Ha llegado la verbena. Como cada año, con la puntualidad del solsticio. La pasaré solo. No me importa: estar solo cuando todo el mundo está reunido para celebrar una fiesta, tiene algo de la belleza crepuscular de la derrota. No obstante, no quiero pasar toda la tarde —y toda la noche— encerrado en casa, y salgo a dar una vuelta por el pueblo (que siempre lo será para mí, aunque ya supere los 90.000 habitantes). La verbena no ha llegado este año con el estrépito de otros: un estrépito que le es connatural, pero que a veces afloja. Antes, los petardos lo invadían todo varios días antes del 23 de junio. Constituían un crescendo infalible: primero sonaban unos pocos, aún tímidos, como si no quisieran molestar; luego, venciendo el recato de la costumbre, algunos más, y, conforme se acercaba la noche de autos, se multiplicaban hasta llenar el aire de explosiones y las narices de olor a pólvora quemada. Más aún: tras la verbena de San Juan, llegaba, unos días después, la de San Pedro, menos jacarandosa —la capacidad para trasegar alcohol y el presupuesto para petardos habían mermado— pero aún ardiente, y nunca mejor dicho, que renovaba el rito del fuego purificador. Cuando salgo a la calle, solo suenan algunos pifs que se me antojan hasta ridículos. De vez en cuando, explota un petardo gordo, que rebota en el aire como un pelotazo en una chapa. Estos bastan para espantar a los perros, que resguardan la cola entre las piernas y giran la cabeza para localizar la amenaza. Pero la amenaza está en el aire. La verbena ha sido siempre, para mí, un ecuador social. De niño, mi padre me llevaba a ver el espectáculo de los Harlem Globetrotters (que él pronunciaba jarlem globertroters), que, pese a ser el mismo cada año, yo veía cada vez como si fuese la primera. Luego, yo tiraba piules por el balcón de casa (que aterrorizaban a la colonia de gatos que vivía en el interior de la manzana) y hasta me atrevía a bajar solo a contemplar las enormes hogueras que se montaban en los cruces de las calles, en pleno Ensanche. Hoy es impensable, pero en aquellos tiempos primitivos nadie se preocupaba por que se levantasen fogatas como casas junto a las casas del barrio; es más, los mismos vecinos cuyas viviendas peligraban alimentaban las piras con listines telefónicos, muebles viejos y alguna suegra. Al llegar a la edad que tenía mi padre cuando me llevaba a ver los jarlem globertroters, también yo festejaba la verbena con mis hijos, aunque no fuese con ellos al baloncesto. Nuestra celebración era más modesta, pero no menos divertida, sobre todo cuando hacíamos aquello que se supone que hay que hacer en estas fiestas ordenadamente subversivas: infringir las normas, como tirar alguna bombita en una papelera o meter un cartucho en un hormiguero. Hoy me siento avergonzado por lo que les hice a las papeleras y a las hormigas, pero qué puedo decir: en toda vida hay luces y sombras, y una de las sombras que más me pesa, lo confieso, es haber sido hormiguicida; la otra, haber llevado tejanos de campana. El año pasado, en fin, fui a casa de una amiga, que, sabedora de mi soledad, me había invitado a cenar con su familia y otra gente. Este año no me ha vuelto a invitar. Se conoce que no les debí de gustar a sus invitados, o quizá ni a ella. Es muy posible: recuerdo que eran pesadísimos, y cada vez tengo menos aguante con el muermo. En el parque al que salgo de casa, el sol, circunflejo, aún pega. Son las siete y media, pero parecen las tres, aunque un leve emborronamiento, una suavidad recoleta, como de calambre que empieza, revela que la luz se acerca ya más al declinar que a la insurgencia. Huele a hierba y a munición. Veo unas pintadas nuevas en el suelo: en rosa y en violeta, dicen "Agressor: et vigilem" ['Agresor, te vigilamos'] o "Agressor: no ets benvingut" ['Agresor, no eres bienvenido']. Están por todas partes, hasta encima de las mesas de pimpón. En el pueblo, me asomo al Reread, pero no descubro nada de interés, que es lo que me suele pasar en los Reread que visito. O, mejor dicho, descubro algunos libros apetecibles (un Cavafis, un Pessoa), pero ya los tengo, o sospecho que los tengo. Recordar todo lo que uno tiene, cuando se poseen varios miles de libros, no es fácil: es más bien imposible. Pero, para suplir o moderar esa imposibilidad, los bibliómanos solemos desarrollar un extraña intuición: algo nos dice, ante un nuevo título, si es probable que ya dispongamos de él, si, por su antigüedad, el interés que nos despierta su autor o la editorial en la que se ha publicado, ya debe de estar en nuestras estanterías. Salgo de la librería y me meto en otro lugar maravilloso: la horchatería. Hoy, en lugar del habitual granizado de limón poco granizado, me agencio una horchata. Me subirá el azúcar, pero hoy es la verbena: que le den por el saco al