lunes, 28 de junio de 2021

Diarios de viaje (2016-2019)

Acaba de aparecer, en la editorial Eolas, dirigida por Héctor Escobar en León, Diarios de viaje (2016-2019), que reúne las crónicas que he escrito sobre diversos viajes que he hecho entre esas fechas: a Quito, Serbia, Chipre, Niza y la República Dominicana. El libro también recoge las sucesivas entradas colgadas en este blog sobre las visitas que hice a Mánchester, entre marzo de 2018 y julio de 2019, por una razón familiar: la que entonces era mi mujer vivía allí, y otra en la que cuento una esforzada excursión en bicicleta por Extremadura. Todas estas crónicas, salvo el divertimento extremeño y el relato mancuniano que conforma una suerte de diario dentro del Diario—, y que ya han visto la luz en Corónicas de Españia, son inéditas. Es mi tercera entrega de un libro de viajes, tras La pasión de escribil, que apareció en La Isla de Siltolá en 2013, y El mundo es ancho y diverso, que lo hizo en Baile del Sol en 2018. Todos son fruto de mi sustancial acuerdo con una frase de Michel Le Bris que cito como epígrafe en Diarios de viaje: "¿Qué sería del viaje sin un libro que avive su llama y prolongue su huella?". Escribir sobre lo que hemos visto y sido no es sino otra forma de luchar contra el olvido: contra la muerte. Tan infructuosa como todas las demás, pero algo más placentera quizá: para el escritor y espero que también para el lector. 

Este es el texto que escribí para la contracubierta del libro:

Que las puestas de sol sean diferentes. Dormir mal, pero que no importe. Prepararlo todo minuciosamente para que luego todo salga distinto. Estudiar mapas. Caminar. Que el enchufe que te has llevado no sea el adecuado. Aprender a oler. Oír ruidos diferentes. Rehuir a los compatriotas. Buscar a los compatriotas. Ir a Altaïr a comprar una guía. Seguir caminando. No entender nada. Refrenar la tentación de compararlo todo con casa. Cambiar moneda. Que duelan los pies. Hacer cola. Que te pidan propina. Visitar museos. Caminar. No saber qué dice la carta en los restaurantes. Comprar sándwiches en el supermercado y comértelos en un banco. Quedarte dormido en los parques. Admirar lo grande, lo pequeño, lo distinto, lo mismo. Perderse en las calles. Que te timen en los cafés, que te timen los taxistas, que te timen con la cuenta del minibar o el teléfono del hotel, que te timen. Visitar parques nacionales. Que te hayas dejado justo eso que necesitas. No dejar de caminar. Llevar siempre el pasaporte encima. Que te pierdan la maleta en el aeropuerto. Advertir cómo viste la gente, cómo se mueve, qué zapatos usa. No saber en qué parada has de bajarte. Aprender a decir «hola», «gracias» y «adiós». Darte cuenta de que los seres humanos son los mismos en todas partes. Sobrevivir. Descubrir que ni tu dolor ni tu felicidad cambian por el solo hecho de cambiar de lugar. Sorprenderte por lo caro o lo barato que es todo. Hacer fotos. Que se te enciendan los ojos. Ser otro, sin dejar de ser tú. Comprar botellines de agua y bebértelos mientras caminas. Buscar un restaurante con espectáculo para cenar. Buscar lugares con wifi. Respirar más hondo. Usar medios de transporte que jamás habías utilizado (ni pensado que utilizarías). Que la maleta se llene de ropa sucia. Que el tiempo no pase a la misma velocidad. Desear volver. Desear quedarte. Viajar.      

Formato: Libro físico
Autor: Eduardo Moga
Editorial: Eolas Ediciones
Categoría: Literatura
Año: 2021
Idioma: Español
N° páginas: 388
Encuadernación: Tapa blanda
ISBN: 978-84-18718-03-8
Precio: 22 euros

