martes, 28 de junio de 2016

El brexit, cómo no

El brexit, ese gran zambombazo de la política internacional, que ha motivado un estruendoso rasgarse de vestiduras y un no menos atronador chirriar de dientes, no ha hecho, en realidad, sino culminar un largo proceso de distanciamiento y tibieza, o más bien frialdad, en la relación de los británicos con la Unión Europea, exacerbado por la crisis económica y las patologías que crecen a su albur, como crece la legionela en el agua caliente y putrefacta: en el caso del Reino Unido, el UKIP; en el de otros países europeos, Le Pen, populismos de toda laya y cripto, proto o seudofascismos. Con el brexit me ha pasado como a millones de ciudadanos europeos, británicos o no: nunca llegué a pensar que la opción de abandonar la UE pudiera ganar. ¿Cómo iba a ser posible tal paso atrás por parte de un pueblo civilizado y razonable? La campaña de los eurófobos ha estado plagada de groserías y mentiras. El propio Nigel Farage, el Le Pen británico, ha reconocido, después del referéndum, que no era verdad lo que decía un impactante anuncio de los partidarios del leave, repetido machaconamente, según el cual pertenecer a la UE le costaba 350 millones de libras semanales al Reino Unido, y, con una sonrisa en los labios, ha pedido perdón por el error, mientras los expertos señalaban que de esa cifra había que restar lo que Gran Bretaña recibe por estar en la Unión: dinero para la agricultura y la investigación, y fondos de cohesión para las regiones más deprimidas del país, que también las hay, con lo que el precio de la pertenencia se reduce a menos de la mitad de la que se ha aireado obscenamente en los medios de comunicación. Pero, a pesar de estas falsedades, a pesar del enfado de las clases trabajadores por la crisis y con la clase política, a pesar del maquiavelismo de cuchufleta de David Cameron y la gallinácea excentricidad de Boris Johnson, yo me imaginaba que se impondría la sensatez, esa virtud de la que tanto presumen los británicos, como se impone pararse, en cualquier persona cabal, cuando se ha llegado al borde del abismo. Pero no ha sido así: ha habido 1 300 000 británicos más a favor de encerrarse en su isla que de seguir perteneciendo a la entidad supranacional más avanzada del planeta, ejemplo de superación de los atavismos políticos y las insuficiencias estatalistas del mundo contemporáneo. No obstante, rebasado el pasmo inicial, uno recuerda lo evidente: que el Reino Unido ha mantenido siempre una relación especial, de singularidad y desconfianza, con el club europeo: no forma parte del euro ni del espacio Schengen y, en las negociaciones previas al referéndum, Cameron arrancó de Bruselas concesiones sustanciales que lo alejaban aún más de los principios comunitarios, como la posibilidad de limitar la libre circulación de personas, uno de los cimientos del proyecto europeo (concesiones que obtuvo, por cierto, a cambio de la promesa de hacer campaña a favor de la permanencia en el referéndum que él mismo iba a convocar; ya hemos visto de cuánto ha valido su campaña). Este era, además, el tercer referéndum por la adhesión o la permanencia en la Unión Europea que se celebraba en el Reino Unido desde su incorporación a ella en 1973, lo que parece demostrar una permanente inquietud por el asentimiento de los ciudadanos británicos al proyecto en el que estaban embarcados. Este particularismo y esta desconfianza obedecen a un condición histórica, que ha marcado tradicionalmente, y sigue marcando, la cultura política de las islas Británicas: su aislamiento insular y su convencimiento de constituir un pueblo especial (un adjetivo que roza o se solapa con otro: excepcional), dueño del mundo durante tres siglos, que no es del todo