domingo, 17 de marzo de 2024

Gesto. Revista de Literatura, Arte y Pensamiento

Juan Luis Calbarro lo ha vuelto a hacer. Si en los primeros años de este siglo lanzó, desde la remota, ventosa y unamuniana Fuerteventura, la exquisita revista literaria que fue Perenquén, ahora se acaba de inventar la no menos refinada Gesto. Revista de Literatura, Arte y Pensamiento, aunque esta ya no la publica con sus solas fuerzas, como aquella breve Perenquén, sino con el amparo del Instituto de Enseñanza Secundaria José García Nieto, de Las Rozas (Madrid), y del propio ayuntamiento de la ciudad. Prolonga, así, una noble tradición española de revistas literarias publicadas por centros de enseñanza media, como la mítica Carmen, creada y dirigida por Gerardo Diego en el Instituto Jovellanos de Gijón entre 1927 y 1928, a la que dieron poemas casi todos los integrantes de la Generación del 27 (y dos alumnos destacados del propio instituto y después magníficos poetas: Luis Álvarez Piñer y Basilio Fernández), o la asimismo legendaria Cuadernos del Matemático, que fundó y capitaneó, nada menos que durante treinta años, de 1988 a 2018, el profesor y escritor Ezequías Blanco en el Instituto Matemático Puig Adam de Getafe. Es digno de celebrarse que este nuevo fruto del espíritu renacentista, permanentemente inquieto, de Juan Luis Calbarro cuaje en un centro de enseñanza con el nombre de un poeta, José García Nieto, autor de una obra notable, fundador y director de la revista Garcilaso, ganador de algunos de los premios literarios más importantes de su (y nuestro) tiempo, como el Adonáis, el Nacional de Literatura (dos veces) o el Cervantes, miembro de la Real Academia Española, y también, al decir de sus viperinos contertulios del Café Gijón, “el poeta mejor peinado de España”. Gesto se presenta como una revista literaria, humanística y multidisciplinar, en la que la poesía tiene un papel protagonista, pero en la que tienen acogida también, y con holgura, la prosa, el ensayo, el aforismo, la traducción y la crítica. El apartado gráfico es escueto pero impresionante: el número 1 de la revista, amén de una cubierta espléndida —una reproducción del óleo Bajo la pérgola, de Oscar Bluhm—, cuenta con una fotografía, a página entera, de Luis Alberto de Cuenca, colaborador en este número inaugural, observando desde muy cerca, con la cabeza apoyada en la mano, la vera efigie de Francisco de Quevedo presente en su despacho de director de la Biblioteca Nacional cuando De Cuenca ejercía esta función, y otra imagen, también a página entera, de  Ana Blandiana, la poeta y escritora rumana que contribuye al número con cinco poemas de su libro El ojo del grillo. Dado el carácter abierto, no sectario, de la revista, la nómina de colaboradores es amplia y estilísticamente plural. En la sección de poesía, encontramos a los españoles Luis Alberto de Cuenca, Teresa Domingo Catalá, Alfredo Rodríguez, Julio Marinas, Javier Pérez Walias, José Luis Gómez Toré, Santiago Alfonso López Navia, Regino Mateo y Concha García, y al dominicano residente en Nueva York Tomás Modesto Galán, entre otros; Moisés Galindo aporta un perspicaz ensayo sobre “Edgar Morin y Neil Postman: resistencia y combate” y Salvador Perpiñá, un muy interesante conjunto de reflexiones y estampas (sobre los museos, sobre las puestas de sol, sobre el Nemo de Julio Verne, sobre las casas abandonadas, sobre Venetia Burney, sobre los perros), agrupadas bajo el título de “Motivos de asombro”; la traducción de los poemas de Ana Blandiana corre a cargo de Viorica Patea y Natalia Carbajosa, que también vierte al español, con su destreza habitual, los cuatro poemas de la neoyorquina Lyn Coffin; y, en la sección de crítica, encontramos reseñas de libros de Susana Martín Gijón y Ernst Toller, firmadas por Toni Montesinos y Luis Felipe Comendador, respectivamente, de la última exposición de Yayoi Kusama en el Guggenheim de Bilbao, a cargo de Arturo Tendero, y del Festival de Literatura de Natura, celebrado en Vallvidrera (Barcelona) en otoño del 2023, del que da cuenta Carlos Gámez Pérez. Mi contribución al número ha consistido en una larga enumeración de escritores que padecieron toda suerte de enfermedades y desgracias, con la especificación de sus desdichas, que he titulado “Ser escritor no es fácil ni romántico” y que ya publiqué, abreviada, en dos entradas de este blog, del 3 y el 8 de septiembre de 2023 (y que todavía sigo escribiendo: los males y tormentos de los escritores a lo largo de la historia no conocen fin). 

Transcribo a continuación uno de los poemas de Teresa Domingo, románticos, desgarrados, eróticos y visionarios, aparecidos en este número de Gesto:

Mi Amado, llegó el viento y el escándalo del viento. Se sobrepuso a la noche en que incidía. Se destapó la madrugada, se cernió sobre los pájaros. En ella residía el sortilegio que alguien dejó para buscarla, para sumergirse en su negrura, para abalanzarse sobre el fruto que en sus ingles nos dejó cuando galopaba en las oscuridades de su seno.

La noche viene como un espectro abandonado. Es una cita fantasmal, un ruego impío. La noche es la madre, la que nos da la leche de su parto, la que se mueve entre los cipreses que custodian a los muertos, y en ese incidir en la vida y en la muerte es como un nacimiento del amor, un acercarse a la ventana que mira la misma oscuridad que me refleja.

