jueves, 23 de mayo de 2019

Sorolla, maestro español de la luz, en Londres

Así se titula la exposición que vamos a visitar hoy en la National Gallery de Londres. La plaza de Trafalgar está como siempre: llena de turistas, llena de gente (turistas y gente son categorías diferentes), llena de estatuas humanas, llena de gaiteros escoceses con kilt y zapatillas deportivas, y llena de activistas ecoveganos que acusan a los que comemos carne de asesinar animales. También Nelson, allí arriba, continúa escrutando el horizonte, con ademán heroico. Algunas cosas, en cambio, sí cambian: cuando llegué a Londres, un enorme gallo azul ocupaba uno de los pedestales que rodean la plaza; hoy veo, en el mismo lugar, un lamasu asirio, que, contra lo que su quimérico aspecto podría sugerir, no inspira sobrecogimiento y terror, sino sorpresa familiar y policromada. La exposición de Joaquín Sorolla es la más importante que se ha hecho nunca fuera de España, y la primera que se organiza en Londres desde 1908. La cola para entrar, también como siempre, es enorme, pero avanza con rapidez. Por otra parte, nos enorgullece que despierte tanto interés un pintor español, y no la visita del Barça o un recital de Julio Iglesias (o, aún peor, de Raphael). Pero la entrada resulta conyugalmente problemática. Me paro un momento en las escaleras de acceso para leer un correo electrónico y, cuando levanto la vista del teléfono, Ángeles ha desaparecido. Que Ángeles desaparezca siempre me inquieta, pero sobre todo ahora, porque tiene mi entrada y, sin ella, como enseguida compruebo, los vigilantes no me permiten dar un paso más. La busco con la mirada: no la veo. Espero un rato a ver si asoma por algún lugar: no lo hace. La telefoneo varias veces: no contesta. Rezo ateamente por encontrarla: mis oraciones no son atendidas (nunca lo son). Lo único que se me ocurre para no tener que volver a comprar una entrada que ya tendría miga, valiendo, como vale, 16 librazas es explicarles a los cancerberos el sucedido y confiar tanto en mis dotes de seducción como en su indulgencia para que me permitan pasar y pueda, así, encontrar a mi costilla (y, sobre todo, mi entrada). Mi perorata de guiri despistado les conmueve lo suficiente como para dejarme entrar, aunque, eso sí, escoltado por uno de ellos, un señor mayor al que hago correr por las salas, porque no quiero dar la impresión de que veo cuadros, sino solo de que busco a alguien que se ha olvidado de mí. Me preocupo por él, que me sigue con la lengua fuera: ya sería mala suerte que, además de perder a la esposa, matara de un infarto al vigilante. Pero, sin que él decaiga, cruzamos las seis en que se despliegan los cuadros de Sorolla, y Ángeles sigue sin aparecer. Empiezo a pensar en aquella película de Hitchcock, Alarma en el expreso (cuyo título original conviene mucho más a la situación en que me encuentro: The Lady Vanishes), en la que una dama desaparece de un tren, y nadie más que la protagonista la ha visto ni sabe nada de ella. ¿Habrá sido Ángeles una alucinación? ¿Estaré casado o he soñado todos estos años que tenía mujer? Cuando me giro hacia el exhausto celador y le digo que no está, sugiere, entre jadeos y con las manos apoyadas en las rodillas, que mire en la sala donde se proyecta un documental sobre Sorolla. Es el único sitio en el que podría estar, si es que Ángeles existe. Y, en efecto, allí está, con las dos entradas en la mano. Me mira con inocencia y me dice que se ha asomado al cinexín y ha quedado atrapada por la historia. Y que, claro, para no molestar ha puesto el móvil en silencio. Ah, la magia del cine, otra vez. Por otra parte, comprendo muy bien la seducción de Sorolla. He visitado varias veces su museo en Madrid, pero el impacto de su pintura —"no conozco ningún pincel que contenga tanta luz", decía Monet— siempre es deslumbrante, incluso cuando compone ambientes sombríos o personajes negros: esos negros son tan luminosos, tan transparentes, como sus blancos o sus aguadas. En Sorolla conviven varias preocupaciones, unidas todas por