domingo, 7 de julio de 2024

Impresiones de un viaje a Austria

Cuando llegamos al barrio en el que se encuentra el piso que hemos alquilado, cerca de Favoritenstrasse, no tenemos la sensación de haber arribado a Viena, sino a Estambul. Hay mucho ajetreo callejero, mujeres tapadas del colodrillo a los talones y locales de comida turca, y no se oye una chispa de alemán. Los días en que juegue (y gane) la selección turca de fútbol en el campeonato de Europa que se está disputando en Alemania, hordas de jóvenes otomanos se arremolinarán en la calle para exhibir la bandera de la media luna y la estrella y dejar claro, a voz en cuello, que ellos son turcos, turcos por encima de todo, y que, aunque hayan tenido que abandonar su país porque allí eran más pobres que las ratas, están muy orgullosos de serlo.

Nuestro vecino del piso no es turco, sino persa. Y poeta. El hombre está enfermo y no soporta los ruidos. Antes vivía con un perro, que se ponía a aullar en cuanto oía que el ascensor llegaba al rellano. Ahora el perro ya no está y el que aúlla es él. Cuando vamos a entrar en el piso, sale del suyo —es alto, tiene bigote, viste de negro— y nos alecciona minuciosamente, con demostraciones manuales incluso, sobre la forma de abrir y cerrar la puerta del ascensor sin hacer ruido. Lo hace en alemán, sin permitirnos siquiera decirle que no hablamos alemán. Kein Sprach! Kein Sprach! (‘¡no habléis!, ¡no habléis!’, eso sí llego a entenderlo), no deja de repetir. Allí el único que habla —que vocifera— es él.

Nos acercamos, por la tarde, al palacio de Belvedere, que no está lejos de nuestro alojamiento. En las escalinatas de entrada del palacio inferior, se está ensayando una ópera italiana. El director da instrucciones por un micrófono, desde una mesa, mientras los cantantes actúan y cantan. A veces, interrumpe la música y se planta en la tribuna donde se encuentran los intérpretes para indicarles cómo han de moverse: quiere, por ejemplo, que una de las sopranos ande, describiendo un círculo, mucho más deprisa. El público se sienta en el césped, junto a carteles que prohíben sentarse en el césped.

Sentados en los jardines del Belvedere, vemos pasearse a un zorro por las fuentes y los arriates. No parece incómodo ni asustado. Mira para un lado y otro, alerta, y se pierde entre los arbustos limítrofes. Avanza como si fuera de puntillas, ligero como la seda, eléctrico. Y yo recuerdo a los zorros que veíamos en Londres, en los parques, en algunos callejones, rebuscando someramente en los cubos de basura u observándonos, inquietos, por encima de un morro rojizo y afilado.

La iglesia de San Pedro, de 1702, muy cercana a la catedral de San Esteban, es propiedad del Opus Dei desde 1970. Y la Orden lo celebra con sendas capillas dedicadas a los próceres que la crearan y administraran, con la ayuda de Dios: el santo José María Escrivá de Balaguer, el padrecito (a Stalin también le llamaban así: el padrecito), que aparece con la sonrisa habitual de quienes están inconmoviblemente seguros de poseer la verdad, bajo una imagen de la Sagrada Familia y flanqueado por estatuas de San Zacarías y Santa Isabel; y Álvaro del Portillo Ortiz de Landazuri. A la salida del templo, el dueño de una calesa que pasea a turistas está refrescando con una manguera y dando de beber a los dos caballos del carruaje. Pero cuando uno de los animales se acerca a beber del cubo del otro, el humano le aparta la cabeza de un puñetazo.

Visitamos el palacio imperial de Hofburg, donde viviera Sisí (en tiempos modernos, Romy Schneider), uno de los leitmotivs turísticos de la ciudad, que encuentro empalagoso y repulsivo. Sisí es a Austria lo que la Lady Di al Reino Unido. Y Lady Di también me horripila. En el patio central, por el que se accede al museo de la emperatriz, donde se conservan sus trajes, sus objetos personales y los cuadros que le pintaron, vemos a un asiático —¿japonés?, ¿coreano?— que deposita un conejo de peluche en la basa de una farola y le hace una foto. Luego coge amorosamente al muñeco, lo aprieta contra el pecho y se pierde con él en las salas del palacio.

