Mi amiga Teresa hacemos hoy una visita al palacio Gaviria, de Madrid, que acoge la exposición Brueghel. Maravillas del arte flamenco. Como llego con alguna antelación a la cita con Teresa, aprovecho para despejarme un poco más de la noche escasamente dormida —ayer me acosté a las tres y media de la madrugada— con otro café con leche en una cafetería situada delante del palacio. Es uno de esos establecimientos galdosianos, con azulejos en las paredes, carteles manuscritos que anuncian el "día de la gamba", gente tomando chocolate con churros en las mesas, y camareros gordos y huraños que te sirven el café como si te tiraran una granada y que luego recogen la taza vacía pasándote el brazo por delante de la cara cuando estás leyendo el periódico. Reunido ya con Teresa, cruzamos la calle y entramos en el lugar. Advierto entonces otro detalle galdosiano: en el vestíbulo hay una tienda de empeños, un puesto de aluminio y poliuretano, parecido a los vestuarios para los albañiles que instalan en las obras, pero con cristales, tras los cuales un señor también gordo y huraño departe con alguien. La entrada al palacio Gaviria, inaugurado en 1851, es majestuosa, pero está muy deslucida: necesita una rehabilitación urgente. Entiendo la razón del deterioro cuando Teresa me explica que, antes de ser sala de exposiciones, fue discoteca y, antes de eso, el centro asturiano. De su pasado como sala de fiestas conserva infinidad de arañazos, quemaduras y quebrantos en las paredes, causados, sin duda, por la actividad febril de los danzantes. No sé hasta qué punto los asturianos contribuyeron a este deslustre, aunque algo de culpa también deben de tener: cuando escancian sidra, lo ponen todo perdido. Nada más comprar las entradas, pregunto por los aseos. La vigilante, con diligencia inusitada, no solo me indica dónde están, sino que hasta me acompaña hasta ellos (sin entrar). Los lavamanos son grandes conchas de cerámica, y los grifos salen de la boca de unos grifos. En la exposición, lo primero que uno aprende es que Brueghel no es un apellido, sino una saga, y muy intrincada. El fundador de la estirpe, y el autor más celebrado de todos, es Pieter Brueghel el Viejo (Pieter I), que tuvo tres hijos, dos de los cuales también se dedicaron a la pintura: Pieter Brueghel el Joven (Pieter II) y Jan Brueghel el Viejo (Jan I). Un hijo de este, Jan Brueghel el Joven (Jan II), emuló asimismo a sus antecesores, bajo los auspicios de Rubens, y procreó once hijos, cuatro de los cuales serían también pintores: Jan Pieter, Abraham, Philips y Ferdinand. Por si todo esto fuera poco, una hija de Jan I se casaría con el pintor David Teniers el Joven, hijo de David Teniers el Viejo y padre de David Teniers III, y Jan II tendría, de su segundo matrimonio, otro hijo pintor: Ambrosio. Maravillas del arte flamenco recorre este tortuoso camino de pintores a lo largo de los siglos XVI y XVII —Pieter I nació alrededor de 1525 y Abraham murió en 1690—, en el que se cruzan otros grandes de la pintura neerlandesa del Barroco, como Rubens o el Bosco. Del Bosco, precisamente, admiramos en una de las primeras salas Los siete pecados capitales. No sin alguna duda, identificamos los siete. Y uno, la ira, lo vemos materializarse en la sala, cuando una señora muy pintiparada, parada delante del cuadro, y un señor con audioguía y aspecto de militar jubilado se quejan en voz alta, para mi pasmo y el de Teresa, de que me excedo en mi examen del cuadro. "Parece que sea suyo", dice el individuo. En mis centenares de visitas a museos de todo el mundo jamás me había encontrado a nadie a quien le molestase que otros visitantes observasen con atención las obras expuestas, ni se me había pasado por la cabeza que algo así pudiera perturbar a ningún amante del arte. Mando a la pareja de censores a hacer gárgaras y continuamos la visita. La exposición abunda, como era habitual en la época, en motivos mitológicos y religiosos. Reparamos en La Virgen de las cerezas, de Joos van Cleve, y, sobre todo, en Guirnalda de flores con las tentaciones de San Antonio, de Jan II, donde las flores, de colores firmes, enmarcan una escena con personajes infernales —monstruos, brujas, criaturas del inframundo—, cruzada por una cinta en la que se lee, en español, Todo es engaño. A la matanza de los inocentes, un tema muy popular en la época, que también cultivaron Pieter I y sus descendientes, se dedican dos cuadros casi iguales: Paisaje invernal con la matanza de los inocentes, de Marten van Cleve, fechado hacia 1570, y Paisaje con las matanzas de los inocentes, de Jacob Grimmer. Aunque es un tema bíblico, ambos pintan una escena flamenca. En el centro del Van Cleve, un soldado está meando contra un árbol: el chorrito describe una elegante parábola; a su alrededor, otros mesnaderos persiguen a los niños, o los cadáveres de estos yacen en el suelo. Grimmer compone algo muy parecido, aunque esta vez el paisaje está nevado y nadie orina. Ambos son cuadros, como muchos de la saga Brueghel, narrativos y detallistas, llenos de sucesos y personajes. En una de las salas más grandes del palacio, cubierta de espejos —una de las mejores pistas de la discoteca que fue—, vemos un ejercicio no de imitación, sino de copia —algo asimismo frecuente en el Barroco—, por parte de dos miembros de la saga Brueghel: Jan II y Ambrosio. El primero firma, en 1630, cuatro alegorías: del olfato (llena de flores), del aire (llena de pájaros), del oído (llena de pájaros, instrumentos musicales y relojes) y del fuego (llena de armas, monedas, cañones y campanas: productos de la fundición). El segundo, en 1645, otras tantas, casi calcadas a las de su padre, aunque asignándoles el nombre de los cuatros elementos de la naturaleza, y, todo hay que decirlo, con menor fuerza pictórica: la tierra (con monos, calabazas enormes y un campesino segando), el agua (con tortugas, langostas y cangrejos), el aire y el fuego. En la obra de los Brueghel, y de sus contemporáneos, es muy común la presencia de plantas y animales exóticos, traídos a los Países Bajos por comerciantes y marineros desde las colonias recién establecidas en el Lejano Oriente. Reconocemos en numerosos cuadros avestruces, pavos reales, loros, cacatúas, tucanes y guacamayos, así como vegetaciones exuberantes que no corresponden a la flora europea. La producción de Jan II tiende a la alegoría: suyas son también una de la paz, con angelotes que tocan la flauta a lomos de un cisne, gente que baila, come pollo y langosta, y se magrea felizmente, edificios, jardines y árboles cargados de frutos; otra del amor, con la estatuilla de un niño meando (la micción era un motivo celebrado en aquellas época, aunque no sabemos muy bien qué tiene que ver con el amor), que nos recuerda inevitablemente al Manneken Pis bruselense, una pareja en el centro de la escena con él acomodado entre