un estilo impresionista, desinhibido, veloz. Por una parte, es un hombre de familia, que convierte a los miembros de su propio clan en protagonistas de muchas obras. Su mujer, Clotilde, lo es a menudo: en algunos, vestida (como en Clotilde con traje negro, en el que luce un inverosímil talle de avispa: ¿cómo respiraría?, me pregunto; o en el fabuloso Paseo a orillas del mar, de 1909, donde aparece con su hija María por El Cabañal, entre blancos y azules restallantes, y se percibe el viento, que le alborota el tul de la pamela); en otros, desnuda, aunque no se le vea la cara, como en Desnudo de mujer. María, su hija, vuelve a aparecer en María con mantilla, de 1910, un óleo, de tonos oscuros, inspirado en el retrato de la duquesa de Alba, de Goya, uno de los maestros fundamentales de Sorolla, junto con Velázquez. Sorolla fue un gran retratista, y no solo de su familia, aunque no le gustaba que se lo redujera a esa condición. Pero el retrato era de las pocas actividades pictóricas que, en aquella época (y me temo que también en la nuestra), daba dinero, y el valenciano no quiso despreciarlo. Así pues, pintó a muchos personajes de la alta sociedad española e internacional, incluyendo al rey Alfonso XIII y al presidente de los Estados Unidos, William Howard Taft. Destaca también, en la exposición, un retrato de José de Echegaray, de 1905, aquel político, matemático y escritor que fue el primer español en ganar un premio Nobel, y al que hoy no lee nadie. En la pintura, exhibe su calva, sus quevedos y su larga y blanca barbita de chivo, mientras fuma, apoyado en un bastón, al lado de una chistera llena de libros, que, si lo pensamos bien, es un detalle bastante surreal. La crítica social es otra de las vertientes fundamentales de la obra de Sorolla. Muchos óleos reflejan las penosas condiciones de vida de muchísimos españoles de aquel tiempo, aunque nunca resulten sombríos o tenebristas (con la excepción de El beso de la reliquia, que se me antoja lúgubre), sino vivaces y hasta exultantes. Otra Margarita, cuyo título recuerda al personaje de Goethe, pinta a una filicida detenida por la Guardia Civil en una estación de tren. La mirada al sesgo de la escuálida mujer y de los propios guardias, con capotas rojinegras y mosquetón, refleja todo el dolor y la miseria de los desheredados. También Triste herencia, esa imagen de un grupo de niños minusválidos a los que un cura, como un enorme cormorán, ayuda a entrar en el agua de una playa, revela el desamparo de los más débiles y el baldón que suponen para los hijos los pecados el alcoholismo, la sífilis de los padres. Aquí, sin embargo, la luz envuelve a los muchachos en un manto de alegría y contrapesa el mal. Por último, el irónicamente titulado ¡Aún dicen que el pescado es caro! pinta a un accidentado en un pesquero, atendido por dos compañeros. La imagen es crística: el moribundo yace inerme entre las manos que lo acogen, iluminado por una claridad que viene del cielo, como en el poema de Claudio Rodríguez. Pero la parte más conocida —y celebrada— de la producción de Sorolla es la más mediterránea, la que describe escenas marinas y cuerpos desnudos de niños, la plagada de sol. La luminosidad de estos cuadros se asienta en una concepción riquísima del color y en un trazo dinámico, urgente, muy poco reflexionado, pero instintivamente certero, cuya rapidez pretende captar la velocidad a la que cambian las cosas a su alrededor. Las líneas de Sorolla son siempre curvas, inciertas, borrosas —muchas composiciones parecen inacabadas—, pero esa misma fluidez y borrosidad las edifica, las vuelve sólidas como un amanecer o un crepúsculo. El impresionismo, que conoció en París en 1885 y 1894, lo influyó con fuerza, aunque él se decantara por una versión hispánica que se ha llamado, no sin razón, luminismo. También, en su carácter difuso, pero intensamente cromático —y, por lo tanto, emotivo—, me recuerda a Turner, el gran pintor inglés. Toda esta parte de su obra es, como ha dicho algún crítico, "un incandescente himno a la juventud". En