En el penúltimo ABC Cultural, Rodrigo Fresán firma una reseña de la novela Voces humanas, de Penelope Fitzgerald, recientemente publicada por la editorial Impedimenta, con mi traducción, de cuya aparición ya he dado cuenta en este blog (https://eduardomoga1.blogspot.com/2019/04/voces-humanas.html). La reseña es favorable: el libro es inmenso; la obra de la inglesa, colosal; ella misma, genial; y su voz se describe como "divinamente humana y humanamente divina". Curiosamente, el libro reseñado por el crítico no es Human Voices, sino, como he señalado, Voces humanas, es decir, un libro cuyas palabras no son las escritas por Penelope Fitzgerald, sino por un intermediario cultural: por un traductor; en este caso, por mí. Y a este Fresán ni lo menciona. Sin duda, los críticos, amparados por la más amplia libertad de juicio y expresión, pueden decir (o no decir) lo que les venga en gana, y, por lo tanto, están en su derecho de omitir el nombre del traductor en sus reseñas, aunque no sea justo, ni riguroso, ni responsable, y mucho menos cuando su labor ha sido, según dicen, meritoria. Porque, repito, las palabras que ha leído Fresán para llegar a la conclusión a la que llega, y que leerán todos los que se asomen a la novela, no son las que escribió la autora, sino las que eligió su traductor de entre las muchas con las que podía verterse lo dicho originalmente por aquella. Y no escribo esto por tonta vanidad, sino por reivindicar la dignidad del oficio y por amor propio: porque los trabajadores de la cultura que son, que somos, los traductores —unos trabajadores esenciales, que se enfrentan a proyectos a veces endemoniados y que ponen a disposición del público obras de arte que, sin su concurso, serían inaccesibles— merecemos que nuestra labor se reconozca (y se remunere dignamente, pero esa es otra batalla). Se ha avanzado mucho en las últimas décadas en ese reconocimiento, aunque, a juzgar por reseñas como la de Fresán, y tantas otras, no lo suficiente. Para muchos, seguimos siendo invisibles. Y lo más grave es que lo seamos también para el propio suplemento, el más antiguo y uno de los más prestigiosos de España, que ni siquiera menciona el nombre del traductor en la ficha bibliográfica de la novela, donde se lee: "«Voces humanas». Penelope Fitzgerald. Narrativa. Impedimenta, 2019. 208 páginas. 20,50 euros".
Cierta adalid de la muchedumbre de adolescentes y postadolescentes que fumigan youtube, instagram y la pléyade de telarañas digitales con algo que llaman versos, henchida de orgullo pero carente de sesera, ha respondido a los reproches que se hacen a la poesía instagramer que escribe con y para esas hordas de púberes iletrados, diciendo que "todos los cambios de paradigma han generado críticas". Y uno se queda anonadado de enterarse de que versos, si es que lo son, como estos: "siempre había pensado que uno debe confiar muchísimo en la persona con la que duerme cada noche, porque no hay momento del día en el que estemos más indefensos que cuando se apaga la luz", constituyen un cambio de paradigma. Quizá Paulo Coelho sea un cambio de paradigma y no nos habíamos enterado. O quizá lo fuese Corín Tellado, y tampoco. Alguien tendría que explicarle a esta muchacha que escribir en una pantalla de silicio en lugar de hacerlo en papel, no es un cambio de paradigma; un cambio de paradigma es pasar del pensamiento mágico al pensamiento racional, o de la economía de caza y recolección a la agroganadera. En todo caso, un cambio de paradigma, si es que lo es, también puede ser involutivo, y hasta catastrófico. Alguno/as versificadore/as de hoy no solo quieren matar al padre, como siempre, honestamente, se ha hecho, sino también matar al paradigma, y hasta creen haberlo conseguido. Ah, gente soberbia y desaforada.