europeo, si es que lo es en absoluto. El inglés medio —sobre todo el que ha votado a favor del brexit: conservador, mayor, de clase media-baja y pocos estudios— se siente más cerca de un neozelandés que de un belga, o de un canadiense que de un polaco (siempre que el canadiense no sea francófono, en cuyo casi se siente mucho más cerca del polaco), y es muy probable que piense que su país es indiscutiblemente mejor que España, Portugal, Grecia o Italia —tantos de cuyos ciudadanos los han abandonado para trabajar en los pubs y restaurantes del Reino Unido—, por no hablar de esas fábricas de delincuentes y saqueadores de los recursos públicos británicos que son Rumanía y Bulgaria (y sirios, y afganos, y africanos en general). La singularidad con que el pueblo británico ser percibe a sí mismo es tan definitoria de su cultura política como la pena de muerte o el derecho a portar armas en los Estados Unidos, el republicanismo laico en Francia, la voluntad de no ser españoles de los portugueses, la defensa de la lengua como seña de identidad en Cataluña o la indisoluble (y hasta sagrada) unidad de la patria en España. Y ha sido esa singularidad siempre latente la que, azuzada por los efectos de la crisis, que también se han notado en Gran Bretaña, a pesar de la mayor solidez de su economía, y por la demagogia antiforánea de Farage y sus compinches, a la que Cameron y los suyos se han enfrentado de la peor manera posible, la que ha estallado con el voto mayoritario a favor de la separación. Ahora se impone un divorcio civilizado pero riguroso y, pese a todo, no exento de alegría: no es bueno estar con quien no quiere estar con nosotros. La salida del Reino Unido de la Unión Europea constituye un revés político de primera magnitud, pero también una clarificación necesaria: sigamos los que queramos seguir, y dejemos recluidos a los que quieran recluirse. Eso no solo nos aligera espiritual, sino también materialmente: ya no habrá que negociar de continuo la excepción británica; el poder que dejen vacante en las instituciones europeas podrá repartirse entre los demás socios, entre ellos España, que verá aumentada su representación y su peso en la toma de decisiones; y los hijos de la Gran Bretaña, o al menos los casi 17,5 millones que han votado a favor del brexit, se solazarán definitivamente consigo mismos.

domingo, 26 de junio de 2016

Con un mexicano por Extremadura (y 2)

Miguel Ángel y yo hemos reservado el día de hoy para la ciudad de Cáceres, que él ya conoce, pero de la que conserva recuerdos imprecisos. Paseamos demoradamente por el casco histórico, aunque nos incomoda la concentración de moteros que hay en sus calles. Los moteros disfrutan con algunas de las cosas que yo más detesto: los motores, las aglomeraciones, el olor a gasolina y el ruido, sobre todo el ruido. Todos se complacen con el estruendo que producen las máquinas: a mí me desquicia. Y a todos les encanta ocupar la vía pública, con grande alboroto, para demostrar que son muchos y que están ahí. (Recuerdo otra concentración parecida a esta, pero de Harleys Davidson, en las calles de Little Italy en Nueva York: el estrépito superaba al de un regimiento de hormigoneras, pero eso era justamente lo que les hacía felices, como a adolescentes ansiosos por afirmar su personalidad; solo que estos gastaban luengas barbas rubias, tatuajes de maníacos demoníacos y cascos del ejército alemán de la Segunda Guerra Mundial). Escapamos como podemos del mogollón de motocicletas y nos refugiamos en la Fundación Helga de Alvear, que él no ha visitado y tiene interés profesional en conocer. Salvo nosotros y un puñado de vigilantes muertos de aburrimiento, en el museo no hay nadie. La exposición de estos meses luce el pintoresco