Me abandono a la penumbra. El ángel pasa. Deja su rastro con las alas. Se entumece en el mismo volcán que lo libera. Los atajos lo conduce hacia el cielo.

Eres pan de estrellas, el que pongo en mi mesa, el que devoro entre las pastas del dolor, y que enardece mi boca, el hechizo que revive en mi boca, nacida para el beso.

Mi canto se oye en las alturas. Es un cesar de plañir, olvidar las lágrimas, colocar el yeso en las junturas que unen el amor, saborear el sabor que en tus labios tienen las ventiscas, y en tu nieve dormirme dulce, y amanecer en la blancura.


martes, 12 de marzo de 2024

Mago Moga (con perdón)

Tres escritores y amigos, Juan Luis Calbarro, Christian T. Arjona y Moisés Galindo, a los que conozco desde hace muchos, muchos años (aunque nunca serán suficientes), han tenido la iniciativa, no sé si feliz, pero sí fraterna, de publicar un libro-homenaje sobre, y no deja de darme vergüenza escribir esto, mi poesía y sobre mí, con el título de Mago Moga. Una forma de querer —que ha sido coeditado por Los Papeles de Brighton y Libros de Aldarán, las editoriales que han creado y dirigen los dos primeros, respectivamente—, en el que han colaborado, cordial y generosamente, ochenta y seis escritores y artistas gráficos españoles y extranjeros. Ha sido, huelga decirlo, una sorpresa morrocotuda, que he celebrado, antes que como un homenaje literario, como un tributo de amistad. Me hace feliz contar con tantas personas que aprecian lo que hago y que quizá, también, aprecian lo que soy, a veces más incluso de lo que me aprecio yo mismo, y no puedo estar más agradecido a Juan, Christian y Moisés por haber urdido este reconocimiento (en el que han trabajado con abnegación muchos meses), que yo, desde luego, no me esperaba, pero que confieso me consuela no poco en estos tiempos de tribulación. Algo así reconforta tengas la edad que tengas, pero, cuando uno entra en la sexta década de vida, alienta un poco más. Esos tres ángeles sin alas (pero con barba) que son Juan, Christian y Moisés, los valedores del libro, no se han dado por satisfechos con idearlo, organizarlo y publicarlo, sino que también quieren presentarlo el próximo viernes, 15 de marzo, en uno de los espacios culturales más hospitalarios de Cataluña, el Espai Betúlia, de Badalona, cuyas actividades coordina el poeta José Antonio Jiménez Navarro, que algo tuvo que ver con el germen de la idea. Y yo lo digo aquí, para general conocimiento, porque, aunque sigue dándome vergüenza, no quiero dejar de acompañar a quienes, desde hace tanto tiempo y tan fraternalmente, me acompañan.



jueves, 7 de marzo de 2024

Algunos aforismos (II)

Vivimos como espeleólogos: adentrándonos en la oscuridad, tanteando, aferrándonos a lo que nos rodea, arrastrándonos por pasillos que no llevan a ninguna parte, yendo al fondo.

Se empieza por matar al padre, luego no se le encuentra sentido a la vida, y acaba uno viendo la televisión y saliendo del baño sin lavarse las manos.

Uno busca lo absoluto y solo encuentra pelusas debajo de la cama.

Grafiti carcelario
Preso en el cuerpo, preso en las ideas, preso en la ciudad, preso en el sueldo, preso en la soledad, preso en la familia, preso en la flaqueza, preso en la respiración, preso en el yo, preso en la mortalidad, preso en la muerte, preso en la nada.

Hay muchas otras circunstancias en las que se puede aplicar la famosa exhortación de Beckett —fracasa más, fracasa mejor—: haz más el ridículo, hazlo mejor; pierde más la vergüenza, piérdela mejor; muérete más, muérete mejor.

Atisbamos la eternidad esperando a que el microondas acabe de calentar la leche. 

El acúfeno no deja de decirme cosas al oído.

El insomnio nunca duerme.

La soledad lame los entresijos del ser como la lengua del perro los recovecos de los huesos.

En todos vive un terrorista escondido, que acumula ira por las cosas que nos oprimen y el sufrimiento que nos causan. Siempre estamos a una distancia asombrosamente corta de cruzar el semáforo en rojo, de tirar los papeles al suelo y de matar a nuestro vecino con un cuchillo de cocina.

Todo padre condena a muerte a sus hijos.

Nunca he sentido la necesidad de trascender ni de contar con el amparo de la trascendencia. Me espanta la muerte y no renuncio a la pasajera inmortalidad que puedan procurarme los pobres libros que he escrito, pero no recuerdo haber necesitado creer en algo ajeno o superior a mí, ya se llame Dios, civilización extraterrestre, energía cósmica o cualquier otra cosa que induzca a pensar en un ser o unos seres personificados, en una realidad objetivamente existente que, desde las alturas o el más allá, nos cree, juzgue, guíe o condene. Solo existimos el yo y el mundo, y ambas entidades son lo bastante enigmáticas como para atraer toda mi atención y mi interés más sincero. La única realidad en la que creo es la que se deriva del permanente diálogo que sostienen la conciencia y la naturaleza. Las instancias sobrenaturales a las que tantas personas necesitan aferrarse para sobreponerse a la perplejidad de estar vivas y al pavor de tener que morir no son más que el ardid que urde la conciencia para hacer frente a la aspereza de lo conocido y a la enormidad de lo desconocido. 

