jueves, 31 de mayo de 2018

Estampas de Mánchester (y 3)

Buxton es una villa termal, a unos 45 km de Mánchester, que Terence, mi amigo y traductor inglés, nos ha recomendado que visitemos. Y le hacemos caso. Llegamos, sin novedad, en tren, y lo primero que vemos al bajar en la estación es a un señor con bombín. Vamos a continuación a los Pavilion Gardens, un conjunto de parques y estanques inaugurado en 1893 para solaz de los termalistas y el público en general. En una de las muchas fuentes que lo jalonan leemos este minucioso aviso: Do not put coins, food or fingers in the water [No echen monedas ni comida ni metan los dedos en el agua]. Lo aplaudimos: combate con firmeza la estúpida costumbre de tirar monedas a los cuerpos de agua, la no menos perjudicial de alimentar a los peces (que se convierten, gracias a esa generosidad aborrecible, en bestias del tamaño de siluros) y la repulsiva de utilizar la pila como lavamanos (y arriesgarse, además, a perder las manos, devoradas por los peces monstruosos). Luego recorremos los puestos de un mercadillo que se ha instalado en el lugar y compramos un precioso juego de té de los 60. Como solo podemos pagar con tarjeta y el quincallero –alto, delgado, de pelo blanquísimo– solo acepta metálico, le preguntamos si nos puede apartar el género y nos comprometemos a pagárselo después en efectivo. Nos dice que sí y que no quiere paga y señal: "Si me decís que vais a volver, cuento con que volváis". Junto al puesto del confiado vendedor, vemos otro de Spanish churros, atendido por un chino que los fríe con unas gafas de buceo puestas. Más allá, husmeo en una book fair vecina: predominan los libros de historia y sobre asuntos locales y nacionales, pero localizo también una historia del paraguas (lo cual, bien mirado, también es un asunto muy local); una biografía de George Borrow, don Jorgito el inglés, aquel viajero políglota que tuvo la temeridad de recorrer España a mediados del s. XIX para difundir la Biblia protestante (naturalmente, fue encarcelado) y que dio cuenta de sus peripecias en un libro extraordinario, The Bible in Spain, or the Journey, Adventures, and Imprisonment of an Englishman in an Attempt to Circulate the Scriptures in the Peninsula (Londres, 1843), que don Manuel Azaña tradujo, simple y sabiamente, como La Biblia en España; un volumen sobre Cervantes y los encantadores; y una curiosa antología, Fauns, Satyrs and a Few Sages: Songs, Epigrams and Pieces After the Greek, de Bernard D. N. Grebanier, que me resuelvo a comprar por dos libras. A la salida paseamos por el parque, donde menudean los perros y los narcisos. En el lago principal, los pájaros observan comportamientos muy dispares: los cisnes se dejan admirar; los patos se pelean; los gansos sestean sobre una pata; y las gaviotas cabecinegras se lanzan en el aire a por las migas que les tira desde la orilla un grupo de adolescentes con camisetas de AC/DC. En el quiosco de música, una banda, uniformada de granate, parece aprestarse a tocar, pero no llega a hacerlo nunca. Damos una vuelta entera al recinto, y allí siguen los músicos, punteando los violines, afinando las trompetas, estirándose los faldones de las guerreras o recolocándose la gorra de plato, pero sin arrancarse con Pompa y circunstancia, como parece exigir la tesitura, ni cualquier otra bonita pieza del repertorio británico. La gente, que al principio esperaba con ilusión, sentada en la hierba, el inicio del concierto, ha desertado y está comiéndose los churros del chino con gafas o tirándoles migas a la gaviotas. Ni siquiera esta oprobiosa deserción induce a la orquesta a atacar pieza alguna. Allí siguen, en silencioso gatillazo. Por fin, se van. Nosotros subimos al ayuntamiento por los slopes: la sede municipal está en alto, y desde allí se ven los numerosos tejados de los hoteles palaciegos y antiguos balnearios de la ciudad, de piedra roja y negra. Vemos también la iglesia de Santa Ana, flanqueada por una bandera del Vaticano, y la de San Juan, cuyo cementerio, tapizado de cruces y lápidas declinantes, iluminan los omnipresentes narcisos, el canto de los pájaros y un sol huidizo, que asoma entre chubascos leves y nubes imperiosas. En los antiguos Buxton Baths, ahora reconvertidos en arcade, esto es, en galería comercial, nos tomamos sendos chocolates calientes. Los azulejos y la gran vidriera polícroma del techo, conservados de los tiempos en los que los baños eran baños, son primorosos, pero los chocolates, aguados, no valen nada. Luegos pagamos y recogemos el juego de té y volvemos a Mánchester.

Pasamos la tarde en el Museo de la Ciencia y la Industria de Mánchester. No extraña que una de las capitales de la Revolución Industrial haya establecido este lugar de estudio y rememoración. Como es enorme e imposible de visitar en unas pocas horas, nos concentramos en la sección de Cottonopolis [ciudad del algodón]: así se llamaba a Mánchester a principios del s. XIX (su permanente carácter fabril continúa reflejándose en su símbolo actual, una abeja). Allí, en un foso que reproduce un taller decimonónico, dos guías explican al público que se asoma desde una galería circundante cómo funcionaba una fábrica textil. Y lo hacen muy bien, con el histrionismo justo, aprendido de la mejor escuela dramática inglesa, y sin que la inevitable repetición del parlamento merme la viveza o desbravezca el ritmo de la exposición. El monitor hace hincapié en las terribles condiciones de trabajo del lugar. Y uno, que ha leído sobre la explotación bestial de los trabajadores de aquellas maquilas, no alcanza a atisbar sus dimensiones verdaderas hasta que no experimenta, siquiera fugazmente, lo espantoso de la actividad: el polvo del algodón destrozaba los pulmones; el ruido ininterrumpido de los telares ensordecía y llegaba a enloquecer; las máquinas, que se limpiaban y engrasaban sin dejar de funcionar, para no perder producción y, por lo tanto, dinero con el parón, cortaban dedos y trituraban manos (y hasta machacaban cuerpos, si alguna de las poderosas correas que mantenían en funcionamiento aquellos ingenios perversos enganchaba y lanzaba contra el techo o el suelo, o contra ambos, a los desgraciados que, entontecidos por el ambiente infernal, no habían reparado en su excesiva vecindad). Los niños tenían un papel fundamental en aquellos agujeros del averno: porque apenas se les pagaba y porque sus cuerpecitos finos eran imprescindibles para introducirse en los mecanismos y engranajes y lubricarlos o ajustarlos, a costa de amputaciones y aplastamientos. Hasta 1833, trabajaban en aquellos talleres niños de cinco años en jornadas de doce y catorce horas; luego ya solo podían hacerlo si tenían nueve. Fue un gran avance humanitario. Para acabar, el guía nos recuerda que el algodón, uno de los pilares de la industrialización de la Gran Bretaña y, por ende, de su imperio y su riqueza, provenía del trabajo esclavo. Honra a los ingleses reconocer que su prosperidad es fruto de la miseria de los demás. Cuando salimos del Museo, la perturbación que nos ha causado aquella descripción descarnada de los orígenes recientes de la sociedad moderna se prolonga en escenas inverosímiles: en el Great Northern Railways Company Good Warehouse [Almacén de los Ferrocarriles del Gran Norte], hoy reconvertido en centro comercial y de ocio, vemos a varios mozos subiendo grandes ruedas de camión por las gradas del anfiteatro que lo precede por qué, lo ignoramos; pero ellos parecen divertirse mucho y a otros, en uno de los locales del interior, practicar el lanzamiento de hacha. También estos parece estar pasándoselo en grande. Echan un trago de cerveza y arrojan luego el arma a la diana, entre alaridos regocijados. Me pregunto dónde la tirarán cuando la pinta sea la cuarta o la quinta. Pero no nos quedamos a averiguarlo.