los senos de ella —uno de los cuales está desnudo—, otra pareja, ahora de cisnes, acariciándose el cuello, y, de nuevo, gente bailando, edificios (que simbolizan el triunfo de la inteligencia sobre la naturaleza) y árboles frutales; y, en fin, una tercera de la guerra, con leones, lobos y águilas devorando a las presas, armas y armaduras (preciosas) apiladas, y la estruendosa irrupción del dios Marte, que, sin embargo, no transmite la suciedad ni el horror del combate, sino una trepidante sensación de serenidad. También de Jan II, muy prolífico, es El paraíso terrenal, pintado hacia 1625, un tema clásico del arte occidental, aunque en este caso con una escenografía rara, más propia del diluvio universal: la escena se compone de parejas de animales, entre los que no figura la serpiente, ni tampoco el hombre y la mujer: la tríada protagonista del relato edénico brilla por su ausencia. En una exposición de pintura flamenca no podía faltar Rubens, y aquí está, con un conjunto de cuadros en los que sobresalen, y nunca mejor dicho, unas ninfas lechosas y muy bien alimentadas. Destaca Tres ninfas con el cuerno de la abundancia, aunque, para verlo bien, hay que alejarse: de cerca, los reflejos de los focos lo velan hasta hacerlo desaparecer. Quizá por la deficiente iluminación, al acercarme a la cartela informativa me he confundido y he leído: "Tres ninfas con el cuerpo de la abundancia", lo que, en cualquier caso, no carece de sentido: si algo tienen sus cuerpos, es abundancia. Debajo de las ninfas, llama la atención un macaco. Probablemente su presencia se explique para resaltar la belleza de las ninfas: el viejo truco de las bellas y la bestia. En Maravillas del arte flamenco hay cuadros de flores, bodegones y naturalezas muertas por todas partes. Abraham Brueghel, otro alegórico, aporta una Alegoría del verano con naturaleza muerta de frutas, en la que se distinguen una breva, una granada abierta y una calabaza que parece un cerebro, pero es evidente que el vigor de sus antecesores se ha diluido: su obra es más plana, menos expresiva; el neoclasicismo lo ronda, y no sale indemne de ello. Jan I y Jan II firman, al alimón, una Naturaleza muerta de tulipanes y rosas en un jarrón de cristal que reposa sobre una mesa, aunque la prolijidad del título no se corresponde con la exigüidad de lo representado, que es un mero ramo de flores. Otro pintor de la época, Jan van Kessel el Viejo, nos sorprende a Teresa y a mí con un fantástico Estudio de mariposas e insectos, pintado en mármol, que Teresa quiere tocar y, cuando se van los que nos rodeaban, finalmente toca. No le preocupan ni mi moderado escándalo ni la posible presencia de cámaras en la sala: le gusta disfrutar totalmente del arte, también con el tacto. "Es rugoso", me dice con una sonrisa algo maliciosa. Durante un rato, ando inquieto por la posibilidad de que un vigilante aparezca para trincarnos y acompañarnos a la salida, o algo peor, pero, por fortuna, no sucede. El Estudio lo componen dos cuadros con imágenes de insectos y lepidópteros alrededor de un murciélago en el centro. Ambos estallan de precisión y de color. Los animales son los mismos (con alguna excepción: la mantis religiosa está en uno, pero no en el otro), aunque en posiciones diferentes. El mármol brilla con una sedosidad líquida. La última sección de la exposición, titulada "El baile de los pobres", agrupa las obras dedicadas a la representación de las clases más humildes de la sociedad flamenca. Vemos Un gaitero y una caminante en una aldea, de Pieter I, con líneas muy marcadas y expresivas; el Baile de boda al aire libre, de Pieter II, de cuya abigarrada escena a Teresa le llaman sobremanera la atención los prominentes culottes de los danzantes; Las siete obras de la misericordia, también de Pieter II, que cabe interpretar como el contrapeso de aquellos siete pecados capitales del Bosco que tan mal sabor de boca me han dejado al principio, gracias a la señorita Rottenmeyer y al agrio subteniente; y los seis cuadros de Marten van Cleve que integran Boda campesina, cada uno de los cuales refleja un momento del proceso matrimonial: la presentación de regalos (uno de cuyos personajes parece que vaya a estamparle en la cabeza a alguien el taburete que constituye su obsequio), la bendición del lecho nupcial (que hace un cura con un hisopo), la vida de casados (que se manifiesta turbulenta: mientras dos se besan, uno sale por la ventana, ayudado por una mujer)...
Epéntesis (Del lat. epenthĕsis, y este del gr. ἐπένθεσις, intercalación): 1. f. Fon. Figura de dicción que consiste en añadir algún sonido dentro de un vocablo; p. ej., en corónica por crónica y en tendré por tenré.
viernes, 28 de febrero de 2020
domingo, 23 de febrero de 2020
El ahogado (en Barcelona) más hermoso del mundo
La especie de los poetas que han muerto jóvenes –una raza singular de bartlebys: los que han dejado de escribir no por voluntad propia, sino por defunción repentina– constituye un capítulo particular, y muy concurrido, de la historia de la literatura. En España tenemos unos cuantos: Félix Francisco Casanova, aquel adolescente canario –tenía 19 años– que murió en una bañera, luego de aportar al río de la literatura un diario maravilloso, Yo hubiera o hubiese amado; Manuel Antonio, el formidable poeta gallego, marinero y tuberculoso, fallecido con 29; Miguel Hernández, otro tuberculoso, al que Franco dejó morir en una cárcel infecta a los 31; Pedro Casariego Córdoba, suicidado a los 37; y dos que dijeron adiós a los 38: Carmen Jodra y Federico García Lorca, este también por cortesía de Paco. De otro, catalán, encontré hace poco, en una librería de viejo, un ejemplar de su poesía completa, publicada póstumamente. El libro tiene el lacónico título de Poemas y data de 1950; lo publicó el padre del autor, un rico industrial, para honrar la memoria de su hijo. El poeta era Jorge Folch. Murió, con 21 años, por hidrocución, que es lo mismo que electrocución, pero en el agua; es decir, murió ahogado. Y fue una muerte estúpida, si es que hay alguna que no lo sea. Al joven Folch, interesado por la alquimia y las ciencias ocultas, le fascinaba el mundo subterráneo y solía chapuzarse en una cisterna con sifón que había en su casa, desde la que nadaba hasta un pozo cercano, en el que salía a respirar. Pero aquella mañana del 28 de marzo de 1948 lo abandonaron las fuerzas o le dio un pasmo, porque no llegó al pozo y se quedó para siempre en el subsuelo amado (aunque La Vanguardia del día 30 informaba, en la sección de «Muertos por asfixia», de que Folch se había ahogado «mientras se bañaba en el estanque del merendero sito en la calle de Panamá». La tragedia resultaba así más presentable, como un accidente en un lugar de recreo, mientras se tomaba un chocolate con churros, en vez de algo achacable a la insensatez de su protagonista).
