí, atendiendo el puesto que ha instalado en el encuentro, que anuncia la aplicación de "descuentos extremos"; Paco Cumpián, el editor malagueño, que me regala una rara edición de Dylan Thomas, cuando yo le compro otra, no menos rara, de Lawrence Ferlinghetti, con prólogo y traducción de Jesús Aguado; el poeta emeritense Eladio Méndez; el poeta y matemático astorgano, pero aragonés de adopción, Emilio Pedro Gómez; y, a través de Antonio Orihuela, Leon Félix Batista, un reputado poeta dominicano, que en varias ocasiones me ha hecho llegar sus libros por medio de amigos, dado que el servicio de correos de su país no parece inspirarle confianza. Por mi parte, además del volumen de Lawrence Ferlinghetti, compro otro del malogrado Eduardo Chirinos). La conferencia se desarrolla con normalidad, aunque casi llego tarde a iniciarla, porque Antonio Orihuela prácticamente ha acabado ya de presentarme cuando Mar, su mujer, me avisa de que me toca actuar: aquí, con un programa apretadísimo, no se espera a nadie. En la ponencia, hablo de la poesía crítica que se ha practicado en España desde la posguerra, y que se ha exacerbado con la última crisis económica y social, y de la ausencia, en mi opinión, de poesía satírica en esa lírica –aunque alguna haya habido, pero sin la entidad que la ocasión merecía, a mi juicio–. Toco también otros asuntos, como la utilidad social de la poesía –un clásico– y si la impugnación de la realidad puede hacerse solo con un lenguaje funcional y directo, que refleje sus injusticias y contradicciones, o también con otro, quebrantado y quebrantador, que descomponga sus ingredientes lingüísticos para descomponer, así, esa misma realidad y, en consecuencia, los ingredientes –y manipulaciones– ideológicos que lo sustentan –otro clásico– Cuando termino, las intervenciones se suceden. Esto también es característico de Voces del Extremo: la efervescencia dialógica, la inquietud intelectual, la crítica. Un primer contradictor me reprocha, entre otras cosas, que no haya citado, entre los nombres destacados de la poesía crítica actual –Riechmann, Orihuela, Falcón–, a Isabel Pérez Montalbán y su Cartas de amor de un comunista. Le respondo que mi canon es solo mío, y que él tiene derecho a tener el suyo, como todo hijo de vecino. Añado que Cartas de amor de un comunista me parece un buen libro, pero no superior a, por ejemplo, La marcha de 150.000.000, por ejemplo. A continuación, se pone de pie un señor bajito y rechoncho. Que alguien se ponga de pie para hablar me intranquiliza. Y mi intranquilidad está justificada: interviene, con parsimoniosa y displicente introducción ("yo, que tengo bastantes más años que cualquiera de vosotros, sé que...") y un no menos cachazudo excurso biográfico, para defender al capitalismo, gracias al cual, en su opinión, estamos todos hoy aquí. No dice que no haya habido abusos, pero sí que la economía de mercado nos ha proporcionado el bienestar de que hoy disfrutamos. Conforme se desarrolla su parlamento, observo crecer la inquietud en el auditorio: la gente se remueve en el asiento, lanza al improvisado orador miradas de impaciencia o indignación, y cuchichea cosas entre sí, cuyo tenor no me es difícil imaginar. Pero el hombre está demasiado ocupado en discursear como para darse cuenta del tiempo que consume y del malestar que genera. No obstante, nadie le interrumpe. Yo no dejo de mirarlo, con la ingenua esperanza de que acabe pronto. De pronto, veo a Antonio Orihuela levantarse, situarse a la espalda del hombre y hacer gestos desesperados –entre el rebanamiento de cuello y la acción de las tijeras– para que lo corte. Pero eso me transfiere a mí la responsabilidad del cese, y no sé si me apetece ejercerla. Quique Falcón, que hasta entonces había estado escuchándolo todo sentado en el suelo, contra una pared, con la apacibilidad de un yogui mediterráneo, me releva entonces de esa responsabilidad: se pone de pie (aunque él no me causa ninguna alarma) y, sin preocuparse por el punto en el que se encuentra la dilatada arenga del espontáneo, llama mi atención y me enumera algunos autores recientes que sí han practicado la poesía satírica. Quique parece frágil, pero, cuando conviene, despliega una saludable rotundidad. Se lo agradezco mucho. Todos