Mánchester tiene, además de un barrio chino populoso, un estimulante gay village, al que llegamos siguiendo el canal de Rochdale, que atraviesa la ciudad, y cuya mucha basura recogen del agua achocolatada barcazas barrenderas o voluntarios por el camino de sirga. El canal alterna tramos en los que se refugian borrachos y perroflautas y vecindarios suntuosos, engalanados con flores, cisnes (aunque un poco sucios) y coches de lujo, hasta llegar a Canal Street y Richmond Street, los dos ejes del barrio gay. Las banderas arcoirisadas, los locales de ambiente (uno se llama Gay, así, a a palo seco: es imposible mayor concisión) y los teatrillos con drag queens están por todas partes, aunque muy tranquilos aún a esta hora del día. En el barrio se encuentran también los Sackville Gardens, con el memorial de Alan Turing, el descifrador de la máquina Enigma de los alemanes en la Segunda Guerra Mundial (lo que salvó cientos de miles de vidas) y padre de la informática, que fue condenado en 1952 por maricón en el lenguaje de la época, por "indecencia grave y perversión sexual" y murió dos años después, tras someterse a una brutal castración química, envenenado con cianuro, sin que aún se sepa si fue suicidio o asesinato. Lo recuerda una estatua sedente, en bronce, en la que aparece con su característico flequillo y una manzana en la mano, como de la que comió para morir hace más de medio siglo. A sus pies vemos un arco iris teselado y una frase de Bertrand Russell sobre las matemáticas, que no solo poseen la verdad, sino cierta belleza suprema, "una belleza fría y austera, como la de una escultura". Cerca, en otro banco, dos colgados quizá provenientes del canal de Rochdale trasiegan vinazo, eructan y hieden. Pero la belleza del recuerdo y del ejemplo de Turing se sobrepone a su presencia. Y nosotros nos la llevamos con nosotros al dejar este hermoso trozo de la ciudad.

sábado, 26 de mayo de 2018

Estampas de Mánchester (2)

Mánchester abunda en bibliotecas estupendas. Y no solo modernas, vinculadas a sus muchas e igualmente estupendas universidades, sino también, y sobre todo, históricas, con todo el sabor de siglos y generaciones de lectores. Una es la John Rylands; otra es la Chetham's, que visitamos hoy. Con la primera, la viuda de un industrial del algodón quiso lavar su conciencia del acaso insoportable peso de haberse hecho millonarios gracias al trabajo de niños de siete años durante catorce horas al día en pavorosas maquilas decimonónicas, a cambio de unos pocos peniques, si es que llegaban a cobrar un salario. La segunda, creada por Humphrey Chetham, terrateniente y comerciante de telas, e imbuida de un mismo espíritu filantrópico, aspiraba a contribuir a la educación de "los hijos de padres honorables, industriosos y abnegados", pero también a prestar servicio a los scholars. Se inició en la tarea muy pronto, en 1653, y hasta hoy: es la biblioteca pública en funcionamiento ininterrumpido más antigua del Reino Unido. La entrada para quienes quieran consultar libros sigue siendo gratuita. Se aloja en un edificio de 1421, que fue, durante mucho tiempo, colegiata, es decir, residencia sacerdotal. Los curas tenían en ella todo lo que necesitaban para sobrevivir y, singularmente, una cervecería: eran curas ingleses. También un claustro de dos pisos, sombrío y apretado, y celdas con gateras. Los felinos les ayudaban a limpiar el lugar de ratas y les hacían compañía en las gélidas jornadas mancunianas. Tras casi cuatrocientos años de labor, la Chetham's alberga hoy más de 100 000 volúmenes impresos, 60 000 de los cuales son anteriores a 1851. Entre las primeras ediciones que se conservan en ella, destacan algunos títulos imprescindibles de la ciencia y la cultura occidentales, como el Paraíso perdido, de John Milton; los Principia Mathematica, de Isaac Newton; y el Diccionario de la lengua inglesa, del doctor Johnson, ese lexicón sin igual en el que, por ejemplo, se definía así el término "avena": "Cereal que en Inglaterra sirve de alimento a los caballos, pero del que en Escocia se alimentan las personas"; y así el término "patrocinador": "Alguien que tolera, apoya o protege a otros. Usualmente, un desgraciado que apoya con insolencia, y es pagado con adulación". Quien nos enseña la biblioteca –al que le hemos caído en gracia, quizá porque le hemos hecho preguntas, y los demás que integran el grupo no nos señala los dos tomos del Diccionario, encuadernados en blanco, que se encuentran en la sala principal. Pero no podemos cogerlos y abrirlos: para hacerlo, tendríamos que haberlo solicitado con antelación. No obstante, su cercanía me produce un extraño cosquilleo, un prurito que podríamos llamar bibliográfico, que solo se ha observado en letraheridos de herida profunda, bibliófilos reincidentes y eruditos de varia condición. Todos los fondos se encuentran en plúteos protegidos con rejas, que solo pueden abrirse con llave. Pero esta puede decirse que es una instalación moderna. En sus inicios, los libros estaban encadenados. Eran objetos carísimos, de lujo, y la biblioteca no se podía permitir que se los robaran (y no lo hacían para leerlos, sino para revenderlos, enteros o troceados). En una de las salas de la Chetham's todavía se conserva una estantería con los libros y sus argollas. En aquellos tiempos, los lectores iban hasta el lugar donde estaba el volumen que quisieran consultar y lo leían sentados en unos taburetes de roble, aún en uso, identificados con la letra ese, de stool, 'taburete'. En otra se exhibe una imprenta de madera de principios del s. XVII. Nuestro guía nos indica, con el discreto orgullo de los ingleses, que, si quisiéramos, aún podríamos imprimir con ella. Con ser muy atractivo todo lo que vemos y nos cuentan, lo que me resulta más impactante es una tribuna de la sala central de la biblioteca en la que Carlos Marx y Federico Engels pasaron muchos días del verano de 1845 leyendo libros de economía, sociología y política, unos libros que aún siguen ahí, al alcance de la mano de quien quiera consultarlos, y de cuya lectura surgieron muchas de las ideas que plasmaron, poco después, en el Manifiesto comunista, aunque también les debió de inspirar mucho el espantoso suburbio industrial que rodeaba entonces la biblioteca y que veían, horrorizados, desde su rincón de estudio. Las manos de ambos próceres del socialismo sostuvieron estas cubiertas que ahora acaricio yo, y sus augustos culos reposaron exactamente en el mismo banco en el que he puesto hoy el mío. Intento que algo de su grandeza se me infunda a mí, siquiera por vía rectal. Ángeles, en cambio, se niega a sentarse. A ella estos lugares por donde pasa tanta gente siempre le han dado algún reparo. Y, además, es de derechas.