En Linz, una pequeña ciudad atravesada por el Danubio (que no es azul, sino marrón), L. nos lleva, campo a traviesa, a la colina de Pöstlingerberg. El paisaje es alpino: parece que Heidi vaya a aparecer de entre los arbustos en cualquier momento. En el ascenso, nos cruzamos con un nonagenario que escala también, con dos bastones. L. y yo nos adelantamos a E. y F. Tras un fuerte repecho, me siento en un banco del camino, ya cerca de la cumbre, y saludo (Guten Morgen!) a una señora que ya descansa en él. Solo acierta a emitir un breve gruñido. Pocos minutos después, pasa otro caminante con un hermoso mastín. La señora revive entonces: se ríe, elogia al perro, le habla, y no deja de manifestar su contento hasta que la pareja de hombre y animal ya están lejos. Luego recae en un hosco y austríaco silencio. Esta mujer pertenece a la creciente —y moralmente defectuosa— comunidad de seres humanos felices de convivir con los seres irracionales, pero incapaces de dialogar con los seres humanos.

En la basílica barroca de Wallfahrts (Nuestra Señora de los Siete Dolores), que corona la colina de Pöstlingerberg, cuatro viejitos rezan en rosario en voz alta, con mucho fervor.

Johannes Kepler descubrió en Linz las tres leyes del movimiento planetario. Christian Doppler, el del efecto homónimo, estudió aquí. Mozart, alojado en la ciudad, compuso en tres días la sinfonía núm. 36 en do mayor, también llamada Linz. Anton Bruckner fue compositor local y organista de la catedral de la ciudad (su sinfonía núm. 5 era la composición musical favorita de Hitler). Mientras tomamos una cerveza (ligera: las cervezas austríacas son suaves) en una terraza de la Hauptplatz, suena una melodía de Bruckner en el carillón del local.

Linz tiene un oneroso pasado nazi. Aquí vivió Hitler entre 1898 y 1907, y aquí proclamó, en 1938, la anexión de Austria a Alemania. Y cerca de Linz se encuentra el campo de concentración de Mauthausen, donde estuvieron recluidos —y fueron asesinados— la mayoría de los republicanos españoles apresados por los nazis en la Segunda Guerra Mundial. Esta vez no lo visitamos. Yo lo hice hace algunos años ya y no pude evitar echarme a llorar.

En Linz visitamos el taller en el que trabaja L. Cuando pregunto por ella al llegar, el recepcionista responde: “Oh, yes, the glassblower” (‘ah, sí, la sopladora de vidrio’). L., en efecto, ha aprendido a soplar el vidrio para diseñar el proyecto del máster que ha estudiado aquí. Yo, confundido por la expresión catalana bufar i fer ampolles (‘soplar y hacer botellas’), que se utiliza para decir que algo es muy fácil, pensaba que hacerlo sería pan comido. Pero no lo es. L. nos permite a los tres probar a hacer una burbuja de vidrio. Y yo, con la destreza que me caracteriza, no tardo ni un minuto en quemarme dos veces, romper tres varillas y conseguir que algo parecido a una burbuja que he conseguido por fin formar estalle se rompa en cien pedazos.

Volvemos a Viena y cumplimos el rito del buen turista de visitar el palacio de Schönbrunn. También lo hacen otros varios miles de visitantes. Quienes han redactado las cartelas que nos informan de lo que vemos, tienen el cuajo de decir que el emperador Francisco José llevaba una vida austera. El dueño del imperio austrohúngaro, que vivía en este otro Versalles, rodeado de lujos y atenciones, atendido por cientos, por miles de servidores —por todos los habitantes del imperio, de hecho— que satisfacían la menor de sus necesidades, ¡llevaba una vida austera! La desfachatez de estos redactores es abrumadora; o bien nos toman a todos por imbéciles, que es lo más probable.