jueves, 24 de junio de 2021

La verbena de los indultos

Ha llegado la verbena. Como cada año, con la puntualidad del solsticio. La pasaré solo. No me importa: estar solo cuando todo el mundo está reunido para celebrar una fiesta, tiene algo de la belleza crepuscular de la derrota. No obstante, no quiero pasar toda la tarde —y toda la noche— encerrado en casa, y salgo a dar una vuelta por el pueblo (que siempre lo será para mí, aunque ya supere los 90.000 habitantes). La verbena no ha llegado este año con el estrépito de otros: un estrépito que le es connatural, pero que a veces afloja. Antes, los petardos lo invadían todo varios días antes del 23 de junio. Constituían un crescendo infalible: primero sonaban unos pocos, aún tímidos, como si no quisieran molestar; luego, venciendo el recato de la costumbre, algunos más, y, conforme se acercaba la noche de autos, se multiplicaban hasta llenar el aire de explosiones y las narices de olor a pólvora quemada. Más aún: tras la verbena de San Juan, llegaba, unos días después, la de San Pedro, menos jacarandosa —la capacidad para trasegar alcohol y el presupuesto para petardos habían mermado— pero aún ardiente, y nunca mejor dicho, que renovaba el rito del fuego purificador. Cuando salgo a la calle, solo suenan algunos pifs que se me antojan hasta ridículos. De vez en cuando, explota un petardo gordo, que rebota en el aire como un pelotazo en una chapa. Estos bastan para espantar a los perros, que resguardan la cola entre las piernas y giran la cabeza para localizar la amenaza. Pero la amenaza está en el aire. La verbena ha sido siempre, para mí, un ecuador social. De niño, mi padre me llevaba a ver el espectáculo de los Harlem Globetrotters (que él pronunciaba jarlem globertroters), que, pese a ser el mismo cada año, yo veía cada vez como si fuese la primera. Luego, yo tiraba piules por el balcón de casa (que aterrorizaban a la colonia de gatos que vivía en el interior de la manzana) y hasta me atrevía a bajar solo a contemplar las enormes hogueras que se montaban en los cruces de las calles, en pleno Ensanche. Hoy es impensable, pero en aquellos tiempos primitivos nadie se preocupaba por que se levantasen fogatas como casas junto a las casas del barrio; es más, los mismos vecinos cuyas viviendas peligraban alimentaban las piras con listines telefónicos, muebles viejos y alguna suegra. Al llegar a la edad que tenía mi padre cuando me llevaba a ver los jarlem globertroters, también yo festejaba la verbena con mis hijos, aunque no fuese con ellos al baloncesto. Nuestra celebración era más modesta, pero no menos divertida, sobre todo cuando hacíamos aquello que se supone que hay que hacer en estas fiestas ordenadamente subversivas: infringir las normas, como tirar alguna bombita en una papelera o meter un cartucho en un hormiguero. Hoy me siento avergonzado por lo que les hice a las papeleras y a las hormigas, pero qué puedo decir: en toda vida hay luces y sombras, y una de las sombras que más me pesa, lo confieso, es haber sido hormiguicida; la otra, haber llevado tejanos de campana. El año pasado, en fin, fui a casa de una amiga, que, sabedora de mi soledad, me había invitado a cenar con su familia y otra gente. Este año no me ha vuelto a invitar. Se conoce que no les debí de gustar a sus invitados, o quizá ni a ella. Es muy posible: recuerdo que eran pesadísimos, y cada vez tengo menos aguante con el muermo. En el parque al que salgo de casa, el sol, circunflejo, aún pega. Son las siete y media, pero parecen las tres, aunque un leve emborronamiento, una suavidad recoleta, como de calambre que empieza, revela que la luz se acerca ya más al declinar que a la insurgencia. Huele a hierba y a munición. Veo unas pintadas nuevas en el suelo: en rosa y en violeta, dicen "Agressor: et vigilem" ['Agresor, te vigilamos'] o "Agressor: no ets benvingut" ['Agresor, no eres bienvenido']. Están por todas partes, hasta encima de las mesas de pimpón. En el pueblo, me asomo al Reread, pero no descubro nada de interés, que es lo que me suele pasar en los Reread que visito. O, mejor dicho, descubro algunos libros apetecibles (un Cavafis, un Pessoa), pero ya los tengo, o sospecho que los tengo. Recordar todo lo que uno tiene, cuando se poseen varios miles de libros, no es fácil: es más bien imposible. Pero, para suplir o moderar esa imposibilidad, los bibliómanos solemos desarrollar un extraña intuición: algo nos dice, ante un nuevo título, si es probable que ya dispongamos de él, si, por su antigüedad, el interés que nos despierta su autor o la editorial en la que se ha publicado, ya debe de estar en nuestras estanterías. Salgo de la librería y me meto en otro lugar maravilloso: la horchatería. Hoy, en lugar del habitual granizado de limón poco granizado, me agencio una horchata. Me subirá el azúcar, pero hoy es la verbena: que le den por el saco al azúcar. (Además, no voy a comer coca; cenaré unas judías hervidas). Llego enseguida a la plaza del monasterio. Está ocupado por un acto independentista, o al menos eso deduzco del atrezzo. La entrada al espacio vallado se encuentra en una caseta de Òmnium Cultural, esa benemérita organización que, bajo el sintético pero apabullante lema de "Llengua. Cultura. País", tanto ha hecho, y sigue haciendo, por la comprensión entre catalanes. Hoy deben de estar especialmente felices, porque su líder, el inefable Jordi Cuixart —que se hizo famoso ante los jueces por su seductora melenita y por advertir, solemnemente, ho tornarem a fer ['lo volveremos a hacer']—, ha sido indultado por el Estado opresor, aunque tan opresor no debe de ser cuando lo ha indultado. Quizá las sillas y el micrófono que veo en el estrado que se ha instalado, sean para él; quizá vaya a venir hoy a Sant Cugat, un pueblo en el que el ansia secesionista rezuma por doquier, para presentar el perdón como un triunfo y arengar a sus huestes, entre los que distingo a mucha gente mayor. Espero, en cualquier caso, que su parlamento no coincida con el encendido del montón de maderas viejas que han dispuesto, como un tipi, junto al estrado: ambos están peligrosamente cerca. Qué verbena memorable sería esta si, por el afán jocoso de sus fieles, se chamuscara el tinglado indepe. Para entrar al recinto, la gente ha de firmar unos papelotes que esgrimen los pretorianos del Òmnium. Seguramente sean algún manifiesto en defensa de los ideales de la organización o alguna petición política: ganar la independencia, crear la república catalana, conquistar el cielo. En este país gusta mucho firmar manifiestos: el PP también lo hace a menudo, aunque siempre para boicotear iniciativas de los pérfidos catalanes. (VOX es más de enviar a los tanques; además, a sus líderes escribir no se les da muy bien). Aparte de recoger firmas, Òmnium aprovecha el chiringo para hacer algo de caja y pone a la venta camisetas con la cara de Cuixart, que aparece con gesto a lo Nelson Mandela, o mensajes sobrecogedores como Mai no podran empresonar les idees ['Nunca podrán encarcelar las ideas'], que desatiende el hecho de que ni Cuixart ni nadie ha sido encarcelado por sus ideas, sino por lo que hicieron: por los delitos que cometieron. Hasta ese momento, todos ellos habían defendido, durante años, las mismas ideas que siguen defendiendo hoy, y nadie había sufrido ni prisión ni castigo alguno por ello, ni lo sufre hoy. Pero ¿por qué van a preocuparse por los hechos unas camisetas reivindicativas y quienes las imprimen? La parafernalia independentista y, sobre todo, el espíritu que advierto en el ambiente me recuerda a mis años tardofranquistas (que los tuve, aunque solo fuera un crío) y primeros de la democracia (ya adolescente), en los que la oposición a la dictadura se envolvía de un halo de legitimidad ética y grandeza moral, del misterio y a la vez el brillo de una lucha noble, de unos ideales superiores con los que se pretendía derrotar a un fascismo octogenario. Aquel halo estaba justificado. Muchos de los que están hoy en esta plaza —gente mayor, ya digo— deben de sentirse vivificados por el recuerdo de aquella pelea contra la dictadura y están encantados de tener una nueva ocasión de experimentarla. Pero esta vez no hay dictadura, por más que aleguen que en España no hay democracia (en eso coinciden con el PP, que estos días ha proclamado que los indultos de los independentistas acababan con la ley, y hasta con el régimen democrático, en España), sino un Estado de derecho pleno, en el que Cataluña ha crecido y mejorado, y cuyas leyes amparan por igual a los ciudadanos catalanes y a los ciudadanos españoles. Yo los observo a todos como observaría a una familia de suricatas en la sabana africana, mientras sorbo la horchata por una pajita con los colores de la cuatribarrada. Me siento ajeno y distante, pero a la vez fascinado por esta hipnosis colectiva, por esta efervescente pero entenebrecedora comunión identitaria, y me pregunto cómo me mirarían, o qué pensarían, si supieran lo que pienso yo de sus ideas. (Una sensación muy parecida tengo cuando veo por televisión las reuniones del PP o de los neofascistas de Abascal [aunque aplicar el prefijo "neo" a cualquier cosa relacionada con VOX sea una contradicción en los términos: VOX es el paleolítico] en las que aúllan su devoción a la patria: la de una manada de ñus de cuyo pisoteo hay que escapar). Cuando me acabo la horchata, salgo de la plaza. Veo entonces a una anciana en una silla de ruedas, con las piernas tapadas por una mantita de paseo como la que le ponían a mi madre cuando estaba en la residencia. Debieron de ser compañeras. Con los ancianos impedidos me pasa ahora lo mismo que me pasaba cuando hacía la mili y solo veía soldados por las calles, o cuando mi mujer estaba embarazada y solo veía preñadas por las calles: que solo veo ancianos impedidos. El ojo, movido por el sentimiento, los selecciona a ellos de entre el gentío que pasea, y pienso en mi madre, o la veo. En la calle que rodea al monasterio, se están juntando los tradicionales dimonis, que participarán en el pasacalles, con algunos militantes del Òmnium —todos con camisetas amarillas en las que leo la palabra assemblea, pero no sé de qué; eso es precisamente lo que significa la palabra "iglesia": asamblea— que despliegan una pancarta anunciando la llegada a Sant Cugat de la flama del Canigó ['la llama del Canigó'], ese fuego que se prende en una de las montañas sagradas del nacionalismo y que después voluntarios transportan por toda Cataluña para simbolizar la pervivencia de la cultura catalana y encender las hogueras de San Juan. Y ahí está la llamita que nos ha correspondido a nosotros: la sostiene un voluntario muy imbuido de su trascendente papel, de rictus poco menos que marcial. Aunque a mí la llama, la verdad, se me hace un poco chuchurría. No tiene nada que ver con la vigorosa antorcha de los Juegos Olímpicos, ni con el arder inextinguible de los monumentos a la patria o al soldado desconocido, ni con esa tea que lleva mil años encendida en un templo de Benarés. Nunca he sentido apego ni interés por estas ceremonias tradicionales ni, en general, por las celebraciones populares de la cultura: me pillan lejos, aunque algunos se empeñen en cultivarlas a mi lado. Y menos estas, que forman parte de una reivindicación política. En esta verbena, todo está mezclado: las cosas de la pandemia, la jarana verbenera y la reclamación independentista. Quizá esté bien así, pero a mí me confunde un poco. Antes de perderme más allá de la plaza que hoy concentra tantas cosas reseñables, entro en el recinto del monasterio para ver el histórico crucero del Camí dels Monjos, destrozado hace unos días por un borracho. Se conoce que, en una parranda de beodos, alguno pronunció la tan hispánica frase de "¿A que no hay huevos?", a cuya seducción, desde los tiempos del Cid, ningún compatriota ajumado ha podido sustraerse. "¿A que no hay huevos de hacer un castell como la cruz?", completó el peticionario. Sintiendo todos interpelada su hombría, se pusieron a emular a los castellers de Sant Cugat. El improvisado anxaneta —que no pesaba unos pocos kilos como los niños que cumplen ese papel, sino varias arrobas, a las que había sumado aquella tarde una cantidad indeterminada, pero sin duda considerable, de alcohol— culminó la carga de la torre abrazándose a la cúspide, pero el monumento, del siglo XV, ya no está para esos trotes y se vino abajo. Por suerte, algunos cascotes le cayeron encima al crucicida, que ahora está hospitalizado y detenido. En Sant Cugat pervive una lamentable tradición de atentados contra los monumentos del lugar. Este mismo crucero ya sufrió uno en 1940, y otra panda de descerebrados intentó talar, hace algunos años, el pi de les tres branques ['el pino de las tres ramas'], quizá el mayor símbolo del pueblo. No lo consiguieron, pero dejaron un corte profundo en el tronco, que ha necesitado de un apuntalamiento mayúsculo para sobrevivir. Sigo paseando, ya de regreso a casa. En la avenida de Cerdanyola, paro en un curioso puesto de bookcrossing situado en el muro del patio de una casa, adornada con las inevitables pancartas independentistas. Siempre rebusco en los volúmenes que la gente deja en los cajones, cumpliendo con el mandato que me he impuesto de no dejar sin mirar ningún montón de libros con los que me cruce, incluso los más cutres: nunca se sabe lo que se puede encontrar. Muchas veces no doy con nada, pero hoy encuentro un ejemplar de Cuerpo a tierra, la mejor novela de Ricardo Fernández de la Reguera, un escritor santanderino afincado en Barcelona que gozó de no poco predicamento en los años 50 y 60, pero que hoy está completamente olvidado. Aunque la edición no vale nada —no es la primera, de 1957—, está bastante bien conservado, pese al lomo mordido por el sol, y, lo que es más importante, autografiado: "Al amigo Luis, con afecto incondicional", escribe el autor, que se ahorra la incómoda extensión de su nombre y firma con un económico "Reguera". Su afecto sería incondicional, pero el del amigo Luis, o el de sus herederos, no. De otro modo, el libro no estaría en este desaguadero callejero de papeles. Me lo llevo. Cerca ya de casa, con la noche —ahora sí— aproximándose, reparo en cuánto han crecido las explosiones: hay muchas más y más potentes. Y pienso que los petardos son como los pedos. Los hay de todos los ritmos y resonancias: arrafagados y estruendosos, inocuos y criminales, sibilinos y abrumadores. Sé que no es una reflexión muy lírica, pero esta tarde no se me ocurre nada más.

