El domingo leí en El País un artículo estupendo de Juan Evaristo Valls Boix, “Flotar y no hacer nada”, que reivindica el dolce far niente veraniego. Acaba así: “El verano, como una revolución jubilosa, es esa palanca de freno que accionamos para detener el tren de vida neoliberal de una vez por todas, porque preferimos parar, cuidarnos y broncear nuestra espalda antes que deflagrarnos al sol capitalista del éxito. El verano nos enseña, en suma, a conciliarnos con esas insignificancia que somos. No es una estación del año ni una estancia en la montaña, sino la invención o la aventura, lentísima pero certera, del fuego de la pereza”. Suscribo de pe a pa lo que afirma el autor y pretendo ejercerlo, aunque este ejercer sea ya una forma de hacer que también debería estar proscrita. En consecuencia, al socaire agosteño, y no sin, por otra parte, dolor de corazón —porque estas entradas me permiten desahogarme, desfogarme y hasta desfondarme—, voy a tumbarme a la bartola estas semanas calenturientas, a apagar el cerebro (si es que lo he tenido alguna vez encendido), reposar el corazón y diluirme en el manso oleaje de la contemplación, la siesta y el paseo vespertino. Encenderé, pues, el fuego de la pereza, y confío en consumirme en sus llamas. Lo mismo os deseo a todos: descanso, paz y cesantía. Feliz verano y hasta septiembre, si queréis.