El cagadero personal del patilludo emperador, que se exhibe con orgullo, está hecho con maderas nobles e incrustaciones de marfil. En los aposentos de Sisí, se nos informa de que la emperatriz (a la que se llevó por delante un anarquista italiano de un estiletazo en el corazón) se cuidaba varias horas la cabellera. Ilustra dicha importante (y austera) actividad un muñeco de tamaño natural de espaldas, con el pelo hasta las rodillas. En el dormitorio común, hay sendas mesitas para tomar el desayuno en la cama, una chimenea, terciopelo por todas partes y reclinatorios para rezar. Rezar era muy importante. Todas las salas cuentan con grandes chimeneas de cerámica.

En el salón de los espejos —lleno, en efecto, de espejos— dio Mozart su primer concierto ante la emperatriz, con seis años (Mozart, no la emperatriz). Las salas de rosa no se llaman así porque sean rosas (son blancas y doradas), sino porque están decoradas con pinturas del pintor Joseph Rosa. El salón rojo sí es rojo, y los personajes de los cuadros que la decoran también van vestidos de ese color. En la sala de las ceremonias, en fin, un operario está arreglando una lámpara, subido a una escalera. Y delante de un cuadro hay un andamio. También la sala de los caballos (lipizanos) está en obra viva: Restoration in progress. La visita se amogollona como en el metro.

Asistimos a un concierto nocturno en el Kursalon. Una fila de asientos está reservada con la palabra “Trafalgar”, no sabemos si como homenaje a algún grupo de ingleses. La sala es agradable, pero las sillas de plástico desmerecen del lugar y el programa. También lo hace una mosca muy gorda que vuela por entre el público. Al violoncelista de la orquesta, compuesta por trece músicos, no se le enciende la lamparita que ilumina el atril, y un violinista tiene un ataque de tos en medio de un vals de Johann Strauss. Una pareja de baile acompaña varias piezas. La bailarina, esbelta y voladora, evoluciona con una sonrisa cincelada a escoplo en la cara. El bailarín es mayor: un cincuentón corpulento que, no obstante, todavía se mueve con elegancia. Lleva unas zapatillas de ballet, negras y muy flexibles, que disimulan su condición de zapatillas y parecen zapatos.

La casa de Mozart, también en Viena, no tiene demasiado interés: el espacio es el original y la distribución de las habitaciones es la misma que durante los años en que vivió aquí, pero apenas se conserva en ella nada de su vida o de su trabajo como compositor. Hay colgado un retrato de Antonio Salieri, el supuesto enemigo de Mozart, pintado por Joseph Willibrod Mähler: tiene un aire al actor de Amadeus. También se expone la máscara mortuoria en bronce y el informe de la autopsia de Mozart, y el obituario que apareció en el Wiener Zeitung. No hay pruebas de que Salieri envenenara al músico de Salzburgo, como Hollywood ha inducido a creer, pero la exposición juega con el morbo de que lo hiciese. La casa fue inaugurada por los nazis en 1941. Entonces se presentaba a Mozart como un “compositor alemán”.

En el Prater, el parque de atracciones más antiguo del mundo, subimos a la noria, uno de los símbolos de la ciudad y otra de las obligaciones ineludibles del turista. Tiene más de sesenta metros de altura, data de 1897 y sigue funcionando, lo que no sé si es tranquilizador. Mientras hacemos cola, reconozco a Ludwig Wittgenstein entre los personajes ilustres de Viena cuyas imágenes acompañan la espera: un filósofo entre atracciones de feria. La cabina, a la que nos ha dado paso un empleado con una barba que le llega al ombligo, es fiel a sus orígenes y no tiene aire acondicionado. Hace mucho calor. E. se queja de que la noria gira muy despacio.