se lo agradecemos mucho. Pero aún faltan dos intervenciones, ambas significativas. Una me supone un viaje en el tiempo: al fondo de la sala, una mujer cetrina, de edad indeterminada, y tocada con una gorra vagamente revolucionaria, se pone también de pie (con mi correspondiente desasosiego) y afirma estar convencida de que, al menos en su país, Nicaragua, la poesía cambia la realidad, aunque no especifica cómo. Luego recuerda el horror de la dictadura somocista y el progreso que ha supuesto la revolución sandinista, aunque ese progreso –pienso yo– haya conducido a un régimen filodictatorial como el de Daniel Ortega, con la inestimable ayuda de su mujer, Rosario Murillo, hoy vicepresidenta, sin haber acabado con el secular subdesarrollo del país. La última intervención es de otra mujer, española, que lamenta que no haya mencionado a más féminas en mi conferencia. Mi respuesta reitera la que he dado a mi primer interlocutor: este canon es el mío, y se compone de aquellos autores u obras que juzgo más relevantes. No obstante, sí he mencionado a bastantes mujeres, desde Ángela Figuera Aymerich hasta Julieta Valero, pasando por Angelina Gatell, Gloria Fuertes o la propia Isabel Pérez Montalbán, entre otras. Lo que plantea esta persona supone que el compromiso ético –que suscribo: estoy a favor de la plena igualdad entre hombres y mujeres; ¿quién con alguna decencia podría no estarlo?– prevalezca sobre el gusto, sobre la desnuda y soberana condición de lector (o de lo que sea): en la práctica, que mencione a un 50% de mujeres y a un 50% de hombres. Si me gustara más, en el ámbito del que he hablado hoy, lo que escriben las mujeres, no tendría ningún inconveniente en decirlo públicamente, con la misma naturalidad con que me he expresado en esta ocasión, aunque eso supusiera el 100% de los autores mencionados. Pero no es el caso, y mi responsabilidad conmigo mismo y con quienes me escuchan, es sostener mi verdad, mi verdad subjetiva y parcial y acaso equivocada, pero mía. La igualdad no debe suponer, a mi juicio, una equivalencia ciega entre la producción de un sexo y otro, sino la paridad en las condiciones de producción: que ninguno sufra limitaciones que el otro no padece; que ninguno esté más o mejor preparado para hacer lo mismo; y que ninguno reciba menor retribución por hacerlo. Garantizado eso, a todos se les ha de juzgar por el mismo rasero, con libertad de conciencia y autonomía crítica. El domingo por la mañana partimos para Mérida. En el camino están las ruinas de Itálica, que nunca hemos visitado y que nos apetece conocer. La entrada es gratuita, lo que no sé si me gusta: el gratis total estimula el desaprecio. Una entrada, aunque fuera simbólica, le recordaría a la gente que también la cultura tiene un precio, y esa constancia quizá le ayudaría a comprender mejor su valor (confundamos, por una vez, precio y valor). Nada más entrar, reconozco en el edificio a la derecha del acceso los célebres versos de Rodrigo Caro: "Estos, Fabio, ¡ay dolor!, que ves ahora / campos de soledad, mustio collado, / fueron un tiempo Itálica famosa...". No es la única inscripción que nos encontraremos en el recinto, aunque ya no haya más de carácter literario. (Podría haberlas; debería haberlas: a las ruinas de Itálica han cantado Herrera, Medrano, Rioja, Villalón, Romero Murube, Foxá y Jorge Guillén, entre muchos otros). En un rincón del anfiteatro daremos con una reproducción de la tabula gladiatoria, del 177 d. C., que contiene un edicto del emperador Marco Aurelio y de su hijo Cómodo –sí, el malo de Gladiator– regulador de los gastos de los numera gladiatoria: establecía, por ejemplo, los premios máximos que podían otorgarse a los vencedores y los impuestos que había que aplicar a los tratantes de gladiadores. Roma nos antecedió en casi todo, y también en la gestión presupuestaria. El anfiteatro de Itálica es el cuarto mayor del mundo: construido por el emperador Adriano –natural, como su antecesor Trajano, de Itálica–, podía albergar a 25 000 espectadores, una cantidad desmesurada para su época. Hoy luce achacoso –le faltan dos anillos de gradas casi completos, y los que quedan son el triste resultado de siglos de saqueos y abandono, a pesar de una restauración por otra parte poco