azúcar. (Además, no voy a comer coca; cenaré unas judías hervidas). Llego enseguida a la plaza del monasterio. Está ocupado por un acto independentista, o al menos eso deduzco del atrezzo. La entrada al espacio vallado se encuentra en una caseta de Òmnium Cultural, esa benemérita organización que, bajo el sintético pero apabullante lema de "Llengua. Cultura. País", tanto ha hecho, y sigue haciendo, por la comprensión entre catalanes. Hoy deben de estar especialmente felices, porque su líder, el inefable Jordi Cuixart —que se hizo famoso ante los jueces por su seductora melenita y por advertir, solemnemente, ho tornarem a fer ['lo volveremos a hacer']—, ha sido indultado por el Estado opresor, aunque tan opresor no debe de ser cuando lo ha indultado. Quizá las sillas y el micrófono que veo en el estrado que se ha instalado, sean para él; quizá vaya a venir hoy a Sant Cugat, un pueblo en el que el ansia secesionista rezuma por doquier, para presentar el perdón como un triunfo y arengar a sus huestes, entre los que distingo a mucha gente mayor. Espero, en cualquier caso, que su parlamento no coincida con el encendido del montón de maderas viejas que han dispuesto, como un tipi, junto al estrado: ambos están peligrosamente cerca. Qué verbena memorable sería esta si, por el afán jocoso de sus fieles, se chamuscara el tinglado indepe. Para entrar al recinto, la gente ha de firmar unos papelotes que esgrimen los pretorianos del Òmnium. Seguramente sean algún manifiesto en defensa de los ideales de la organización o alguna petición política: ganar la independencia, crear la república catalana, conquistar el cielo. En este país gusta mucho firmar manifiestos: el PP también lo hace a menudo, aunque siempre para boicotear iniciativas de los pérfidos catalanes. (VOX es más de enviar a los tanques; además, a sus líderes escribir no se les da muy bien). Aparte de recoger firmas, Òmnium aprovecha el chiringo para hacer algo de caja y pone a la venta camisetas con la cara de Cuixart, que aparece con gesto a lo Nelson Mandela, o mensajes sobrecogedores como Mai no podran empresonar les idees ['Nunca podrán encarcelar las ideas'], que desatiende el hecho de que ni Cuixart ni nadie ha sido encarcelado por sus ideas, sino por lo que hicieron: por los delitos que cometieron. Hasta ese momento, todos ellos habían defendido, durante años, las mismas ideas que siguen defendiendo hoy, y nadie había sufrido ni prisión ni castigo alguno por ello, ni lo sufre hoy. Pero ¿por qué van a preocuparse por los hechos unas camisetas reivindicativas y quienes las imprimen? La parafernalia independentista y, sobre todo, el espíritu que advierto en el ambiente me recuerda a mis años tardofranquistas (que los tuve, aunque solo fuera un crío) y primeros de la democracia (ya adolescente), en los que la oposición a la dictadura se envolvía de un halo de legitimidad ética y grandeza moral, del misterio y a la vez el brillo de una lucha noble, de unos ideales superiores con los que se pretendía derrotar a un fascismo octogenario. Aquel halo estaba justificado. Muchos de los que están hoy en esta plaza —gente mayor, ya digo— deben de sentirse vivificados por el recuerdo de aquella pelea contra la dictadura y están encantados de tener una nueva ocasión de experimentarla. Pero esta vez no hay dictadura, por más que aleguen que en España no hay democracia (en eso coinciden con el PP, que estos días ha proclamado que los indultos de los independentistas acababan con la ley, y hasta con el régimen democrático, en España), sino un Estado de derecho pleno, en el que Cataluña ha crecido y mejorado, y cuyas leyes amparan por igual a los ciudadanos catalanes y a los ciudadanos españoles. Yo los observo a todos como observaría a una familia de suricatas en la sabana africana, mientras sorbo la horchata por una pajita con los colores de la cuatribarrada. Me siento ajeno y distante, pero a la vez fascinado por esta hipnosis colectiva, por esta efervescente pero entenebrecedora comunión identitaria, y me pregunto cómo me mirarían, o qué pensarían, si supieran lo que pienso yo de sus ideas. (Una sensación muy parecida tengo cuando veo por televisión las reuniones del PP o de los neofascistas de Abascal [aunque aplicar el prefijo "neo" a cualquier cosa relacionada con VOX sea una contradicción en los términos: VOX es el paleolítico] en las que aúllan su devoción a la patria: la de una manada de ñus de cuyo pisoteo hay que escapar). Cuando me acabo la horchata, salgo de la plaza. Veo entonces a una anciana en una silla de ruedas, con las piernas tapadas por una mantita de paseo como la que le ponían a mi madre cuando estaba en la residencia. Debieron de ser compañeras. Con los ancianos impedidos me pasa ahora lo mismo que me pasaba cuando hacía la mili y solo veía soldados por las calles, o