sábado, 19 de junio de 2021

La vuelta a la normalidad

Me llama la atención el anhelo de la gente por volver a la normalidad. Es como el clamor universal por tener trabajo. Ambos —normalidad y trabajo— pueden ser, y son, necesarios en la sociedad que hemos creado y en la que nos resignamos a vivir, pero nunca deberían ser deseables. El trabajo es una condena, una losa insoportable, una castración. Y la normalidad, otra: de lo maravilloso, de lo excepcional, de lo desconocido. Asombrosamente, la gente va por ahí procesionando universalmente tras la imagen de Sacher-Masoch y reclamando (yo también lo haría, desde luego, si no lo tuviera) "¡trabajo!, ¡queremos trabajo!, ¡dadnos trabajo!", que es algo así como suplicar "¡castigadnos!, ¡atormentadnos!, ¡arrancadnos la piel a tiras!". Lo mismo sucede con la normalidad, que supone la negación de cuanto hace interesante la vida: de cuanto la hace más vida. Pero la normalidad ya está aquí, o va estando. Conforme la vacunación avanza, el riesgo, las restricciones y el miedo disminuyen, y el mundo de antes, aquel en el que no había mascarillas ni coronavirus ni toques de queda, vuelve a posesionarse de la realidad, como la creciente infiltración de un agua embalsada que acaba por romper los diques y anegarlo todo y devolverlo a lo que fue: una superficie homogénea, rasada por la costumbre, la banalidad y las falsas necesidades, en la que no sobresale nada, en la que nada disuena, ni siquiera el jolgorio nocturno de las terrazas, que se suma al estrépito planetario con el que el ser humano ahoga su confusión y su soledad.