Encontramos otro lugar de libros en Didsbury, un pueblo residencial al que se puede llegar en tranvía desde el centro de Mánchester. No sabemos si es una librería a la que se ha adosado una cafetería o una cafetería a la que le ha crecido una librería. Un cartel a la entrada identifica lo que fue este local en el pasado: el Blackhall Youth Club, un club juvenil. Aunque bastante juvenil sigue siendo: casi todos sus clientes son veinteañeros; de hecho, nosotros, cincuentones, somos los ancianos del lugar. El lugar es amorosamente cutre: todas las sillas y mesas son distintas entre sí, un perro lanudo se pasea por entre las patas de los muebles y de los parroquianos, las paredes están atestadas de flores y pintadas, y la clientela se compone sobre todo de estudiantes y lectores que pasan aquí toda la tarde (es decir, hasta las cinco: las tardes inglesas acaban a las cinco) con mucho ordenador y un té o un café con leche, quién sabe si relaxing. La librería, trasera, es más que caótica: es casi infranqueable. Los libros se amontonan en diabólico desorden y el sendero por el que se transita parece una trocha de la selva vietnamita. Al pasar, observo en el centro del pandemonio que algo se mueve. Quizá sea el perro sonriente de la cafetería, que se ha colado en el cenagal de celulosa, u otro animal sin identificar: los ingleses aman tanto a las bestias que podrían tener a cualquiera de ellas en cualquier parte. Pero no: es un ser humano, un señor mayor semienterrado entre los libros, casi vuelto libro él mismo. Al reconocer también él a un congénere (con alguna sorpresa, como si le asombrara que pasase alguien por allí), se interesa por lo que busco y por quién soy. Le doy un par de respuestas apresuradas, pero suficientes para despertar su ansia de conversación, o más bien de monólogo: el caballero es un miembro avezado de la ingente cofradía universal de los habladores no escuchadores, particularmente frecuente entre las personas de edad. Y este tiene ya unos cuantos años, aunque, como se preocupa por aclararme, está casado con una mujer veinte años más joven que él, que ahora mismo está en Rusia. Cuando interrumpo su soliloquio, como quien se lanza a cruzar una calle atravesada de tráfico, para preguntarle si tiene algo de literatura en español, me dice que muy poco, y que le parece extraño que se conozca a tan pocos escritores españoles en Inglaterra. Ay, qué me va a contar a mí. ¿Por qué cree Ud. que es así?, se suelta a preguntarme. Si tradujeran Uds. más, le respondo, quizá descubrirían a los muchos buenos escritores que hay y ha habido en mi país.

Uno de los rincones más bonitos de Mánchester es la iglesia de Santa Ana, en la plaza del mismo nombre. Consagrada en 1712, ha sobrevivido a los bombardeos de la Luftwaffe en la Segunda Guerra Mundial de los que se conserva un proyectil incendiario que cayó en el tejado, pero no llegó a explotar y a la bomba del IRA que destrozó el centro de la ciudad en 1996 y acabó con las bellísimas vidrieras originales de uno de los lados de la iglesia. Por suerte, el órgano, de 1730, que también estaba en ese costado, había sido trasladado para que lo repararan, y se salvó de la destrucción. Me siento en un banco central y disfruto de la serena hermosura del templo, de columnas blancas y maderas nobles, con un hermoso Descendimiento de la cruz, de Annibale Carracci, vecino de una vidriera art déco. El pastor, que a mi llegada estaba hojeando un periódico deportivo, se da cuenta de que tomo notas en una libreta y me pregunta si estoy escribiendo mi autobiografía. Le contesto que en cierto modo sí. Me sonríe, pero no se detiene. Yo también le sonrío, pero no dejo de tomar notas. Aquí está enterrada Elizabeth, la hermana de Thomas de Quincey, el autor de El asesinato considerado como una de las bellas artes. La placa que informa sobre los enterramientos dice que no se merecen que los pisoteemos ni que los utilicemos como mesas de pícnic. Estoy de acuerdo. Los repaso todos, sin rozarlos, y visito la cercana plaza Lincoln, así llamada por estar presidida por una enorme estatua en bronce de Abraham Lincoln, el presidente de los Estados Unidos. La efigie iba a acompañar a las de otros prohombres en las Casas del Parlamento, en Londres, pero se juzgó carente de la majestuosidad exigible para ocupar tan prominente lugar. La reclamó entonces la ciudad de Mánchester, alegando que sus trabajadores habían hecho grandes sacrificios para suministrar algodón a la Unión durante la Guerra de Secesión, y que querían homenajear a su vencedor, que había abolido la esclavitud. Y aquí está ahora Abe, algo adusto pero sin duda imponente, compartiendo espacio con otro monumento en recuerdo de Diana de Gales, la princesa del pueblo, cuyos merecimientos, a juzgar por los británicos, fueron iguales que los del libertador de los negros y mantenedor de la Unión. En la vecina King's Street se conservan algunas de las escasísimas muestras de arquitectura georgiana que perduran en Mánchester. Los bajos de uno de estos edificios acogen una tienda de ropa que se anuncia como fabulously British, lo que, a la vista de cómo visten algunos aquí, no sé si es un acicate o un demérito. El establecimiento está delante de El Gato Negro, un bar de tapas español. La Barton Arcade, asimismo próxima Mánchester tiene el tamaño de Zaragoza y todo está, en realidad, a tiro de piedra, es un pequeño y lujoso palacio de cristal en el que se aglomeran las tiendas finas y los establecimientos singulares, entre ellos uno de productos catalanes (se llama Lunya, y no tiene lazos amarillos a la entrada) y la peluquería para hombres probablemente más bonita del mundo, que presta servicio a scoundrels & gentlemen, es decir, a "sinvergüenzas y caballeros", aunque quienes así se venden quizá no hayan reparado en que, en algunos casos, ambos pueden ser una misma persona. Desde el piso superior de la Arcade, un señor se asoma de pronto a la baranda y nos invita a subir a degustar un whisky, y yo me apresuro a aceptar su invitación. La amabilidad de Mancunia es proverbial.