cuando mi mujer estaba embarazada y solo veía preñadas por las calles: que solo veo ancianos impedidos. El ojo, movido por el sentimiento, los selecciona a ellos de entre el gentío que pasea, y pienso en mi madre, o la veo. En la calle que rodea al monasterio, se están juntando los tradicionales dimonis, que participarán en el pasacalles, con algunos militantes del Òmnium —todos con camisetas amarillas en las que leo la palabra assemblea, pero no sé de qué; eso es precisamente lo que significa la palabra "iglesia": asamblea— que despliegan una pancarta anunciando la llegada a Sant Cugat de la flama del Canigó ['la llama del Canigó'], ese fuego que se prende en una de las montañas sagradas del nacionalismo y que después voluntarios transportan por toda Cataluña para simbolizar la pervivencia de la cultura catalana y encender las hogueras de San Juan. Y ahí está la llamita que nos ha correspondido a nosotros: la sostiene un voluntario muy imbuido de su trascendente papel, de rictus poco menos que marcial. Aunque a mí la llama, la verdad, se me hace un poco chuchurría. No tiene nada que ver con la vigorosa antorcha de los Juegos Olímpicos, ni con el arder inextinguible de los monumentos a la patria o al soldado desconocido, ni con esa tea que lleva mil años encendida en un templo de Benarés. Nunca he sentido apego ni interés por estas ceremonias tradicionales ni, en general, por las celebraciones populares de la cultura: me pillan lejos, aunque algunos se empeñen en cultivarlas a mi lado. Y menos estas, que forman parte de una reivindicación política. En esta verbena, todo está mezclado: las cosas de la pandemia, la jarana verbenera y la reclamación independentista. Quizá esté bien así, pero a mí me confunde un poco. Antes de perderme más allá de la plaza que hoy concentra tantas cosas reseñables, entro en el recinto del monasterio para ver el histórico crucero del Camí dels Monjos, destrozado hace unos días por un borracho. Se conoce que, en una parranda de beodos, alguno pronunció la tan hispánica frase de "¿A que no hay huevos?", a cuya seducción, desde los tiempos del Cid, ningún compatriota ajumado ha podido sustraerse. "¿A que no hay huevos de hacer un castell como la cruz?", completó el peticionario. Sintiendo todos interpelada su hombría, se pusieron a emular a los castellers de Sant Cugat. El improvisado anxaneta —que no pesaba unos pocos kilos como los niños que cumplen ese papel, sino varias arrobas, a las que había sumado aquella tarde una cantidad indeterminada, pero sin duda considerable, de alcohol— culminó la carga de la torre abrazándose a la cúspide, pero el monumento, del siglo XV, ya no está para esos trotes y se vino abajo. Por suerte, algunos cascotes le cayeron encima al crucicida, que ahora está hospitalizado y detenido. En Sant Cugat pervive una lamentable tradición de atentados contra los monumentos del lugar. Este mismo crucero ya sufrió uno en 1940, y otra panda de descerebrados intentó talar, hace algunos años, el pi de les tres branques ['el pino de las tres ramas'], quizá el mayor símbolo del pueblo. No lo consiguieron, pero dejaron un corte profundo en el tronco, que ha necesitado de un apuntalamiento mayúsculo para sobrevivir. Sigo paseando, ya de regreso a casa. En la avenida de Cerdanyola, paro en un curioso puesto de bookcrossing situado en el muro del patio de una casa, adornada con las inevitables pancartas independentistas. Siempre rebusco en los volúmenes que la gente deja en los cajones, cumpliendo con el mandato que me he impuesto de no dejar sin mirar ningún montón de libros con los que me cruce, incluso los más cutres: nunca se sabe lo que se puede encontrar. Muchas veces no doy con nada, pero hoy encuentro un ejemplar de Cuerpo a tierra, la mejor novela de Ricardo Fernández de la Reguera, un escritor santanderino afincado en Barcelona que gozó de no poco predicamento en los años 50 y 60, pero que hoy está completamente olvidado. Aunque la edición no vale nada —no es la primera, de 1957—, está bastante bien conservado, pese al lomo mordido por el sol, y, lo que es más importante, autografiado: "Al amigo Luis, con afecto incondicional", escribe el autor, que se ahorra la incómoda extensión de su nombre y firma con un económico "Reguera". Su afecto sería incondicional, pero el del amigo Luis, o el de sus herederos, no. De otro modo, el libro no estaría en este desaguadero callejero de papeles. Me lo llevo. Cerca ya de casa, con la noche —ahora sí— aproximándose, reparo en cuánto han crecido las explosiones: hay muchas más y más potentes. Y pienso que los petardos son como los pedos. Los hay de todos los ritmos y resonancias: arrafagados y estruendosos, inocuos y criminales, sibilinos y abrumadores. Sé que no es una reflexión muy lírica, pero esta tarde no se me ocurre nada más.