título de "Idiosincrasia: las anchoas sueñan con panteón de aceituna" (cuya redacción es ríspida: yo habría escrito: "sueñan las anchoas con un panteón de aceituna") y recorremos las salas con un sosiego extasiado o sorprendido, según. Algunas obras me parecen una gilipollez; otras, en cambio, me gustan, como "Detrás de la puerta", una vasta y colorista composición de la brasileña, de apellido casi impronunciable, Rivane Neuenschwander, integrada por diferentes dibujos me resisto a llamarlos "ilustraciones" que la artista ha copiado de los que ha visto en las puertas y paredes de los retretes públicos, y entre los que abundan, como era previsible, los penes gigantescos, las figuras de mujeres y toda suerte de obscenidades escatológicas. Igualmente, y ya que de escatología se trata, me llama la atención una pieza del taller van Lieshout, titulada Sitting Hollow Man, que representa a un hombre sentado y partido por la mitad, de cuyo interior vacío se extiende por el suelo algo que se parece mucho a la mierda. También hay obras de Alexander Calder, el de los móviles, y Jean Dubuffet, que resultan ser las preferidas de Miguel Ángel. La última parada cacereña del fin de semana es El Figón de Eustaquio, donde vamos a comer, y en el que he tenido la precaución de reservar mesa. Antes no era necesario, pero recientemente se ha convertido en un requisito imprescindible. La cocina sigue siendo buena, los camareros siguen vistiendo como cuando Mesonero Romanos pajarita, chaquetilla blanca y pantalones negros y la cuenta sigue siendo abultada. Pero es nuestra comida de despedida, y quiero que Miguel Ángel se vaya de Cáceres con buen sabor de boca, aunque no le guste el biscuit de higo que sirven de postre: yo me hago cargo de él. Ya solo nos queda volver a Mérida y que coja el tren que lo ha de llevar de nuevo a Madrid. Como hemos llegado con tiempo, paseamos un rato por la capital, aunque el sol, ya cruelmente veraniego, nos lo pone difícil. Pero no dejamos de admirar el espléndido arco de Trajano, el no menos soberbio templo de Diana y los restos del Foro, con sus enormes medallones medusinos. Me atrevo a proponerle que crucemos los casi 800 metros del puente romano, que ofrece, además de un recorrido por la historia, unas estupendas vistas de la vega del Guadiana y de la alcazaba emeritense. Miguel Ángel mira al sol que nos abrasa desde lo alto y, no sin reticencia, accede. Lo recompenso con una parada al final del puente, al otro lado del río, en un merendero tan popular como decadente, "El Torero", uno de esos sitios que resisten, imperturbables, el paso del tiempo. No es, desde luego, un sitio para animalistas: la exaltación de la figura evocada por su nombre es absoluta, y varias cabezas de toros muertos en el ejercicio de la tauromaquia pueden afligir al más valiente. Pero nosotros nos abstraemos de la afición a la fiesta nacional que testimonia el local y disfrutamos de un patio sin apenas gente en el que conviven, en abigarrada armonía, mesas de aluminio, sillas de plástico apiladas hasta formar columnas, figuras de diosas romanas de yeso, vírgenes de azulejo en las paredes, hojarasca volandera, parras colgantes, olor a calamares (también a la romana), máquinas de aire acondicionado, fuentes sin agua, el runrún del televisor en el que dos parroquianos se aturden con un programa idiota, y camareros tan caracterizados (aunque sin pajarita) como en El Figón de Eustaquio. Tras sendos cafés con hielo, deshacemos el camino y nos dirigimos a la estación. En el andén nos damos un gran abrazo de despedida. Miguel Ángel y yo nos hemos visto en Santo Domingo, en Ciudad de México, en Barcelona, en Madrid y ahora en Mérida, la Sierra de Gata y Cáceres. Quién sabe dónde será la próxima vez.