La editorial Arola, de Tarragona, acaba de cumplir 20 años de vida y lo ha celebrado con un antología de poesía, Arola Editors, vint anys de poesia (1998-2018). Es un placer constatar que las editoriales perduran: también, o sobre todo, las pequeñas, las periféricas, las que batallan duramente por crear literatura desde algún rincón, amable o inhóspito, del país, sea este Cataluña o España. En 2013 tuve la satisfacción de contribuir a un libro colectivo, Libro libre, publicado por Arola, con Dices, un extenso poema que un año más tarde vería la luz, exento, en otra pequeña editorial, Libros en su Tinta, capitaneada por el indesmayable Andreu Navarra. En Libro libre participábamos Ramón García Mateos, Alfredo Gavín, Juan López-Carrillo, Vicente Llorente y yo. Los cinco colaboramos también en esta antología de homenaje, junto con otros 69 poetas, mayoritariamente en catalán, muchos de ellos radicados en Tarragona. De hecho, la representación de la poesía en castellano nos corresponde solo a nosotros cinco y a dos poetas más: Toni Romero Prieto y Llorenç Barber. Entre los demás, destacan autores clásicos como Joan Brossa o Gerard Vergés y otros, actuales, como David Castillo, Teresa Costa-Gramunt, Carles Duarte, Carles Hac Mor, Ester Xargay, Gaspar Jaén, Jordi Julià, Xavier Farré y Laia Noguera. Entre los invitados sorprende —pero agrada, claro— la presencia de Rainer Maria Rilke y Adonis: el primero, con "Rèquiem per la mort d'un nen", aunque no se especifique que su traductora es Teresa d'Arenys; y el segundo, con el brevísimo poema "Terra de màgia", cuyo traductor es, ¡ay!, igualmente invisible. Pese a la amplitud y riqueza de la nómina, confieso que me habría gustado que incluyese a otros buenos poetas tarraconenses, que escriben tanto en catalán como en castellano, como Teresa Domingo o Juan Carlos Elijas. Los que están, no obstante, reflejan bien la pluralidad, lingüística y estilística, de la poesía que se escribe hoy en Cataluña y acreditan la vitalidad de una editorial ya veinteañera, una edad, en poesía, felizmente longeva.
Este es el poema, el VIII de Las horas y los labios (2003), con el que participo en el volumen. Su tema es el tiempo, el hilo conductor de todos las composiciones de Arola Editors, vint anys de poesia (1998-2018) :
El tiempo crece, rizoma de instantes, y los ojos, que quieren huir, se elevan hasta el dolor, o la creación, en busca de un espacio transparente. Sin embargo, un enjambre de fisuras, de oscuridades que arden, los abate. El tiempo ancla en la materia y la transforma en caída. La materia es el cielo y la asfixia que siento bajo el cielo, el poema que escribo y la resistencia del poema a ser escrito, los cristales núbiles de la mirada y los cristales yacentes de la respiración. El tiempo llueve, quieto. Y la materia renuncia a ser: vuelve a su llanto, a su tenebrosa claridad, y despliega su silencio destructor, con el que me construyo.
El tiempo sucede, como el mundo, y solo se repliega en la inconsciencia. La noche se acomoda en la piel, incluso durante este día que resplandece como la soledad en las pupilas de la mujer con la que me cruzo, o a la luz achatada de los neones, a la que acuden los pájaros sinuosos y en la que desaguan los gestos murientes de los hombres. La concavidad de los objetos, la aridez que me fecunda, los hechos nacidos del pánico, actúan como tempestades, fortifican los minutos levantados por el yo.
El tiempo empaña la mirada: a sus turbulencias solo escapan lo inconcebible, el edificio de lo enorme, las nubes deshilachadas cuya deriva es la deriva de la alucinación, el yo que me excede, el yo en que agonizo bajo una superficie de órganos. El tiempo aguza la mirada: con su hoguera pálida, con sus máximos alambres, con las sondas obsesivas que vacían las arterias del conocimiento. ¿Existo? ¿Existen estas manos discontinuas, que miro como a pájaros devorados? ¿Existe esta luz que escapa del cuerpo y regresa a él, que surge del frío y regresa a él, como si las cosas estuvieran cerradas y bajo su bóveda infinita se reuniesen todas las respiraciones? ¿O es todo un río esférico que derrama sobre el corazón su última negrura?
Por el tiempo no circula la sangre. Su presencia es la ausencia. Su oquedad funeral alcanza el hueso, y el hueso se enfría, se contrae en cifras y en días, en solidez que llora. Las raíces, en cambio, caminan por campos que no conocen ruinas, más allá del vientre que nos quema, donde el despertar es leve y el sol besa. Hay alas en el olvido: entonces soy. Solo en el lugar sin tiempo palpita el nombre.