Epéntesis (Del lat. epenthĕsis, y este del gr. ἐπένθεσις, intercalación): 1. f. Fon. Figura de dicción que consiste en añadir algún sonido dentro de un vocablo; p. ej., en corónica por crónica y en tendré por tenré.
jueves, 29 de agosto de 2024
Asediados por la estupidez
jueves, 22 de agosto de 2024
Pinturas y guerra en la cartuja de Nuestra Señora de las Fuentes
domingo, 18 de agosto de 2024
El unánime fuego de Juan Luis Goenaga
lunes, 12 de agosto de 2024
El viaje del péndulo
A Cristóbal Serra (Palma de Mallorca, 1922-2012) se le considera hoy un escritor de culto: alguien que pergeñó su obra en secreto, o sin alharacas publicitarias, y con un cierto cultivo de la marginalidad, una marginalidad a la que estaba naturalmente inclinado, dada su condición de isleño, y de la que nunca abjuró. También se le reputa escritor de culto porque muchas de las vetas que recorren sus libros, tanto ideológicas como formales, disienten de las principales corrientes de pensamiento y estilo de su tiempo. Sin embargo, Serra no fue un desconocido, ni alguien oculto en los entresijos de la cultura balear, que practicase el malditismo o que consumiera sustancias psicotrópicas para alimentar una personalidad a contrapelo. Su primer libro, Péndulo, data de 1957, publica el segundo, Viaje a Cotiledonia, en 1965, y, hasta la muerte del general, Franco Serra no da rienda suelta a su inventiva. Pero, a partir de 1975, los títulos —de libros propios o traducidos— se suceden, incluyendo una obra completa, Ars Quimérica, en 1996, hasta configurar uno de los catálogos más rozagantes y heterogéneos entre los prosistas españoles del último medio siglo, que recibió, además, los tempranos elogios de Octavio Paz y ha recolectado después los de otros prestigiosos escritores, como Pere Gimferrer, José Carlos Llop o Basilio Baltasar. De esa obra magna, Nadal Suau ha seleccionado ocho títulos, los a su juicio mejores o más representativos del mundo serriano, para configurar El viaje pendular (Wunderkammer, 2022): los dos primeros que publicó, ya mencionados, más Diario de signos (1980), La noche oscura de Jonás (1984), Con un solo ojo (1986), Augurio Hipocampo (1994), Las líneas de mi vida (2000), Saverio el servicial (2000) y Tanteos crepusculares (2007).
La obra de Cristóbal Serra constituye un festín literario. Su prosa, en la que un castellano recio y sabroso, que se nutre tanto del habla corriente como de la cultura libresca, se llena de requiebros irónicos y exquisiteces eruditas, es persuasiva, exacta y musical. Esto escribe, por ejemplo, en Péndulo: «Un experto demonógrafo, conocedor del arte de desendemoniar, asegura que en la posesión furiosa los posesos rompen utensilios, desparraman el grano, muestran la furia del perro rabioso. Gentes que antes de ser arrebatadas ofrecían una desmesurada fortaleza, presas del diablo, enflaquecen hasta quedarse en puro hueso. A veces, el espíritu arrepticio lanza desenfrenadamente al juego, Nada ni nadie es capaz de detener el desenfreno de los que van a quedarse desplumados». Devoto de la concisión y la brevedad, que extrema a menudo hasta el aforismo —como le enseñaron los moralistas franceses—, de la frase ejecutada con precisión, en la que cada palabra encaja matemáticamente con las adyacentes, como quería Montaigne —otro de sus principales inspiradores—; admirador de los místicos, los metafísicos ingleses y algunas figuras excéntricas y visionarias como William Blake o Juan Larrea; amante de los bestiarios, las cosmogonías extrañas y los alter ego; y seguidor heterodoxo pero leal del cristianismo y su libro sagrado, una Biblia llena de personajes inverosímiles, empezando por el propio Dios, y sucesos sanguinarios, Cristóbal Serra privilegia la imaginación, el misterio y la fábula para la construcción de un cosmos literario caracterizado por la imprevisibilidad y el humor. Algunos caracteres testamentarios lo acompañan siempre, como Jonás, el tragado por la ballena, que protagoniza La noche oscura de Jonás, uno de sus libros más aburridos. Otras obsesiones, verdaderas o ficticias, escoltan asimismo a Serra, como la reivindicación del asno, sin reverencia al cual «decae toda civilización, pierde esta su carácter sacro y se hace vertiginosa y alocada».
