lunes, 28 de octubre de 2019

El tiempo es un cartón de leche

Agustín Fernández Mallo (La Coruña, 1967) lleva dos décadas construyendo una obra excepcional, tanto por su calidad como por sus dimensiones y su ambición: abarca todos los géneros y no rehúye ningún problema. Aunque eso que se suele llamar éxito puede atribuirse, en su caso, a sus novelas –cuya última y brillante entrega fue, en 2018, Trilogía de la guerra–, sus cimientos, su raíz, ha sido siempre la poesía, que impregna cuanto escribe. Ahora vuelve al ensayo –tras Postpoesía. Hacia un nuevo paradigma, publicado en 2009– con un volumen en el que analiza cuanto atañe a la cultura contemporánea y propone un modelo alternativo tanto al realismo tradicional –y fosilizado– como al relativismo y la deconstrucción posmodernos. La idea de la que parece surgir Teoría general de la basura –que las mejores creaciones no nacen del meollo, sino de los residuos; no de lo que otros han edificado, sino de lo que han descartado–, siendo importante en el conjunto, no es sino un pretexto para la presentación de un pensamiento sistemático, que pretende un gran orden, un modelo omnicomprensivo, una estructura global, y que excede con mucho una idea seminal. Esta búsqueda de una totalidad orgánica es permanente en la obra de Fernández Mallo: su aparente fragmentación, sus paradojas, sus excursos, son hebras firmes de una coherencia que, no obstante serlo, escapa siempre a toda noción común y aun a toda estabulación conceptual. 

El pensamiento de Fernández Mallo obedece en todo momento a pautas poéticas, es decir, metafóricas. Que sea físico, y que utilice con amplitud y solvencia el lenguaje del empirismo, no desdice de esa tarea, sino que la refuerza: también la ciencia es una metáfora. Y esa labor relacional –de urdimbre de analogías, de orgía de nexos– con que analiza la realidad acaba definiendo la realidad, y acaso transformándola. La obra entera del autor de Yo siempre regreso a los pezones y al punto 7 del Tractatus es una incansable busca de lo agazapado en los intersticios y los márgenes, de lo difuminado en las tierras de nadie, de lo híbrido, oblicuo y residual. Fernández Mallo escarba en las ruinas con la misma fruición con que ahonda en lo líquido. Y en todo persigue la subversión: a todo, o a casi todo, le da la vuelta. Pero fundir nociones, con frecuencia muy alejadas entre sí, no las diluye, sino que, por el contrario, las refuerza. Y poner patas arriba nociones preconcebidas, por asentadas que estén, no conlleva el caos intelectual, sino la regeneración intelectual, algo de lo que estamos siempre muy necesitados (aunque sí comporta cierta incomodidad, pero la incomodidad es igualmente saludable: sin incomodidad aún viviríamos apiñados en cuevas, calentándonos con fogatas). La metáfora, como afirma Fernández Mallo, es una metáfora de la necesaria fusión de conceptos. 

En Teoría general de la basura, Agustín Fernández Mallo, con un ejemplar (y crítico) conocimiento del pensamiento posmoderno, analiza qué es la realidad y cómo llegamos a conocerla (y a construirla), en qué consiste el acto creativo y, en definitiva, cómo elaboramos la cultura (y cómo deberíamos elaborarla en el futuro, si queremos que siga viva). Y en cada uno de estos grandes ámbitos impulsa constantes ramificaciones, que escrutan desde la velocidad de la luz de las cosas (y de los residuos) hasta la museística como religión, pasando por los durmientes de Éfeso, el absoluto hegeliano, la epifanía del azar, la exonovela y el fin de la espectacularidad en las artes, entre muchos otros asuntos. Se trata, pues, de un ensayo sobre la concepción y el tratamiento, epistemológico y estético, de lo real, que Fernández Mallo define como «la problematización de la realidad». 

Frente al realismo ingenuo, a la concepción lineal de la historia –alentada por el motor falaz del progreso–, al hombre-sustancia de la Ilustración, al vacío que introducen, en el arte del s. XX, los coletazos románticos que supone el posmodernismo –Foucault, Derrida, Lyotard, Deleuze– y, sobre todo, frente a la acomodación, el adocenamiento y la vulgaridad, Fernández Mallo reivindica el nomadismo estético, el apropiacionismo, el realismo complejo, los sistemas en red y la docuficción: todo aquello que amplía lo real, que extiende, por vías fértilmente anómalas, la incertidumbre y el desconcierto, que promueve lo orgánico en lugar de lo pétreo, que nos adentra en territorios inexplorados, en penumbras, incluso en tinieblas, pero vivas, pulsátiles, iluminadas. En la poesía, y en todas las artes, afirma Fernández Mallo, lo que debe guiarnos, y adonde hemos de orientar nuestras fuerzas y las técnicas que empleemos para su elaboración –con la metáfora, esto es, la transfusión significativa y existencial, como eje de nuestro empuje–, es lo inusitado, lo improbable, lo imprevisto. 