agraciada, que ha incrustado cubos de cemento en los muros y levantado paredes de ladrillo en el monumento–, pero aún impresiona. Mientras lo visitamos, oímos la desesperación de las cigarras y olemos a pino abrasado: el calor nos desquicia a todos. En una fuente dispuesta para la supervivencia, al lado de un mirador de aves, nos refrescamos hasta empaparnos. Junto con el anfiteatro, el mayor atractivo de estas ruinas largamente bimilenarias –Itálica se fundó en el 206 a. C. para acoger a los legionarios de Escipión el Africano heridos en la batalla de Ilipa contra los cartagineses– son los mosaicos de la Casa de los Pájaros, así llamada porque uno de ellos representa, en vivos colores y figuras perfectas, a 33 especies de aves. El mosaico de la habitación de los niños está presidido por una cabeza de Medusa, que los protegía del mal de ojo. Otros aparecen acenefados por esvásticas trabadas o delicados motivos geométricos. Admiramos, en fin, los mosaicos del Planetario, con sus imágenes estelares, y de Dionisio y Ariadna, y, sobreponiéndonos a un sol pavoroso, le echamos un vistazo a las termas, que debieron de ser también imponentes en su época, pero de las que hoy apenas quedan los cimientos. Cuando salimos de las ruinas, abrevamos ferozmente en el primer bar que encontramos, uno de los muchos que viven de los turistas que las visitan. Allí, un caballero muy amable me cede el ABC del establecimiento, en cuya portada luce su "queridísima Susana Díaz" –así la califica el señor–, que hoy afirma –y por eso aparece en la portada del ABC–: "Somos socialistas, no nacionalistas". Qué gilipollez, pienso.
martes, 8 de agosto de 2017
Voces del Extremo (II): Moga en Moguer
Voces del Extremo –que Ángeles se empeña en llamar Voces del Extrarradio: en su error no deja haber una parte de acierto– es un encuentro poético alternativo, popular, feliz y, para los estándares de la poesía patria, multitudinario. Lleva celebrándose 19 años en Moguer, ciudad natal de Juan Ramón Jiménez, y yo he llegado a él de la mano de Antonio Orihuela, amigo de Mérida y uno de sus principales organizadores. Llegamos a última hora de la mañana, a una lectura colectiva –como todas las que se hacen aquí– que se desarrolla en la casa natal de Juan Ramón. Nos asomamos a la sala y la vemos llena. Así será siempre: los actos de Voces del Extremo están siempre hasta los topes. Y eso me pasma, porque una realidad con la que hay que convivir casi siempre en el mundo de la poesía es la escasez o falta de público. La preocupación por garantizar alguna asistencia a los actos –lecturas, presentaciones, charlas– es constante, y suele saldarse con una decepción o, como mucho, con una resignación apesadumbrada. Y a más de uno he asistido yo en el que no había nadie, salvo el presentador y el presentado. En Moguer, en cambio, hay gente de pie en todos e incluso, en algunos, es imposible entrar. Hasta que concluya la lectura, visitamos el lugar –una hermosa casona decimonónica, aunque tiene mucha letra sobre Juan Ramón, pero pocos objetos, poca chicha museística–, paseamos por el agradable patio de la casa y saludamos a viejos amigos y conocidos. Chema de la Quintana, con su aspecto de contramaestre de galéon, ha instalado un puesto con los libros de Amargord a la sombra de un magnolio. Chema debe de ser el editor que más puestos de libros instala en España: allí donde vaya –ferias del libro, festivales, jornadas–, allí está Chema con su género. Me regala un ejemplar de El corazón, la nada, la antología que publiqué hace tres años en la colección Transatlántica/Portbou, y se lo agradezco, aunque lamente que con ello no quede ya ningún ejemplar en la mesa. Saludo a Antonio Orihuela, a mi querida María Ángeles Pérez López, a Quique Falcón, a Jorge Riechmann, a Eladio Méndez y a Joaquín Gómez, un buen poeta visual extremeño al que la Editora Regional de Extremadura tiene previsto publicar el año que viene. Vuelvo a asomarme a la sala de lecturas, y me sitúo junto al pingüino que refresca una pizca el lugar: hace un calor de soponcio. Le toca el turno a un poeta cacereño joven, del que no sé nada. Recita de memoria. Lo que oigo –algo sobre la elegancia y cagar, o sobre la elegancia de cagar, o sobre cagarse en la elegancia– me recuerda