jueves, 14 de diciembre de 2023

Personajes de Sant Cugat (I): el local de comida para llevar

Yo no cocino. Debo de ser el único español que no lo hace. Por lo que se ve en televisión y en muchos medios de comunicación, en España ya no solo cocinan las madres, las abuelas y los chefs, como siempre ha sido, sino todo Dios: niños, famosos, señores y hasta perros. Pero, como el hecho de no cocinar no exime de la fatigosa tarea de comer para sobrevivir, he tenido que procurarme fuentes de subsistencia que no salgan de unos fogones que no uso ni sé cómo usar. Además de los socorridos estantes de comida preparada en los supermercados, siempre sospechosos de contener productos ultraprocesados y dañinos, en la pandemia descubrí un establecimiento providencial: un local familiar de comida para  llevar a ciento cincuenta metros de mi casa, en mi misma calle. Aunque solo funciona los fines de semana, de viernes a domingo, aquel sitio me salvó la vida. Su actividad principal son los clásicos pollos a l’ast, pero han ampliado el negocio con primeros y segundos platos —incluyendo algunos tan sofisticados como el fricandó o los calamarcitos en salsa— bien guisados y a buen precio. El lugar, no obstante, se caracteriza por algo más que por la calidad y la economía de la pitanza. Como le dijo una vez uno de los dependientes, hijo de la dueña, a otro, “la gente no viene solo porque la comida esté buena; viene, sobre todo, por el espectáculo”. Y así es: un espectáculo singular, que no consiste en hacer malabarismos con las aperos de cocina, como en algunos restaurantes japoneses, o darles vueltas a los cócteles, como hacen los barmans, o incorporar un prestidigitador o un payaso al servicio, sino en pelearse constante, sistemáticamente, entre quienes atienden el local. El nivel de la discusión no es feroz, pero alcanza picos de jugosa intensidad. La causante fundamental de la discordia es la dueña, una mujer cincuentona y menuda, que ha sido instructora de esquí, pero que ahora asa pollos: se ha reconvertido, o reinventado, como dicen algunos: del hielo al fuego. A la señora, que no es de mal natural (me trata bien y me hace descuentos, aunque no ha conseguido aprenderse mi nombre: aún me llama Fernando), le cuesta confiar en lo que hacen los demás y no puede evitar supervisarlo todo. Y, en un espacio tan reducido como el de su local, que no ocupará más de quince metros cuadrados, donde se embuten la cocina, el horno para los pollos, el mostrador con las bandejas de los alimentos y la caja registradora, la nevera, el congelador y, los domingos, cuatro y hasta cinco empleados (tras el mostrador, a menudo se apilan también varios sacos de patatas), supervisarlo todo se convierte inevitablemente en un agobio difícil de soportar. Y, así, mientras los clientes esperamos a que nos atiendan o nos sirvan, delante de una caja de salsa Espadaler para los berberechos, varias fuentes de croquetas y una cazuela de chicharrones que están diciendo: “¡Venga, no te contengas! ¡Méteme en las arterias!”, la dueña le espeta a su hijo, un zagal simpático, que intenta compensar con cordialidad las asperezas de su madre, que no ponga esos dos pedazos de pescado en la cajita, sino aquellos otros (o que no ponga dos, sino solo uno); o a otro dependiente, que el precio de lo vendido no es el que está marcando en la caja, sino uno distinto; o al muchacho que trincha los pollos —un joven corpulento con gafas y una bandana parecida a la de samurái, envuelto en una permanente película de grasa, y que, al menos para los que jamás hemos tenido que cortar nada en la cocina ni en la mesa, maneja los tijeras con una habilidad pasmosa: deja los pollos limpios y troceados con precisión de geómetra— que deje de trinchar y que atienda los pedidos que llegan por teléfono. A lo que, la mayoría de las veces, los subordinados le contestan: que si yo ya sé hacerlo, que si antes me has dicho otra cosa, que no puedo hacer dos cosas a la vez, que no te metas, como haces siempre. El grado de acritud es variable: su hijo, que puede permitírselo, le responde con alguna crudeza, pero con cariño basal; los demás se contienen algo más. No obstante, la respuesta más perturbadora proviene siempre del grandullón encargado de dilacerar la volatería, que deja de asestar tijeretazos y se le encara, sudoroso —está siempre frente al fuego, donde la temperatura, en verano, puede rondar los cuarenta y cinco grados— esgrimiendo inquietantemente la cizalla. De momento, la sangre no ha llegado al río (la humana; la de los pollos, sí), y yo lo celebro. Porque si el clima laboral se estropeara tanto (o el trinchador decidiera cortar otra carne que no fuese la de los pollos) como para que el local tuviese que cerrar, yo me quedaría sin sustento y atribulado, y tendría que alejar el riesgo de morir de inanición con algún otro establecimiento —mucho más alejado de mi casa— donde encontrara ensaladilla rusa y macarrones con tomate, habas a la catalana y ensalada de tomate y feta, fideuá y albóndigas caseras, entre otras exquisiteces. Porque la opción de aprender a cocinar, a mi edad, está descartada. 

1 comentario:

  1. Jajaja jajaja jajaja jajaja, buenísimo, Fernando, jajajaja jajajaja. Besos a montones.

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