(Epitafio)
Lo peor es el picor de espalda.

En el tren, rodeado de gente que dormita o que mira el móvil, veo que una mujer está leyendo el Libro del desasosiego, de Pessoa. Cuando la miro a la cara, ella me mira también. Ha visto que ando con En las cimas de la desesperación, de Cioran. Nos sonreímos.

Cuando un amigo llora al teléfono por algo que has escrito, es que lo has escrito muy mal.

El aforismo ennoblece la ideúcha.

Un pedo solitario, frágil, desconcertado ante el mundo, temeroso de Dios.

Esta mierda de perro, que no he visto aún, me llama, está llamándome para que le dispense la plena caricia de mi pisada.

Conmueve el amor a los animales de quien tiene un escorpión de mascota, o alimenta a su boa con ratones vivos, o empapela un barrio entero de pasquines porque se le ha perdido un agapornis.

Cada vez que se enteraba de que a algún amigo le había ido bien, se le inflamaba un testículo.

Conócete a ti mismo, pero sin exagerar.

Conócete a ti mismo y luego arrodíllate y pide perdón.

También en las aguas fecales se refleja la luna.

Aguas oscuras, quietas. Si las despiertas de una pedrada, se estremecen como la coraza escamosa de un dragón.

sábado, 2 de marzo de 2024

La noche luminosa: un poema de Jaime Siles

Jaime Siles ha sido, y sigue siendo, uno de los poetas españoles más importantes del último medio siglo, adscrito en sus inicios a la estética novísima —su primer libro, Génesis de la luz, data de 1969—, pero fiel después, y siempre, a una poesía sensual e intelectual al mismo tiempo, crisol de lo clásico y lo experimental. He coincidido con él en varios encuentros literarios, y siempre me ha parecido una persona lúcida y cordial, un autor entregado a la verdad de la poesía y admirador, además, de algunos de mis poetas de cabecera, como Manuel Álvarez Ortega y Vicente Aleixandre. Se jubila ahora como catedrático de Filología Latina de la Universidad de Valencia, y varios de sus colegas, singularmente Marco Antonio Coronel Ramos y Ricardo Hernández Pérez, han tenido la feliz idea de homenajearlo con la publicación de un libro, al que han dado el título de Jaime Siles. Un poeta para la vida, una vida para la poesía (Madrid: Olé Libros, 2023), en el cual colaboran casi noventa escritores, entre los que se cuentan algunos de los más destacados poetas de la actualidad, de varias generaciones, estéticas y países, como Antonio Colinas, Luis Alberto de Cuenca, Vicente Molina Foix, Alejandro Duque Amusco, Jordi Doce, Diego Doncel, Lorenzo Oliván, Gabriel Insausti, Guillermo Carnero —que epilogó aquel temprano Génesis de la luz—, Antonio Carvajal, José Corredor-Matheos, Antonio Domínguez Rey, Ángel García López, Juan Antonio González Fuentes, Nuno Júdice, Javier Lostalé, César Antonio Molina, Vicente Luis Mora, María Ángeles Pérez López, Jenaro Talens o Javier Velaza, entre otros. El volumen se divide en cinco secciones: un amplio estudio introductorio, a cargo de Henry Gil, uno de los mayores especialistas en la obra de Siles, unas lecturas silesianas, en las que figura el trabajo con el que me he sumado a este homenaje, unas semblanzas, unas notas literarias y unas voces poéticas, y cuenta asimismo con la participación de críticos prestigiosos, como el propio Henry Gil, Francisco Javier Díez de Revenga, Ángel Luis Prieto de Paula, Pedro A. González Moreno, Fanny Rubio o José María Balcells, también entre otros. Ha sido un placer hacer honor a la amistad y la admiración que siempre he sentido por Jaime Siles y participar en este espléndido homenaje con el trabajo —una glosa de su poema «Líquida lengua», perteneciente a Música de agua, con el que ganó el Premio de la Crítica del País Valenciano y el Premio Nacional de la Crítica— que transcribo a continuación:

«Líquida lengua»

Al resplandor de ti, de mí, de todo
cuerpo en el aire ardido que no soy,
arden las voces, unifican, queman
luz exterior que invade el firmamento.
En lenta espuma a tu color se funden,
noche, teñido espejo de otra claridad
más anterior aún, más transparente.
Líquida lengua que lame toda luz,
termina el mar en ti, termina el mundo.

Este poema forma parte de la sección quinta y última, titulada «Final», de Música de agua, que Jaime Siles publicó en 1983 (Madrid: Visor). Se compone de nueve versos de arte mayor: siete simples, endecasílabos; y dos compuestos: un alejandrino (el sexto) y un dodecasílabo, integrado por un pentasílabo y un heptasílabo (el octavo). Los nueve son blancos.

El poeta apostrofa a la noche, como revela el alejandrino. Los pronombres personales y adjetivos posesivos —«ti», «tu»— remiten a esa entidad personificada, que escucha, impasible, radiante, las palabras que la envuelven. La noche es un personaje destacado en Música de agua, cuya cuarta sección, titulada «Lectura de la noche», incluye los poemas «Tinctus colore noctis», «Economía de los cambios nocturnos», «Sub nocte» y «La tierra de la noche». Su primera aparición en «Líquida lengua», en el verso inicial, configura una paradoja: «Al resplandor de ti». La noche resplandece. Esta paradoja se enmarca en una larga tradición literaria que hace de la oscuridad luz: «oscuridad como luz», dice el salmista; y desde entonces una sucesión de poetas ha recreado, en todas las lenguas, esa antítesis fundacional, que busca propiciar una concordia oppositorum: la reducción de las fracturas del mundo; la reconciliación de las cosas contrarias e incomprensibles; la recuperación de la armonía amniótica, de la beatitud mítica en la que vivíamos antes de nacer, antes de sabernos sujetos a la muerte.