jueves, 23 de junio de 2016

Con un mexicano por Extremadura (1)

Recibo la visita de Miguel Ángel Muñoz, poeta y crítico mexicano de arte, y ya viejo amigo. Lo conocí hace algunos años en la República Dominicana, donde habíamos sido invitados a la Feria del Libro de Santo Domingo. Simpatizamos enseguida, pero eso no tiene mérito: es imposible no simpatizar con él. Lleva la mayor parte de sus 43 años de vida recorriendo España y el mundo para visitar museos y exposiciones, conocer ciudades y entrevistar a artistas. Es un barcelonés experto y un madrileño experto más experto que muchos nativos, y no hay pintor, ilustrador, fotógrafo ni escritor destacado, de España e Hispanoamérica, que no haya tratado. Pero nada de esto hace que se encumbre: su trato es tan llano, afable y bienhumorado como el de un colega del bar (y su vestimenta, la propia de un trotamundos impenitente: Miguel Ángel parece siempre regresado de una travesía por el desierto del Gobi). Anda estas semanas por España y Marruecos, hablando con unos y otros, como suele hacer, y ha querido acercarse a Mérida, una ciudad en la que nunca ha estado. En nuestra primera tarde en la ciudad, y como no estoy seguro de que podamos ampliar la visita a lo largo del fin de semana, lo llevo a los principales atracciones del lugar: el teatro y anfiteatro, y el Museo Romano. Le impresionan los mosaicos de este con sus cruces gamadas, sus cópulas per angostam viam, sus medusas y sus leopardos y el propio edificio, basilical y estratosférico, de Rafael Moneo. Tras un viaje sin sobresaltos, pasamos la noche en Hoyos. Por esa desidia doméstica tan masculina (y también porque Miguel Ángel quería ver el partido entre España y Turquía del Campeonato de Europa, algo asimismo muy masculino), no nos hemos parado a comprar comida. En la despensa de casa quedan algunas latas y bolsas de pasta, pero ni a él ni a mí nos apetece cenar melocotón en almíbar o macarrones a palo seco. Salimos después del partido con la esperanza de picar algo en alguno de los bares del pueblo. Pero solo hay uno abierto y no tienen nada de comer. Acompañamos las cervezas con repetidas raciones de patatas fritas. Pienso con melancolía que quizá nos habría salido más a cuenta el melocotón en almíbar. A la mañana siguiente llevo a Miguel Ángel a conocer Trevejo y San Martín de Trevejo. Aunque las he visitado muchas veces, me siguen impresionando las ruinas del castillo de Trevejo que llevan siglos, en la cumbre del peñasco sobre el que se asientan, pareciendo que vayan a derrumbarse en cualquier momento y las vistas que ofrecen de la Sierra de Gata. Le señalo a Miguel Ángel varias tumbas antropomórficas excavadas en la roca, a los pies de los restos de muralla, donde se cree que se enterraba a los antiguos monjes guerreros de la fortaleza. Bajamos del risco y nos gratificamos por el esfuerzo con una cerveza yo y un vino de pitarra él, que le parece flojo— en la única taberna de la localidad, ahora regentada por un emeritense, pero otrora propiedad de un argentino que le había dado vuelo al negocio hasta había instalado una vitrina con productos no necesariamente de la tierra a la venta; por ejemplo, allí encontré y compré una edición de L'Atlàntida, de Jacinto Verdaguer, de 1950, en impecable estado, por 10 euros, aunque había decidido abandonarlo cuando alguien le allanó la casa en Trevejo y le robó todo lo que tenía de valor. Es asombroso: ¿quién es tan pérfido y tan cabrón como para saquear una casa en Trevejo? Le cuento la desgraciada historia a Miguel Ángel y ambos deseamos que no se repita en el caso del emeritense. Tras el descanso, nos dirigimos a San Martín de Trevejo, el pueblo en el que corre el agua por las calles. Paseamos por la localidad al arrullo del riachuelo que baja por los canales de piedra de las calzadas y acabamos el recorrido, como no podía ser de otro modo, en la plaza Mayor, donde cae otro refrigerio. Allí vemos a grupos de turistas, disfrazados de turistas, admirando los soportales y el pilón, el ayuntamiento y la torre