Folch, cuyo segundo apellido era Rusiñol, era hermano de un destacado químico y sobrino nieto de Santiago Rusiñol, el pintor y escritor modernista. Su relación con el mundo del arte y la inteligencia le venía, pues, de familia. Vivió tan poco que solo tuvo tiempo de publicar un libro, Creso Livio, en edición privada, que supongo también pagaría su padre, en 1947 (y de la que hoy Iberlibro solo ofrece un ejemplar, por 150 euros; yo pagué 25 por sus Poemas). Pero tanto en este volumen como en las demás composiciones reunidas en Poemas, Folch demuestra una ímpetu, una pujanza, que, de haber llegado a materializarse, lo habría situado en el centro de aquella Escuela de Barcelona del medio siglo, en la que militaron Gil de Biedma, Barral, José Agustín Goytisolo y Alfonso Costafreda, entre otros. De hecho, Creso Livio se considera el primer libro de esa generación, y Carlos Barral y Alberto Oliart, de quienes Folch era compañero en la facultad de Derecho de la Universidad de Barcelona, firman el prólogo de Poemas, aunque solo con las iniciales. Oliart revela en él: «Se metió en las alcantarillas para ensordecer con el estruendo de sus misteriosas y profundas resonancias –solía contarme cómo repercutían allá abajo, en el mundo muerto, los pasos de los de arriba, de los del mundo vivo». El interés de Folch por las cloacas cuajó en un romance de Poemas, «Tomás el alcantarillero», que empieza así: «Miradle cómo se acerca / jorobado y macilento, / chapoteando las botas / en el canalillo fétido, / los hombros van golpeando / las paredes del estrecho / pasadizo: telarañas / han tapizado su cuerpo; / las que cuelgan va quemando / con la llama del mechero». En la siguiente estrofa resuena aquella experiencia de los ruidos del mundo exterior oídos en las tinieblas del interior: «Sus oídos embriagados / en los repetidos ecos / de las tapas golpeadas / por las ruedas…».
Folch no alcanzó a pertenecer a la brillante generación del 50, pero tampoco se mezcló con otro grupo de poetas que desarrollaban, en la sórdida Barcelona de los 40, una excelente y muy poco estudiada labor poética en castellano. Un grupo en el que se encontraban, entre otros, Juan-Eduardo Cirlot, Julio Garcés y Manuel Segalá, y en el que también tuvo una incidencia significativa el excelente prosista y poeta, aunque persona abyecta, que fue César González-Ruano, que residió en Sitges entre 1943 y 1946. (José María Fonollosa empezaba asimismo su obra, aún deudora de los modelos del 27, pero Fonollosa no se mezcló nunca con nadie). Difícilmente podía tener Folch cabida en aquella constelación de poetas: no compartía las simpatías por el Régimen de algunos de ellos y, sobre todo, pertenecía a otra clase social. Y, aunque era proclive a las tabernas, no frecuentaba las que acogían las tertulias de unos y otros: la cervecería Glaciar, en la que González-Ruano escribía sus artículos, que todavía subsiste en la plaza Real, aunque exenta de escritores e invadida por los turistas; y La Leona y La Jungla, cercanas en nombre y situación –ambas en el Barrio Chino–, donde se reunían los surrealistas –Cirlot, Garcés, Segalá–. Cirlot llevó hasta el extremo, hasta casi la quiebra, la condición de ars combinatoria de la poesía, desarticulándola y permutándola, empapada de símbolos; Julio Garcés, soriano, compuso una obra extraordinaria pero extrañamente silenciada, quizá porque en 1950 emigró a Venezuela y luego al Perú en pos de una bailarina de ballet clásico (también Segalá y Fonollosa se marcharon a América, que entonces tenía mucho tirón): «Mi nombre es soledad mi nombre es nieve / Mi nombre es un pasado de ciudades / Mi nombre es el jardín donde respiro / Lejano y solo y blanco y apartado», escribe Garcés en uno de los grandes poemas de la poesía española del siglo XX, «Mi nombre es ayer»; y Segalá mezcló, más extrañamente todavía, irracionalismo y neoclasicismo, y alumbró unas «poesías medio místicas que tenían poco que ver con su existencia atropellada», como escribió González-Ruano en sus memorias. Folch y todos ellos, aun sin tratarse, configuraron un mundo ya perdido, pero del que es preciso preservar, y releer, una poesía renaciente y sombría, pero también, a menudo, esplendorosa.
Folch, cuyo segundo apellido era Rusiñol, era hermano de un destacado químico y sobrino nieto de Santiago Rusiñol, el pintor y escritor modernista. Su relación con el mundo del arte y la inteligencia le venía, pues, de familia. Vivió tan poco que solo tuvo tiempo de publicar un libro, Creso Livio, en edición privada, que supongo también pagaría su padre, en 1947 (y de la que hoy Iberlibro solo ofrece un ejemplar, por 150 euros; yo pagué 25 por sus Poemas). Pero tanto en este volumen como en las demás composiciones reunidas en Poemas, Folch demuestra una ímpetu, una pujanza, que, de haber llegado a materializarse, lo habría situado en el centro de aquella Escuela de Barcelona del medio siglo, en la que militaron Gil de Biedma, Barral, José Agustín Goytisolo y Alfonso Costafreda, entre otros. De hecho, Creso Livio se considera el primer libro de esa generación, y Carlos Barral y Alberto Oliart, de quienes Folch era compañero en la facultad de Derecho de la Universidad de Barcelona, firman el prólogo de Poemas, aunque solo con las iniciales. Oliart revela en él: «Se metió en las alcantarillas para ensordecer con el estruendo de sus misteriosas y profundas resonancias –solía contarme cómo repercutían allá abajo, en el mundo muerto, los pasos de los de arriba, de los del mundo vivo». El interés de Folch por las cloacas cuajó en un romance de Poemas, «Tomás el alcantarillero», que empieza así: «Miradle cómo se acerca / jorobado y macilento, / chapoteando las botas / en el canalillo fétido, / los hombros van golpeando / las paredes del estrecho / pasadizo: telarañas / han tapizado su cuerpo; / las que cuelgan va quemando / con la llama del mechero». En la siguiente estrofa resuena aquella experiencia de los ruidos del mundo exterior oídos en las tinieblas del interior: «Sus oídos embriagados / en los repetidos ecos / de las tapas golpeadas / por las ruedas…».