a un monólogo cómico. Cosecha un éxito clamoroso: la ovación es estruendosa, y hasta resuenan algunos "¡bravos!" entusiastas. Esta es otra característica de Voces: el público se entrega a la poesía, la vive, la celebra y la aplaude, sea cual sea su perfil: la poesía se festeja por el solo hecho de existir; la poesía, por sí sola, justifica la alegría. Aquí no hay nada del recato obsequioso de las lecturas al uso: unas palmitas adocenadas para que el silencio no se entienda como agravio, o para que no refleje el intenso tedio que se ha experimentado. Aquí el oyente se entrega a la escucha, tanto si le gusta mucho como si le gusta menos, y manifiesta su parecer sin remilgos. Tras nuestra primera toma de contacto, vamos a comer al Castillo de Santo Domingo, un local de bodas, bautizos y celebraciones. Pero está bien: también Voces del Extremo es una celebración. En la mesa que nos toca en suerte, conocemos a Camino, alta, delgada y bellísima, a quien Antonio me presenta como la única persona que compra libros de poesía en España. Camino no solo es excepcional por comprar libros de poesía (en lugar de robarlos o esperar que se los regalen), sino también por leerlos –uno al día, especifica– y no querer escribirlos, algo sin duda asombroso, teniendo en cuenta que en España aspiran a ser poetas, y lo intentan con denuedo, hasta quienes solo han leído a Benedetti o Bukowski. También conocemos a Marjiatta Gottopo, una poeta venezolana, afincada en Barcelona, que, por decirlo con suavidad, desborda de entusiasmo: levanta la voz, gesticula, se remueve en la silla, opina con vehemencia. Como todas las personas que afirman con tanta rotundidad su ser, intuyo en ella a alguien frágil, vulnerada y vulnerable. Tras la comida y el calor de las calles, y antes de la lectura en la que he de participar a media tarde, nos vendría bien un descanso. María Ángeles Pérez López y su marido, Miguel, nos invitan a acompañarles a la hacienda cerca de Moguer donde han tenido la previsión que nosotros no hemos tenido de reservar alojamiento, y a disfrutar con ellos de la piscina. Aceptamos sin dudar, aunque no llevemos bañadores. María Ángeles me dice que ellos nos los prestarán. Y así lo hacen, generosos como siempre. Pero es un préstamo envenenado: el bañador de Miguel está a punto de asfixiarme. Embutido en él como un luchador de sumo en unas mallas de ballet, salgo a la pileta rezando por que la tela no reviente. Milagrosamente, no lo hace: nadamos, reímos y charlamos (yo no mucho: tengo dificultades para respirar), y volvemos a Moguer, esta vez a la Fundación Zenobia y Juan Ramón Jiménez, donde tanto María Ángeles como yo hemos de leer. La Fundación es otra casona burguesa, donde el poeta vivió algunos años de su infancia y juventud, que apenas podemos visitar: muchas habitaciones están cerradas. Allí saludo a un poeta de Sant Cugat al que no me agrada ver, pero al que es casi imposible no ver: comparece en casi todos los saraos literarios de España y, sobre todo, de Hispanoamérica, donde ha establecido su principal territorio de caza literario. De hecho, acude, como suele hacer, acompañado por un poeta hispanoamericano, al que nos presenta escuetamente. Este poeta, al que es muy probable que tenga acogido en su casa, le servirá, o le ha servido, para acudir a algún encuentro en su país de origen, y ahora está invirtiendo en ese proyecto o devolviendo el favor. La lectura se hace en el patio de la Fundación, fresco, sosegado –las campanas que suenan no alteran, sino que acendran ese sosiego–, tupido de hiedra y árboles aromáticos, y frente a una pared en la que unos azulejos reproducen "La noche mejor", un sugerente poema de Juan Ramón Jiménez Bayo, sobrino del poeta. Desfilamos por el atril o la mesa Riechmann, con su poesía combativa, seca, armada de ideas; María Ángeles, delicada y feroz, y siempre atrevida (lee hoy unos poemas en prosa, el género de los que no temen a la incertidumbre); y algunos poetas que no conozco: la gallega Montserrat Villar, con unas piezas exquisitas, Manuel López Arroyo, demasiado teatral para mi gusto, y un autor marroquí, Mezouar el Idrissi, que justifica su presencia en el encuentro por ser "descendiente de moriscos", y que lee, en buen castellano, alguna pieza