Una aproximación de estas características se me antoja profundamente democrática, y esta es una de sus mayores virtudes, que hoy debería ser apreciada más que nunca. Fernández Mallo es relativista, pero no insensato. Siempre plantea los dos (o múltiples) polos de las cuestiones que aborda y busca, hegelianamente, una suerte de síntesis. Y así lo afirma en algunos pasajes: «Hay que lanzar una mirada a la realidad bajo el prisma de la complejidad, de los sistemas complejos, definidos, entre otras cosas, por el abandono del pensamiento en términos de dialéctica, para verlos como un espacio donde las partes en juego se atraen y se repelen a fin de buscar un equilibrio inestable, activo. Este equilibrio inestable no es detención o estatismo, sino realimentación, flujos continuos entre las partes en juego». Niega la esencia de las cosas, pero esta negación no las despoja de entidad, porque, al mismo tiempo, subraya su dependencia de otras cosas, su integración en la maquinaria, por borrosa o fluctuante que sea, de un sistema articulado, o que nosotros podemos articular. Fernández Mallo pretende lo ecléctico, lo que supera las jerarquías y las dicotomías, como quien pretende encontrar un regato numinoso en el páramo de lo consabido. 

Teoría general de la basura es una obra mayor del pensamiento español reciente, escrita con vigor lírico y pulso narrativo, cuya fuerza radica tanto en la originalidad como el sincretismo de sus propuestas.

[Esta reseña se publicó en Turia, nº 131, junio-octubre 2019, pp. 429-431]

miércoles, 23 de octubre de 2019

El opositor y la historia

Desde hace unos meses, en la sala hipóstila de la estación de plaza de Cataluña, en Barcelona, se instala un tenderete de libros viejos. Pertenece a una ONG, Llibre Solidari ['Libro Solidario'], que los recibe de los donantes, los revende en los túneles del metro y destina los ingresos obtenidos a sus nobles fines. Tengo por costumbre —fruto de una larga experiencia como rebuscador de libros usados— mirar en todo montón de papel que me encuentre, porque en todas partes, aun en las más cochambrosas, puede esconderse una joya. (En pilas inverosímiles, y por unos pocos euros, he encontrado primeras ediciones de Manual de espumas, de Gerardo Diego, y Descripción de la mentira, de Antonio Gamoneda). En el puesto de Llibre Solidari, siempre echo un vistazo a la poesía, aunque a veces, como lo que suele haber son antologías cutres y bazofia autopublicada, me asomo también a las demás secciones. Y ayer, en el cajón de la historia, encontré un volumen que me llamó la atención: La oposición. Un relato sobre la invención de la historia, de Alfonso Mateo-Sagasta (que no sé si tendrá algo que ver con Práxedes, el político de la Restauración), publicado por Reino de Cordelia en 2016. No conozco al autor, pero varias cosas me atraen del libro: el formato, delgado, estirado, singular; la editorial, siempre atenta a las propuestas novedosas; el prologuista, Luis Alberto de Cuenca —que recuerda al autor, librero antes que escritor, como el procurador de su «ración cotidiana de droga bibliográfica»—; y la dedicatoria autógrafa de Mateo-Sagasta, que incluye el dibujo de un pájaro antropomorfo con un gran penacho y la afirmación «El futuro está en nuestras manos», y cuyo destinatario, un famoso periodista de Barcelona, no ha tenido siquiera la misericordia de recortar (a ese periodista, con una de las prosas más divertidas del país, he estado tentado de enviarle algún libro mío; pero me abstendré de hacerlo). El futuro quizá esté en sus manos, pero lo que es seguro que ya no lo está es el libro de Mateo-Sagasta. No obstante, lo que más me interesa de La oposición. Un relato sobre la invención de la historia es el tema, y no por la oposición —aunque sea el espectáculo nacional más sangriento