Las inclinaciones esotéricas y la pulsión antirracional y anticientífica de Serra lo vuelven un escritor premoderno, como señala Nadal Suau en su minuciosa introducción. No se le ha de reprochar este sesgo. Al contrario, debe valorarse como una rareza meritoria; y es meritoria porque está bien resuelta estéticamente. Sucede, no obstante, que con los años Serra incurre en pesarosas elucubraciones bíblico-teológicas, sin mayor interés para un lector indiferente a los tenebrosos encantos de la fe, y se deja arrastrar por la fascinación de lo insensato, lo que le lleva a sostener, entre otros desatinos, que Iberia fue la cuna del pueblo judío, que el vasco está emparentado con el arameo, la lengua de Jesús, o que, según los rosacruces, las erupciones volcánicas «han aumentado con el crecimiento del materialismo».
[Este artículo se publicó en Cuadernos Hispanoamericanos, nº 883, marzo de 2024, pág. 89]
martes, 6 de agosto de 2024
Fernando Villegas Estrada, el último bohemio
Pedro José Vizoso (Xinzo de Limia, Ourense, 1959) es uno de esos estupendos escritores españoles que andan desperdigados por el mundo, dando clases en universidades recónditas o en escuelas más recónditas todavía, y dedicados, gracias a Dios, a investigar lo que casi nadie investiga y a traducir lo que casi nadie traduce. Desde hace un buen número de años, él da clases de lengua y literatura españolas en una pequeña universidad de Nebraska (en Nebraska todo es pequeño, salvo Nebraska), rodeado de maizales, antiguos depósitos de munición de la Segunda Guerra Mundial e iglesias episcopalianas. Y ahí ha creado una editorial, modesta pero perseverante, Arkadia, en la que da a conocer, entre otras cosas, el resultado de sus trabajos. Dos han sido las líneas de investigación que ha seguido Vizoso desde antes, incluso, de abandonar España, a finales del siglo pasado: los simbolistas franceses, entre los que figuran algunos muy brillantes, pero poco conocidos todavía en España, como Germain Nouveau o Tristan Corbière, y los bohemios españoles (a los que Vizoso prefiere llamar “modernistas canallas”), una caterva de escribidores más que zarrapastrosos, pero de personalidades que relumbran como el zinc, alguno de los cuales ha aportado, pese a las dificultades que hubo de arrostrar en vida, o quizá por ellas, un puñado de piezas valiosas, o cuando menos reveladoras, a la historia de la literatura española. Fernando Villegas Estrada es uno de ellos. Nacido en Sevilla en una fecha que podría ser 1885, solo publicó un libro en su vida: Café romántico y otros poemas, en 1927, con ilustraciones de otro bohemio, casi más excéntrico aún que él, Manuel Redondo, y un disparatado prólogo del inefable César González-Ruano, un escritor que aunaba la condición de extraordinario prosista con la de individuo abyecto. A juicio de Pedro José Vizoso, Villegas es el último representante del modernismo bohemio español, que concluye, precisamente, con Café romántico y otros poemas, publicado el mismo año en que surgió la Generación del 27. A diferencia de la mayoría de los demás bohemios, gente sin oficio ni beneficio, Villegas tenía una profesión, y no carente de prestigio: era médico. Aunque tampoco era Hipócrates. Estando destinado en Carbonero el Mayor, en Segovia, se desató una terrible epidemia en el pueblo, pero Villegas se negó a tratar a los lugareños. Según unos, abandonó su puesto, alegando que él era poeta y que las epidemias le daban asco; según otros, como Alfredo Marqueríe, uno de los pocos que han aportado informaciones precisas sobre la vida de Villegas, este rehusaba recetar porque profesaba ideas malthusianas y, por lo tanto, ya le parecía bien que se diezmara la población. El mismo Marqueríe refiere otra anécdota que revela el escaso compromiso de Villegas con la profesión que ejercía. Se conoce que, tras su espantada segoviana (y el expediente que se le abrió por ello, a resultas del cual estuvo inhabilitado un par de años), Villegas se empleó como médico de una Casa de Socorro de la plaza Mayor de Madrid. Sin embargo, apenas pasaba consulta, o la pasaba en el café de Platerías. En una ocasión, lo llamaron para atender a un enfermo grave, pero él le dijo a la familia que no podía ponerle la inyección al paciente porque él era poeta lírico y había vendido el botiquín para comprarse aguardiente. Villegas se reivindicaba siempre, pues, como poeta, pero su currículum lírico es muy escaso. Aparte de Café romántico y otros poemas, apenas publicó unos pocos poemas sueltos en periódicos y revistas, un estrafalario juguete erótico-cómico, El buen Kong-Sol-Ador. Quisicosa fantástico china en un acto dividido en cuatro cuadros —numerosas colecciones blandamente pornográficas cultivaban en la época