domingo, 20 de mayo de 2018

Estampas de Mánchester (1)

Hoy cenamos en el Asmara, un restaurante eritreo. Es un local austero, sin apenas decoración, como el país. Solo brillan unas luces sobre la barra, de los mismos colores que la bandera nacional: verde, rojo y azul. Ángeles se sorprende de que sepa cómo es la bandera de Eritrea. En realidad, no se sorprende: sabe que la vexilología es una de mis aficiones ocultas (y banales). Comemos tef (eragrostis tef), una gramínea parecida al cereal, el alimento básico de la dieta eritrea, y lo hacemos con las manos. Otra cosa que aquí no hay ni debe haber son cubiertos. Africanamente, nos pringamos los dedos para envolver con el tef la carne y las verduras que son la enjundia del plato. Me siento pelícano: formo el bocado, levanto la cabeza, abro la boca y lo engullo como a una trucha. Pero cometo el error de hacer trozos demasiado grandes. El truco para comer tef sin exhibir en la pechera un cuadro expresionista es que los trozos sean pequeños. Un eritreo que está en una mesa vecina lo hace con una finura admirable, que intento emular, con resultados catastróficos. Yo he pedido una cerveza eritrea when in Rome, do as the Romans do–, pero él se está bebiendo una San Miguel. Ah, los prodigios de la globalización. Cuando ya hemos acabado, otro parroquiano, ganoso de conversación, nos pregunta por qué hemos cenado allí. Lo hace sin acritud, por curiosidad: se conoce que los blancos de Mancunia no frecuentan el Asmara. Aprovecha para carcajearse de la comida inglesa ("fish and chips!", exclama, entre compasivo y burlón) y del fútbol inglés. Él y sus compatriotas prefieren ver la segunda división española a la Premier League. También cree que España puede ganar el próximo mundial. Pienso en cuánto han hecho la gastronomía y el balompié por el entendimiento (y la incomprensión) entre los pueblos. Luego se va, precedido por una sonrisa negra, iluminada por una dentadura blanca.

En Mánchester llueve. Llueve mucho. Llueve siempre. Ante el hecho incontrovertible de la lluvia, algunos van pertrechados y a otros les da igual. Los primeros visten impermeables de última generación, o despliegan paraguas grandes como cóndores, o se calan gorras indestructibles, capaces de resistir el sirimiri más tenaz y el peor diluvio; y de ambos hay aquí. Los segundos, en cambio, transitan como si el agua fuera aire, o como si estuvieran en España. Parecen tontos, pero, en realidad, son más listos que nadie: han comprendido que la lluvia es imbatible y que, mientras vivan en Mánchester, será una compañera fatal. Mejor, pues, aceptarla con indiferencia, y hasta con alegría, que empeñarse en un combate del que solo pueden salir derrotados. El estoicismo de los ingleses empapados, y contentos de estarlo, me gusta. Son los mendigos, que no buscan ningún refugio cuando estallan las nubes y siguen con sus cantinelas petitorias o su abstracción desamparada; y los cantantes callejeros, que no interrumpen sus actuaciones aunque caigan chuzos de punta (y aun a riesgo de electrocutarse, si lo que tocan es una guitarra eléctrica); y los muchos transeúntes que pasan, calados de pies a cabeza, sin dejar de hablar por el móvil, o de escuchar música, o de charlar, con mucho jolgorio, con sus acompañantes. Uno anda cantando: literalmente, singing in the rain.

Visito el barrio de Castlefield. Mánchester es, como Londres, como tantas ciudades inglesas, pero con especial intensidad, una maraña de laberintos históricos, una mezcla aluvial de arquitecturas y espacios, desde ruinas antiguas hasta iglesias medievales y rascacielos superferolíticos, pasando por las antiguas fábricas y almacenes de la Revolución Industrial y los nobles edificios victorianos con los que se blanqueaban las miserias de la Revolución Industrial. Mánchester, además, está surcada por tres ríos, el Irwell, el Medlock y el Irk, y múltiples canales. El agua de unos y otros alimentaba las máquinas de vapor de las usinas y, a falta de carreteras, transportaba lo que producían. También eran albañales, las cloacas de la ciudad. Hoy estos ríos ya no cumplen esas penosas funciones, pero aún son escuálidas cintas marrones que circulan, avergonzadas, por entre las casas de los peores barrios: siguen exhaustos, después de una explotación secular. En Castlefield radica el instituto Cervantes de la ciudad, señalado a la entrada por una bandera rojigualda que resulta chillona en la grisura circundante. Hace años, en mi primera visita a la ciudad, asistí a la lectura de poemas que hizo aquí Manuel Rico. Es un lugar, si no suntuario, sí vistoso, que contrasta vivamente con la modestia con la que se presenta, en un piso del centro, una institución cultural tan linajuda como la Alliance Française. Paso por delante de un teatro en cuya fachada se despliega un enorme fotografía de Tom Cruise. Al pie del cartel leo: Tom Cruise is not appearing at this performance [Tom Cruise no actúa en esta obra]. Más allá, en un bar, leo también: I am one gin away from telling the neighbours what I really think of them [Un gin más y les diré a mis vecinos lo que de verdad pienso de ellos]. Cruzan por dondequiera que vaya tranvías amarillos, como en Lisboa. Pero estos no son carruajes vetustos, de engranajes que chirrían como huesos desparejados, sino vehículos silenciosos, eficaces, vagamente aeroespaciales. En Castlefield se conservan las ruinas del asentamiento romano que dio origen a la ciudad, Mamucium, con las plantas de varias casas una taberna, un almacén, una vivienda y un lienzo reconstruido de la muralla del fuerte que la protegía, defendido desde el 79 hasta el 410 d. C. Algo más allá, visito los restos de los graneros, hoy suaves taludes de tierra, alfombrados de hierba. El césped, alimentado por la lluvia omnipresente, lo tapiza todo, y los narcisos, de un amarillo insultante, lo acuchillan. En un rincón del parque que alberga las ruinas se ha instalado un mendigo. Pero es un mendigo pudiente, que vive en una quechua, a la entrada de la cual se amontonan sus descabaladas pertenencias: cajas, ropas, un saco de dormir, restos de comida. Ciñen el parque dos pubs: el White Lion y el Oxnoble. En el segundo me recupero de tanta antigüedad con una pinta que me sabe a gloria.