después de los toros, según Ortega y Gasset—, sino por la invención de la historia. Me lo compro por dos euros y, como es breve —apenas 70 páginas de texto—, me zampo una buena parte en el tren, de vuelta a casa. Últimamente ando sumido en lecturas históricas, y la razón es un hecho inaudito en la vida cultural española: un debate intelectual, desembarazado y público, entre dos ensayistas y sus tesis: María Elvira Roca Barea, autora del superventas Imperiofobia y leyenda negra, y el filósofo José Luis Villacañas, contradictor de la primera con Imperiofilia y el populismo nacional-católico. Confieso que Roca Barea me hizo tilín (sobre todo por su reivindicación de todo lo bueno que España ha aportado al mundo y que apenas es conocido, ni siquiera por los propios españoles), pero Villacañas me lo está afeando, con buenas razones. Si el primero me gustó, el segundo me demuestra por qué no debería haberme gustado (y yo me siento un poco pazguato por haberme dejado seducir). En cualquier caso, ese debate ilustra el pensamiento central de La oposición, como sostuvo Hayden White en la década de los 70 del siglo pasado y consigna De Cuenca en el prólogo: que la historia no es una ciencia, sino un género literario, o, por decirlo con las palabras más matizadas del propio Mateo-Sagasta: «La Historia es un relato coherente y dramatizado del pasado (…), un corpus de conocimiento maleable que cambia con el tiempo y los intereses de quienes la formulan y los pueblos a los que sirven». Porque de eso se trata en la disputa Roca Barea-Villacañas: de una diferente interpretación de los datos históricos, según el perfil ideológico y el empaque científico de los exégetas, y, sobre todo, según las necesidades del presente —y del futuro— que esas interpretaciones aspiran a satisfacer. Y, para Villacañas, las de Roca Barea no son otras que las de un nacionalismo español urgido de autoestima frente al desafío independentista catalán. La oposición se presenta como un diálogo entre un opositor a catedrático universitario y su tribunal examinador. No obstante, no es un diálogo de verdad, sino un monólogo —del opositor— disimulado por las preguntas y las expresiones de disgusto de los examinadores, poco habituados a que se impugne su condición de rigurosos garantes de la Verdad histórica. El libro tendría más enjundia literaria si el debate entre los personajes fuese real (es decir, todo lo real que pueda ser un debate entre personajes de ficción), esto es, si los miembros del tribunal no se manifestasen como cándidos zoquetes, siempre pillados a contrapié por el ladino opositor, sino como expertos en la materia que han de juzgar y, por lo tanto, como conocedores ya del principio de que no es la historia la que explica el presente, sino el presente el que explica la historia. Por otra parte, si La oposición es un libro, lo es por estiramiento: de un artículo largo, Mateo-Sagasta ha hecho una nouvelle. No obstante, sus tesis, expuestas con claridad y zumba, persuaden. Lástima que las tiznen algunas erratas horrorosas, como un «heroicos» con tilde, un adverbio «sí» sin ella y, la más inverosímil de todas, un «Cervantes» con be: «Cerbantes» (pág. 40). Cuando llego a mi parada, aún no he terminado de leerlo. Lo hago mientras camino a casa como un murciélago: detectando, y esquivando, los obstáculos que surgen gracias a una suerte de radar que desarrollamos los lectores callejeros. Compongo entonces una estampa que antes era frecuente y hoy resulta excepcional: la del transeúnte absorbido por el libro, la de quien lee andando. Y me doy cuenta de que leer es tender una red, o construirla: los librovejeros, Mateo-Sagasta (Práxedes y Alfonso), De Cuenca, Roca Barea, Villacañas, el periodista desconsiderado, Cervantes. Gracias a ella no me caigo por la calle, ni por la vida.