Ayer cogí los ferrocarriles para ir a Barcelona a abrazar a unos amigos. En los asientos reconocí las mismas caras de asco de la gente que iba o volvía de trabajar. El mismo aburrimiento, el mismo aislamiento, el mismo abatimiento: lo mismo. Y también los mismos adolescentes o los mismos tarugos que hablan a gritos o que, merced al móvil, nos enteran a todos —que no queremos enterarnos de nada de eso— de sus cuitas domésticas, laborales o conyugales. Todo igual. Recuerdo con melancolía aquellas primeras semanas de la pandemia en las que preclaros arúspices sociales o no menos clarividentes conocedores del comportamiento humano auguraban cambios profundos en la conducta de las personas: seríamos más conscientes de nuestra fragilidad y eso nos haría más solidarios y comprensivos. En los ferrocarriles, ese microcosmos en el que todos los días se representa una fidedigna tragicomedia de la conducta humana, el joven que ocupa un asiento reservado que no le corresponde o que no le cede su sitio a una persona mayor, no parece ni una pizca más solidario de lo que ha sido siempre, que es nada, y el vociferante tampoco parece entender más de lo que entendía antes —que también era nada— la necesidad que tenemos los demás de no aturdirnos con estridencias ni intimidades innecesarias. Una catástrofe como la pandemia, que ha causado 80.000 muertos en España (aunque probablemente sean más de 100.000) y casi cuatro millones en el mundo (más una lista larguísimas de enfermos, viudos, huérfanos, empobrecidos y damnificados), no ha servido para mejorarnos: para hacernos más conscientes. En realidad, solo ha sido una ciénaga letal en la que estábamos deseando dejar de chapotear y que ansiábamos olvidar. Tampoco a nivel social ha servido de nada, o de muy poco: a muchos de los médicos y sanitarios que se contrató para luchar contra el virus, que suplían a los que se había recortado en los años de la crisis, y que tanto alababan los políticos como aplaudían los ciudadanos, se les va a poner de patitas en la calle sin que nadie rechiste. Ya no son necesarios. 

En un pasillo del metro, ya en Barcelona, oí un choque sordo y, a continuación, a un anciano gritar: "¡Idiota!", se conoce que a un tipo, cincuentón, que lo había atropellado y que no dejaba de caminar por su izquierda, sorteando a la gente, a toda velocidad. Este, sin aminorar la marcha ni abandonar el slalom en el que se había llevado por delante al abuelo, le respondió: "¡Vete a la mierda!". Qué escena más bonita, pensé. Como tantas que había visto antes de la pandemia. Cuánta poesía urbana. Supe que, en efecto, todo estaba volviendo a la normalidad. Y me sentí mucho más tranquilo.

Me reuní en la plaza Real con los amigos con los que había quedado. Como la normalidad a la que estamos deseando volver aún no es total —pero se acerca, ya se acerca, risueña como un crótalo—, había poca gente en las terrazas, y todo estaba más calmo y pacífico. Corría un airecillo no entorpecido por la muchedumbre y hasta la luz parecía brillar con más sosiego. Pero en las tres horas de charla y cervezas que pasamos en El Glaciar —uno de los pocos bares míticos que quedan en la ciudad, arrasados casi todos por la especulación inmobiliaria y la modernidad homogeneizadora—, recibimos la visita de cinco mendigos, dos vendedores de flores y uno que regalaba libros. Salvo el donante callejero de libros, una figura hasta ahora desconocida para mí, los demás encarnaban lo de siempre: la miseria y la necesidad de sobrevivir. Lo normal, que volvía a aflorar como si se hubiera retirado la losa vírica que a todos, también a los pobres, nos tenía atrapados. Cuando, acabadas la conversación y las cervezas, volvimos a las Ramblas, pasamos junto a cuatro indigentes que dormían, sobre mantas sucias o tiras de cartón, en los porches de la plaza Real. Lo normal. Antes no había nadie en la calle y, claro, nadie dormía al raso. Ahora todo empieza a ser como siempre. Todo vuelve a la normalidad. Me imagino a Marlon Brando, en Apocalypse now, remojándose la calva con ligeros toques de las manos y diciendo, en la penumbra terrorífica de su refugio en la selva, no "¡el horror, el horror!", sino "¡lo normal, lo normal!".

Volví a casa tarde: la conversación con mis amigos había durado mucho. Pasada la medianoche, me metí en la cama. Con las ventanas abiertas, claro, para que entrara algo de fresco en el cuarto y no me ahogara de calor. Sí, entraba algo de relente, pero también mucho del estruendo del tráfico y del griterío de los transeúntes que disfrutaban de la noche. Ah, cuánto eché de menos el toque de queda: que, a partir de las diez de la noche, un silencio reparador se enseñoreara del mundo y uno pudiese leer, o ver una película, o echarse a dormir, o ese culmen de la felicidad que es no hacer nada, sin que lo perturbara el crimen insidioso del ruido. Pero el toque de queda era anormal, y, felizmente, ha quedado atrás. Ya volvemos a la normalidad. Qué bien. Liberté, égalité, normalité. Ese debería ser nuestro lema. Nada revolucionario, pero apaciguador. Que todo vuelva en sí. Que todo sea orgásmicamente normal.

domingo, 13 de junio de 2021

La luz oída, de nuevo

Hace veinticinco años, en 1996, se publicó La luz oída, el libro con el que había ganado el Premio Adonáis de poesía un año antes. Mi amigo, el poeta y editor Christian T. Arjona, ha reeditado el poemario en el sello que ha creado y dirige, Libros de Aldarán, para celebrar aquella ocasión. Este es el prólogo que he escrito para la nueva edición:

Cuando escribí La luz oída, me atropellaba un impulso. Era una fuerza cuyo origen desconocía, pero que brotaba como un magma. Solo sé decir que en aquella lava verbal se reunían la energía desnuda de la juventud —no esa otra que envolvemos con los atavíos del escepticismo y el sudario de la razón cuando maduramos, esto es, cuando nos desengañamos— y una fe recién descubierta en el poder genésico y transformador de la palabra. Escribía aquellos versos con la convicción de que me construían como persona y, a la vez, construían el mundo que describían. El lenguaje me hacía ser. En el lenguaje —en aquel lenguaje encabritado, hiriente, libre de las servidumbres de la comunicación a las que estaba, y sigue estando, encadenado— encontraba la justificación de la realidad, o, mejor aún, encontraba la realidad misma, sin necesidad de justificaciones. Y para ello no contaba con más argumento que su mera presencia: que su irrupción y su fluir. Era una convicción irracional y, hasta cierto punto, desesperada, pero cuya irracionalidad y desesperación me configuraban como ser humano. Pese a mis pocos años y mi aún menor experiencia literaria —antes de La luz oída, solo había publicado un cuadernillo primerizo (y hoy ruborizante) y algo que sí consideraba ya un libro, Ángel mortal, en 1994, pero que no dejaba de mostrar todas las imprecisiones y flaquezas de lo naciente—, no desoí a la intuición que me sugería encauzar aquel torrente de visiones cósmicas y de recreación de las cosas por la vía, no sé si purgativa, de la escansión, y elegí el poema unitario, que me parecía más adecuado a la naturaleza magmática de la obra, y el verso alejandrino, que con sus catorce sílabas, aunque repartidas a ambos lados de la cesura, se me antojaba más solariego y dúctil que los metros de arte menor, y aun que el endecasílabo. En realidad, La luz oída era una de las cinco partes que habían de integrar un gran poemario al que di el título provisional de La luz del trébede, cada una de las cuales abordaba un tema, respondía a un propósito y utilizaba una forma. La forma no solo ceñía los probables desbordamientos de la dicción, sino que establecía, con sus fijezas estructurales y rítmicas, un fecundo contraste con el apremio de la imaginación. Esa convivencia de un contenido impetuoso y un continente estricto —que continuaba una tradición gongorina, renovada por las vanguardias— plasmaba una de mis grandes preocupaciones cuando escribía poesía: que el poema fuera, a la vez, edificación y movimiento, construcción y flujo, casa y río; que se pudiera vivir en él, pero que no se dejara de avanzar entre sus paredes, o que, incluso, sus paredes transportaran, como un barco vertical, hasta un mar nunca contemplado, y quizá ni siquiera concebido. Seguramente, era un objetivo demasiado ambicioso, pero en aquella época de mi vida todos los objetivos eran demasiado ambiciosos. Me lo podía permitir: rebosaba de vigor y de tiempo; era lícito proveerme de quimeras, a las que un cuarto de siglo después aún no he renunciado, aunque las fuerzas, infelizmente, ya no me acompañen como entonces.
Los 835 alejandrinos de La luz oída cantan, pues, la creación y la destrucción de las cosas, al amparo, con sus citas iniciales, de dos grandes epopeyas: la de Saint-John Perse, que volvió a alumbrar el mundo con sus versículos, y De rerum natura, de Lucrecio, un maravilloso tratado filosófico en verso, cuya lectura me había deslumbrado. Quizá fuese un propósito anacrónico, cuando todo —y también la poesía española—, en los años 90 del siglo pasado, parecía sumido en una contemporaneidad aguada, que descreía de los grandes relatos y aun de las narraciones discretas, y que recelaba de la herramienta con que se habían fabricado, pero yo sentía que era lo que debía decir, aunque no encajara en lo predominante. La poesía siempre ha obedecido en mí a un sentimiento, esto es, a un arrebato emocional, a una convicción sin comprensión, pero que me atrevo a intuir más certera que cualquier silogismo. Los versos de La luz oída se fueron trabando, así, a partir de asociaciones surreales y, en muchos casos, visionarias. Se me aparecían imágenes, suscitadas por los ecos y las ramificaciones subyacentes de las palabras, que se entrelazaban, con una promiscuidad que no he vuelto a experimentar en ninguno de mis libros, hasta configurar escenas que daban cuenta —o pretendían dar cuenta— de la complejidad laberíntica, pero también exultante, de lo real. Y yo exultaba con ellas. Aunque describa sombras o hundimientos, el lenguaje, si es preciso, si esgrime con ardor su propia materialidad, confiere vida. La luz oída habla del dolor y de la muerte, que forman parte indisociable de la naturaleza, pero no excluye la alegría; es más, la convoca, porque el júbilo de la palabra —de la palabra por sí, consciente de su ser, hacedora del yo— atenúa, y hasta extingue, el desconcierto existencial. Nada sin alegría, decía Montaigne. Si las palabras laten, también lo hace el pensamiento.
Escribí el libro en tardes sudorosas y emocionantes. Vivía en un piso oscuro, cuya única zona iluminada, junto a la ventana que daba al patio de vecinos, lleno de gatos y ropa tendida, ocupaba yo con mis papeles y mis versos. Me había casado no hacía mucho, ya éramos tres y vivíamos en la pobreza. Y no tenía ni idea de si aquello tan extraño que me empeñaba en escribir cada día, valía para algo o solo me servía para distraer el pánico. Tampoco conocía a nadie que pudiera revelármelo: mi desconocimiento de la sociedad literaria en aquel entonces era total. (Hoy sí la conozco bien, pero he llegado a la conclusión de que estaba mejor sin saberlo). Sin embargo, ninguna de las dificultades de aquellos días primeros me disuadía de desovillar el hilo sinuoso del poemario. De hecho, escribirlo me redimía: de la soledad en la que me confinaba la creación; de la poca luz que me llegaba del cielo, y que yo intentaba agrandar en el firmamento de la página; de la incertidumbre de un hacer presidido por la vehemencia y la ignorancia; de la pobreza. Cuando lo acabé, no sabía si había escrito un libro o un error. Cuando metí el sobre con el libro en el buzón, dirigido al premio Adonáis —el más veterano, y el que juzgaba más prestigioso, de todos los premios de poesía españoles—, ignoraba si era un acto sensato o disparatado. Y cuando recibí una tarjeta de Ediciones Rialp y la Casa de América en la que se me invitaba a asistir a la lectura del fallo en la hemeroteca de la noble institución, en Madrid, el 18 de diciembre de 1995, tampoco sabía si aquello significaba otra cosa que la necesidad de la editorial de garantizarse la presencia de público, es decir, si me convocaban para hacer bulto. En la Casa de América, para mi sorpresa, comprobé que sí, que significaba otra cosa. Un jurado presidido por Claudio Rodríguez y compuesto por Pureza Canelo, Luis Jiménez Martos, Rafael Morales y Rafael García, me otorgó el premio y, de hecho, me abrió el camino de la poesía, por el que he transitado hasta hoy. 
Christian T. Arjona, a quien conozco desde poco después de la concesión del premio, y que ha creado y dirige hoy la editorial Libros de Aldarán, me ha invitado a celebrar el 25º aniversario de la publicación de La luz oída (Madrid, Rialp, 1996) con la reedición del libro, para la que él no solo aporta el sello a cuyo catálogo se suma, sino también ocho espléndidas ilustraciones originales, creadas para la ocasión. Las conmemoraciones, aunque dolorosas, porque nos hacen más conscientes de la injuria del tiempo, nos alivian también de él: gracias a ellas, volvemos a ser quienes fuimos, o quienes creímos ser; viajamos en una nave momentánea que sobrevuela la majestuosa cordillera de los años; y palidece la tiniebla diaria, urdida con fugacidad y nada. Le agradezco a Christian su generosidad y sus ilustraciones —su amistad llevo agradeciéndosela casi tres décadas—, y me felicito por que aquel libro de juventud, experimental, extemporáneo, extático, se reencarne hoy en papel, tantos días después. 