Folch no alcanzó a pertenecer a la brillante generación del 50, pero tampoco se mezcló con otro grupo de poetas que desarrollaban, en la sórdida Barcelona de los 40, una excelente y muy poco estudiada labor poética en castellano. Un grupo en el que se encontraban, entre otros, Juan-Eduardo Cirlot, Julio Garcés y Manuel Segalá, y en el que también tuvo una incidencia significativa el excelente prosista y poeta, aunque persona abyecta, que fue César González-Ruano, que residió en Sitges entre 1943 y 1946. (José María Fonollosa empezaba asimismo su obra, aún deudora de los modelos del 27, pero Fonollosa no se mezcló nunca con nadie). Difícilmente podía tener Folch cabida en aquella constelación de poetas: no compartía las simpatías por el Régimen de algunos de ellos y, sobre todo, pertenecía a otra clase social. Y, aunque era proclive a las tabernas, no frecuentaba las que acogían las tertulias de unos y otros: la cervecería Glaciar, en la que González-Ruano escribía sus artículos, que todavía subsiste en la plaza Real, aunque exenta de escritores e invadida por los turistas; y La Leona y La Jungla, cercanas en nombre y situación –ambas en el Barrio Chino–, donde se reunían los surrealistas –Cirlot, Garcés, Segalá–. Cirlot llevó hasta el extremo, hasta casi la quiebra, la condición de ars combinatoria de la poesía, desarticulándola y permutándola, empapada de símbolos; Julio Garcés, soriano, compuso una obra extraordinaria pero extrañamente silenciada, quizá porque en 1950 emigró a Venezuela y luego al Perú en pos de una bailarina de ballet clásico (también Segalá y Fonollosa se marcharon a América, que entonces tenía mucho tirón): «Mi nombre es soledad mi nombre es nieve / Mi nombre es un pasado de ciudades / Mi nombre es el jardín donde respiro / Lejano y solo y blanco y apartado», escribe Garcés en uno de los grandes poemas de la poesía española del siglo XX, «Mi nombre es ayer»; y Segalá mezcló, más extrañamente todavía, irracionalismo y neoclasicismo, y alumbró unas «poesías medio místicas que tenían poco que ver con su existencia atropellada», como escribió González-Ruano en sus memorias. Folch y todos ellos, aun sin tratarse, configuraron un mundo ya perdido, pero del que es preciso preservar, y releer, una poesía renaciente y sombría, pero también, a menudo, esplendorosa.
(Este artículo se publicó en la tribuna «Otras latitudes», de La Sombra del Ciprés, suplemento cultural de El Norte de Castilla, el 22 de enero de 2020).
martes, 18 de febrero de 2020
Streets Where to Walk Is to Embark en Londres, Mánchester y Edimburgo
Hoy, miércoles, presentamos Streets Where to Walk Is to Embark ['calles do casi viaja el que transita'], la antología de poemas sobre la ciudad de Londres escritos por poetas españoles de los dos últimos siglos, en la Biblioteca Nacional de Poesía, en el Southwark Centre de Londres. El espacio no ha variado desde que asistí, aquí mismo, hace algunos años, a la lectura de la poeta mexicana Tedi López Mills. Siguen viéndose el Támesis y el London Eye desde sus amplios ventanales, y sigue sintiéndose uno felizmente acogido por los más de 200.000 volúmenes de poesía que alberga esta biblioteca benemérita (aunque solo una pequeña parte, como en los grandes museos del mundo, se encuentra en las estanterías). El acto sale bien, aunque al principio todo sale mal: el hermano de Terence Dooley, el traductor del libro, tropieza con el pie de una estantería y se cae al suelo, con grande estrépito y general preocupación por el daño que haya podido hacerse, que resulta no ser mucho (o, por lo menos, él no lo manifiesta); a mí se me desmorona el micrófono que me habían colocado en el atril cuando salgo a hablar, y he de recurrir apresuradamente a otro; luego, al sentarme, le derramo en la pierna a Luis Suñén, que está sentado a mi lado, el vaso de agua del que estaba bebiendo; Balbina Prior ha de pedir, desde el atril, que alguien le deje un ejemplar de la antología, porque ella no ha traído el suyo; y a Anxo Carracedo, en fin, se le cae el libro cuando va a leer. Por un angustioso momento, no sé si el público sigue con atención nuestras intervenciones porque le interesan o porque aguarda, expectante, las próximas pifias. Pero nada más sucede, salvo el tranquilizador fluir de los poemas. Alabado sea el Hacedor.
La presentación de la antología en el Instituto Cervantes de Mánchester, al día siguiente, me permite volver a admirar el edificio industrial en el que se encuentra, recorrido por escaleras metálicas y pináculos fabriles. Aunque no es raro: en Mánchester casi todo se encuentra en un edificio industrial rehabilitado. Lo visité por primera vez en 2002, cuando leyó aquí Manuel Rico. El Museo de la Ciencia y la Tecnología y las ruinas romanas de Castlefield, los dos extremos de la larga historia de esta ciudad, quedan muy cerca. Antes de que se inicie el acto, se me presenta una colaboradora del Instituto que es de Casar de Cáceres. Acaba de descubrir la poesía, me confiesa, y se siente fascinada. También acude Juan, el hijo de Julio Mas Alcaraz, otro de los poetas antologados, que está estudiando en la ciudad y lee, por delegación, el poema de su padre. (No será el único que lea en representación: Ángeles se anima a recitar el poema de María Salvador). Luis Castellví, joven profesor de la Universidad de Mánchester, nos cuenta a Ángeles y a mí que acude un club social para conocer gente, aunque las actividades que se desarrollan en el club no sean, nos parece, las más adecuadas para lograrlo: leer y jugar al ajedrez. Conocer gente es sumamente difícil en Mánchester. Otro asistente a la presentación es un mancuniano hijo de polacos que se parece extraordinariamente a: a) el general Custer; b) don Quijote de la Mancha; c) Jesucristo. Una alborotada cabellera blanca, llena de rizos, le cae por los hombros, que se mueven rítmicamente al compás de su incansable masticación de lonchas de jamón serrano y rodajas de chorizo. Me cuenta que es viajero y escritor (y gourmet, por lo que veo), y que acaba de descubrir una caja llena de fotos tomadas por su padre, sobre las que piensa escribir un relato. Muy británicamente, se retira, abrupto, cuando cree que ya ha hablado suficiente de sí mismo, y se queda en un margen, solo, pero siempre cerca de la mesa de los canapés. Al cabo de un rato, y ante su invencible soledad, le hago gestos para que vuelva a sumarse a nuestro grupo, en el que Luis está detallando, en ese momento, los movimientos decisivos de su torre en la última partida que jugó en el club social. El general Custer vuelve a venir, vuelve a contarnos cosas de su familia y vuelve a retirarse, de golpe, cuando le parece, otra vez, que ya ha fatigado bastante nuestros oídos. Muy británicamente.