[Este artículo se ha publicado en el suplemento "La Sombra del Ciprés", de El Norte de Castilla, el 3 de octubre de 2019]

Nota bene: Alfonso Mateo-Sagasta, el autor del libro, me ha escrito para señalarme que el "Cerbantes" denunciado por mí como errata no es tal, "sino un pequeño homenaje a la edición del Quijote de Pollux Hernúñez y Emilio Pascual (con ilustraciones de Miguel Ángel Martín) publicada por Reino de Cordelia (y para mantener el criterio de la editorial). En ella, además de fragmentar el texto en versículos, apuestan por escribir el nombre del autor con b, tal y como él firmaba". Y así lo hago constar yo. 

viernes, 18 de octubre de 2019

Reflexiones sobre unos días de violencia y uno de huelga

El 14 de julio de 1789, mientras las turbas asaltaban la Bastilla, el último rey de Francia (y de Navarra), Luis XVI, anotó en su agenda personal: "Nada". Se refería al resultado de su día de caza, a la que era muy aficionado: ninguna pieza cobrada. El 2 de agosto de 1914, Kafka escribió en su diario: "Hoy Alemania le ha declarado la guerra a Rusia. Por la tarde he ido a nadar". Salvando las enormes distancias, tanto en lo que respecta a los sucesos referidos como a quienes los consignan, algo parecido podría decir yo de estos días de violencia en Barcelona. Por ejemplo, "anoche se quemaron docenas de contenedores y algunos coches; esta tarde he ido a nadar". De la violencia he sabido, como casi todo el mundo, por las noticias de la prensa y la televisión. En mi vida cotidiana, como en la de la inmensa mayoría de catalanes, la reacción del independentismo a la reciente sentencia del Tribunal Supremo no ha tenido ninguna incidencia. Más aún, en estos días agradablemente soleados, los lugares por los que suelo moverme de Sant Cugat a la plaza de Cataluña me han parecido más apacibles que de costumbre. Hoy mismo, la huelga general convocada por los sindicatos indepes ha supuesto que, a diferencia de lo que sucede en los días normales, cuando viajamos todos apretados como arenques, haya llegado al trabajo en un vagón semivacío. (Las huelgas, cuando no nos afectan directamente, son una delicia: las masas se diluyen; los otros, que son siempre el problema, desaparecen). Todo lo cual no significa que la violencia no haya existido. Lo ha hecho, y en algunos momentos con lamentable intensidad. Pero su difusión constante y exclusiva por los medios de comunicación ha transmitido la idea de que Barcelona ha vuelto a ser la "rosa de fuego" de los años 20, cuando anarquistas y revolucionarios de toda laya se enfrentaban, a bombazos, a empresarios y gobernadores militares, y de que en Cataluña está a punto de estallar una guerra civil. Siempre es así: sucesos desgajados de su todo, y presentados absolutamente, contaminan al todo y lo vuelven absoluto. Ayer pasó por debajo de la oficina donde trabajo, en pleno centro de Barcelona, una manifestación de estudiantes contra la sentencia del Tribunal Supremo y a favor de la independencia. Desfilaron ordenada y ruidosamente, todos muy contentos por participar en algo que se parece mucho a una fiesta: no van a clase, pasean, se hacen notar, se toman una cervecita o un helado por ahí, y hasta ligan. Vi por la tarde algunos grupitos de manifestantes deshilachados de la mani. Muchos llevaban esteladas a modo de capa de Supermán anudadas al cuello. Pensé en cuánto han cambiado los ideales de la juventud, si es que lo que defienden estos chicos puede considerarse un ideal. Cuando yo tenía su edad (ay, qué viejo sueno ya), luchaba luchábamos por el socialismo o, lo que era lo mismo en aquellas circunstancias, por una sociedad igualitaria y una Cataluña y una España democráticas. Hoy se pelea por la identidad. Ya no se es tanto de derechas o de izquierdas, rico o pobre, ateo o creyente, culto o ignorante, como catalán o español. La pertenencia a la tribu determina la posición social; acogerse a una patria y a su manifestación en la tierra, una nación, parece ser el anhelo de los jóvenes y de muchos que ya no lo son, sin que sea relevante que el estado-nación constituya un invento de hace siglos que, tras algunos beneficios e innumerables desastres, parece ya amortizado. Mientras veía a los adolescentes protestones (que no son, en cualquier caso, los encapuchados que queman contenedores o echan ácido a los mossos por las noches), reparé en una valla publicitaria en la que se leía: Feel the embrace of Barcelona. Es un lema pintiparado para estos días: el abrazo de Barcelona es más cálido que nunca. También leí el que figuraba en la camiseta de un gordo que pasó a mi lado: Real is rare, cuya mejor traducción sería 'lo verdadero no abunda'. Pero una lectura apresurada puede llevar a creer lo contrario de lo que pienso yo: que la realidad existe y que está por todas partes; que la realidad, inmisericorde, nos abruma; y que es imprecindible luchar todos los días contra el exceso de realidad. Barcelona, en cualquier caso, sigue manifestándose: lo hacen los estudiantes, los anuncios y los gordos en camiseta; también los mendigos, uno de los cuales, en el paseo de Gracia, ha puesto delante del colchón de gomaespuma en el que languidece todos los días, rodeado de mugre e indiferencia, un cartón que dice: Life is beautiful. A su lado, un grupo de encorbatados testigos de Jehová monta guardia junto a varios carteles que proclaman su fe inextinguible, uno de los cuales reza: "¿Qué sentido tiene la vida?". Si uno acepta la pregunta, puede responder que hipotecarla en defensa de un Dios inexistente, creador de la muerte y del infierno, no tiene ninguno. Pero también se puede rechazar el marco mental que supone y contestar que no tiene sentido preguntar por el sentido de la vida. Sentido tiene una frase o una fórmula matemática, pero no la realidad biológica (y espiritual) de la existencia. Aunque no pienso perder el tiempo argumentando tantas obviedades con un pelotón de retrasados. Lo que sí me decido a hacer es comprar un inverosímil cucurucho de castañas en el primer puesto de castañas que veo este año. Antes, las castañas y boniatos señalaban la indefectible llegada del frío. Hoy los compramos en pantalones cortos, con sandalias y bajo un sol, como el de hoy, casi abrasador. El cambio climático forma parte de la realidad, excesiva, que nos rodea. Muchos estudiantes se manifiestan también en el mundo contra ese hecho ominoso. Esa sí es una causa que merece la pena apoyar.