dedicada a Granada y otra, en árabe, a la Palestina sometida, merecedoras de mucho aplauso. Yo leo "Solo, alguien, una sombra calcárea...", un poema sobre la soledad de Muerte y amapolas en Alexandra Avenue, y el dedicado al inolvidable José María Aznar en Insumisión. Hay un poeta más convocado a la lectura, un joven extremeño cuya presencia reclama Antonio varias veces, pero que no comparece. Y no me extraña: alguien que se tiene por un poeta maldito, aunque solo haya publicado un par de cuadernillos (o quizá por eso; en realidad, lo es: malditas son su egolatría y su mala educación), puede no presentarse, sin dar ninguna explicación, en un acto público en el que él mismo ha pedido participar y en el que generosamente se le ha incluido. Lo que toca después de nuestra lectura es otra lectura: Voces del Extremo es una yincana de versos. Esta se hará en la calle, porque los poetas no se limitan a leer bajo techo: lo hacen donde sea y a la hora que sea. Vamos, pues, a la plaza de las Monjas, en la que se han dispuesto unas sillas, un pequeño escenario y unos micrófonos. Recorrer Moguer nos permite comprobar que el pueblo está entregado a la obra y figura de Juan Ramón Jiménez: las calles están llenas de figuras de Platero, de bustos del poeta y de reproducciones de fragmentos de sus poemas, entre muchos otros recordatorios del autor de Tiempo y Espacio. En este supuesto, casa la devoción local con la relevancia del personaje, y no solo porque obtuviera el Premio Nobel, sino por su envergadura objetiva: Juan Ramón Jiménez es el poeta más importante del siglo XX español; acaso no el mejor, pero sí el más trascendente, el más plural y a la vez coherente, el que más ha aportado. Y su ejemplo ético fue también definitivo. La influencia de Juan Ramón se respira hasta en los pequeños detalles, o las pequeñas anécdotas, del encuentro: cuando llegamos a la plaza de las Monjas, vemos a aquel poeta cacereño de la elegancia y el cagar trayendo a un burrito de una cuerda, y dejándolo atado a los pies del monumento a Colón que preside la plaza. Allí el animal (que es pequeño, peludo y suave, pero que no parece blando: lleva huesos, con toda su dureza cálcica) se entretiene mordisqueando la hierba del breve arriate colombino. Ángeles y yo asistimos al recital sentados en un banco de la plaza. Anochece, y se encienden las farolas, amarillentas. Los niños juegan al fútbol cerca de los poetas. Los abuelos juegan con sus nietos. A nuestro lado, en el banco de piedra, una abuela no deja de comportarse como una abuela –da órdenes cariñosas, hace fiestas, besuquea– con un nieto que no deja de marear con un dinosaurio y una pelota. En las terrazas de los bares, detrás del escenario, la gente chupa cerveza. Distingo entre el público a Enrique Falcón, que cada día se parece más a un filósofo presocrático, y al poeta de Sant Cugat, adherido al poeta hispanoamericano del que se ha provisto. Quienes leen desgranan poemas, fuertemente ideologizados, contra el capitalismo, el liberalismo, el maltrato de las mujeres, el machismo, la destrucción de la naturaleza y otras injusticias del sistema. Todo Voces lo está –ideologizado, digo–, pero es una ideología muchas de cuyas líneas críticas comparto y con la que, en general, no me siento incómodo. Luego de los versos viene un concierto lorquiano, dado por Iris Almenara y Sergio Santes. Nos gusta, aunque la espléndida voz de Iris sea siempre operística y no se adapte lo suficiente, a nuestro entender, al tono popular y a menudo íntimo de la poesía de Lorca. Vamos a cenar, por fin. A nuestro lado se sienta Marjiatta, que copará la conversación con su desbordante personalidad. Nos relata, con muchos decibelios, su decepción con el chavismo –pasó de abrazar tres veces a Chávez, que ya es abrazar, a renunciar a su trabajo en la Administración y exiliarse en España–, nos habla, asimismo con notable excitación, de sus tortuosas relaciones sentimentales y de su relación con las drogas, y remata el encuentro, cuando ya hemos acabado de cenar, llevándose el vino sobrante en una botella vacía de agua. Marjiatta nos cae bien –su arrolladora vitalidad es estimulante–, pero nos deja agotados. Nos retiramos, pues, a San Juan Puerto, a no descansar en nuestra cama para enanos.