En Edimburgo —donde presentamos el viernes el libro en la universidad, por la iniciativa y con el acompañamiento del consulado de España en la ciudad, y con la presencia de los poetas Ignacio Cartagena y Juan Luis Calbarro, y de Claudia, la hija de Juan Carlos Elijas, que lee también el poema de su padre—, una ciudad a la que hacía veinte años que no volvía, me sorprende la cantidad de hombres que visten falda escocesa. Antes solo llevaban kilt los gaiteros que actuaban en la calle para los turistas. Hoy lo usan caballeros sin gaita, con tatuajes en las pantorrillas y calzados con bambas. Vemos tantas faldas como banderas escocesas, que ondean por todas partes: acaso la proliferación de ambas obedezca a una misma razón. Al mismo tiempo, vemos pasar por la calle a gente en camiseta, como si acabaran de llegar de Benidorm, aunque el termómetro apenas sobrepasa el cero. Pero esto nos sorprende menos: según Ángeles, los ingleses (y escoceses), singulares en esto como en tantas otras cosas, conservan como nadie la grasa parda con la que nacemos, y eso los hace casi insensibles al frío. En Leith, el puerto de Edimburgo, visitamos el Britannia, el barco con el que la familia real británica se paseaba por el mundo hasta 1997, cuando el gobierno decidió que salía demasiado caro y lo retiró de la navegación. Hoy se ha reconvertido en museo flotante de la Firma, como se llama a Isabel y a toda su prole y parentela. El barco se encuentra en el segundo piso de un centro comercial: en este país, todo lo unge el espíritu mercantil. No obstante, cuando uno piensa que el Azor, el yate en el que pescaba Franco —y que luego utilizaron Juan Carlos I y hasta Felipe González—, pasó sus años de retiro, como reclamo de clientes, en un hotel de Cogollos, un pueblo de Burgos, uno no puede sino alabar la iniciativa de los ingleses. Comemos en el salón del té —así se llama, tea room, lo que para nosotros sería el comedor, aunque llamarlo "comedor", dining room o incluso restaurant, resultaría demasiado plebeyo en un lugar como este—, desde el que observamos una llama permanente en el horizonte, que parece Mordor. Athina, una simpática camarera grecochipriota, nos informará después que es la llama de una refinería. Edimburgo es una ciudad de cuento —plagada de torres, torreones y castillos, además de refinerías—, pero también muy literaria. En la catedral de Saint Giles hay un rincón de los poetas, como en la abadía de Westminster, en la que se rinde homenaje a autores desconocidos para mí, como John Brown, Thomas Schalmers, John Stuart Blackie, Robert Fergusson (un poeta muerto a los 24 años), Margaret Oliphant Wilson Oliphant (de la que averiguo que, además de llamarse de ese curioso modo, escribió 110 libros, 97 de ellos novelas, para mantener, siendo viuda, a sus tres hijos y a sus muchos sobrinos) y James Young Simpson (el inventor de la anestesia, el mejor invento de la humanidad, junto con el aire acondicionado, que está aquí por su condición de ensayista), pero también al gran Robert L. Stevenson (del que siempre recuerdo el verso de Borges en "Los justos": "El que agradece que en la tierra haya Stevenson"). Él es, precisamente, uno de los tres escritores a los que está dedicado el Museo de los Escritores. Los otros dos son Robert Burns, el gran bardo escocés (que murió a los 37 años: los poetas caledonios del siglo XVIII no se caracterizaban por su longevidad), y Walter Scott, el romántico contumaz. La casa, de 1687, estrechísima, obliga a hacer ejercicio: no se para de subir escaleras (con peldaños deliberadamente irregulares, que funcionaban a modo de alarma: hacían que los cacos tropezaran y con el ruido de la caída avisasen de su indeseada presencia a los moradores). A la entrada del Museo, consta el lema que lo rige: Liberty, Language and Literature. Tres eles sagradas. Nunca he encontrado uno con el que me sienta más identificado.
jueves, 13 de febrero de 2020
Dios contra la eutanasia
Por fin va a tramitarse en el Congreso una ley de eutanasia y, con la mayoría parlamentaria que apoya la iniciativa, es muy probable que se apruebe. Era, desde hacía muchos años, una exigencia de la compasión —esa que tanto predican, pero que tan poco practican los creyentes— y del sentido común. Por las informaciones difundidas en los medios de comunicación, la ley estará plagada de cautelas y verificaciones: el solicitante habrá de pedirla en más de una ocasión; serán necesarios dos informes médicos independientes para que pueda aprobarse; una comisión de ética velará por las garantías del proceso; los médicos podrán ejercer la objeción de conciencia, y un largo etcétera. Tengo para mí que tantas precauciones, si la ley se consolida, acabarán siendo aligeradas y hasta eliminadas con el tiempo: también la ley del divorcio en España se aprobó con múltiples cinturones de castidad, y hoy basta poco más que la mera voluntad de los cónyuges para disolver el vínculo matrimonial. Como debe ser: una persona libre y capaz debería poder decidir sobre los aspectos esenciales de su vida —cuándo se casa, cuándo se divorcia y cuándo se muere, entre otros— sin más requisito que su simple deseo. Pero en este momento inaugural es lógico que el legislador no quiera ser tachado de laxo. En cuanto se ha conocido la iniciativa del gobierno, los partidos de la derecha —menos, en esta ocasión, Ciudadanos, que bastante tiene con no desaparecer— han lanzado sus críticas, unas críticas que, como era de prever, firmaría gustoso Federico Jiménez Losantos. El PP ha dicho ya que la razón por la que el Gobierno quiere que se apruebe la ley de eutanasia es para ahorrar gastos: así, eliminándolos, la Seguridad Social no tendrá que cuidar a enfermos encamados que le salen carísimos y a ancianos que no se mueren nunca. Con igual finura ha calificado la futura ley de "solución final", una analogía con el nazismo que BOX (y no es errata) se ha apresurado a compartir, al afirmar que con esta ley el Estado se convierte en "una máquina de matar". Como si despenalizar la ayuda que se pueda prestar a enfermos terminales o incurables para que dejen de sufrir, por expreso deseo de estos, supusiera un Holocausto. Cuando uno supera el estupor que estos malignos disparates le suscitan, se pregunta: ¿De dónde proviene tanta estulticia? ¿Qué la causa? Aparte de la escasa inteligencia y la aún menor enjundia moral de muchos prohombres (y promujeres) del PP, y de todos los militantes de BOX, hay una factor que da la clave de la respuesta: el catolicismo, que comparten la mayoría de los primeros y todos los segundos. Para los que creen en Dios, la vida es un don de Dios: Dios nos la ha