domingo, 13 de octubre de 2019

La exasperación de la patria

Pues así andamos todos, encendidos o quemados por esa cosa llamada patria. Unos más que otros, claro. Pero sin que nadie pueda evitar el tufo a chamusquina que despide y que nos envuelve como una nube irritante. La patria, ese manto abstracto con el que nos protegemos, como en un útero materno de monumentales dimensiones, a salvo de las asechanzas de otras tribus, de otras patrias. Hace un mes se celebró la Diada en Cataluña, y hubo berridos a favor y berridos en contra: los primeros para exaltar una historia milenaria, y los segundos, para oscurecerla, banalizarla o, sin más, negarla. Hoy se ha celebrado el Día de la Hispanidad, con todo el aparato castrense del Estado en Madrid y un buen número de manifestaciones y contramanifestaciones y antimanifestaciones y supermanifestaciones en Barcelona. Siempre me he preguntado por qué se celebran los días de la patria con un desfile militar, y no con un desfile de médicos y enfermeras, o de maestros de escuela y profesores de instituto, o de bomberos, o de pintores y escritores (la estampa que dibujaría alguno de estos por la Castellana sería más recordada que la marcha de la Legión, a 160 pasos por minuto, con cabra y todo). En la capital, al presidente del Gobierno, socialista, se le ha abucheado, como cada año, más que por ser rojo —aunque también—, por no ser lo bastante patriota: el público ha demostrado así, otra vez, que la bandera patria, y la patria misma, solo pertenecen a quienes las aman: a la gente de orden, a la gente que vota a los partidos que las defienden. En el mismo acto, el experto paracaidista que bajaba la bandera desde un avión —militar, por supuesto—, entre los vítores de la enfervorizada multitud, se ha comido una farola y ha dejado la enseña nacional enredada en el alumbrado público, para pasmo y consternación de los presentes, con el rey a la cabeza. Quizá haya sido una metáfora de la ridiculez de acto, de la ridiculez de las patrias. Un general muy importante y el propio monarca han saludado y consolado al bripac, comprensiblemente compungido por la cagada. Pero, si esto hubiera sucedido en mis tiempos, cuando yo hice la mili, al paraca este lo degradaban ipso facto a limpiador vitalicio de letrinas y a no salir de permiso durante los próximos cuarenta años. (No es la pifia más importante protagonizada por los militares a lo largo de la historia; esta es más bien anecdótica. La más morrocotuda quizá sea la del Vasa, el mayor y mejor buque de la armada sueca, y uno de los más avanzados del mundo de su tiempo, que fue botado ante el rey de Suecia, toda su corte y casi toda la ciudad de Estocolmo el 10 de agosto de 1628, y se hundió como una piedra al poco de tocar el agua. Qué imagen gloriosa debió de ser aquella: un coloso erizado de cañones, el orgullo de la patria, yéndose a pique ante los ojos atónitos del país). En Barcelona, los falangistas, como cada año, se han reunido en Montjuïc para amenazar, a voz en cuello, a todo aquel que no comparta sus ardores patrióticos, que son muchos e inextinguibles. Los autodenominados antifascistas —aunque en realidad practiquen otra suerte de fascismo— han merodeado por el lugar para hacerles tragar sus gritos a favor de España, aunque la policía haya conseguido evitar el choque. Y en el paseo de Gracia, los constitucionalistas, o unionistas, o españolistas, o antiindependentistas —que todo son formas de llamar a quienes aman a una patria y no a otra—, han desfilado con menos amenazas, pero no con menos gritos, para afirmar su amor por España, su identificación con España, su pertenencia a España. Cataluña, España, la defensa de la patria, la unidad de la patria, la terra lliure, la independencia, están por todas partes: zumban como insectos, y pican, pican con afán. La sentencia del Tribunal Supremo en el juicio contra los líderes independentistas está a punto de dictarse: los magistrados, que han sido nombrados y ejercen su labor para defender el derecho español, esto es, el fruto de la soberanía de la patria, condenarán por sedición y otros delitos a unos exdiputados ansiosos por establecer otro derecho, fruto de la soberanía de otra patria. Y tanto unos como otros, ante iguales circunstancias, lo volverían a hacer. La patria, siempre la patria azuzando a sus peones, que son —que somos— casi todos. Antes de la sentencia, un general con un tricornio y más medallas en el pecho que el escaparate de una joyería ha dicho en Barcelona —y en catalán— que atizar a la gente en los colegios electorales, si en los colegios electorales se pretende votar por abandonar una patria (la suya) y abrazar otra (la de los