El hecho de la luz —de la noche que es luz— recorre el poema: es su columna vertebral. En la primera parte —hasta el verso cuarto—, cobra dureza: alcanza los extremos del fuego. El aire ha ardido y las voces arden también, y queman «luz exterior». La sinestesia del «aire ardido» y la políptoton de los versos segundo y tercero —«ardido»/«arden»—, remarcadas por la homofonía de los grupos /air/ y /ard/, intensifican la quemadura: la consunción, pero consunción sanadora, a que conduce esa voz que proclama la negrura de la noche, que es a la vez fulgor. Los versos no se interrumpen: fluyen abruptamente, empujados por el encabalgamiento y las enumeraciones: preposicionales —«de ti, de mí, de todo cuerpo»— y verbales —«arden», «unifican, queman»—. En un lugar axial, un verbo revelador: «unifican», que afirma un anhelo existencial: la voluntad de superar las fronteras que establecen los ciclos del tiempo y las realidades del mundo. El arder en el que todo se consume, y a la vez renace, aúna las horas, los aires y los cuerpos, los resplandores y las voces, las luces y los cielos, la noche y el mar. «Líquida lengua» se inscribe en un ciclo temprano de la producción de Jaime Siles (Música de agua incluye poemas escritos entre 1978 y 1981), emparentado con la estética novísima, para la que las palabras encontraban en sí mismas —no en los hechos ni en los caracteres; no en los asuntos a los que remitieran, si es que remitían a alguno— la justificación y el fulgor necesarios para constituir el poema. Pese a su mucha sensualidad, y pese a referirse a realidades reconocibles —la noche, la luz, el firmamento, la espuma, la lengua, el mar—, no hay en esta composición descripción ni acontecimientos, no hay narración ni personajes: apenas sabemos —o intuimos— que quien nos habla en el poema contempla un mar nocturno y se siente interpelado por las luces y la oscuridad que lo rodean; y que canta ese paisaje, que es también, quizá, el paisaje de su conciencia. El poema es solo una eclosión verbal, sostenida por el ritmo, por la delicada materialidad de sus accidentes y por la reverberación del espasmo psíquico —el asombro ante la grandeza del mar y de la noche, y el anhelo de reconciliarse con un mundo inabarcable— que la ha alumbrado. Y también por la elipsis, un mecanismo capital en la poesía del silencio —cuyo influjo se percibe en «Líquida lengua» y, en general, en Música de agua—, para la que lo no dicho, pero sí sugerido por la arquitectura musical del poema o el austero mosaico de lo ya enunciado, adquiere tanta capacidad de significación como la propia materia lingüística. Las imágenes que conforman el poema son sutiles, pero también cósmicos, juegos de espejos; y no es casualidad que este término, «espejo» —una superficie donde cabe todo; un agua detenida que acoge todas las formas de la luz—, asome en «Líquida lengua». Una luminosidad, a veces escarpada, lo recorre: no alberga objetos, sino fosforescencias, que se proyectan en todas direcciones; un brillo tintado de negrura empapa los versos. La selección léxica lo corrobora: los vocablos que remiten a la luz, en cualquiera de sus manifestaciones, cosen «Líquida lengua»: «resplandor», «aire ardido», «arden», «queman», «luz» (que aparece dos veces), «color», «teñido espejo», «claridad», «transparente». También contribuyen a la sutura algunos mecanismos sonoros, como la aliteración de /or/, cuya oxitonía sugiere un aterciopelado redoble: «resplandor-exterior-color-anterior».

En la segunda mitad del poema, otro verbo asoma muy pronto para subrayar el espíritu unitivo que lo impregna: «funden». Todo se anuda, pues, con esa noche en cuyo color, en el azogue de cuyo espejo, confluyen la oscuridad y una claridad «anterior y transparente», metáfora de otro estado, de una existencia distinta, acaso más benigna. Si en la primera parte despuntaban los elementos ígneos, en esta destacan los elementos líquidos, cuya fluidez simboliza tanto la fusión a la que se alude como la simbiosis resultante, apaciguadora: la «lenta espuma», la tinción del espejo, la «líquida lengua que lame toda luz» y el mar del último endecasílabo. La aliteración del penúltimo verso —de una consonante, precisamente, líquida, /l/—, reforzada por la posición siempre inicial del fonema, subraya esa licuación en la que se cifra la pacificación del ser: «líquida lengua que lame toda luz». La homogénea sonoridad del verso —todos los acentos recaen en la primera sílaba— y la sinestesia de una lengua que lame algo que no puede ser lamido, porque no pertenece al mundo del tacto, la luz, remacha la gravedad significativa del pasaje. El último verso, bimembre, articulado mediante la repetición de «termina», y apenas posterior a otra bimembración —«más anterior-más transparente»—, cierra el círculo abierto con la observación deslumbrada de un resplandor tumultuoso. Aquí acaba el proceso de fusión: el mar, esa lengua infinita que absorbe toda luz, se vierte en la noche y es, a su vez, absorbido por ella; y así también el mundo. En la noche, donde conviven el resplandor y la tiniebla, metáforas acostumbradas del bien y el mal, del dolor y el placer, de la vida y la muerte, se deposita todo, como en un gran regazo que acogiese los fenómenos del cosmos y las vicisitudes del ser; y en la noche cesan: ya no hay mar, ni tierra, ni palabra, ni yo. Es una conclusión apacible. El hermanamiento deseado.