jueves, 3 de agosto de 2017
Voces del Extremo (I): en Huelva
El encuentro poético Voces del Extremo, al que me han invitado por primera vez, está tan concurrido que, a menos que hayas reservado habitación con meses de adelanto, resulta muy difícil encontrar un alojamiento cómodo en el propio Moguer, donde se celebra. Nosotros hemos encontrado posada en un modesto hostal de San Juan del Puerto, a pocos kilómetros. Cuando llegamos, es ya casi de noche. Paseamos por el centro del pueblo, en el que hay dos plazas unidas por una calle. La calle se llama Dos Plazas. Nuestra incipiente sospecha de que sea una localidad que depare escasas sorpresas se desvanece cuando vemos que las sedes del PSOE y el PP locales son vecinas. Al enemigo, mejor tenerlo cerca, deben de pensar ambos. La calle Dos Plazas lleva desde la plaza de España, presidida por el elegante y centenario edificio del ayuntamiento, a la que aloja la iglesia parroquial de San Juan Bautista, grande, blanca, de hechuras neoclásicas, levantada en el s. XVI y vuelta a levantar en el XVIII, tras el devastador terremoto de Lisboa, que golpeó con fuerza todo el oeste español. Una placa junto a la entrada nos informa de lo siguiente: "Henchida de orgullo, se alza sobre su casería, vigilando la apacible vida de este pueblo". La información se hace luego general: "¡Qué bonitas son las iglesias de los pueblos de Huelva!". No es la única leyenda que nos suscita algún asombro. En la misma fachada en la que el anónimo informador se ha extasiado con esta y las demás iglesias de los pueblos onubenses, vemos otra placa en homenaje a Juan de Robles, "gloria de las letras del Siglo de Oro". Comprendemos –y aplaudimos– que un escritor oriundo del pueblo merezca el recuerdo de sus paisanos, pero lo de "gloria de las letras del Siglo de Oro", aplicado a un mediano retórico, ortógrafo y recopilador de facecias y cuentecillos populares, del que solo han sobrevivido dos obras, parece excesivo. Quizá en el futuro haya también una placa dedicada a otra hija ilustre de San Juan del Puerto, Fátima Báñez, la actual ministra de Trabajo, esa que opinaba, en lo peor de la crisis, que los jóvenes que tenían que emigrar porque en España no encontraban trabajo, no lo hacían por necesidad, sino por "movilidad exterior", y quizá esa placa también considere a la brillante funcionaria "una gloria del s. XXI". Volvemos por la calle Dos Plazas hasta la de España, y disfrutamos de una bonita sucesión de fachadas azulejeadas y balcones historiados. La gente, sentada a la puerta de las casas, toma el fresco y charla. No es extraño: el calor diario es asfixiante. Nos sentamos a cenar algo en la terraza de El Rincón de Ericka, junto al ayuntamiento. Nos atiende Ericka, una cubana o dominicana que también ha tenido que practicar la movilidad exterior. Damos pronta cuenta de una ensalada de remolacha y un pincho de pollo, y nos entretenemos observando a una pareja que está en la mesa vecina. Ella, una joven muy parecida a Natalie Portman, es de una belleza descomunal, aunque mancillada por todos los atavíos de la vulgaridad: tatuajes, shorts tejanos (de esos que te hacen sufrir por que le corten la circulación de la femoral y tengamos un problema) y unos modales en los que brilla con luz propia una enojosa propensión a comer con la boca abierta. A su lado, un niño muy pequeño no para de incordiar –obviamente, es su hijo, que debió de tener siendo adolescente; de hecho, aún lo es– y, enfrente, el que conjeturamos su marido, cuya belleza dista mucho de la de su cónyuge, juguetea con el móvil, despreocupado de mujer e hijo, bebe cerveza a gollete y compite con ella en comer enseñando todo lo que come; y gana él. Pero estamos cansados y el entretenimiento que nos proporciona la rústica pareja es limitado. Nos acostamos pronto, pues, aunque el lecho no nos augura una noche feliz: es poco más que una cama individual