dado y solo él nos la puede quitar. Cualquier intervención que devuelva el dominio de los límites de la vida —el nacimiento y la muerte— a la jurisdicción humana, su sede natural, constituye un atentado contra ese ente invisible, pero omnipotente, omnipresente y eterno, que, no obstante su indecible poder, es incapaz de librarnos del mal. La Iglesia, y con ella sus adictos, prefiere que la gente sufra a que se quiebre la ley abstracta e inverificable de Dios: que sufra aunque no quiera, que sufra aunque pueda evitarlo, que sufra para dolor propio y de los suyos, que sufra a pesar de todo. El catolicismo de peperos y boxistas (y de UPN y Foro Asturias, grupúsculos que completan el mapa siniestro de la fe patria), como toda verdad absoluta, pretende imponerse absolutamente: aunque uno no comparta la creencia que a ellos les lleva a preferir el mandato de Dios al fin del suplicio, ha de preferirlo también y soportar las consecuencias. Los que se emborrachan con la consoladora certidumbre de Dios exigen que todo el mundo se aturda con ella. Pero sus necesidades psicológicas no son las de todo el mundo, y no hay razón por la que deban prevalecer en una sociedad libre, como ya no lo hacen en el caso del divorcio o del aborto. En la eutanasia, ni siquiera hay debate sobre si se daña a un tercero: aquí no hay otro destinatario del acto que quien lo reclama; la eutanasia no se impone a nadie, sino que se permite a todos: amplía los derechos de la ciudadanía, reconociendo uno que hoy no existe. Si los creyentes (o los que no lo sean) no quieren decidir cuándo mueren, que no lo hagan, así se llaguen en una cama o se les deshaga el cerebro, y, como decía mi abuela, alabado sea Dios. Y si, tetrapléjicos o amiotróficos, quieren seguir disfrutando de lo que la vida pueda ofrecerles (y tienen a quienes les ayuden a lograrlo), que lo hagan también: están en su derecho. Pero quien juzga que la vida no es solo continente, sino sobre todo contenido; quien cree que no es solo una pulsión física o la solidificación de un aliento sobrenatural, sino algo que debe ser llenado de potencias y actos; quien está convencido de que no es únicamente un grumo corpóreo, sujeto a la dictadura del latido que no cesa y la respiración indetenible, sino el recipiente de algo más alto y más digno, constituido por las pasiones y los defectos humanos, por su infinita pero maravillosa vulnerabilidad, ese ha de poder liberarse de sus ataduras, también cuando no pueda hacerlo por sí mismo, sin que nadie que crea que la vida tiene otro propietario que él tenga derecho a impedírselo. Porque la vida no tiene otro dueño que nosotros mismos: que lo que nosotros queramos ser, o no ser. Más aún: debería llegarse a un punto en el que ni siquiera hiciera falta la justificación de la enfermedad insoportable para decidir cuándo poner fin a la existencia. El mero cansancio vital tendría que ser suficiente. Bernard le Bovier de Fontenelle decía eso precisamente: que sentía un cierto cansancio de ser, aunque, claro, él vivió cien años, y se comprende. Pero a todos habría de asistirnos el derecho a renunciar, con la ayuda que fuera menester, a lo que no sentimos ya sino como una carga, como algo vacío, tedioso o carente de sentido. Por desgracia, algo así queda aún lejos. De momento, toca luchar por que un derecho elemental, como el de la eutanasia, se establezca definitivamente en la sociedad; y por que salga bien.
sábado, 8 de febrero de 2020
Benito Pérez Galdós. La verdad humana
Hoy mi amiga Teresa y yo vamos a visitar la exposición Benito Pérez Galdós. La verdad humana, que ha organizado la Biblioteca Nacional con motivo del centenario de la muerte del escritor canario. Hacía tiempo que no me dejaba caer por la Nacional: desde que hube de hacer algunas averiguaciones sobre César González-Ruano, un escritor, por cierto, en los antípodas, literarios y morales, de Galdós. Hay cola para entrar. Una mujer detrás de nosotros le dice a su acompañante, otra mujer, que ella ha venido a docenas de exposiciones en la Biblioteca y que nunca había encontrado una cola como esta. Es verdad, alguna gente espera para entrar. Pero esto no es nada comparado con Londres: allí las filas que se forman para visitar las exposiciones —da igual que sean de pintura o de macramé— son monstruosas, épicas, vaticanas. Y aquí solo hay docena y media de galdosianos. Yo me considero galdosiano únicamente por Fortunata y Jacinta, que leí con deslumbramiento, maravillado por la capacidad arquitectónica de Galdós: por su fuerza y su habilidad para levantar el prodigioso edificio narrativo del libro. Aparte de Fortunata y Jacinta, no lo he leído demasiado —algún episodio nacional, alguna otra novela, que recuerdo poco—, pero esta se basta para que considere al escritor canario uno de los grandes autores del siglo XIX europeo. Galdós iba para hombre de orden —había nacido en una familia de militares, que lo envió a Madrid a estudiar Derecho—, pero, tras un primer curso de leyes, se dio al periodismo y, lo que es peor, a la literatura. También se pronunció muy pronto contra el estatus político: aplaudió la Revolución Gloriosa que depuso a la reina Isabel II en 1868 y la proclamación de la Primera República en 1873. De Galdós sorprende la versatilidad y el polifacetismo: en lo más suyo, la literatura, menos poesía —era un hombre inteligente—, escribió de todo: novela, cuento, teatro, ensayo, artículos (colaboró en infinidad de periódicos, muchos de cabeceras memorables: El Ómnibus. Periódico de Noticias e Intereses Materiales, Revista Mensual Tyflofila, Alma Española, El Progreso Agrícola Pecuario, y hasta fundó uno: La Antorcha, en 1862), libros de viajes y traducción (vertió al castellano Los papeles del Club Pickwick, de su admirado Dickens, y la publicó en La Nación. Diario Progresista: en el ejemplar que se exhibe en la exposición, donde aparecía como un folletín, por entregas, el texto de Galdós está al lado de un anuncio de aceite de bellotas), y fue asimismo editor: en 1896, llevó a juicio a quien lo había sido suyo hasta entonces, porque desconfiaba de que le pagase lo que le correspondía, y decidió hacerse editor él mismo, lo cual le procuró no pocos dolores de cabeza. Además de todo eso, Galdós tocaba el piano (vertical, no de cola; el que se muestra en la exposición luce dos candeleros encima del teclado) y el armonio; pintaba (se exponen algunas marinas, una de ellas en una pandereta); y nunca, hasta sus últimos años, renunció a la actividad política: fue diputado a Cortes por Guayama, en Puerto Rico (la práctica de presentarse por circunscripciones que no tienen nada que ver con uno, aún