lunes, 26 de febrero de 2024

Tres escritores en el valle del Llémena

La casa de mi buen amigo Christian T. Arjona está en uno de los lugares más apacibles y a la vez más espectaculares de Cataluña: el valle del Llémena, que se extiende entre las comarcas del Gironès y La Garrotxa: 184 kilómetros cuadrados de bosques, sierras, arroyos y volcanes. Ahí vamos a pasar este fin de semana otro buen amigo, Antonio López Cañestro, poeta y editor de Hojas de Hierba editorial, que anda de viaje de negocios por Barcelona, y un servidor. Yo ya he disfrutado de la hospitalidad de Christian y Teresa, su encantadora compañera, en otras ocasiones. En mi última visita, conocí a sus gallinas, que ponen unos huevos mayúsculos, y a su tortuga (que un paseante benemérito había rescatado de ser aplastada en la carretera vecina, y que moraba en la plácida musguera que Christian le había acondicionado en el patio), y me bañé en una piscina portátil, con Christian y unas cuantas algas, en ese mismo patio. Nuestra estancia empieza ahora por un tranquilo paseo hasta la cercana iglesia de Sant Esteve de Llémena, un coqueto templo de nave única y teja árabe, en cuya fachada, bajo la imagen de San Esteban en una hornacina abalconada, figura la fecha de 1750 (aunque en otro de los ángulos del templo consta 1623, lo que quizá remita a la existencia de uno barroco anterior). Al pie de la puerta de entrada está enterrado Domingo Blanch, algún preboste local, suponemos, que rindió su espíritu al Altísimo en el año de gracia de 1881, y cuyo nombre no han borrado todavía de la lápida los pasos de los feligreses. El valle nunca ha estado muy poblado. A la iglesia de Sant Esteve se llega, desde el lado del Llémena por el que paseamos, por un bonito puente construido en 1885. El río no lleva mucha agua, como ningún caudal de Cataluña en estos resecos momentos, pero sí la suficiente como para que Tuk, el perro de Christian (gallinas, dos gatos, una tortuga, un chucho y un número indeterminado de reptiles e insectos: su casa es un paraíso animal), un pastor alemán de dos años, cariñosísimo e incansable, se lance al agua, como un clavadista, para perseguir a dos patos que se deslizan, sosegados, por el exiguo cauce, y que, conscientes de su superioridad tanto en el agua como el aire, no se alteran en absoluto por la presencia del can: con mucha dignidad, aceleran el remo y se alejan del pobre Tuk, que se queda mojado y con un palmo de hocico. Los pastores alemanes son una raza muy inteligente, pero Christian me dice que Tuk se tira siempre al agua, nada como un poseso unos metros y ve alejarse fatalmente a los patos. Siempre, sin remedio, sin enmienda. En mi anterior visita, Tuk, de apenas unos meses, se comió uno de los pantalones que había traído. Por suerte, tenía otros. Por lo demás, el perro es feliz en el bosque: corretea de un lado a otro a una velocidad de galgo, husmea troncos, raíces, piedras y matas de todas las hierbas imaginables, se come alguna, levanta la pata y contribuye a la humidificación de la zona, cada vez más necesaria, y, en fin, brinca a nuestro alrededor con la mirada encendida y una lengua tan larga que podrías suicidarte con ella. Ver a Tuk por el Llémena es, pese a su invariable fracaso con los patos, ver la felicidad. Tras el paseíto por el río, nos vamos a comer a Mas el Siubès, un estupendo restaurante a 510 metros de altitud, cerca de la ermita de la Mare de Déu de Bell-lloc, una de las muchas que salpican la comarca. La Iglesia siempre ha sido el consuelo fundamental en estas tierras abruptas y aisladas. El restaurante ocupa una masía de varios siglos de antigüedad, en la que todavía se conserva una inscripción cerámica en francés: Toi qui viens partager notre lumière blonde, salut! Mais, si tu veux la partager longtemps, [ilegible] qu’avec ton coeur, n’apporte rien du monde. [ilegible] ce que disent le gents. Y me llama la atención que esté en francés y tan bien puntuada. En El Siubès, me propino unos canalones de la casa que están para sanar a un accidentado y un guiso de pulpitos con verduras que no se lo saltaría Armand Duplantis, mientras que Christian y Antonio dan cuenta de sendas lasañas de verdura y unas costillas de cordero que, a juzgar por las expresiones de sus caras y el abombamiento de sus panzas, los colman de felicidad. Luego del ágape, nos sentamos en una terraza del establecimiento que mira al valle del Llémena, y desde la que divisamos el santuario de Rocacorba, inverosímilmente situado en la punta de un risco (en Cataluña abundan estos lugares colgados de las rocas; hasta todo un pueblo, Castellfollit de la Roca, pende de un filo imposible), y nos tomamos los cafés mientras charlamos de filosofía y literatura. Satisfechos los cuerpos (verdaderamente satisfechos), complacemos al espíritu con una animada discusión sobre espiritualidad y ciencia. Yo me decanto por la segunda, mientras que Christian y Antonio reivindican la necesidad de abrazar también la primera. Pero la sangre no llega ni puede llegar al río, porque los tres somos amigos y los tres somos inofensivos. Nos gusta alardear dialécticamente, pero nunca nos haríamos daño, ni le haríamos daño a nadie, a sabiendas. En las fotos que le pedimos al dueño del restaurante, un leridano locuaz, que nos tome, nos disponemos los tres, para guardar la simetría, como los hermanos Dalton (aunque ellos eran cuatro), desde el más alto —Antonio, de casi dos metros de altura y que, por sus hechuras, uno diría que ha sido luchador de lucha libre; pero no— al de menos estatura (aunque muy grande en lo moral, artístico y literario), Christian. La noche del sábado —en la que hemos podido saludar a Teresa, que ha llegado tarde a casa tras un duro día de trabajo— soy testigo de un espectáculo insólito. Me levanto a las cuatro de la madrugada para ir al baño y, sentado en el inodoro, aturdido de