Por la noche cenamos en Matt & Phreds (el truco idiota de transformar Rafael en Raphael sigue vigente, constato con decepción), un local con música en directo. Hay muchos tugurios como este en la ciudad, cuyo amor por la música continúa muy vivo. El barrio en el que se encuentra inspira poca confianza, pero eso hace al bar aún más prometedor. Y, en efecto, pronto comprobamos que el lugar es razonablemente cutre, con esa cutrez chispeante, simpática, que augura relajación y espontaneidad. Pedimos una botella de vino blanco español, "Castillo de Piedra" (que no conocemos, pero se trata de hacer patria), que en la carta se identifica como "Castillio de Piedra". La botella más una copa extra y dos pizzas una griega y una cajoun cuesta 20 libras, un precio ridículo comparado con lo que nos cobrarían por lo mismo en Londres, y hasta en Barcelona. Los músicos son excelentes: la cantante, blanca, tiene voz de negra, y el guitarrista que la acompaña parece el sobrino de Andrés Segovia. Por desgracia, la gente se amontona delante de nosotros y no los vemos actuar. Pero los oímos y eso basta. La lluvia de sus notas nos redime de la otra, de la que nos ha acompañado todo el día, con pertinacia hiperbórea. 

martes, 15 de mayo de 2018

Anatomía patológica en el Hospital Infanta Cristina de Badajoz

Hace unos días, leí en el tablón de noticias de Google esa selección de novedades que el buscador favorito de la humanidad hace para ti, a partir de las buscas previas que hayas realizado y que le han revelado tus gustos e intereses– esta, tomada del diario Hoy: http://www.hoy.es/extremadura/alerta-colapso-servicio-20180507122740-nt.html. Transcribo su información más relevante: CC. OO. ha alertado de la «dramática situación» del Servicio de Anatomía Patológica y Citología del Hospital Infanta Cristina, de Badajoz, colapsado por la escasez de personal. La falta de profesionales que padece ha hecho que 3.000 pacientes todavía estén esperando el resultado de sus citologías y biopsias, fundamentales para el establecimiento de un diagnóstico y, por lo tanto, de un tratamiento que en muchos casos puede marcar la diferencia entre la vida y la muerte. Según CC. OO., los trabajadores del Servicio han denunciado muchas veces esta situación al gerente del Área de Salud de Badajoz, sin que este haya solucionado el problema. El periódico también se hace eco del hecho de que el Servicio de Anatomía Patológica y Citología del Infanta Cristina cuenta con maquinaria que ha costado 2,3 millones de euros, pero no con personal capacitado para utilizarla, que es algo así como tener aeropuertos sin aviones, estaciones de tren sin trenes, autopistas sin coches, polideportivos sin deportistas y ciudades de la justicia sin justicia ni apenas ciudad, entre muchos otros carísimos despropósitos: situaciones desgraciadamente frecuentes en España, gracias a la ineptitud, cuando no a cosas peores, de nuestros regidores públicos. La noticia no me ha sorprendido: yo ya sabía de este desastre, que es, en realidad, peor de lo que ha denunciado el sindicato. Mi mujer, anatomopatóloga, trabajó siete meses, entre finales de 2016 y mediados de 2017, en ese Servicio de Anatomía Patológica, y fue, según me contó, la peor experiencia profesional de su vida. Para alguien que ha trabajado en siete hospitales de alto nivel en España, Gran Bretaña y los Estados Unidos, una afirmación como esa revela una catástrofe total. En efecto, en el Servicio, ya entonces, había pocos médicos y pocos técnicos, muchos menos de los que las instituciones científicas consideran adecuados para atender el volumen de trabajo del Infanta Cristina (que vaya nombrecito, por otra parte). Ahora el número de trabajadores debe de ser todavía inferior, aunque solo sea porque ella puso pies en polvorosa. Sin embargo, lo importante no es constatar la falta de personal, sino saber por qué se produce. Aunque el SES consiga contratar a más trabajadores y lo tendrá difícil, si no se atajan los problemas subyacentes del Servicio, no conseguirá retenerlos ni, en consecuencia, atender como es debido a las necesidades de los enfermos. Y esos problemas tienen que ver con la organización, la gestión y el ambiente de trabajo. Tras muchos años de desidia e inhibición por parte de los responsables del Servicio y del hospital, lo que quedaba del Servicio de Anatomía Patológica era una jaula de fieras, en la que varios médicos se habían interpuesto denuncias cruzadas por mala praxis; algunos eran objeto de la inquina y el aislamiento de los demás, por no hablar de mobbing; y no pocos se habían ido, aprovechando la primera oportunidad que se les había ofrecido para huir de un entorno siniestro y enrarecido. La cultura de la denuncia en Extremadura está muy extendida, aunque, paradójicamente, no se oriente a la resolución cabal de los problemas ni sirva para mejorar los servicios públicos: solo obedece a la necesidad de afirmar la conformidad con lo que se estima procedente, sin ánimo real de alcanzar una transacción o consenso que beneficie a todos y, en especial, a los ciudadanos. Se denuncia con prurito avasallador para defender el propio estatus o un concepto calderoniano de la dignidad, pero las cosas siguen funcionando tan mal como siempre. En el Servicio de Anatomía Patológica funcionaban las capillitas y los grupitos, heredados de una situación que se había corrompido con los años, con daño manifiesto para la eficacia del servicio. También era aquel Servicio un nido de incompetentes: con alguna excepción, el nivel profesional era ínfimo. Cuando Ángeles ofreció sus conocimientos y su experiencia para formar un grupo de trasplante pulmonar, que no existía ni existe en Extremadura, y prestar así un servicio excepcional a los extremeños (pero que es normal en otras comunidades y países), no solo se le respondió con el silencio, sino que se le asignaron especialidades que no tenían nada que ver con la neumología. Cuando manifestó que consideraba prioritario trabajar para aumentar la calidad del servicio, el gerente del hospital le respondió que la calidad era muy cara. Y cuando, en fin, comunicó a ese mismo gerente los abusos y maltratos de los que acabó siendo objeto, el mismo gerente del hospital le contestó que aquello eran "chiquilladas". En el Servicio de Anatomía Patológica del Hospital Infanta Cristina de Badajoz se dan absurdos como el denunciado por CC. OO.: que disponga de aparatos de última generación, pero no de profesionales que sepan utilizarlos, pero también otros como que se contrate a técnicos de laboratorio para que, cuando ya estén formados en el Servicio (una tarea delicada, que supone mucho dinero y esfuerzo), se les despida, a fin de poder contratar a otros técnicos, a los que habrá, de nuevo, que formar: se prefiere, así, contratar más, y dilapidar los recursos, a contratar mejor, y perfeccionar la prestación. En el Servicio, por otra parte, nadie investiga nada, ni publica nada en revistas científicas, ni recicla sus técnicas y conocimientos en encuentros y simposios. Allí solo se trata de sacar a paladas, como sea, mejor o peor (y la mayoría de las veces es peor), los miles y miles de biopsias y citologías que se acumulan sin descanso. Y se acumulan porque no hay quien las haga: porque la gente por lo menos, los buenos, o los que no tienen ganas de soportar la tóxica atmósfera laboral que se respira allí se va. Y tampoco quiere ir nadie. Es muy importante que los servicios médicos se nutran de nuevos empleados, que los rejuvenezcan y les den un nuevo impulso y, con la formación adecuada, continuidad. Pero poquísimos MIR quieren ir a Extremadura, y aún menos al Servicio de Anatomía Patológica del Hospital Infanta Cristina de Badajoz: el Hoy, otra vez, informaba el pasado 26 de abril de que solo 15 de los primeros 2.800 MIR habían elegido formarse en Extremadura (y ninguno había optado por Anatomía Patológica): http://www.hoy.es/extremadura/solo-medicos-primeros-20180426214825-nt.html. Entre los profesionales, que un servicio sea un desastre se acaba sabiendo; que en un servicio no haya posibilidades de promoción profesional se acaba sabiendo; que el nivel técnico de un servicio sea nefasto se acaba sabiendo. Y todo eso ocurre allí. Lo que este Servicio necesita es una reestructuración profunda que acomode necesidades y recursos; el establecimiento de los incentivos suficientes como para que los buenos profesionales tanto los veteranos como los MIR encuentren atractivo trabajar en él; la introducción de la calidad, en sus distintas vertientes clínica, investigadora y asistencial, como criterio principal de funcionamiento; y la mejora de un ambiente envenenado, del que desaparezcan la animosidad, la incomunicación, el favoritismo y la cortedad de miras. También le vendría bien que el equipo de gobierno del hospital hiciera aquello para lo que se supone que ha sido nombrado: gobernar, en lugar de tolerar la descomposición del centro mientras ningún problema salte a la palestra pública y de abstenerse después de tomar cualquier medida para recomponerlo. Es lamentable que Extremadura padezca situaciones como esta. Y también que solo se conozcan cuando se denuncian en los medios de comunicación. A los servidores públicos hay que recordarles que están para servir, y que servir pasa por atender a, y a ser posible resolver, los problemas de los ciudadanos sin necesidad de que les saquen los colores ante los demás, sino solo por honradez, compromiso y sentido del deber.