Todavía en el Prater, observamos el funcionamiento de otras atracciones infernales, en las que los jóvenes encuentran un placer incomprensible. La mamba negra, por ejemplo, que hace dar vueltas cabeza abajo a la gente. O el PraterTurm, que los hace girar en lo alto a una velocidad vertiginosa. Contamos hasta cuatro atracciones, eméticas, de balanceo o sacudidas por las nubes.

Volvemos al palacio de Belvedere, esta vez para visitar el museo, que alberga una de las mejores colecciones de arte austríaco del país. Hay obras sobresalientes, como La crucifixión, de Christian Laib, fechada en 1449, en la que los pudenda de Cristo aparecen solo cubiertos por una minúscula hoja (no de parra) y un velo transparente. A su lado, los ladrones, monstruosamente feos, retorcidos en sus cruces (frente a la figura lineal de Jesús), lucen taparrabos pequeños, de los que asoma el vello púbico. Nos llama mucho la atención el excéntrico barroco de Franz Anton Maulbertsch, de trazos difusos y caras anticanónicas (feas, incipientemente deformes o grotescas), claroscuro e impresionista avant-la-lettre. Dedicamos luego mucho rato a la obra de Gustav Klimt, desde sus óleos primeros, influidos por el puntillismo —mosaicos pintados—, y sus meticulosos retratos de mujeres de la alta sociedad vienesa, hasta El beso, esa dislocada explosión de paralelepídos y oro, en la que se juntan los rasgos perfectamente figurativos de hombre y mujer y la turbulencia geométrica que los rodea (él, de formas cuadradas; ella, redondas). La mujer está arrodillada, con los ojos cerrados, entregada a la pasión de él, que le sujeta la cabeza. También vemos Judith, de 1901. Hay que fijarse para reconocer, en el extremo inferior derecho, parte de otra cabeza: la de Holofernes. Judith parece satisfecha. La cartela, obediente a los tiempos, habla del cuadro como un “icono de la feminidad”. Por fin, tras admirar distintas piezas de Rodin (siempre con el gesto acentuado, torturado), Egon Schiele, Oskar Kokoschka, Claude Monet, Helene Funke, Edvard Munch y Van Gogh (Llanura cerca de Auvers), y hasta el rampante Napoleón ecuestre de Jacques Louis David, encontramos los caras de Franz Xavier Messerschmidt, una de las señas de identidad del museo. Concentradas en una sala, las piezas despliegan una serie de extrañas muecas de dolor, sorpresa y hasta locura, con las facciones retorcidas y los cuellos repujados por unos cartílagos enardecidos. Algunas caras parecen esculpidas en el momento de una defecación difícil.

Cuando estamos saliendo del piso para asistir al desfile en el que participa L., oímos algo inquietantemente parecido a un disparo. Y, a continuación, a nuestro vecino, el poeta persa, soltando gritos en alemán (o quizá en farsi).

L. culmina hoy su máster de diseño con el desfile de graduación en el museo Albertina Modern de Viena, en el que se muestran los modelos creados por los alumnos. L. ha diseñado y construido tres hermosos y originalísimos trajes de vidrio, en los que ha invertido un año de trabajo. En la calle, frente al museo, ondea una enorme bandera gay y trans, y no pocos asistentes demuestran la pertinencia de que tal bandera flamee ahí. En cualquier caso, nuestras pintas no cuadran con las de casi nadie. A algunos dudo de que los dejasen entrar en un concierto de música anarcosatánica (a nosotros tampoco nos dejarían, aunque por razones completamente distintas). Yo agradezco la llegada de un señor con camisa blanca, pantalones grises y zapatos. En el desfile, constato una vez más mis dificultades para comprender el mundo de la moda contemporánea. Se me hace difícil apreciar la belleza, o siquiera el interés, de un conjunto consistente en una acumulación de bloques multicolores de gomaespuma, o de otro en el que el modelo viste algo parecido a una gabardina de una talla siete veces mayor de la que le corresponde y arrastra una maleta de cartón con pegatinas de Mickey Mouse. Todo sea por la libertad de expresión, pienso, descorazonado.

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