sueño, veo entrar en la habitación a una de las dos gatas de la casa, presa de un raro frenesí gatuno: se frota una y otra vez contra mis canillas, maúlla, busca la caricia de todo lo recto y liso que encuentra por el cuarto (las patas del toallero, el palo de una escoba, una cañería), se vuelve a frotar contra mis piernas y sigue maullando, y, si intento acariciarle el lomo o la cola erecta, hace el gesto de morderme, aunque no llegue a hacerlo de verdad; y todo ello a la luz de sus pupilas azules muy brillantes, que me miran como miraría un iluminado a un cadáver. Cuando he acabado de hacer lo que se viene a hacer al baño, me levanto y dejo al minino excitado y casi exasperado, y Tuk, que descansa en su rincón del vestíbulo, lo contempla entre amodorrado y sorprendido. Los gatos deben de ser tan incomprensibles para los perros como lo son para los humanos. El domingo reanudamos nuestros paseos por el valle, siguiendo, una vez más, el curso del Llémena. Esta vez nos encontramos a un grupo de lugareños que hacen recuento de los árboles caídos en el lecho del río para pedir a la Agencia Catalana del Agua que lo limpie y evite así un desbordamiento catastrófico, en caso de súbita crecida. Es verdad que desde hace tres años llueve muy poco en Cataluña, pero en Gerona todavía caen trombas importantes de vez en cuando, y hay que ser cuidadoso con el estado de los cauces fluviales y las infraestructuras aledañas. Entre los contadores de árboles caídos, a los tres nos llama la atención una joven de rasgos andinos, bellísima, que es la que lleva el cuaderno con el registro. No habla, solo nos mira, pero basta el mirar de unos ojos verdes que a mí me parecen tan descomunales como los de la gata frenética de la noche para que los tres nos imaginemos con ella una conversación infinita. Tuk nos saca pronto del ensueño: corre como un loco y se tira al agua, con gran estruendo, para cazar a unos patos. Al paseo se ha sumado la otra gata de Christian, que nos sigue a cierta distancia y lo examina todo con curiosa circunspección. Ella no se tira al agua para cazar patos. Vemos grandes campos de cereal, vallados por cercas bajas, electrificadas, que evitan la entrada de jabalíes y perros (Tuk se ha enganchado varias veces en ella, pero ya ha aprendido que de esos cablecitos es mejor mantenerse alejado: el dolor es más educativo que el placer), y una enorme vaca amarilla, tumbada en una finca, haciendo lo que hacen siempre las vacas, nada, y un hermoso grupo de gallinas en el gallinero de un vecino, y muchos perros, grandes, nada de chihuahuas ni yorkshires, zascandileando y oliéndose el culo unos a otros. Por la tarde, nos aventuramos a visitar a Pepe Ribas, el fundador de la legendaria revista Ajoblanco y aún intelectual ejerciente, que vive a unos 60 km de Christian, y también como él: semieremíticamente. Eso quiere decir que, para llegar a su casa, en medio de un bosque, hemos de recorrer varios kilómetros de pista de tierra estrecha, plagada de baches y charcos, y flanqueada por ramas rasposas como garfios, a medio camino de la cual Antonio llega a la conclusión de que es preferible no llegar porque nos hemos dado la vuelta que no llegar porque nos hemos quedado varados en un lodazal, ya casi sin luz. Así que recula como puede y se vuelve por donde hemos venido. La visita a Pepe Ribas —y los calçots que, al parecer, había comprado y que nos íbamos a atizar— tendrán que esperar. Lamento especialmente lo de los calçots. Ya de regreso en casa, leemos poemas. Sí, nos seguimos contando cosas, y discutiendo sobre la energía cósmica (que nunca he entendido muy bien qué es) y la energía humana (que es la que yo defiendo), pero también leemos poemas. Curiosamente, en las reuniones de poetas, y he participado en muchas, no suelen leerse poemas. Christian recita a Atahualpa Yupanqui (qué bueno, qué grande) y unos poemas zen propios; Antonio lee “El mejor poema de amor que puedo escribir por el momento”, de Bukowski, cuyo inicio no puede ser más prometedor: “Escucha, le dije, / ¿por qué no me metes / la lengua en el culo?”, y una emotiva pieza suya de su segundo libro, Hacia una teoría unificada de la derrota; y yo me inclino por los sonetos votivos de Tomás Segovia, sencillamente prodigiosos, el “Poema de un funcionario cansado”, del gran António Ramos Rosa, con el que tan identificado me siento (“¿por qué no me siento orgulloso de haber cumplido con mi deber? / Porque me siento irremediablemente perdido en mi cansancio”), y algunos de los aforismos que he escrito en los últimos meses. Los temas no acaban aquí, claro: Christian nos enseña una primera edición de un libro de Ramón Gómez de la Serna autografiado por el autor, y yo canto las alabanzas de Marco Antonio Montes de Oca, el gran poeta mexicano al que criticaban por la densidad de su literatura y al que su amigo Octavio Paz defendió diciendo: “Criticar a Marco Antonio Montes de Oca por la densidad de su poesía es como criticar a la nieve por ser blanca”, una observación que dice tanto del sentido crítico de Paz como de su sentido de la amistad, ambos admirables. Lo último que leemos en la casa de Christian, o intentamos leer, es el pergamino del siglo XIII que el dueño de la masía tiene enmarcado en una de las paredes, y que se encontró detrás de un tabique cuando reformó el edificio. Como la biblioteca de Barcarrota, en Badajoz, cuyas joyas aparecieron ensartadas por el pico de un albañil que trabajaba en la reconstrucción del inmueble, pero sin contenido literario: debe de tratarse de un documento jurídico, redactado en latín; seguramente, un título de arriendo o propiedad. Pero hay que ser paleógrafo para entender algo. Salvo algunos nombres, el texto es impenetrable. En la carretera, ya de vuelta a Sant Cugat, reparo en que, a la altura de Terrassa, han abierto un Erotic Supermarket. Tendré que visitarlo, me digo.

