martes, 10 de abril de 2018

En el Museo Arqueológico de Badajoz

El Museo Arqueológico de Badajoz es uno de los museos importantes de Extremadura que no he visitado en estos dos años de estancia, y no quiero volver a Barcelona sin hacerlo. Voy al encuentro de Guillermo Kutz, su director, con mi querida amiga Teresa Morcillo. El edificio que lo aloja, el palacio de los Condes de la Roca y Duques de Feria (que no cabe mezclar y convertir en Duques de la Roca o Condes de Feria, títulos nobiliarios que no existen), es un hermoso palacio-fortaleza del S. XVI, propio de una época en la que todo debía estar amurallado o abaluartado en esta tierra de frontera y, por lo tanto, de conquista. Al museo se accede por un patio mudéjar, muy hermoso, que Guillermo se apresura a aclararnos que no es original, sino que fue reconstruido así en los años 70 del siglo pasado, cuando se restauró el edificio. Pero sigue siendo muy hermoso. En él admiramos varios mosaicos de la villa romana de Pesquero. En uno observamos una serie de cruces gamadas, que torpemente, y de acuerdo con lo leído por ahí, identifico con símbolos solares. Guillermo me desmiente: estas identificaciones simplonas, provenientes de la historiografía decimonónica, ya no se sostienen. Está bien: a partir de ahora, ya no haré comentarios, sino solo preguntas. En el patio también hay varias esculturas romanas, algunas de las cuales conservan todavía pigmentos de su coloración original. Una representa al emperador Tiberio, al que los milicianos de la Bolsa de la Serena fusilaron con postas, por ser una encarnación del poder y por pegarse unos atracones legendarios que ellos no podían ni soñar. El Museo está organizado cronológicamente, desde el paleolítico inferior, hace 750.000 años, hasta el s. XVI d. C. En la sala de la prehistoria (aunque un profesor de historia que tuve en el colegio nos insistía en que no había nada pre-histórico, anterior a la historia, sino que todo formaba parte de ella, aun lo más remoto e incomprensible, como es claro, si lo pensamos bien; pero esto no se lo digo a Guillermo) vemos lúnulas, ídolos oculados ("aunque los ojos igual podrían ser tetas", indica Guillermo con alguna irreverencia) y collares de concha marina procedentes de Gavà, un pueblo costero cerca de Barcelona en el que he disfrutado de muchas noches de verbena y otras parrandas adolescentes. Vemos también una fotografía del tesoro del Olivar del Melcón, un conjunto de piezas áureas —tres espirales, dos tobilleras y un brazalete— pertenecientes a la Edad del Bronce, encontradas en ese lugar a finales del s. XIX, pero que los joyeros de la zona fundieron para hacer piezas algo más modernas (quizá ese oro ande ahora en algunas de las joyas de nuestras abuelas, como quizá las moléculas de muchos de los cuerpos que han existido antes de nosotros estén en el nuestro). Por fortuna, el concepto de respeto por la historia ha cambiado mucho desde entonces. Una bellísima estela diademada completa los fondos de esta sala, como prólogo de las muchas estelas que veremos en la galería superior del Museo, correspondiente a la protohistoria. Aquí abundan las de guerrero, con representaciones de carros de combate, arcos, lanzas, espadas, escudos y, a veces, liras y espejos. La lira sugiere el poder —el mismo que se ejercía con las armas— por medio del verbo, pero se desconoce la función simbólica del espejo. El bagaje de los guerreros representados coincide con el de los personajes de La Ilíada y es de su misma época. Esta unidad cultural del Mediterráneo, como subraya Guillermo, se observa también en las imágenes de danzas lineales que aparecen en las estelas. "Claro, como la sardana, que proviene del sirtaki", digo alegremente. Pero él vuelve a puntualizar: que unos elementos provengan de otros es un invento más de los historiadores nacionalistas del XIX; hay una continuidad cultural que explica rasgos comunes, pero eso no justifica linajes ni legados automáticos. Las cosas son siempre más complejas que las formas que tenemos de explicarlas. En la sección de la protohistoria encontramos también piezas de la necrópolis de incineración de Medellín, como ánforas de saco y un contenedor de vino utilizado como urna cineraria: el reciclaje tampoco lo hemos inventado nosotros. Igualmente, contemplamos un exvoto fálico, y me agrada pensar que los falos —sobre todo algunos tan rotundoscomo estos— pudieran ser ofrendas hechas a los dioses (en agradecimiento por los favores recibidos...). La colección procedente del santuario de Cancho Roano, cerca de Zalamea de la Serena, es muy interesante: hay piezas etruscas, cráteras griegas (Guillermo nos aclara que, para los antiguos, la civilización o la barbarie de los pueblos venía determinada por lo que bebían: los refinados, vino, aunque, de tan peleón como era, rebajado con agua; los menos cultos, vino sin rebajar; y los cafres, cerveza) e inscripciones tartésicas, entre las que destaca una, del s. VII a. C., un bustrófedon que constituye una de las primeras pruebas de la