campanario, con su escudo imperial. Hace calor, pero nada parece arredrarlos. Le explico a Miguel Ángel que aquí y en otros dos pueblos del valle del Jálama Eljas y Valverde del Fresno se habla la fala, un dialecto galaico-portugués que ha perdurado en esta zona desde que fue repoblada por gallegos durante la Reconquista, y, mientras se lo cuento, oímos primero y luego vemos llegar a la plaza a un grupo de caballistas a lomos de sus caballos. Beben afanosamente los caballos, no los jinetes en la fuente central, y siguen su repiqueteante camino por las calles de piedra. Observamos con deleite las ancas de los cuadrúpedos y también las de las bípedas, admirablemente perfiladas por los pantalones de montar y sus movimientos, armónicos y nerviosos. Nos reunimos después con mis amigos Toña y José Antonio para comer en el pueblo. Lo hacemos en un restaurante familiar, de excelente puchero y precio módico. Pasamos la tarde en Hoyos, que aún no he tenido ocasión de enseñarle a Miguel Ángel, a pesar de nuestra frustrante salida anoche en busca de pitanza. Recorremos las calles en las que se mezclan las mansiones y las pasteras, el barrio proletario de El Escobar con sus casas gnómicas, cuyos tejados árabes apenas nos llegan a la barbilla, las ruinas del convento del Espíritu Santo de cuyo fundador, Pablo Pérez, puedo hablarle sin miedo, porque no acompañó a Cortés en la conquista de México, sino a Pizarro en la del Perú y la ermita del Cristo Bendito, del siglo XVI. Quiero enseñarle también la iglesia de Nuestra Señora del Buen Varón, que veo abierta, pero entonces entiendo por qué llevan sonando las campanas toda la tarde (lo que, por cierto, nos ha estropeado una sabrosa siesta): hay oficio de difuntos. A la puerta del templo está el coche fúnebre, mecanizado como una cámara frigorífica y siniestro como una escolopendra, con la puerta por la que entra y sale el ataúd todavía abierta. Nos vamos. Solo espero que no se haya muerto alguien cercano, aunque, si me paro a pensar, se me ocurre alguna excepción a mi deseo. El resto de la tarde se nos va en otro partido de fútbol, en el caso de Miguel Ángel, que quiere ver al Portugal de su adorado Cristiano Ronaldo, y en la corrección de algunos poemas, en la biblioteca, en el mío. Por fin, salimos otra vez en procura de cena, pero esta vez tenemos suerte: en uno de los bares del pueblo, hoy abierto, nos sirven unas rabas regulares, pero también unas croquetas morrocotudas, que satisfacen nuestros estómagos anhelantes. En casa, antes de acostarnos, damos cuenta de una botella de Mansaborá, un excelente caldo de la tierra de Extremadura, mientras hablamos de poetas y poetastros, españoles y mexicanos, y de las inagotables peripecias de Miguel Ángel en el mundo del arte y la crítica de arte. Su imitación de Octavio Paz, al que trató bastante, es inmejorable.  

lunes, 20 de junio de 2016

Sayat Nova

Hoy voy al cine. David Garrido, director de la Filmoteca de Extremadura, me ha invitado al pase, en la filmoteca de Mérida, de Sayat Nova, una singular película del director soviético Serguéi Paradzhánov, rebautizada como El color de la granada. La proyección se enmarca en el ciclo "Poesía y Cine" que se desarrolla este mes de junio en las salas de la Filmoteca. Debo confesar que no sé nada ni de Sayat Nova ni de Paradzhánov, pero la vinculación de ambos con la poesía, y la curiosidad por conocer las iniciativas de David al frente de la Filmoteca, me llevan a la plaza de Santo Domingo, donde se encuentran las instalaciones de la obra social de la Caja de Badajoz impecables, salvo por lo incómodo de los respaldos de las butacas en las que se proyectan las películas programadas. La entrada cuesta un euro, que le pago al chico de la taquilla, con síndrome de Down. Solícito, me entrega el tique, el programa del ciclo y una hoja con información sobre la película de hoy, y me dirijo a la sala. No hay mucho público unas veinte personas, pero hoy es un jueves laborable y seguramente Sayat Nova no tenga el tirón comercial de La