votantes), está muy bien, y que la institución que representa está preparada para ejercer de nuevo, con la porra, sus altas funciones constitucionales. Tras la sentencia, los que no se sienten españoles protestarán con ferocidad, y harán declaraciones vehementes, y se quejarán con energía sin par de que la otra patria, la que no es la suya, no es democrática, mientras que la suya sí lo es: tanto que se atreve a anular antidemocráticamente las leyes de aquella. Por su parte, los CDR y la CUP y los ERT y no sé cuántas e inquietantes siglas más se lanzarán a un tsunami democràtic, y sembrarán Cataluña, muy democráticamente, de patrióticos cortes de carretera, de patrióticas ocupaciones del espacio público y, quizá, de patrióticos explosivos. De momento, ya están empapelando de pasquines que llaman a la movilización, si no a la insurrección, los edificios de la Generalitat, que hace mucho que dejó de ser el gobierno de todos en Cataluña para convertirse en la casa parroquial del independentismo. Qué lío, pero qué diáfano se me hace que el barullo proviene del patio de monipodio de las patrias. A todo esto, se acercan las elecciones. Y casi todos los partidos invocan a la patria en sus lemas: el PSOE, "ahora, España" (plagiado, al parecer, de uno que utilizó hace dos años la Fundación Francisco Franco); Ciudadanos, "España en marcha"; VOX, "España, siempre". Cuánto me recuerdan a aquel que utilizó la legendaria Alianza Popular en otras elecciones, hace muchos años: "España, lo único importante". Fernando Savater, el predicador de la civilidad, el héroe intelectual del estado de derecho, se ha unido —aunque sea en un simbólico último lugar— a las listas de Albert Rivera, ese campeón de la españolidad, tan apasionado de la patria que solo ve españoles, aunque no se vista de Rodrigo Díaz de Vivar, como hizo el añorado José María Aznar en su juventud, ni monte a lomos de un caballo, de pura raza española, como un cacique inspeccionando su hacienda o un Cid redivivo ahuyentando a los moros, tal que otros líderes políticos actuales. Rivera es más de quedarse en pelotas, para luego ponerse la camisa que mejor le siente. Y Abascal, que cuando habla, como demostró hace unos días en El hormiguero, parece un buen chico, un chaval educado y amable, pero de cuyos labios salen frases que podría haber pronunciado Benito Mussolini, reivindica ampliar la valla de Melilla "para defender a los españoles", es decir, para defender a la patria. Pero ¿defenderlos de qué? ¿De los millones de negros que, como decía Pablo Casado en otra declaración memorable, están esperando en África para invadirnos, quitarnos el trabajo, imponernos su cultura (matando a corderos, por ejemplo, sin cumplir las ordenanzas sanitarias) y arrasar, los muy bellacos, nuestro envidiado estado del bienestar? (Mientras escribo todo esto, me llegan, de un televisor cercano, los aullidos del locutor, que celebra el gol que ha marcado la selección nacional en el partido contra Noruega). Ah, la patria, siempre la patria. En España y en todas partes: en los Estados Unidos, el inenarrable Donald Trump pretende volver a hacer grande, otra vez, la suya; no mejor, ni más cordial, ni más compasiva, ni más culta, no: más grande. Y para ello también levanta muros, o quiere hacerlo, a fin de defender a los norteamericanos de los millones de hispanos que están esperando en México para invadirlos, quitarles el trabajo, imponer su cultura (hablando en español, por ejemplo) y arrasar, los muy arteros, el país de la libertad y las oportunidades. En la Gran Bretaña, un granuja llamado Boris Johnson quiere llevar adelante, caiga quien caiga, el deseo patriótico de sus conciudadanos, consistente en encerrarse en su isla, con el menor número de extranjeros posible, y recordar los buenos viejos tiempos en los que su país era el rey del mundo. Y en otras partes, la cosa es aún peor: Bolsonaro en Brasil, que se emborracha de amor a su patria, pero que está permitiendo que los incendios, la discriminación y la injusticia la destruyan; el criminal Rodrigo Duterte en sus adoradas Filipinas; el tarugo Maduro en la atormentada Venezuela: ah, si Bolívar levantara la cabeza. Yo estoy cansadito de las patrias: de las de unos y de las de otros. Si tiene que haberla, quiero una sosegada y hospitalaria, una a la que no se le erice el vello por cualquier tontería, una en la que prevalezcan las personas y sus derechos, una que no promueva la adscripción ciega a los mitos colectivos, sino la pertenencia pacífica a una humanidad en la que todos quepamos. Y, si no, pues mejor: pasémonos sin patrias. Estoy seguro de que viviremos más tranquilos: de que seremos más personas y menos pueblo.