Así empieza el libro:

Qué dentro hay un sol. Cómo grana en el ataúd
invisible del cuerpo. Cómo arraigadamente
brilla, con qué penumbra de asombrado meteoro,
con qué óptima quietud. Bosques en vilo esperan,
junto al acantilado, que se vacíe el fuego
que impregna la noche. Es la tea, cerrada,
que regresa; es el rayo inverso que revela
con su voz seminal las posibilidades
del hielo. La ceniza se desangra. El cereal,
acercándose, busca gargantas donde hurtarse
a las ardientes lluvias, cimientos para el puente
que solo han de pisar los vivos, los inermes,
los que han sanado. Toros que respiran como arcos
tensados: aún no. Acérrimos caballos
que optan por el seísmo: no. Agua que se vertebra,
como un súbito cuello, o clavos que la hieren:
todavía no. Tierra sin sexo que ofrece
su vuelo, su lentísima energía, a los árboles
impacientes; penínsulas faltas de sol y omóplatos,
donde vertiginosos peces, inacabados
todavía, ignoran el fluir de los sudarios.
Es demasiado pronto para el tiempo (...).




LA LUZ OÍDA, Edición conmemorativa (1996 – 2021)
Autor: Eduardo Moga
Edición e ilustraciones: Christian T. Arjona
ISBN: 978-84-09-30714-2
Extensión: 70 páginas
 
Precio: 20,00€
https://www.librosdealdaran.com/index.php/producto/la-luz-oida-edicion-conmemorativa-1996-2021/

