miércoles, 16 de noviembre de 2022

En el monasterio de Santa María de Sijena (otra vez)

Cuando Pablo y yo, que estamos pasando el fin de semana en Chalamera, nos acercamos hoy al monasterio de Santa María de Sijena, vemos una luz lavada, limpia. Ha llovido toda la noche y el aire parece impregnado de una transparencia caliza. El cenobio se alza, rodeado de árboles, cerca del río Alcanadre. Estuve aquí hace muchos años, con mi padre, a quien le fascinaban estas tierras secas, punitivas, salpicadas por restos de una historia tan hiriente como los matojos y las aliagas que alfombran los campos. Cuando visitamos el monasterio —yo debía de tener 8 o 9 años—, casi todo estaba caído, y recuerdo una gran sala cuyo techo se había derrumbado, pero en la que aún se tenían en pie algunos arcos apuntados, y cuyo suelo estaba cubierto de excrementos de paloma, blanco. Hoy luce otra vez erguido y entero, con nidos de cigüeñas en el tejado e higueras creciendo en los alares, aunque la piedra arenisca con la que está construido acusa gravemente la erosión y ofrece numerosos agujeros y depresiones, como un quieto oleaje de consunción. La rehabilitación, no obstante, no ha acabado: están ampliando el ala en la que se exhibirán los bienes recuperados de la Generalitat de Cataluña después de un larguísimo litigio, y también se ha de mejorar la hospedería, que hoy no funciona como tal, sino como alojamiento de los trabajadores y voluntarios del lugar. El claustro, asimismo, presenta un infinito margen de mejora, como nos informa nuestra guía. Su estado es tan deplorable que no se permite visitarlo. La guía es una voluntaria perteneciente a la Orden de Malta, también llamada de los  Hermanos Hospitalarios, o de los Caballeros Hospitalarios, a cuyo cargo está mostrar el lugar a los visitantes y aleccionarlos sobre su arte y su historia. Y no hay ninguna duda de que lo es: no solo por el llamativo chaleco en que así se lee, sino por el colgante con una cruz de Malta de plata que lleva al cuello. La vinculación de la Orden con el monasterio no es de extrañar: la comunidad que la habitó tras su fundación pertenecía a la Orden de San Juan de Jerusalén, que era la Orden de Malta antes de que se llamara Orden de Malta. (Sí, ya lo sé: la cosa de los nombres, en este caso, tiene su intríngulis. Y aún más si atendemos a la denominación oficial de la entidad: La Soberana y Militar Orden Hospitalaria de San Juan de Jerusalén, de Rodas y de Malta). La joven es polaca, pero habla un español casi nativo, con un levísimo acento. Nos franquea el paso, acompañada por un joven negro, con gorra y un polo cuyo cuello y mangas están ribeteados por la bandera española —lo que me lleva a pensar que no pertenece a la Orden de Malta—, tras algún retraso respecto de la hora convenida de la visita. "Disculpen el retraso; es que, cuando uno hace las cosas de corazón, pierde la noción del tiempo", nos aclara. Accedemos al recinto por una puerta presidida por un escudo con la cruz de Malta sobre las cuatro barras y, encima, una imagen de Jesucristo señalando a un cordero. La guía —no me he quedado con su nombre— nos señala, en primer lugar, una hermosa ventana alta, de piedra afiligranada y alabastro, que ha sobrevivido milagrosamente a los sucesivos desastres que se han abatido sobre el lugar. El alabastro se utilizaba para tamizar la luz (¿por qué el ordenador me pone automáticamente en mayúsculas las iniciales de las palabras siempre que escribo el sintagma "la luz"? ¿Estará programado para interpretarlo como una metáfora de Dios y, por lo tanto, para realzarlo tipográficamente?) y alumbrar el interior de las iglesias de un modo que favoreciera el recogimiento y la contemplación, que era lo que se esperaba de quienes entraban en ellas. La amable polaca nos hace reparar —aunque innecesariamente: su volumen es manifiesto— en la torre de señales, alta, cuadrada y rotunda, en cuyo tejado se encendía fuego para dar la alarma sobre la presencia, siempre inquietante, de musulmanes o de  otras especies peligrosas (alborotadores, campesinos iracundos, anarquistas más iracundos todavía, y además pirómanos) que se cerniera sobre el convento. "¡Que vienen los moros!", gritaban las señales ("¡Que vienen los rusos!", gritábamos nosotros en el siglo XX, y hoy gritan todavía los ucranianos). De todos modos, este sistema de comunicación lumínica —como con mucha propiedad lo denomina nuestra guía—, por eficaz que fuese —la hoguera se veía desde Zaragoza, a casi 75 kilómetros de distancia—, no ha podido evitar que el monasterio sufriese numerosas calamidades. Por hablar