grande, manifiestamente insuficiente para dos personas, sobre todo cuando una de ellas tiene el tamaño de un oso pardo, y, peor aún, es muellera. Y, en efecto, dormimos mal, aunque, cuando llega el día, hacemos lo posible por despojarnos de esa sensación lisérgica que da la falta de sueño y el descanso poco reparador y visitar Huelva, la capital, con entereza e ilusión. Entramos en la ciudad por la Avenida de Andalucía y luego por la calles San Sebastián y Pablo Rada, en las que se suceden los bustos y estatuas. Si los monumentos públicos son reveladores de los intereses de quienes los erigen, estos no dejan lugar a dudas sobre los espectáculos preferidos de los onubenses: contabilizo la efigie de un cantaor, un homenaje al fútbol (así, en general) y otro a la dinastía de los Litri; de hecho, la plaza cuyo centro ocupa esta última se llama así: Plaza de la dinastía de los Litri. Otra plaza, la de las Monjas –bautizada de este modo por adyacer al convento mudéjar de las agustinas–, se suma a esta nómina de ocupaciones tradicionales. También contiene un monumento a Colón. A la casa asimismo llamada Colón (Huelva es un lugar muy colombino) se llega por la avenida Martín Alonso Pinzón, a la que da el ayuntamiento de la ciudad, cuya arquitectura nos recuerda mucho a la del Madrid de los Austrias. La Casa Colón, airosa, atlántica, colonial, hoy ocupada por dependencias públicas, forma parte del legado inglés de Huelva: los ingleses explotaron muchos años las minas de la provincia, e inevitablemente dejaron un rastro propio en los edificios e infraestructuras (y en el deporte: no en vano el Recreativo de Huelva es el club de fútbol decano de España; los ingleses se llevaron el cobre, pero trajeron el football). En los agradables y geométricos jardines de la Casa Colón, lo único visitable del conjunto, se alzan otras dos estatuas: a Platero, el burro cantado por Juan Ramón Jiménez, y al inca Garcilaso de la Vega. Y en una de sus paredes se reproduce el soneto de José Manuel de Lara (el poeta, no el editor) "Nací en Andalucía un martes triste / del otoño del año veintinueve. / Hoy es martes también y también llueve...", que me suena vagamente vallejiano. Celebro que ambos sean personajes literarios. Siempre me congratulo de que la literatura ocupe los espacios públicos, aunque sea bajo la especie petrificada de bustos, rótulos y efigies: es importante mantener el valor simbólico de las artes para que las artes sigan siendo apreciadas. A la salida de la Casa Colón, en cambio, nos asalta un grupo escultórico que exalta los más rancios valores culturales patrios: varias figuras sostienen una imagen de la Virgen, en un escorzo, esforzado y entusiasta, que me recuerda al de los marines estadounidenses levantando la bandera americana en Guadalcanal. El legado inglés de Huelva, actualizado por el masivo turismo británico de nuestros días, se continúa observando en los muchos pubs y taverns que jalonan nuestro recorrido, y culmina en el Barrio Reina Victoria, una ciudad jardín construida en los años 20 del siglo pasado por la Río Tinto Company para alojar a sus trabajadores y, así, tenerlos controlados: había que ofrecerles algún comodidad para quitarles las ganas de protestar y evitar que acabaran colectivizando los medios de producción. Lo mismo sigue pasando hoy: el precario bienestar de que disfrutamos nos ha hecho olvidar la necesidad de asaltar el Palacio de Invierno. Paseamos demoradamente, a pesar del calor, por las callecillas del Barrio. Reconocemos los rasgos del urbanismo inglés, pero también los estilos andaluz, neomudéjar y colonial que convierten el conjunto en una bizarro pupurrí de cubiertas a dos aguas de teja plana y chimenea, y fachadas encaladas, con azulejos, ladrillos vistos y verjas también de ladrillo. Algunas casas se mantienen sobrias y septentrionales; otras lucen tiestos con flores en las fachadas; las menos despliegan toda la