La barca blanca (que se llama "Rayo"), pintado en Jávea en 1905, dos niños desnudos juegan en el agua, aferrados al bote, y sus cuerpos, desnudos, se visten de transparencias. En el famosísimo Niños en la playa, la arena mojada, espejo de los cuerpos de los chicos, de nuevo desnudos, que se abrazan a ella, comparte irisaciones con las pieles anaranjadas de los muchachos. En Corriendo por la playa, otro niño, siempre desnudo, persigue a dos niñas vestidas. La escena es de una viveza y una alegría superlativas: sus protagonistas ríen; la luz parece derramarse del cuadro y mojar la mirada. Otros óleos, como Final del día, de 1900, son crepusculares: el sol agoniza en las rocas, mientras los pescadores, después de la faena, sacan la barca del agua. También los contrabandistas, en el cuadro así titulado, pintado en Ibiza, sacan del mar el fruto de su trabajo, aunque sea un fruto muy distinto y su modo de sacarlo no sea descargándolo de una honesta barca, sino escalando las rocas, con el género a la espalda, lejos de la vista de los carabineros. La explosiva visión de la naturaleza que siempre ofrece Sorolla se amansa y domestica en la sección dedicada a los jardines y paisajes, cuya delicadeza y detallismo son notables. Vemos ahí huertos, arriates y rosaledas, y grandes monumentos vegetales como los jardines del Generalife o el Alcázar de Sevilla. Por último, una sala de la exposición está dedicada a Visión de España, el proyecto que le encargó Archer M. Huntington, el millonario norteamericano enamorado de España que fundó la Hispanic Society of America y que conoció su obra en la exposición de Sorolla en Londres en 1908 (que no tuvo demasiado éxito entre el público inglés, y en la que apenas vendió nada, pero que al menos le procuró este fértil contacto). Huntington quería envolver la sede de su Society con imágenes de España, y Sorolla recorrió el país desde 1912 a 1919 para pintar los tipos, indumentarias y tradiciones hispanos, y satisfacer, así, ese deseo, muy bien remunerado, por otra parte. En la serie presente aquí, vemos a un borracho de Zarautz, a varios charros, a gente del Roncal y a un grupo de lagarteranas (cuyos varones, por cierto, visten con sorprendente austeridad; las churriguerescas son solo las mujeres). A Visión de España pertenece, aunque no se muestre en la exposición, Extremadura, el mercado, el famoso panel de Plasencia con las murallas y la gente de la ciudad, y los cerdos negros en primer plano. Pese a su indudable atractivo, esta parte me interesa menos: el folclore y los trajes regionales nunca me han entusiasmado. Antes de salir, me detengo a contemplar o, más bien, a empaparme de La siesta, de 1912, quizá mi pieza favorita de Sorolla, y no solo por identificarme tanto con el tema, sino por sus extraordinarias hechuras. Lo pintó durante unas vacaciones de la familia en San Sebastián. Sus hijas y una prima descansan en la hierba: tres duermen y la cuarta lee un libro. La escena es de una quietud lisérgica, pero el trazo, rebelde, la llena de movimiento. No hay en el lienzo una sola línea recta: todas ondulan, enérgicas y fugitivas a la vez. El sueño se alía con la agilidad, y el sosiego, con el brío. Los verdes son múltiples e imperiosos; los blancos de los trajes transmiten el exquisito abandono de los cuerpos jóvenes; pinceladas de azul y rosa enriquecen la visión. Inspira tanta paz que casi me duermo, como las hijas de pintor. Sorolla fue muy prolífico: pintó 2.200 obras catalogadas, de las que aquí solo se muestran 58. Tanto se entregó a su obra que puede decirse que murió con las botas puestas: pintando un retrato de la esposa del escritor Ramón Pérez de Ayala en el jardín de su casa, sufrió una hemiplejía, que le obligó a abandonar los pinceles y de la que murió tres años después. Esta última información no ensombrece nuestra impresión de Sorolla. Salimos a la plaza de Trafalgar con el ánimo y los ojos encendidos. Los colores del lamasu nos parecen más intensos y más amables.

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