viernes, 11 de mayo de 2018

Los gurús

Los mundos espirituales, como la cultura que es también un poder económico, pero al que ahora consideraré solo en su dimensión inmaterial, han requerido siempre jefes espirituales, o, si la palabra "jefe" se considera demasiado taxativa, guías espirituales: figuras que desbrocen un camino crítico por entre el bosque a menudo impenetrable de las ideas. Aunque cierta deriva posmoderna y la revolución digital quizá hayan hecho pensar que esa necesidad de orientación ha desaparecido, diluida en un océano de opinadores (e insultadores) sin jerarquía (ni modales), no es cierto: sigue ahí, solo que fragmentada, atomizada incluso, y velada por el rebozo de las redes sociales. Durante mucho tiempo, los gurús fueron personajes reconocibles y poderosos: mandarines, se les llamó en Francia, un país en el que la cultura es lo suficientemente importante como para no dejarla en manos de cualquiera (aunque aquellas en las que se deposita tampoco sean, con frecuencia, irreprochables). Las universidades americanas aportaban asimismo un copioso suministro de gurús al mercado mundial, desde Noam Chomsky (todavía activo, aunque cada vez más disparatado) hasta Harold Bloom. En Hispanoamérica, los gurús nacían del Estado y eran amparados por él: los subvencionaba vitaliciamente o los hacía diplomáticos. En España, los gurús siempre han sido modestos pero gritones, como el propio país: personajes atrincherados en las universidades y en algunos medios de comunicación, por lo general de escasa enjundia intelectual, pero con mucha capacidad para hacer ruido y convertir sus pocas luces en dicterios y barrabasadas. Los gurús más lamentables del panorama patrio siempre han sido los gurús locales, aquellos que se instalan en una atalaya pueblerina y otean el horizonte en busca de enemigos. Como son gente pequeña, vocean por pequeñeces, pero se hacen notar: cada día, cada pocos días, alertan a la grey de los errores que cometen los demás y de los terribles peligros que acechan a la cultura de la comunidad, y hasta a la comunidad misma. Los gurús locales han venido a este mundo a salvarnos: de lo que tienen por reprobable; de lo que contradice su ser párvulo. A menudo, sus opiniones son estropajosas e ineducadas, pero también les agrada disparar chinas, con alusiones que creen sutiles, una actividad en la que se encuentran muy a gusto, porque se aviene mejor con su enanismo. Aunque cuentan con sus propias tribunas digitales, no desprecian ningún canal de comunicación: se mantienen activos en las redes sociales, colaboran en la prensa y hasta mandan anónimos a quienes han decidido odiar, que muchas veces son aquellos que no han respetado la jerarquía que ellos mismos se atribuyen. Los gurús locales son atrabiliarios, aspavientan sin descanso y pueden ser feroces, pero, curiosamente, tienen también la piel muy fina: no toleran que se les enmiende una tilde, ni que se omita una reseña de su obra (aunque se haga para no decir que la obra es nauseabunda), ni que se exprese alguna discrepancia con su forma de hacer o de escribir, ni que se les discuta una opinión. Todo, para ellos, constituye una ofensa que hay que lavar con sangre. Y, si la herida en su delicada piel ha sido profunda como sucede, por ejemplo, cuando la administración pública, en la que han trabajado, los ha despedido por su comportamiento impropio, respirarán por ella toda la vida, supurando inquina y resentimiento. Los gurús locales son muy locales algunos hasta presumen de su exilio en la provincia, como si la comunidad no pudiera sino agradecerles el esfuerzo insuperable que han hecho al permanecer en un rincón del terruño, en lugar de conquistar las Españas (y el resto del mundo) con su clarividencia, pero nunca se olvidan de mirar allende las fronteras de la región, ni de cultivar las relaciones que les permitan asomar el pescuezo fuera de la patria chica, ni de adular a quien haga falta para que se les tenga en cuenta en bolos, celebraciones y suplementos literarios, para lo cual no escatimarán lametazos perineales ni melifluidades vomitivas. Los gurús locales son intelectuales de garrafón, que escriben una literatura tan polvorienta como tediosa y practican una crítica literaria que no es crítica literaria, sino escaparate de novedades, carente de análisis retórico y juicio estético. Les faltan herramientas intelectuales, pero ellos se presentan como adalides de la écfrasis. En realidad, la ejercen porque es útil a sus intereses: les permite ser obsequiosos con quienes les convienen, pero crueles con los desafectos. También les falta entereza moral, aunque se exhiban como modelos de virtud. A los gurús locales se les puede hacer favores, incluso personales, pero ellos ni siquiera los agradecerán si no sirven a su estrategia de medro y reconocimiento. Los gurús locales, siempre dispuestos al antagonismo, se enemistarán con quienes sean amigos de sus enemigos, y serán huidizos o maleducados cuando las circunstancias lo exijan. Y todo esto es así porque son gente insegura, una inseguridad que les proporciona su íntima convicción de que lo que hacen no vale nada; y en eso tienen razón. Los gurús locales son mezquinos, con esa vehemente mezquindad de los mediocres. Pero los gurús locales, precisamente por ser locales, cuentan casi siempre con una cohorte de aldeanos que les ríen las gracias y jalean sus naderías. Así, los gurús locales a quien medra no lo apoyan, pero acogen con benevolencia a cuantos apuntalen su estatus de gloria provinciana. Y también fungen de mentores o cabecillas literarios de los jóvenes de su localidad, y hasta de la comarca, con la esperanza de que prolonguen su legado, aunque solo de los zagales que los favorezcan con su insapiente pleitesía, no de los que prefieran encontrar caminos propios. Los gurús locales no son un estímulo, que es lo que debería ser alguien genuinamente comprometido con la cultura, sino una lacra, muy hispana, por otra parte: gente de tan baja estofa como mala idea, atrincherada en la pequeñez, con poca capacidad pero mucha ambición, que no deja de pasear sus úlceras y zaherir a cuantos les hagan sombra. Por desgracia, hay que convivir con ellos. Y lo mejor que puede hacerse es responderles con el silencio, para que se consuman en lo que más odian, pero que caracteriza sus existencias: la irrelevancia.