el rijo siempre insatisfecho de los lectores—, y La risa del diablo. Cuento de máscaras en un acto y cinco cuadros, otra pieza teatral, esta algo más seria, pero no menos cochambrosa, con la que puede considerarse concluida la obra literaria de Fernando Villegas Estrada. Y toda ella se recoge ahora en la impecable edición de Café romántico y otros poemas (Gran Island, Nebraska, Arkadia, 2023, 311 pág.) que Pedro José Vizoso acaba de publicar. A los poemas y pasos teatrales (o lo que sean) de Villegas acompaña todo un aparato crítico que esclarece inmejorablemente su figura y analiza los resortes del modernismo golfo presentes en su obra: una atinada introducción sobre esta última manifestación del tardosimbolismo pasado por los tugurios del Madrid finisecular; un completo análisis de la literatura de Villegas; una amplia semblanza de Manuel Redondo, el ilustrador de Café romántico y otros poemas (aunque de su vida aún se sabe menos que de la de Villegas); varias estampas del poeta, siempre breves, escritas por destacados autores de aquellos años, como Emilio Carrere (que dejó escrito que a sus enfermos les recitaba poemas y que, como poeta, se dedicaba a loar las misteriosas secreciones de la glándula pineal), Antonio Espina o César González-Ruano (que añade a su firma un segundo, falso y asimismo compuesto apellido, Garrastazu de la Sota, para ennoblecer su nombre), y por otros no tan conocidos, como un misterioso Levi Mahin; las (pocas) reseñas y artículos que se escribieron sobre Café romántico y otros poemas y sobre su autor; una sustanciosa relación de notas, y, finalmente, una completa bibliografía. Este detallado y riguroso conjunto tiene, además, otra virtud: está muy bien escrito. Pedro José Vizoso, venturosamente, no cultiva la jerga filológica. Es un investigador metódico y estricto, pero no confina su saber en una prosa chirriante, plagada de aristas, sino en otra limpia y amenísima, que estimula el curso de las ideas y no descuida el acicate del humor. Así describe, por ejemplo, un célebre suceso que tuvo lugar en vida de Fernando Villegas Estrada: el asesinato de escritor Luis Antón del Olmet por el también escritor Alfonso Vidal y Planas, después de que la novela de este, Santa Isabel de Ceres, hubiera alcanzado un éxito inesperado: “Tanto la novela como la pieza dramática se inspiraban en la vida de una joven y bella prostituta madrileña redimida por amor, Elena Manzanares, que Vidal y Planas había rescatado del arroyo y que, con el tiempo, convertiría en su propia esposa. Antón del Olmet, que era más chulo que un ocho, hombre dicharachero, arrogante y socarrón, mosqueado por este triunfo que nadie habría anticipado, y empeñado en quitarle la ilusión a Vidal y Planas y demostrarle que su Elena seguía siendo la misma puta de siempre, la sedujo con facilidad, o dijo que iba a hacerlo, lo que para Vidal y Planas era lo mismo. Por eso lo mató. El mundo de la bohemia tiene estas cosas”. Y esto dice de la acogida que tuvo Café romántico y otros poemas: “El problema es que para 1927 la poesía tardomodernista y bohemia de Fernando Villegas Estrada aparecía en un clima ya poco propicio para los que eran vistos como epígonos tardíos de Rubén en lo estético, y en lo personal y humano, como modelos perimidos del artista (cuando no los veían, directamente, como mendigos y delincuentes). Para ese momento, lo intelectual primaba sobre lo sentimental, y el afán de modernidad que reinaba en la cultura española de la época aborrecía el neorromanticismo modernista madrileño de Emilio Carrere y de sus desastrados seguidores, que se demoraba en una poesía narrativa y desaliñada, a tono con los ambientes de un Madrid decrépito y antañón del que habían hecho una especie de París imaginado de andar por casa”. Siendo, en fin, Fernando Villegas médico, no es de extrañar que los que se consideran los poemas más destacados de su breve producción, como “Sala de hospital” o “Lección de anatomía”, se refieran al mundo de la medicina. Transcribo el primero, en versos consonantes y alejandrinos:
Cama número trece. Una apestada exhalaun último suspiro. La Muerte ya pasó.
En el hosco silencio funeral de la sala,
se oye latir el pulso de metal de un reló.
Un viejo capellán salmodia latines
a la luz de unos cirios, en la oscuridad.
Hasta la sala sube música de violines
que allá abajo, en la calle, divierten la ciudad.
El hospital encierra, en su antro de granito,
otro poema humano en descomposición.
Mañana encontraremos, en la autopsia, un bonito
cadáver, para hacer una bella lección.
Y Cristo, un Santo Cristo que está crucificado,
al final de la sala, me parece un reproche,
que otro interno burlón hubiera colocado
allí por darme un susto de un fantasma en la noche.