cutrez posible en los patios o jardines: sacos terreros, parapetos de plástico verde, infames sucedáneos de brezo, huesos secos de jamón. Ah, la capacidad hispana para ensuciar, o el arraigado mal gusto de nuestros compatriotas, cuánto daño han hecho siempre. Pensando ya en comer, volvemos al centro por la ominosa Cuesta de las Tres Caídas, que da a la entrada del parque Alonso Sánchez, en la que un considerado grafitero ha pintado un gigantesco falo eyaculando. Como para compensar, leemos en los bordillos mensajes edificantes, no sabemos si obra del ayuntamiento: "A mal tiempo, buenas tapas" o "Amojámate en el Atlántico". Desde las alturas del parque, acompañados por su pene jubiloso, admiramos el paisaje de Huelva, hecho de una amalgama de casas blancas y bajas y edificios, aquí y allá, de muchas plantas, por lo general feos. Nos dirigimos al restaurante El Comercial, del que tenemos buenas referencias. Pasamos por delante de la casa natal de Rogelio Buendía, aquel ultraísta que ha pasado a la historia de la literatura por haber escrito una de las pocas obras valiosas del ultraísmo, La rueda de color, y, sobre todo, por haber sido el primer traductor de Pessoa al español. A no mucha distancia, vemos también una frutería que ha colgado un cartel que dice: "Cierre la puerta antes de salir", lo que me suena muy ultraísta. Cerca de El Comercial está la hermosa iglesia de Nuestra Señora de la Concepción, otro templo dañado por el terremoto de Lisboa, pero también por seísmos posteriores y por la Guerra Civil, quizá el mayor de todos. Una placa, precisamente, recuerda el "sacrílego incendio perpetrado por la barbarie impía marxista del 20 de julio de 1936". La prosa, ahora crítica, es tan virulenta como entusiasta era la que cantaba la hermosura de las iglesias de los pueblos de Huelva en San Juan del Puerto: las placas informativas en Huelva no conocen el término medio. En cualquier caso, puedo entender, aunque nunca justificar, que la "barbarie impía marxista", es decir, grupos de peones o jornaleros explotados y desposeídos de todo desde siempre, expresaran su ira contra los símbolos principales de los espadones que se habían rebelado solo dos días antes contra el gobierno legítimo. El Comercial cumple las expectativas: rodeados por paneles que reproducen escenas de la Capilla Sixtina o El nacimiento de Venus, de Botticelli, mezclados con largos estantes en los que polícromas botellas de espirituosos se alinean con aire marcial, comemos bien, aunque tarden en servirnos. Estiramos la sobremesa, porque el calor, fuera, es disuasorio. Cuando nos atrevemos a salir, optamos por dirigirnos al muelle, donde confiamos en que las brisas del Odiel nos ayuden a sobrevivir. Y así es: paseamos por el Muelle Cargadero de Mineral de Río Tinto –así se llama un largo y curvo pier que se adentra en el río, y en el cual se abastecían antiguamente los barcos del mineral que habían de transportar a Inglaterra– y gozamos de un viento fresco, que riza las aguas verdes –de un verde militar– del Odiel, grande aquí como un mar, mientras la vista se pierde en los juncales y cañizares de la orilla opuesta. En el muelle se disponen los pescadores, que, una vez tirada la caña, se apoyan en los pretiles metálicos, con la vista perdida en las ondulaciones del río o las lejanías azules del cielo, o se sientan en sillitas de playa, y fuman. Pescar siempre me ha parecido una actividad melancólica, no apta para hiperactivos. Cuando dejamos el muelle, aunque estamos cansados, decidimos visitar Punta Umbría: no queremos pasar por Huelva sin conocer alguna de sus playas más famosas. "No tengáis miedo: abrid las puertas a Cristo", leo escrito en la fachada de una iglesia que nos pilla de camino al coche. Es una frase de Juan Pablo II. Ay, a mí el que me daba miedo era Juan Pablo II, a quien Dios tenga en su gloria.
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