solo de las más recientes, fue saqueado por las tropas napoleónicas —llenas de ateos y masones— a principios del siglo XIX. Luego sufrió la desamortización de Mendizábal, que lo privó de la mayor parte de los bienes y expulsó a la comunidad que lo habitaba. Por fin, en la Guerra Civil estuvo a punto de ser reducido a cenizas: milicianos anarquistas aragoneses y catalanes, venidos de Barcelona, le pegaron fuego y lo dejaron arder tres semanas. También profanaron los sepulcros de los reyes de Aragón y de sus descendientes enterrados en sus muros. Con el cadáver de Sancha de Castilla, hija de Riquilda de Polonia (como nuestra guía nos recuerda con un deje de satisfacción), consorte de Alfonso II de Aragón y fundadora del monasterio en 1188, los milicianos hicieron una procesión macabra, que acabó con sus restos tirados en un muladar, de donde se cree que fue recuperado por campesinos de la zona y enterrado en el cementerio del cercano pueblo de Sena. Aunque en los años cuarenta, con el apoyo del franquismo, nacionalcatólico, se recuperó en parte y volvió a acoger a una comunidad religiosa, la Familia monástica de Belén, de la Asunción de la Virgen y de san Bruno (se conoce que, para ocupar el monasterio, hay que tener un nombre que condiga con su monumentalidad), de tradición eremítica, esta abandonó definitivamente la abadía en los años 70 (para instalarse, por cierto, en Valldoreix, al lado de Sant Cugat, donde vivo). Fue en esa década de abandono total cuando mi padre me llevó a visitarla. Junto a la torre se encuentra el pórtico de entrada a la iglesia, de estilo mil doscientos, esto es, de transición del románico —un románico de trazas cirstercienses— al gótico, con trece arquivoltas (no doce, como solía ser habitual, en representación de los apóstoles; la guía conjetura que la decimotercera podría simbolizar a la Virgen, la primera persona a la que vio Jesucristo al resucitar. Cuando me ve tomar notas, me pregunta si soy periodista. Le contesto que no, pero que me gusta colgar crónicas de los lugares que visito en mi blog. Entonces me pide que no revele su teoría, que ella ha tildado de "atrevida". Yo le digo que no lo haré, pero he cambiado de opinión). Las trece arquivoltas —algunas de las cuales presentan un tono rojizo, que no es su color original, sino el que le dio el fuego desatado por los anarquistas— generan un efecto visual, de embudo, que subraya adecuadamente el paso del espacio exterior al interior, donde han de prevalecer la humildad y la meditación. El templo es sencillo y elegante, con planta de cruz latina, nave, crucero y tres capillas absidiales, una de las cuales convirtieron las monjas en columbario. Por eso es cuadrada: para aprovechar más el espacio y que cupieran más nichos. Ah, las religiosas, siempre tan prácticas y hacendosas. De las pinturas que revestían toda la iglesia apenas queda nada: algunos restos, muy desvaídos, de la Anunciación, con el arcángel Gabriel y la Virgen María, en el ábside central, y la deteriorada representación de la Adoración de los Reyes en una de las paredes. Todo lo demás se ha volatilizado con los incendios, los desmoronamientos y las profanaciones. La iglesia también acoge el sepulcro de Rodrigo de Lizana, un noble que primero combatió contra el rey Jaime I y luego a su lado, y, en el mausoleo real, los de Sancha de Castilla, su hijo el rey Pedro II —el vencedor de las Navas de Tolosa, pero el derrotado en Muret por las tropas del papa en su cruzada contra la herejía albigense: Pedro se puso, equivocadamente, de parte de los cátaros, a todos los cuales el pontífice hizo pasar a cuchillo, mientras que a Pedro, a quien no podía rebanar el pescuezo porque era rey, lo excomulgó— y sus hijas Dulce y Leonor. Los sepulcros están vacíos, claro: las turbas incendiarias en la Guerra Civil no dejaron un cadáver sano. El recorrido concluye en el refectorio, muy restaurado (creo que fue el refectorio, sostenido por múltiples arcos apuntados, lo que vi derruido en mi visita de niño), donde la guía nos recuerda que la visita es gratuita, pero que los donativos son bienvenidos. Yo dejo diez euros en el cepillo, cinco por barba. A la salida, reparo en una espadaña doble muy castigada por la erosión; tanto que me parece asombroso que no se haya venido abajo todavía. Aunque ha empezado a llover, la luz sigue pura (y el ordenador sigue mayusculizándomela).

1 comentario:

  1. Mayusculizar " la luz" puede ser porque tu corrector reconoce tu poemario La luz oída.

    Siempre aprendiendo de ti, Eduardo.

    Besos.

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