miércoles, 21 de febrero de 2024

Algunos aforismos (I)

¡Que se calle todo el mundo! Con este ruido no puedo ser.

Cuando gritamos «¡que se calle todo el mundo!», nunca nos consideramos a nosotros mismos incluidos en la orden.

El sentido crítico es imprescindible, pero también los terraplanistas se enorgullecen de ejercerlo; la libertad de expresión es indispensable, pero ampara tanto al hombre sensato como a fascistas, teócratas y conspiranoicos, entre otras sectas de la sinrazón. Se debería atender más a lo que pensamos que a la capacidad de pensar; se debería prestar más atención a qué decimos que al derecho a decirlo. 

Muchos descansan felices, como los vampiros o los monjes medievales, en el ataúd de sus certezas.

Las mujeres están librando una ardua y desigual batalla para que se les reconozcan los mismos derechos que a los hombres en el fútbol y, en general, en el deporte profesional. Y están ganando: ya juegan a las mismas estupideces que ellos, ya hablan tan mal como ellos, ya dicen las mismas tonterías que ellos. La igualdad es esto: que se pueda ser tan idiota como los demás, tenga uno el sexo o el color de piel que tenga.

La cabeza de algunos está llena de ideas como esos cubos de granito con los que se construyen las escolleras.

Dos  gorriones que bebían en un charco han echado a volar, y al charco parece que se le hayan saltado los ojos.

El desamor exilia.

Una vez amé tanto que me quedé tonto.

Qué delicia la orina eyaculada por ella, el semen que labra su camino de cera por los muslos estremecidos, el sudor que se abraza a los pliegues de la vulva, llagada por la lengua. Las suciedades del sexo son exquisitas.

Se elogia constantemente la superación que demuestran los grandes deportistas capaces de batir marcas inalcanzables, los minusválidos que consiguen medallas en los juegos paralímpicos, la gente que sacrifica años de vida para conseguir uno o muchos récords Guiness. La única superación que no me parece una estupidez, sino algo digno de admiración y elogio, es la de la madre soltera que se levanta todos los días a las seis de la mañana para trabajar en una fábrica de conservas, o el minero que desciende todos los días a la negra oscuridad de la mina para picar piedra y desafiar a la silicosis y el grisú, o la de la anciana que vive sola con una pensión exigua y que, a pesar de sus muchos achaques, se obliga todos los días a bajar y subir las escaleras de su casa sin ascensor para comprar legumbres y un poco de pollo en el DIA. Pero de estas nunca habla nadie, ni se ensalzan en la televisión.

«No caigáis en manos del capitalismo», leo en un pasquín callejero. Que es como decirles a las sardinas que no caigan en manos del océano.

Nadie a quien no le haya picado rabiosamente un testículo en una entrevista de trabajo sabe lo que es el sufrimiento.

Vuelve a merodear por los medios de comunicación la atroz idea de retrasar la edad de jubilación (hasta los setenta y dos años, sugieren algunos desalmados). Se ahonda así en la tendencia que en España inauguró, hace dos legislaturas, el gobierno conservador de Mariano Rajoy, al aumentarla desde los sesenta y cinco hasta los sesenta y siete años —contrariamente a lo vivido desde el nacimiento de la Revolución Industrial (o del Neolítico), que consistía en adelantarla—, y yo me siento como un corredor de maratón exhausto al que torturan retirándole una y otra vez la línea de llegada cuando está a punto de alcanzar la meta.

Los despertadores, como el tabaco, deberían venderse con un lema que dijese: «El despertador mata».

Oda al trabajo
Me voy.

Ser funcionario, en España, se considera una bendición. Pero también puede ser una condena. Uno marca en la pared de la vida un palote con tiza por cada día desperdiciado en la oficina.

Con razón los funcionarios pertenecen a las clases pasivas.

La patria no es solo el último refugio de los canallas, sino también el primero de los idiotas.

No advierto en los manifestantes del fascio actividad cerebral ninguna, solo actividad testicular. Rezar el rosario no puede considerarse actividad cerebral.