domingo, 6 de mayo de 2018

En urgencias

En este hospital murió mi padre. En él pena hoy también mi madre, víctima de uno de los peores enemigos de los viejos: las caídas. Ha perdido pie en casa, ya de noche, y se ha dado de cabeza contra el marco de una puerta. Tiene una brecha tremenda en la frente, que ha requerido puntos de sutura, y, lo que es peor, aunque no parece que vaya a ir a más, una pequeña hemorragia interna. Pero el cráneo, pese a todo, ha resistido bien el impacto. Cuando llego al hospital, me sorprende comprobar que urgencias está casi vacío: solo en un par de boxes dormitan o velan enfermos y familiares. Cose la herida un médico venelozano reconozco el acento, alto y guapo aunque ya calvo, pese a su juventud, alrededor del que se arremolinan enfermeros y celadores. Esto también me llama la atención: que haya tanto personal atendiendo a un enfermo. Quizá porque el departamento está tranquilo y agradecen ocuparse en algo. El número de implicados favorece la dicharachería y hasta el jolgorio. Mientras el galeno sutura, alguien le pregunta por el Madrid, pero él es del Barça (como tantísimos venezolanos, para lo que quizá no sea irrelevante que también en Venezuela haya una Barcelona) y esboza un gesto de disgusto por la final de la Liga de Campeones que va a jugar el eterno rival. Luego desliza que el Madrid logra estos éxitos porque suelta billetes allí donde conviene. Mi madre, debajo de la sabanilla que le han puesto en la cara para aislar la herida que se está reparando, ya no se queja; lo ha hecho mucho cuando le han puesto la anestesia, una sucesión de pinchazos en lo vivo de la descalabradura. Otro sanitario pregunta si mi madre "es sintronera" y uno más, si "es aspirinera". Esta es la forma que tiene esta gente de manejarse con las rigideces del oficio, supongo: transformar las áridas realidades médicas o farmacológicas en cosas divertidas o, por lo menos, en dichos coloquiales. Y así será todo el fin de semana e, imagino, siempre. El personal dedicado a la atención de los enfermos debe distanciarse emocionalmente de ellos para que su trabajo sea objetivo y, por lo tanto, eficaz. Pero esa distancia o frialdad necesaria bordea a menudo la indiferencia y hasta la falta de respeto. Por esa estrecha franja entre el desapasionamiento y la zafiedad transitan sin remedio. Me disgusta, por ejemplo aunque no me quejo, porque ya he aceptado que es algo general: en esto, como en tantas otras cosas, yo soy el que se ha quedado no sé si atrás, pero sí aislado, que la tuteen; y lo hace todo el mundo. No puedo evitar que me chirríe: que un veinteañero hable de tú a un octogenario es como si un portero de discoteca discutiera de filosofía con Wittgenstein. En el hospital reconozco la asepsia, la gelidez de todo: los hospitales son la cadena de montaje de la salud. Y también los olores, en los que se mezcla la acidez de lo químico y la aspereza de lo doliente. La mañana siguiente compruebo que urgencias está llena de abuelos. Algunos solos, otros con sus familiares y bastantes acompañados por cuidadoras hispanoamericanas. Las urgencias están llenas de cabellos blancos y pieles morenas; en las urgencias se mezclan el catalán y los centroamericanismos. Las mujeres de Iberoamérica prestan a los mayores españoles la atención que el Estado no es capaz de proporcionarles: ni dota como debería la ley de la Dependencia ni garantiza que los servicios sociales atiendan a cuantos lo necesiten. Tras pasar la noche en el box en el que la han curado, trasladan a mi madre a otra sala de urgencias, ya no individual, sino compartida con otros enfermos. Allí no deja de lamentarse una señora muy añosa: "¡Ay, ay, ay!". Sus ayes, proferidos con voz recia, que desmiente la aparente fragilidad y el estado de postración de la mujer, son una cantinela sin fin, solo interrumpida por otros oscuros plañidos: "¡Que me muero, que me muero!", grita. "No te mueres", responde el hijo pacientísimo que la vela junto a la cama. Pero se equivoca: sí se muere; todos nos morimos, todos vivimos cada minuto muriéndonos. El médico que la visita informa al hijo de un diagnóstico terrible: la señora, otra víctima de las caídas, se ha fracturado la cadera, pero no puede ser operada porque padece úlceras y hacerlo con ellas sería garantizarse una infección que acabaría con su vida. Pero las lesiones que padece acabarán con ella de todos modos, aunque un poco más tarde. Y son muy dolorosas, como es evidente. Tendrá ya que vivir encamada, en una lucha conservadora contra las llagas y el sufrimiento. El hijo