escritura en la península ibérica. (En el bustrófedon, que viene del griego bous, 'buey', se escribe como se ara: cuando se llega al final del campo o de la piedra, se da uno la vuelta y sigue arando en dirección contraria). A Teresa y a mí nos fascinan los nombres de las cosas: escarabeo (amuleto egipcio), aríbaro (contenedor de perfume), fusayola (contrapeso de huso para hilar), vaso tulipa o capulliforme (esto no necesita explicación). También nos encantan las figuras que descubrimos aquí y allá, de varios milenios de antigüedad, talladas con una delicadeza y una frescura admirables, que parecen hechas ayer: un caballo esquemático, modiglianesco; un ídolo muy repeinado; una cabeza de niño. Y celebramos que el Museo exponga, en una hoja a disposición del público, sus "aclaraciones al mito de la Atlántida", con las que refuta las afirmaciones hechas por algunos medios de comunicación que prefieren el espectáculo y la fantasía al rigor y la verdad, según las cuales los círculos concéntricos representados en las estelas de guerrero serían símbolos de la Atlántida, y Cancho Roano, el último refugio de los atlantes tras el hundimiento de la mítica isla. El Museo se manifiesta como la institución científica que es y denuncia la falsedad del mito de la Atlántida y de la supervivencia de los atlantes en Cancho Roano, así como que haya una conjura de la comunidad científica para hurtarles la verdad a los ciudadanos. También lamenta que "la mitomanía de algunos medios haya podido confundir e inducir a error a sus visitantes". La lucha contra la estupidez ha de ser constante y despiadada, y Guillermo demuestra con esta iniciativa la dignidad de la inteligencia y de la razón científica frente al amarillismo de los medios y los desvaríos de los conspiranoicos: Teresa y yo la aplaudimos sin ambages. En la sala dedicada a Roma, todo nos parece mucho más familiar. No puedo evitar que la atención se me vaya otra vez a los amuletos fálicos, con penes exorbitantes que se curvan agresivamente, aunque también reparamos, orientados por las indicaciones de Guillermo, en un vaso de bronce repujado del s. IV que representa a Baco con Ariadna y amorcillos, personajes todos ellos de una anacreóntica del s. II que pide que se sustituya con esta escena de placer otra que reflejaba la fabricación de armas, y nos agrada constatar que el espíritu hedónico y pacifista ha existido siempre. De lo tardorromano o visigodo, Guillermo destaca una inscripción, ya cristiana, con palabras del poeta Sedulio, del s. V d. C. Lo interesante de este poeta, que hoy no conoce nadie, es que san Isidoro de Sevilla, el gran erudito de su tiempo, lo reivindicaba como ejemplo de literatura nueva y rompedora, frente a las antiguallas de Virgilio, Horacio y Ovidio. También me llama la atención un rosetón hexagonal como los que abundan en la Sierra de Gata —y en todas partes, especifica Guillermo: es muy fácil de hacer, y sirve para simbolizar casi cualquier cosa; debo reconocer que sus científicas aclaraciones me decepcionan un poco: yo pensaba que esta figura era característica de mi pueblo y su comarca, y que tenía altos significados ocultos, como la luna o la locura, pero resulta que es un mero dibujo, sencillísimo de trazar a compás—. Los fondos del islam, teniendo en cuenta que Badajoz fue una región muy arabizada, son sorprendentemente escasos. Destacan la estela funeraria en mármol de Sapur, primer rey taifa de la ciudad, de 1022, y unos leones andalusíes, muy desgastados, que recuerdan a los de la Alhambra; de hecho, son los únicos de la península de estas características, además de los que adornan los patios y fuentes de la ciudadela nazarí de Granada. La última parte de la exposición está dedicada al mundo medieval cristiano, el más próximo a nosotros. Sabedor de mis inclinaciones literarias, Guillermo enfatiza los vínculos de las piezas aquí expuestas con la literatura, y me habla de un trovador portugués, Afonso Sanches, que murió en el asalto al castillo de Escalona, defendido por otro literato, el español don Juan Manuel, autor de los cuentos de El conde Lucanor. Los escritores se mataban entonces a flechazos, espadazos y pedradas. Hoy preferimos ventilar nuestras diferencias con ironías y denuestos (y silencios). A pesar de la virulencia de unos cuantos, algo hemos mejorado. Guillermo también me hace notar el sello pendiente de lacre con las armas del infante don Enrique, al que se refiere Jorge Manrique en sus Coplas. En cambio, el escudo en mármol de la ciudad de Badajoz, con el león rampante y la columna de Carlos, formidable, se impone por sí solo. Teresa y yo dejamos el Museo encantados con lo que hemos visto y muy agradecidos a su director. Fuera, nos espera un día luminoso y sosegado que invita al paseo, la charla y el tapeo. Y aceptamos gustosos la invitación.

2 comentarios:

  1. Visitar museos, siempre es un paseo por las nubes. Y tú ves lo que nadie ve y preguntas lo que nadie pregunta. Un placer.

    Besos.

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