lunes, 7 de junio de 2021

Escher, el mago de la geometría

Visito hoy, con mis hijos, la gran exposición de Maurits Escher, el revolucionario artista gráfico holandés, recientemente inaugurada en Barcelona. Mi interés por Escher nació de niño, escuchando a mi padre hablar con admiración de él y mostrándome algunos de sus dibujos imposibles, con escaleras al final de cuyos peldaños se encontraba uno en lo más alto de la escalera, o cursos de agua que caían y seguían fluyendo para volver a caer por el mismo sitio. Aquella imposibilidad deslumbraba a mi padre, que me transmitió su deslumbramiento. La exposición, en el magno edificio de las Atarazanas, el astillero medieval de Barcelona, contiene 200 obras del fructífero holandés, cuyo magín no dejaba nunca de funcionar, y cuya mano alumbraba con prontitud los frutos de aquella imaginación privilegiada. Las primera etapa de Escher es de corte figurativo, y está muy influida por los paisajes del sur de Italia, que admiraba y conocía bien: allí vivió en pleno fascismo, de 1922 a 1935. Abundan los grabados de pueblos encaramados a riscos y de las calles y palacios de Roma, siempre en blanco y negro, con todos los matices imaginables, y algunos inimaginables, del gris. Su cultivo de la geometría aún no se ha exacerbado hasta volverse obsesivo, pero ya se advierte un gran interés por la arquitectura y la composición espacial: estas creaciones iniciales están llenas de casas, iglesias, callejones y torres. Me llaman la atención una visión cenital de la Torre de Babel, de 1929, y un Éxtasis, una de las poquísimas composiciones eróticas, si no la única, de su producción, en la que aparece, frontalmente, una mujer desnuda con los brazos en cruz y una negrísimo y enorme triángulo púbico. Su atención a la naturaleza de aquella Italia sobrecogedora, por su belleza y su fascismo, se refleja en algunos trabajos singulares, cuidadosos con los detalles, casi fotográficos, que reparan en insectos, como Escarabajos peloteros o Saltamontes, ambos de 1935. Pero en 1936 viaja a España y visita la Alhambra y la mezquita de Córdoba, y el conocimiento de estos monumentos supondrá un punto de inflexión en su obra: la radicalización de su pasión por la perspectiva y el tratamiento fantasioso del espacio. Escher queda fascinado por los diseños de los artistas árabes del siglo XIV y abraza la teselación como fundamento de su arte, aunque sustituyendo las formas geométricas de los mahometanos, que tienen prohibida la representación humana en sus templos, por figuras de personas y animales. A partir de ese momento surge lo característico de Escher: los dibujos paradójicos, la subversión de la lógica espacial, la manipulación matemática de las líneas, la fusión de fantasía y geometría. Encontramos entonces grabados en los que los peces se convierten, en un flujo que se diría natural, en pájaros, o los murciélagos en ángeles; o piezas en las que una no forma inicial progresa sobre la superficie —de madera o de piedra: casi toda la obra de Escher son xilografías y litografías— hasta volverse forma: de caballo, o de perro, o de cubo, o de ciudad, o de estrella. Una de sus obras maestras en Metamorfosis II, que creó por encargo de la oficina de Correos de La Haya (luego diseñaría muchos sellos para el servicio postal de su país): un largo panel en el que la palabra metamorphose inicia una permanente transformación: de escaques en lagartos, de lagartos en colmena, de colmena en abejas, de abejas en pájaros, que se entrecruzan con peces y luego mudan en cubos, y de cubos en las casas de un pueblo, y de las casas de un pueblo en un tablero de ajedrez, y del tablero de ajedrez otra vez en escaques, y de estos, por fin, en la palabra metamorphose. Esta especie de moderno Tapiz de Bayeux, en el que las peripecias guerreras se sustituyen por la evolución conceptual de las imágenes, acredita el principal rasgo de la obra de Escher: el horror vacui, que conjura con la plenitud de la forma en el espacio. Todas sus composiciones son composiciones plenas, en las que nada queda fuera del trazo articulado, del discurrir geométrico, del riguroso pero, a la vez, delirante entramado del artefacto. Todo está lleno de forma, pero de una forma sin contenido: no hay escenas, no hay relatos ni personajes, ni siquiera paisajes, en sus grabados: solo líneas que se entrelazan, sin principio ni fin, en una circularidad perfecta, en una palindrómica continuidad. Los motivos se repiten una y otra vez, y su encaje es absoluto: su fluidez sin fisuras los funde absolutamente. Así, los dientes de un perro negro son las uñas de las patas de un perro blanco, o las alas de un pájaro blanco, el lomo de un pez negro. La vinculación de la obra de Escher con las matemáticas es indiscutible, aunque el artista no tuviera más formación matemática que la que le proporcionaron la enseñanza secundaria y los estudios de arquitectura que no llegó a completar. De hecho, la matemática estadounidense Doris Schattschneider ha identificado once líneas de investigación matemática y científica anticipadas o directamente inspiradas por Escher, desde la antisimetría al cambio topológico (sea esto lo que sea); y Escher ha dado también nombre a un algoritmo para decorar patrones usando cuadrados decorados (y hasta se le ha puesto también su nombre a un asteroide descubierto en 1985). La exposición utiliza el efecto Droste (la misma imagen multiplicándose —empequeñeciéndose— hasta el infinito dentro de un cuadro) y la famosa copa de Rubin (esa en la que, según cómo miremos, vemos dos caras enfrentadas o un jarrón griego) para explicar muchas de sus piezas. Y para ilustrar el primero ha montado una instalación con espejos que se reproducen interminablemente y en los que se reflejan, también interminablemente, unos pájaros escherianos que cuelgan, como móviles, del techo. El holandés afirmó que no tenía claro "si el juego de las figuras blancas y negras pertenecía al reino de las matemáticas o del arte": su razonamiento abstracto era intuitivo y visual. En sendas salas de la exposición, nervadas por los fabulosos arcos góticos de las Atarazanas, Pablo, Álvaro y yo nos divertimos con las Superficies reflectantes —un conjunto de semiesferas que recuerdan a los espejos deformantes de los parques de atracciones— y la Sala de la relatividad, donde la inclinación del suelo ajedrezado permite tomar fotos en las que la altura de los fotografiados sufre grandes cambios: yo, por ejemplo, parezco más bajo que Pablo (aunque no más flaco: la anchura de uno, ay, no cambia). Poco después de estos elementos participativos que tanto se han popularizado en museos y salas de exposiciones, vemos las piezas más difundidas de Escher, aquellas que mi padre me mostraba, encandilado, en mi ya remota infancia: Ascendiendo y descendiendo, de 1961; Cascada, también de 1961; la fascinante Galería de grabados, de 1956, en la que el punto de fuga de la litografía se sitúa en el centro, como la hélice del caparazón de un caracol; y la autorreferencial (aunque toda la obra de Escher lo sea) Manos dibujando, de 1948, con dos manos bosquejándose mutuamente, tan apropiada para letraheridos y cubiertas de manuales de escritura. Sorprendentes son también Planetoide tetraédrico, cuyo título basta para asustar; Platelminto, que acredita el permanente interés de Escher por gusanos, lagartijas y, en general, bichos que reptan; el daliniano Lazo de unión; o el remotamente velazqueño Mano con esfera reflectante, en la que aparece Escher reflejado en la esfera que sujeta la propia mano del pintor, y que constituye un nuevo ejemplo de metadibujo y uno más de los muchos autorretratos que pintó, en los cuales asoma una cabeza de asombrosa regularidad y una barbita meticulosamente triangular. La seducción que ejerce la obra de Maurits Escher ha rebasado las fronteras del arte y se ha trasladado a la cultura popular y al mundo de la publicidad. Vemos la portada de un LP de Pink Floyd, Umma Gumma, de 1969, inspirada por sus inflamadas geometrías. También anuncios escherianos de Ikea, acaso suscitados por la semejanza entre la enmarañada complejidad de las obras del holandés y la del montaje de los muebles de la multinacional sueca, aunque tanto Pablo como Álvaro, que trabajan en el mundo del diseño, no los consideran demasiado brillantes ni finamente ejecutados (eso resulta coherente: tampoco los muebles que pretenden vender lo son). Un vídeo de Audi, en cambio, sí está bien resuelto, y también algunos pósteres de HSBC, el banco británico, de 2010: "De lata a loro", "De botella a oso hormiguero" y "De basura a tortuga", que recrean esas transformaciones ontológicas sin solución de continuidad tan características del artista holandés, y con las que pretenden animar a suscribir un seguro verde. La influencia de Escher en el cine está representada por escenas de varias películas, como Una noche en el museo u Origen (en la que actúa una actriz, Ellen Page, que ahora es un hombre, Elliot Page, me dice Pablo: otra transformación sin solución de continuidad), y, en la televisión, por una de Los Simpson, que Álvaro, que es el Funes el memorioso de los dibujos animados, recuerda bien, aunque no por la presencia de Escher, sino porque la india canadiense que aparece parloteando con Homer acaba meneando unas tetas enormes. Hasta en el cómic se revela Escher: Mickey Mouse también sube escaleras que bajan y baja escaleras que suben.