guerra de las galaxias. Antes de la proyección, David se sube al escenario y presenta con diligencia el film. La idea con la que nos quedamos es que es una marcianada, o, dicho con las palabras más finas de Jordi Costa, crítico de cine de El País, "una película extraterrestre". No es extraño. La película se rodó en 1968 y cuenta (aunque "contar" no sea el verbo preciso, como se verá después) la vida de Harutyun Sayatyan, más conocido como Sayat-Nová, un poeta y músico armenio nacido en 1712, y cuyo nombre adoptado significa "maestro de los cantares" en persa. Sayat-Nová entró al servicio de Heracles II de Georgia como cantor, aunque acabó fungiendo también de consejero y diplomático. El cosmopolitismo de aquellos pueblos caucásicos, encrucijada histórica de imperios europeos y asiáticos, se refleja en la poliglosia de Sayat-Nová, que hablaba armenio, azerbayanés, georgiano y persa, y que escribió en todos ellos. Tanta sofisticación cultural no le sirvió para conservar su privilegiado puesto en Tiflis: se enamoró de la hermana del rey, Ana, y a Heracles no le hizo mucha gracia que un poeta, por más funcionario áulico que fuese, pretendiera a su augusta parienta, destinada a matrimoniar con personajes encumbrados. Esa ha sido, con muy escasas excepciones, la constante en todos los pueblos: los poetas son unos pelagatos a los que hay que alejar de las hembras casaderas de buena familia. Expulsado de palacio, Sayat-Nová se convirtió en un bardo itinerante y, en 1759, por convicción, pero también para asegurarse el sustento ser bardo errante nunca ha sido garantía de nada, salvo de ser apedreado por los caminos por campesinos insensibles a la lírica, se ordenó sacerdote por la Iglesia Apostólica Armenia, condición que no le impidió tener mujer, que lo dejó pronto viudo, y cuatro hijos. Recaló por fin en el monasterio de Haghpat, y allí vivió hasta 1795, cuando las fuerzas de Mohammad Khan Qajar, sha de Irán, ocuparon el cenobio y plantearon a los religiosos la siguiente alternativa: convertirse al Islam o morir. Sayat-Nová prefirió morir y Mohammad Khan Qajar accedió gustoso a su deseo. Desde entonces, Sayat-Nová es recordado como el trovador nacional de Armenia, autor de más de 200 canciones (aunque se cree que compuso cerca de un millar), muchas de las cuales todavía se cantan en el país del Cáucaso. (Pero no solo allí sigue vivo: la ecuatoriana Carla Badillo Coronado ha ganado el más reciente Premio Loëwe a la Creación Joven con un libro inspirado por Sayat-Nová y titulado, en su honor, El color de la granada). A esta figura histórica pero todavía presente consagró Serguei Paradzhánov, también nacido en Tiflis, su segunda película, Sayat Nova, tras Corceles de fuego, que data de 1964. Antes había dirigido cuatro films y tres documentales, todos fieles al realismo socialista imperante en aquellos años de telones de acero y dictadura del proletariado, pero experimentó una suerte de caída del caballo estética, a lo Saulo en Damasco, cuando vio La infancia de Iván, de Andréi Tarkovski, y renegó de todo lo que había hecho antes de Corceles de fuego. Aunque esta no fue mal recibida por las autoridades soviéticas, con Sayat Nova cayó en desgracia. Los censores soviéticos, pasmados, confusos y suspicaces ante aquella extravagancia poética, no se atrevieron a prohibirla, pero alteraron su montaje y le impusieron unos subtítulos explicativos y un ortopédico doblaje en ruso que deterioraban la pureza y elegancia del conjunto. No contentos con eso, y con la mosca definitivamente detrás de la oreja, dificultaron o prohibieron casi todos los proyectos que propuso Paradzhánov, o en los que se embarcó, hasta 1973. Ese año fue condenado, por bisexual una condición subversiva entonces y todavía hoy en Rusia—, a cinco años en un campo de trabajo de Siberia, que entretuvo dibujando y esculpiendo figuras en miniatura, conservadas actualmente en el museo que lleva su nombre en Ereván, la capital de Armenia. Paradzhánov ya había tenido problemas con el régimen por sus inclinaciones