hoy practicada cuando se trata de que algún notable no se quede sin escaño en el que acurrucarse, tiene, como se ve, una larga tradición), y luego, entre 1907 y 1916, por Madrid y Las Palmas, primero en el Partido Liberal y luego en la Conjunción Republicano-Socialista, una coalición de partidos republicanos y el PSOE. Viajó bastante, y de sus recorridos por Inglaterra y Escocia, a donde fue a visitar a su amigo José Alcalá Galiano, dejó un libro muy interesante, La casa de Shakespeare, del que aquí se muestra una primera edición, sin fecha de edición, aunque se estima publicada hacia 1895. En La casa de Shakespeare, Galdós recuerda cuando se asomó al libro de firmas de la casa natal del escritor inglés y vio, asombrado, que no figuraban nombres españoles: «Creo —escribe— que soy de los pocos, si no el único español, que ha visitado aquella Jerusalén literaria, y no ocultaré que me siento orgulloso de haber rendido este homenaje al altísimo poeta…». Junto con ejemplares de la primera edición de prácticamente todos sus libros, las vitrinas acogen pilas y pilas de las cuartillas en las que los escribía: tacos gruesos, grisáceo-amarillentos y cubiertos de una caligrafía menuda, inclinada, generosa en tachaduras y enmiendas, hecha a plumilla. Galdós fue candidato el premio Nobel en 1912, pero los tradicionalistas, que nunca le perdonaron sus ideas progresistas ni la crudeza, pero a la vez el calor humano, con los que exponía las condiciones de vida en la España de su época, conspiraron para que no le fuera concedido. Asombrosamente, aquellos tradicionalistas eran españoles. Prefirieron que lo ganara un alemán, el hoy olvidado Gerhart Hauptmann, a que lo hiciera un compatriota. La España cainita nunca defrauda; y los partidarios de la reacción, menos que nadie. Su éxito entre las mujeres creció a la par que su éxito literario. Los testimonios de sus amigos y contemporáneos apuntan a una soterrada predilección por las meretrices. No obstante, parece haber mantenido copiosos amoríos con actrices y cantantes, de las que se encontraba muy cerca —y nunca mejor dicho— por su condición de dramaturgo de fama. Aunque su pareja más célebre fue la también novelista Emilia Pardo Bazán, con la que mantuvo una relación de veinte años. La Pardo Bazán era una escritora de fuste, pero no era precisamente una belleza. Juan Valera, con su habitual malignidad, dijo de ella que «parecía una sandía», una impresión que no puede sino ratificarse a la vista de las imágenes que se conservan de doña Emilia en los años en que se acostaba con Galdós. Pese a ello —o quizá por ello, nunca se sabe—, su atractivo era indudable, al menos entre escritores y artistas: además de su largo idilio con don Benito, mantuvo otros, más breves pero no menos intensos, con el catalán Narcís Oller y el navarro Lázaro Galdiano; y los mantuvo al mismo tiempo que otorgaba sus favores a Galdós, lo que, comprensiblemente, no agradó a este, que reflejó su disgusto en dos novelas: La incógnita y Realidad. Por su parte, el escritor mantenía otra relación con la modelo Lorenza Cobián, de la que nació la única hija que reconoció, María. Como se ve, el mundo sentimental de Galdós fue de todo menos tranquilo. De su romance con la Pardo Bazán han quedado las muchas cartas que esta le escribió, algunas de las cuales se muestran en la exposición, donde queda constancia de que aquel cuerpo monumental no solo no suponía ningún inconveniente, sino que era motivo de holganza y excitación: «Pánfilo de mi corazón: rabio también por echarte encima la vista y los brazos y el cuerpote todo. Te aplastaré. Después hablaremos dulcemente de literatura y de la Academia y de tonterías. ¡Pero antes morderé tu carrillito!», le escribe en una carta de 1889. Los últimos años de Galdós, aunque se encontraba en la cúspide de su gloria, no fueron fáciles: siempre endeudado hasta las cejas —recurría a usureros para sufragar las muchas obligaciones que había adquirido como amante y no dejaba de dar dinero a todo aquel que se lo pidiese—, se fue quedando ciego: por eso aparece con gafas oscuras en las fotos de esa época y en una breve grabación —la única que se conserva de él— que se proyecta en una de las salas, donde aparece con gorra, gabán, bufanda, bastón y acariciando a un perro. A Galdós le gustaban los chuchos: en muchas fotografías aparece así, con un perro cerca. Su ceguera, como es natural, también le impedía escribir, pero, para no dejar de trabajar, le dictaba sus obras a su secretario, Pablo Nougués. El escritor murió en 1920. Acompañaron el cortejo fúnebre por las calles de Madrid 30.000 personas, entre las que apenas se contaban autoridades. Su sepelio constituyó un homenaje del pueblo llano. El Estado, en cambio, no dijo ni mu. La España oficial, la España conservadora y cutre, una vez más, desdeñó a un hijo insigne, un autor a la altura de Dickens o Balzac, un testigo lúcido, feroz y misericordioso de un siglo turbulento. La exposición despliega, a lo largo del recorrido, un vasto aparato gráfico: reconocemos el famoso retrato de Galdós hecho por Christian Franzen, en el que aparece meditabundo, con la cabeza apoyada en la mano; otro retrato del Galdós joven, obra de Manuel García el Hispaleto (un apodo que pretende evocar, supongo, al clásico Canaleto, pero que a mí no me suena bien), donde transmite una serenidad que podría confundirse con la indiferencia, o incluso con la vaciedad; los dos óleos que Sorolla pintó del escritor (en uno de los cuales, también célebre, aparece con lazo, bastón y pipa; el otro está en la Hispanic Society, en Nueva York); el busto en escayola de Victorio Macho, autor también de la enorme escultura del escritor en el Retiro (a cuya inauguración en 1919 asistió este ciego y en silla de ruedas, aunque quiso levantarse para tocar el busto y lloró al reconocerse); y, entre las muchas fotos, una en su quinta de San Quintín, en 1911, con Margarita Xirgu, la principal actriz de su época, cuyos rasgos no son finos, sino más bien los de una campesina. También abundan los carteles de las películas inspiradas en sus libros, como Tristana, que dirigió Buñuel; Fortunata y Jacinta, protagonizada por Emma Penella; o El abuelo, de la que José Luis Garci hizo un almibarada versión, como casi todo lo suyo, en 1998. Por su parte, la mucha gente que asiste a la exposición no para de hacer fotos. Y, mientras yo acabo de verlo todo, a Teresa le da tiempo de meterse entre pecho y espalda otras dos exposiciones de la Biblioteca: La Constitución por Forges y El exilio republicano de 1939, ochenta años después. Eso sí que es eclecticismo y capacidad de absorción cultural.