jueves, 3 de junio de 2021

Ha muerto Enrique Badosa

Mayo ha sido un mes nefasto para los poetas: han muerto Jesús Hilario Tundidor, el día 2; José Manuel Caballero Bonald, el 9; Francisco Brines, el 20; y Enrique Badosa, el 31. En apenas treinta días, ha desaparecido buena parte de lo que quedaba de la generación del 50, una de las más brillantes que ha dado la poesía española en el siglo XX. Los dos cuyo fallecimiento ha suscitado más atención pública han sido Caballero Bonald y Brines, ambos ungidos con el premio Cervantes (Brines por los pelos: lo recibió ocho días antes de morir). La muerte de los otros dos, Tundidor y Badosa, ha pasado más inadvertida, aunque de la del segundo se ha dado abundante cuenta en los medios e instituciones culturales barceloneses. Y, sin embargo, eran buenas personas y poetas excelentes. Hoy quiero recordar al último en dejarnos, Enrique Badosa, barcelonés de 1927, con el que, cuando empecé a darme a esto de la poesía, coincidí en no pocas ocasiones. La primera impresión que causaba Enrique era la de una persona educadísima, uno de aquellos senyors de Barcelona que parecían haber vivido siempre entre la Rambla de Catalunya y la coctelería Boadas, donde se sirven los mejores martinis del mundo. Su salutación, franca y ceremoniosa —una combinación que él se las arreglaba para que no pareciese contradictoria—, iba acompañada siempre por una sonrisa. Y su conversación se beneficiaba de un esprit ingenioso y amable, que no encontraba placer en la vulgaridad o la maledicencia. Enrique era también un hombre elegante: cuidaba su indumentaria y, en general, su apariencia con un mimo brummeliano, atento a la combinación de colores, la caída de las prendas, la pertinencia de los complementos y el porte del pelo. Una vez, en medio de una conversación sobre eneasílabos y sátira en una cafetería, lo oí elogiar la chaqueta que llevaba Pedro Rodríguez Pacheco, uno de los contertulios. Y sus fulares de seda y el abrigo de piel de camello con que se vestía en invierno (en verano solo lleva abrigos Pere Gimferrer) eran legendarios entre el poeterío, los vecinos y el público en general. Esta pulcritud formal se proyectaba asimismo en su poesía, que se ha desarrollado, sobre todo, en tres campos: la poesía lírica, la poesía satírica y la poesía de viajes. Aunque cada una cultiva los rasgos que le son propios, todas participan de un trazo limpio y benevolente, de una voz mesurada, horaciana, educada en la lectura de los clásicos y decidida a no rechinar nunca, a no disonar. Badosa era creyente, y quizá esa fe, íntimamente vivida, le ayudara a refrenar las iras y enardecimientos tan frecuentes entre los escritores. En una tertulia radiofónica en la que participé hace muchos años con él, y en la que me reprochó alegremente mi "insultante juventud" frente a su edad ya provecta, se consideró un hombre temeroso de Dios, pero también un "gran pecador", con la sabia ironía de los que son conscientes de sus defectos y de la mucha distancia que media entre las creencias a las que deseamos aferrarnos y las fuerzas que nos asisten para hacerlo. Además de poeta, Enrique Badosa fue también un notable traductor del catalán (y del francés: su versión de las cartas portuguesas de Mariana Alcoforado, publicada en Papeles de Son Armadans, es arrebatadoramente deliciosa) y un editor de poesía al que nunca se le agradecerán bastante las dos colecciones de Plaza & Janés que, en los años 70, hasta principios de los 80, popularizaron, en libros muy decorosos y a precios más que razonables, lo mejor (aunque muchas veces todavía desconocido en España) de la poesía nacional e internacional: las selecciones de poesía española y universal. El poeta viajero nos regaló varias entregas memorables, la mayoría vinculadas al Mediterráneo, a su luz y sus mitologías, como Cuadernos de barlovento y Mapa de Grecia. El satírico se explayó en los muchos epigramas que dio a conocer y en los agridulces epitafios del sonetario Parnaso funerario. Y el lírico se plasmó en Baladas para la paz, Historias en Venecia o Marco Aurelio, 14. Varios de estos volúmenes —Parnaso funerario, Epigramas de la gaya ciencia y Marco Aurelio, 14— se publicaron en DVD ediciones, un sello que acogió buena parte de su obra en el cambio de siglo. Este último poemario, Marco Aurelio, 14, es el libro de Badosa que más me gusta, y me atrevería a decir que el mejor de su larga producción. Su título era la dirección en la que vivía: un recurso que han utilizado otros escritores, como José Antonio Garriga Vela en Muntaner, 38, Marta Agudo en 28010 o los poetas que mantuvieron durante años la revista 080, barcelonesa como Badosa. La domiciliación del título sugiere una vinculación existencial singular con la obra y trasluce un mayor arraigo biográfico. Marco Aurelio, 14 es una honda elegía amorosa y existencial, que denota una intensa experiencia sentimental. Tan intensa que una vez vi a su autor echarse a llorar cuando recitaba uno de sus poemas. Fue en una lectura colectiva en Barcelona, y la imagen de un escritor hecho y derecho como Badosa derramando lágrimas en las páginas de las que leía (y en las solapas de la estupenda americana de tweed que lucía) me conmovió tanto como sorprendió. Pero aquel bajón me demostró que la poesía, la buena poesía, siempre está anclada en un sentimiento verdadero, aunque el cincelado del poema ahorme, y por lo tanto sublime (y debe hacerlo), esa alegría o ese dolor. La apostura de dandi, la agudeza refinada y el espíritu conservador de Enrique Badosa eran otras tantas maneras de embalsar un ánimo muy vivo. Recuerdo que en una ocasión, viajando con él en tren (Badosa, como tantísimos poetas, no conducía, un rasgo que ha de tener algo de freudiano y que alguien debería estudiar) a unas jornadas literarias en Cambrils a las que nos había invitado a ambos el poeta Ramón García Mateos, criticó acerbamente a un destacado miembro de la escuela de Barcelona por ciertos comentarios despectivos que había hecho sobre la pertenencia de Badosa a esa escuela. Pero Enrique Badosa nunca permanecía demasiado tiempo en el malhumor. Enseguida la metamorfoseaba en fina sátira o la diluía en el relato de sus muchas peripecias de intelectual mundano. Así, poco después de aquella evocación avinagrada, recordaba a otro poeta (y torero) barcelonés, Mario Cabré, del que decía que, cuando paseaba con él, se volvía invisible para las mujeres (otro asunto de permanente interés para Badosa): toda la atención era para Cabré. "¡Era tan guapo!", remataba, explicativo y admirador. Tras una vida larga y fructífera, Enrique Badosa, como decían los romanos, a cuyos autores tanto y tan bien leyó, se ha sumado a la mayoría. Descanse en paz.

Transcribo, in memoriam, el poema "La ropa solo nos desnuda..." de Marco Aurelio, 14:

La ropa solo nos desnuda,
el agua solo nos reseca,
nos deja oscuros el sol alto,
y nos desnutre todo el pan,
el tiempo araña nuestros ojos,
cenizas dicen nuestros libros,
arde la tinta en los papeles
y nuestra mano solo escribe
la letra muerta del silencio.
Golpearemos las paredes
de un laberinto sin entrada
y la tiniebla incandescente
que preferimos a la aurora.
Solos y muchos, desamor,
los pies hundidos en la piedra,
nos sometemos al abismo.