responde a la perspectiva del encamamiento con un horror asordinado: "¿Encamada? ¿Para siempre?", y no lo consuela que ese "siempre" no vaya a ser muy largo. Al parecer, la mujer se ha ido deslizando poco a poco de la silla en la que pasaba las horas en la residencia y se ha producido la lesión al llegar al suelo (aunque también cabe la posibilidad de que el fémur se le rompiera solo, por mera fatiga de materiales; a mi madre le pasó con el hueso de un dedo del pie: iba caminando y, sin más, se partió). Con qué poco qué viaje mínimo y fatal ese tránsito del asiento al enlosado– se desbarata el cuerpo; con qué apenas nada nos quebramos y afligimos. Pienso entonces, paradójicamente, en la mucha fuerza que conserva todavía mi madre, que se ha desplomado a peso contra una quicio aguzado y solo se ha herido la frente. Los viejos son seres de cristal, pero algunos cristales son duros aún. No obstante, pienso también, con espanto, en que a ella le pueda pasar lo mismo que a su infortunada compañera cuando tenga su edad ("118" ha sido su disparatada respuesta cuando una enfermera le ha preguntado cuántos años tenía; pero cerca de los cien sí debe de estar). "¡Qué malita estoy, qué malita!", sigue gritando la vecina, entre abrumadores ataques de tos. Sí, lo está. "¡Mejor morirme!", añade, esta vez con un hilo de voz. El hijo lo niega, aunque en su vigorosa negativa reconozco la inflexión formularia de lo aprendido, de lo que debe decirse. Pero yo discrepo: sí, sería mejor morirse. La muerte es un estado mejor que esta descomposición despaciosa, atormentada e irremediable, que no solo martiriza a quien la padece, sino también a los que están a su alrededor. Pero, claro, uno siempre considera que la muerte es más deseable que ciertas formas de existencia cuando se trata de los demás. Yo así lo pienso, ahora que me encuentro con salud (relativamente) y las últimas hilachas de mi juventud, de esa juventud impostada y canosa que hemos convenido en estirar hasta los cincuenta años. Pero es muy probable que, cuando le vea las orejas al lobo (o, en mi caso, la cola a Lucifer), ya solo desee seguir vivo un minuto más (uno más de esos que vivimos muriéndonos), aferrarme como un náufrago o un loco al clavo ardiendo de la respiración, al borde mismo del latido, más allá del cual solo hay precipicio. El cuerpo, no obstante, por muy deshecho que esté, se resiste a dejar de ser. Aun en las peores circunstancias, muestra su tenacidad en ser cuerpo, materia sintiente, espesura que persiste; es endeble, pero se opone con fiereza a la desaparición. La señora de la cadera rota deja de quejarse cuando le sirven la comida. Su cuerpo, maltrecho, continúa afirmándose: necesita alimento, exige alimento, para cumplir sus funciones: doler, quejarse, morir. Mi madre sonríe su sonrisa, con el apósito en la herida y el ojo amoratado, como una alcachofa, es más bien una mueca y me susurra: "Ya no grita; debe de tener la boca llena". Su humor, aunque sea negro, me confirma que todavía no ha llegado al final: el humor es garantía de vida. (No siempre, empero: cuando Buster Keaton agonizaba, alguien preguntó si ya estaba muerto y otro de los que lo acompañaban en aquellos momentos respondió: "Tócale los pies: si están fríos, es que se ha muerto; todos los muertos tienen los pies fríos". Buster abrió entonces los ojos y dijo: "Juan de Arco no". Y expiró). La situación de la señora fracturada, de mi madre y de casi todos los que están aquí refleja un mundo de enfermedad y dolor oculto a la sociedad, o, mejor dicho, que nos esforzamos en ocultarnos a nosotros mismos. Nada en los oropeles de la vida en común, en los fastos del ocio, el espectáculo, el turismo y la diversión, en la algarabía de las redes sociales y los medios de comunicación, tiene en cuenta esta realidad sórdida e ineludible. Nadie diría que existe. Y nosotros solo nos damos cuenta de ella cuando no nos queda más remedio: cuando nos toca a nosotros o a alguien a quien queremos. Pero está ahí, siempre: en los servicios de urgencia de los hospitales, en las residencias de ancianos, en las clínicas psiquiátricas, en los centros de atención social, en todo el entramado que hemos levantado con esfuerzo y que intenta atemperar, en silencio, la decadencia de los seres, su minucioso y desolador desguace. Si nada se complica y la hemorragia interna se reabsorbe, como es lo normal que suceda, mañana le darán el alta a mi madre. Hasta la próxima caída, quizá. Hasta el próximo paso en este camino de laceración. Hasta que ya no tenga cuerpo, o no lo tenga yo.