martes, 8 de octubre de 2019

Parques y jardines

Ayer salí a pasear por el parque que hay delante de mi casa. Suelo hacerlo, sobre todo los fines de semana, después de pasarme casi todo el día encerrado en casa, escribiendo. Pasarse casi todo el día encerrado en casa escribiendo no deja de ser una forma de condena. Por eso, cuando llega la noche, salgo de la celda y respiro, hasta el día siguiente. Recorro entonces la avenida central, flanqueada por una vegetación que ha crecido monstruosamente desde que nos mudamos aquí, hace más de veinte años —el parc Central estaba entonces recién urbanizado, y los árboles eran todos jóvenes, huesudos, como adolescentes desgarbados—, entre la que abundan los árboles frutales. Esta había sido tradicionalmente una zona de huertos, con higueras, perales y tomateras, y el ayuntamiento quiso —por una vez, con buen criterio— mantener esa tradición. (Aunque de poco me sirve: nunca he pillado fruta de estos árboles. La que crece pasa de verde a desaparecida: siempre hay alguien que, en cuanto muestra los primeros signos de madurez, se me adelanta). A las horas en que transito por el parque, me acompaña poca gente: algún runner, unos cuantos que pasean al perro, parejas de novios que se magrean con discreción en un banco o cuchichean cogidos de la mano. Ayer me sorprendió una gran luz azul a mi espalda: era un coche de la policía municipal. No me pitó: no quería asustarme, supongo. Los guardias esperaron a que me diese cuenta de su presencia y me echara a un lado; y así lo hice. Los guardias de Sant Cugat son muy civilizados. Luego siguieron su insólito camino: no los había visto nunca apatrullando el parque. Y, junto con todos ellos, yo, un paseante solitario y meditabundo. La meditación es solo, en realidad, un flujo inconexo de ideas: una balumba de impresiones, de recuerdos, de garabatos de pensamiento. De hecho, no creo que pueda calificarse de idea nada de lo que se me ocurre en esas deambulaciones. Ayer, no obstante, hilvané algunos recuerdos y dibujé, me parece, un guion coherente. Siempre me ha gustado pasear por parques al anochecer. El crepúsculo es mi hora favorita del día, y me complace recorrerla sin prisa, disfrutando de ese momento en el que la luz parece tragarse las cosas. Ese espacio crepuscular me sirve para ahondar más en mí mismo, para sentirme más cerca de mí, siquiera fugazmente, frente a la aridez o la hostilidad del mundo. Cuando era adolescente, después de pasarme la tarde estudiando (otra forma de condena), visitaba el parc de l'Escorxador ('parque del matadero'), que se llama así porque allí había estado el principal macelo de Barcelona, hasta cuyo recinto he visto yo a los pastores conducir sus rebaños por la calle Aragón, hoy infestada de tráfico. También recuerdo un gran establo en la adyacente calle Tarragona, por las rendijas de cuyos portones veía yo caballos que me parecían grandes como el de Troya y que olían intensamente a mierda de caballo. Todo aquello desapareció, y desde hace muchos años se levanta en esa gran cuadrícula un parque urbano con una biblioteca, algunos chiringuitos, una escultura multicolor de Miró que se titula Dona i ocell ('Mujer y pájaro'), pero que parece un pene, y un suelo que combina el cemento y la tierra. Por esas pistas polvorientas paseaba yo, intentando digerir mis frustraciones quinceañeras, que son las mayores que sufre nunca nadie, y algunas noches en que me sentía especialmente desazonado me alargaba hasta Montjuïc, más allá de la plaza de España: subía las escaleras que conducen al palacio que alberga el Museo de Arte Románico, contemplaba la fuente luminosa sin luces, olía la hierba y la grava, que desprende un aroma enclenque y gris, y me detenía en las balaustradas para admirar una Barcelona que, al ascender yo, se empequeñecía. Quise reproducir aquella experiencia consoladora —y a la vez endurecedora del yo— en mi año como estudiante de intercambio en Atlanta, cuando no me faltaban tampoco incomprensiones, desengaños y asombros que digerir. Pero en Atlanta, donde yo vivía, no había ni palacios, ni balaustradas, ni mucho menos museos de arte románico: solo el jardín que la comunidad de propietarios había dispuesto para que los vecinos aparcaran y se encaminasen a sus casas. Pese a la humildad de estos propósitos, el jardín, y la comunidad toda, se llamaba Versalles. No obstante, como en los Estados Unidos todo es grande, aquel espacio anodino, salpicado de las brillantes luces blancas de las farolas, en el que chirriaban los grillos y ululaban los mochuelos, daba para un prolongado paseo, que yo llevaba a cabo casi cada noche, para pasmo de mi familia americana, que no entendía que un adolescente aparentemente en su sano juicio abandonase la comodidad del hogar, con sus cincuenta canales de televisión, su calefacción y su mantequilla de cacahuete, para dar vueltas solo por el aparcamiento de la urbanización. En Londres, en cambio, contaba con extensiones ilimitadas para verificar mis caminatas. Londres es la capital mundial de los parques urbanos, y uno de ellos, uno de los más hermosos, el de Battersea, fue muchas noches el escenario de mis vagabundeos, junto al Támesis, del puente de Alberto al de Chelsea, observando la pagoda que lo preside, los mendigos en los bancos y las gaviotas en el agua, las barcas detenidas o las barcas que pasaban, las luces innumerables y la oscuridad coagulada, y mascando la soledad y la esperanza. En Mérida, las cosas se empequeñecieron, y solo un parque, el de la Isla, emulaba los vastos predios londinenses. Muchos fines de semana, y también algunos días laborables, me iba hasta aquel islote del Guadiana y lo circundaba por entero: bajaba por el puente romano y caminaba por debajo de este y los demás puentes que lo cruzaban: el de Lusitania, el Fernández Casado, el del ferrocarril. Veía gatos perezosos y aves acuáticas, a veces peligrosamente cerca. Veía el camalote que lo asediaba todo y que, en ocasiones, sepultaba al agua. Veía los muros de la alcazaba, tan iluminados de noche como las paredes del Museo de Arte Románico de Barcelona o el Embarcadero de Chelsea, en la otra orilla del Támesis, que daba paso al barrio homónimo. En todos estos parques he respirado el aire más limpio del atardecer, que me ha hecho también más respirable también a mí. Hoy, cuando salgo a pasear por el parc Central de Sant Cugat un sábado o un domingo, todos los senderos que he pisado, todas las tinieblas que me han amparado, todas las soledades en las que he sanado, van conmigo y me susurran su íntima fragancia de hierba y humedad.