lunes, 3 de febrero de 2020
Formas de morir
Hace algunos días, antes de que la borrasca Gloria copara todas las noticias, se produjo en España una catástrofe terrible, que podría haber sido más terrible aún: una explosión en la petroquímica de Tarragona. Tarragona lleva muchos años, décadas ya, conviviendo con el peligro: forma parte de su realidad cotidiana. Cada cierto tiempo hay algún incidente. Por suerte, ninguno ha sido como Chernobyl o Fukushima, pero nos recuerda que la amenaza planea sobre la provincia (y más allá). Esta vez fue algo más que un incidente: explotó un tanque de veinte toneladas de óxido de etileno, un gas muy inflamable que se utiliza para fabricar materiales destinados a coches y ordenadores, perteneciente a la empresa IQOXE. Murieron tres personas y siete más resultaron heridas, algunas muy graves. De los tres fallecidos, dos eran trabajadores de la planta, pero el tercero, no: el tercero era un frutero que estaba en su casa, a tres kilómetros de la explosión. Supe de su fallecimiento con asombro y desolación. Al parecer, el estallido sembró de metralla la zona. Pero la metralla no eran pequeños —aunque siempre mortíferos— fragmentos metálicos, sino piezas grandes como armarios. Uno de ellos, de 800 kilos de peso, salió disparado, voló los tres kilómetros que lo separaban del inmueble donde vivía el hombre, e impactó en él. No dio en su piso, sino en el de arriba, donde en aquel momento, por fortuna, no había nadie. Pero el golpe fue tan brutal que el suelo del apartamento se hundió y aplastó al inadvertido frutero. ¿No es increíble morir así? ¿No resulta inconcebible que uno se despida de este mundo porque un pedazo de metal de casi una tonelada, despedido por una explosión en una fábrica química, destruya el piso de tu vecino y sus cascotes te caigan encima, cuando estás en tu casa echando una siesta o viendo la televisión, y te hagan picadillo? Una muerte tan rocambolesca, tan inimaginable, me hizo pensar en un viejo programa de televisión, Mil maneras de morir, una serie norteamericana, estrenada en 2008 (no es, pues, tan vieja), que recreaba formas insólitas de perecer, presentadas siempre como casos reales (indicando nombres, fechas y lugares, y con especialistas —médicos, psicólogos, ingenieros— que explicaban científicamente las circunstancias de la muerte), pero tan inverosímiles que uno siempre las sospechaba fruto de la imaginación desenfrenada de los guionistas. ¿Cómo puede uno morir empalado por una señal de tráfico? ¿O por esnifar hormigas rojas? ¿O atragantado por un tanga comestible? ¿O aplastada por sus propios pechos? ¿O al fotocopiarse el trasero? ¿O por calzarse una salchicha de bratwurst en el muslo para simular un pene privilegiado? Sin embargo, a esta lista, que parece un delirio dadaísta o lisérgico, podría añadirse otra pregunta: ¿Y aplastado por el piso del vecino como consecuencia del impacto de una esquirla de una tonelada escupida por la explosión de una planta química a tres kilómetros de distancia? ¿Qué probabilidades tenemos de morir así? ¿O de cualquier otra manera absurda? Yo tuve una prima a la que nunca conocí. Era una prima segunda: hija de una prima hermana de mi padre. Vivía con sus padres en una tranquila ciudad de los Pirineos franceses. Una mañana se fue al colegio, como todos los días. Iba andando, porque la escuela estaba cerca. Y con todo el cuidado del mundo: no corría, no hablaba con desconocidos y cruzaba las calles cuando el semáforo estaba verde. Pero aquel día hacía viento, y una ráfaga violenta despegó una teja de un tejado, que le cayó en la cabeza y la mató en el acto. ¿Qué probabilidades hay de que el viento arranque una teja y de que, entre todos los lugares en los que podría dar, nos dé justo en la cabeza y nos liquide? Pienso a menudo en las formas de morir y en la forma en que moriré yo. Leí, ya no recuerdo dónde, la reflexión de un autor sobre alguien atropellado por un tren. Alguien a quien atropella un tren, decía el escritor, ya no será jamás más que alguien a quien ha atropellado un tren: es un hecho tan absoluto, tan devastador, que toda su vida, sea quien sea, haya hecho lo que haya hecho, se sumirá en el pozo de ese accidente abrumador. Como el frutero de Tarragona: que se tratara de un buen padre, un frutero honrado, un gran hombre, desaparecerá en el abismo instantáneo de una muerte por aplastamiento; o como mi prima: que fuese una delicada niña de doce años y apuntara a una vida plena, llena de alegrías y tristezas, como todas las vidas, se borrará en la disparatada tragedia de una teja que cae. Una buena muerte honra toda una vida, escribió Petrarca. Pero una muerte descabellada la emborrona toda. ¿Cómo será la mía?, pienso. Lo más probable es que, como casi todos, muera en una cama de hospital o en la de una residencia de ancianos; quizá, con algo de suerte (aunque no estoy seguro de que sea una suerte), lo haga en casa, en mi cama. Pero quizá me esté destinado algo menos común. ¿Como Esquilo, a quien le habían augurado que moriría aplastado por una casa (como el frutero de Tarragona) y murió, en efecto, aplastado por una casa, que resultó ser el caparazón de una tortuga que había dejado caer un águila y que le fue a darle en la cabeza? ¿O como el filósofo Crisipo de Solos o el poeta Julián del Casal, que murieron de un ataque de risa? ¿O como el astrónomo danés Tycho Brahe, que se fue al otro barrio por aguantarse el pis? ¿O como Li Po, que, borracho en una barca, murió ahogado al intentar abrazar el reflejo de la luna en el agua? (Yo ni me emborracho ni monto en barcas). ¿O como el rey Maximiliano I, por una indigestión de melones? (A mí me gustan mucho los melones). ¿O como Isadora Duncan, que expiró estrangulada por su propio chal, atrapado entre las ruedas del coche de su amante? (Por suerte, yo no uso chales). ¿O como aquel presidente de la República francesa, sexagenario o septuagenario, que falleció cuando copulaba con cierta mademoiselle mucho más joven? (Por suerte, yo nunca seré presidente de la República francesa). Sea como sea, solo deseo que no constituya un caso digno de figurar en Mil maneras de morir. Y que no me atropelle un tren.
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