sexuales en 1948, cuando se le acusó de mantener relaciones prohibidas nada menos que con un agente del KGB, y se le condenó a cinco años de cárcel, aunque resultó amnistiado a los tres meses de reclusión. Pero con su liberación sus asuntos sentimentales no mejoraron: en 1950, su prometida, una musulmana tártara, se convirtió al rito ortodoxo para casarse con él. Poco después, los parientes de la ya esposa la asesinaron para castigar su apostasía. Paradzhánov salió de la cárcel en 1977, gracias a los esfuerzos desplegados por artistas e intelectuales occidentales, como Louis Aragon y John Updike (antes, Buñuel, Tarkovski, Truffaut, Fellini y Antonioni, entre otros, habían abogado en su favor, con escaso éxito), pero los censores y la policía siguieron acosándolo, hasta que fue encarcelado de nuevo, acusado esta vez de cohecho, en 1982. Solo pasó un año en prisión, pero salió con la salud irreversiblemente dañada, y murió de cáncer en 1990. No sorprende, pero sigue entristeciendo, la saña con que los sátrapas soviéticos trataron a un genio del cine, como a tantos otros artistas únicos, y, en buena medida, cercenaron su obra y su creatividad: la ideología mutila al arte; el político, el redentor de la patria, asfixia al hombre, al creador. Aunque lo que este haya alumbrado quede y lo instaurado por los salvadores de la humanidad desaparezca en los estercoleros de la historia, duele que una figura como Paradzhánov no haya podido desarrollar plenamente su talento: esa amputación nos perjudica a todos. Y llaman la atención los paralelismos entre la vida del bardo armenio y la del director soviético: ambos nacieron en la misma ciudad, ambos fueron poetas en artes diferentes, ambos padecieron de mal de amores, ambos sufrieron la persecución del poder y ambos murieron por no abjurar de sus creencias, estéticas o religiosas. Sayat Nova es una película lisérgica: a lo largo de 78 minutos, en la pantalla se suceden cuadros vivos que representan las diferentes etapas de la vida del bardo armenio, desde su niñez hasta su muerte. No hay acción ni apenas diálogo, salgo unos escasos subtítulos que resultan tan líricos como abstrusos. Los personajes desfilan ante la cámara, estáticos, casi escultóricos, ataviados con las ropas de la época, de vivos colores. Los movimientos, si existen, son lentos, muy lentos. Sayat Nova es, como dijo un maligno crítico norteamericano de cierto cine francés, una película en la que se ve crecer la hierba. Y no es recomendable contemplarla después de un duro día de trabajo o de haberse zampado un cocido madrileño. Las escenas presentan un indudable aire surrealista, con gallinas que invaden, enloquecidas, un espacio en el que descansa Sayat-Nová, rodeado de velas, o un rebaño de ovejas que atesta una iglesia en cuyo centro yace un cadáver. La música tradicional y eclesiástica que acompaña en todo momento las imágenes ejecutada con flautines caucásicos y esos laúdes de tripa de cordero que recuerdan al propio cordero siendo degollado— contribuye al ataráxico desquiciamiento del film. La fuerte presencia de lo religioso, con iconos, crucificos, libros sagrados, ropas talares y tapices bíblicos, y el simbolismo trascendental que proyecta Sayat Nova, su alegoría metafísica, conviven sin dificultad con una sensualidad cifrada en los colores y las formas, en las ricas telas y los animales, en las metáforas del cuerpo y del sexo, como esa caracola nacarada que representa el pecho femenino. Pero las contradicciones sutilmente resueltas no acaban aquí: el hieratismo de los actores se acomoda a la espesura de las formas y, al mismo tiempo, a los espacios despejados: salas sin nadie, paredes desnudas, cabezas solas, figuras solas. Uno acaba de ver Sayat Nova como un extrañísimo experimento poético que probablemente no se comprenda, pero que también, probablemente, nos haya enriquecido con una belleza sangrante y oscura. Incluso si nos hemos dormido viéndola, es probable que nuestros sueños hayan sido más delicados, más exquisitos, que de costumbre.