El sentimiento de pertenencia a una comunidad supone para muchos no solo la adhesión a cualquier desatino que la corrobore, sino también la oposición a cuanto la impugne o menoscabe, incluyendo la segunda ley de la termodinámica, el principio de exclusión de Pauli o el álgebra.

El león es llamado con mucha propiedad el rey la selva: como todos los reyes, no hace nada, duerme casi todo el día y solo sirve para garantizar, con un espermatozoide, que su linaje continúe.

¿Tienen los extraterrestres libre albedrío?

Dios por dios, cuatro.

jueves, 15 de febrero de 2024

Poemas enumerativos

Acaba de aparecer, en la editorial Olifante, Poemas enumerativos, mi más reciente libro de poemas. A la satisfacción que siempre supone publicar un nuevo volumen, yo sumo, en este caso, dos alegrías más: la de saberme en un catálogo en el que he deseado figurar desde que descubriera sus primeros libros, allá por los años 80 —recuerdo los Cantos órficos, de Dino Campana, traducidos por el que luego sería mi amigo Carlos Vitale, o el Cancionero, de Cecco Angiolieri, que me maravillaron—, hechos con una pulcritud y una elegancia poco frecuentes (y que incorporaban detalles estupendos, como una postal con la misma foto del autor que aparece en el libro, y un punto separador: ambos detalles se mantienen en esta edición); y la de ser publicado en Aragón, la tierra de mi madre, donde hasta ahora había tenido poca presencia literaria y ninguna editorial. En Poemas enumerativos recojo veintitrés poemas, diecisiete de los cuales ya han visto la luz en este blog. Se trata, pues, de una recopilación de textos de las Corónicas, a la que he añadido un prólogo, tres piezas más publicadas en otros tantos poemarios y tres composiciones inéditas en forma de libro, pertenecientes a un volumen titulado Todo queda en nada. Como señalo en el prólogo, la enumeración ha pasado de ser mera técnica compositiva —a la que fueron muy dados grandes autores que admiro, como Whitman o Borges— a protagonista absoluta (y, de hecho, única) de la poesía, y me ha dado la oportunidad de experimentar con los ritmos que suscita, que deben encauzarse por una estrecha pero fértil franja entre el derramamiento arborescente y la monotonía puntillista. Espero haberlo conseguido.


[UNO CON ASPECTO DE CONTABLE…]

Uno con aspecto de contable. Un runner. Una mujer que entra en el supermercado. Otra que sale del supermercado. Un niño revoltoso. Una paloma que picotea algo en el suelo. Un portero de finca urbana que barre la acera. Un ciclista. Otro. Varios perros enredados en olisqueos y ladridos. Un tendero que arregla los melocotones del cajón. Una vieja vestida como una adolescente. Una adolescente plagada de tatuajes. Un joven anodino. Un policía municipal. Uno con barba bayeta. Uno que mea en un rincón, donde nadie mira. Un grupo que charla. Muchos que pasan absortos, deprisa, como en trance. Una que limpia los escaparates de la boutique. Un mendigo arrodillado. Un cura con alzacuellos. Una familia que pasea. Dos viejos que hablan en un banco, apoyados en el bastón. Un hombre con mono azul que sale de un almacén de electrodomésticos. Otro con bata blanca que entra en una farmacia. Un conductor de ambulancia. Un taxista. Uno que no sabe a dónde va. Una empleada de los ferrocarriles. Uno que lee un cartel pegado en una fachada. Un músico callejero. Un vigilante de seguridad aburrido. Una apoyada en una puerta, esperando que llegue alguien. Un gorrión que echa a volar. El gato que quería cazarlo. Una librera. Una pareja que se besa. Yo.

(De Todo queda en nada, inédito)


La enumeración me ha servido —y me sirve todavía— para concretar el mundo, para suscitar el trance y para alterar el ritmo. Lo que veo —lo que siento—, como lo que ven o sienten la mayoría de los hombres, suele ser una masa inarticulada de fenómenos o un flujo informe de palabras: una burbuja abstracta y cenagosa en lo que nada está delimitado. La enumeración penetra en esa cápsula turbulenta como un cuchillo de muchos filos y separa lo que hasta ese momento estaba unido: desune para significar. El mundo ya no es una pasta, sino un mosaico: la realidad innominada recibe un nombre, o muchos nombres: tantos como elementos la componen. Así, eso que siento, y que podría recibir el nombre de melancolía, no tiene por qué permanecer en la indefinición: la melancolía es el pájaro que bebe de un charco gris, entre sombras ardientes, y los pliegues tenebrosos de la noche, y la soledad que me envuelve, y el lápiz que me mira, caído en el escritorio, y el hecho de tener que escribir un prólogo para un libro y que no me apetezca. Por inabarcable o inconcreto que sea lo que queramos decir, la enumeración lo vuelve decible: disgregándolo, lo reconstruye; parcelándolo, lo totaliza. La enumeración es otro instrumento alumbrado por la inteligencia que nos permite llegar a donde nuestra sola naturaleza no nos permite hacerlo, como el microscopio, el telescopio o el periscopio. (...)

(Del prólogo)




Ficha Técnica
ISBN: 978-84-127338-2-2
EAN: 9788412733822
Editorial: Olifante, Ediciones de Poesía
Autor/a: Moga, Eduardo
País de publicación: España
Idioma de publicación: Castellano
Idioma original: Castellano
Páginas: 121
Precio: 15 euros