jueves, 3 de octubre de 2019

Con estos bueyes hemos de arar

Se acercan, fatalmente, unas nuevas elecciones. Las cuartas generales en cuatro años, a las que los catalanes hemos de sumar varias autonómicas y un par de referendos, o algo parecido, que han movilizado a la población (aunque solo a la que ya sabía lo que había que votar) tanto o más que los comicios legales. Aquí, en Cataluña, vivimos en la votación permanente, en un país donde la democracia se vive, y se ejerce, con intensidad inigualable. Pero muchos, entre los que me cuento, estamos hasta los cojones. Porque lo bonito de la democracia representativa es eso, que sea representativa, es decir, que los representantes elegidos y pagados por mí me sustituyan en la toma de decisiones que requiere la gestión pública. Porque la toma de decisiones que requiere la gestión pública es una pesadez: yo prefiero dedicar el tiempo el valor más precioso que tenemos los seres humanos, y del que los que ya tenemos una edad andamos cada día más escasos a los placeres que me ofrece la vida: la literatura, el arte, la amistad, la gastronomía, el sexo. No quiero sacrificar los goces sensuales e intelectuales a una constante y desolada preocupación por los asuntos públicos. Esos los delego en quien quiera ejercerlos en mi nombre y, por supuesto, bajo mi supervisión. El problema es que los que se presentan como delegados en España (y en Cataluña) son incapaces de trabajar como tales. Sus egos enormísimos les impiden transigir con los egos enormísimos de los demás. Su escasa capacitación intelectual los condena a la chatura ideológica y a la mediocridad, cuando no al ridículo, aunque su sentido del ridículo se haya diluido, tiempo ha, en el océano proceloso de su ego. Su infatuación es inversamente proporcional a su capacidad para entender y para entenderse. Su necesidad de afirmación, de envolverse en una certidumbre regeneradora para ellos y sus rebaños de acólitos, pero asfixiante para todos los demás, los mantiene atados a unas seguridades dogmáticas, a unas convicciones sin fisuras ni matices, al miedo por cuanto no sean las propias certezas, las propias obsesiones. Esa necesidad de certidumbre, de grabar en piedra a su alrededor el mundo que requieren sus pulsiones emocionales, se materializa no solo en una doctrina insensible a la realidad, sino en una doctrina que niega la realidad. VOX niega que haya una violencia específica contra las mujeres y que Franco fuese un dictador; el PP niega que haya facilitado, promovido o cultivado la corrupción; Ciudadanos niega ser un partido nacionalista, ferozmente españolista, más radical aún que los otros nacionalismos a los que se jacta de combatir; el PSOE niega que haya tejido en toda España una sólida red de sumisión clientelar; Unidas Podemos niega que el régimen de Maduro sea calamitoso y que esté conduciendo a Venezuela al desastre; y los independentistas catalanes, de cualquiera de los partidos o asociaciones que defienden el derecho de autodeterminación, niegan que el referéndum del 1-O fuera una charlotada, que la actuación de los políticos indepes en el Parlament fuese un asalto ilegítimo al poder y que la mayoría social en Cataluña no está a favor de la independencia. Veremos qué niega Errejón cuando haya alcanzado el poder. De todos estos partidos lamentables, el más lamentable es Ciudadanos. Los demás son lo que siempre han sido: VOX, una pintoresca (aunque muy peligrosa) agrupación de neofascistas; el PP, un partido conservador, heredero sociológico de franquismo, catolicón y corrupto; el PSOE, una socialdemocracia aguada que vende gregarismo y humo; Unidas Podemos, una izquierda subnormal, aupada por la indignación coyuntural de la gente y solidificada en un proyecto de raigambre estalinista; y los independentistas catalanes, un hatajo de zoquetes cuatribarrados que consideran que ser democráticos consiste en violar las leyes democráticas. Pero decía que Ciudadanos es el más deplorable de todos. Y lo es porque es el único que ha engañado, es más, que desde el principio estaba constituido por el engaño. Irrumpió en el escenario político, en Cataluña, con la fuerza de un movimiento liberador: luchaba contra la opresión del pujolismo y de todo nacionalismo, enarbolando la bandera de un liberalismo europeo y molón. No quiero presentarme como un analista perspicaz mi perspicacia se limita a augurar que mañana saldrá el sol y que por la noche se pondrá, pero Rivera, aquel tardoadolescente musculoso que aparecía desnudo en los carteles electorales, agarrándose las partes como si los pujolistas fueran a arrancárselas, siempre me hizo sospechar: licenciado en Derecho, simpatizante del PP, trabajador de banca, decía querer renovar la política, pero en realidad solo renovaba el españolismo: oponía un nacionalismo a otro. Su liberalismo no solo era una tapadera, como se ha visto en su deriva de estos años, que ha culminado aliándose con Santiago Abascal (otro exPP) y sus Juntas de Ofensiva Nacional Sindicalista, sino que se ha convertido en una estafa. Y su orgía españolista con Marta Sánchez, en la que, joseantonianamente, solo veía españoles, acreditó finalmente para quien quiera verlo, claro: para quien no niegue la realidad que lo que le molesta del nacionalismo catalán no es que sea nacionalismo, sino que sea catalán. A todo esto, Rivera suma algunas características personales que lo hacen singularmente detestable: es un chulopiscinas dialéctico (y también ideológico, en la medida, muy escasa, en que tiene ideas), que siempre, asombrosamente, ha estado muy orgulloso de haber ganado un concurso universitario nacional de debate. Pues si Rivera es el que ganó, no quiero ni imaginarme cómo serían los perdedores. Su estilo es gangoso y soez, y ario por partida doble: lapidario y tabernario. Carece de todo sentido del humor, y todo lo tritura con tópicos, desplantes y barrabasadas. Es desafiante y hueco, y ha impregnado a sus huestes y, en buena medida, al pandemonio político nacional de un tono provocador y sórdido que me recuerda al de los fachas de la vieja escuela: a los falangistas siempre dispuestos al guantazo, a Blaspi (así llamábamos en la facultad de Derecho a Blas Piñar, aquel notario memorable y facundo orador que custodiaba las esencias del franquismo más tenebroso con la muchachada de Fuerza Nueva; curiosamente, también Ciudadanos es una nueva fuerza política), a los tribunos más exaltados de Cristo Rey. Pese a rasgos tan aciagos, el problema no es que Rivera exista, sino que haya quien lo vote, gente a la que su jactancia y su grosería la seduzcan. Ese perfil españolísimo de tío con dos cojones (aunque tapados en los carteles electorales, pero tapados se intuyen mejor, se subrayan más), que va a donde haya que ir y dice lo que haya que decir, aunque sea una gilipollez, convence a muchos individuos que prefieren el desafío a la reflexión, la bravata a la mesura, la manipulación a la honradez. Las encuestas le auguran muchos menos diputados en las próximas elecciones (que irán mayoritariamente al PP). Si eso se confirma, y a pesar de que el PP sea el beneficiario de la defección, lo celebraré: querrá decir que muchos españoles se han dado cuenta de la falsedad de su propuesta. Los perdonavidas como él solo emponzoñan el debate.