jueves, 31 de mayo de 2018

Estampas de Mánchester (y 3)

Buxton es una villa termal, a unos 45 km de Mánchester, que Terence, mi amigo y traductor inglés, nos ha recomendado que visitemos. Y le hacemos caso. Llegamos, sin novedad, en tren, y lo primero que vemos al bajar en la estación es a un señor con bombín. Vamos a continuación a los Pavilion Gardens, un conjunto de parques y estanques inaugurado en 1893 para solaz de los termalistas y el público en general. En una de las muchas fuentes que lo jalonan leemos este minucioso aviso: Do not put coins, food or fingers in the water [No echen monedas ni comida ni metan los dedos en el agua]. Lo aplaudimos: combate con firmeza la estúpida costumbre de tirar monedas a los cuerpos de agua, la no menos perjudicial de alimentar a los peces (que se convierten, gracias a esa generosidad aborrecible, en bestias del tamaño de siluros) y la repulsiva de utilizar la pila como lavamanos (y arriesgarse, además, a perder las manos, devoradas por los peces monstruosos). Luego recorremos los puestos de un mercadillo que se ha instalado en el lugar y compramos un precioso juego de té de los 60. Como solo podemos pagar con tarjeta y el quincallero –alto, delgado, de pelo blanquísimo– solo acepta metálico, le preguntamos si nos puede apartar el género y nos comprometemos a pagárselo después en efectivo. Nos dice que sí y que no quiere paga y señal: "Si me decís que vais a volver, cuento con que volváis". Junto al puesto del confiado vendedor, vemos otro de Spanish churros, atendido por un chino que los fríe con unas gafas de buceo puestas. Más allá, husmeo en una book fair vecina: predominan los libros de historia y sobre asuntos locales y nacionales, pero localizo también una historia del paraguas (lo cual, bien mirado, también es un asunto muy local); una biografía de George Borrow, don Jorgito el inglés, aquel viajero políglota que tuvo la temeridad de recorrer España a mediados del s. XIX para difundir la Biblia protestante (naturalmente, fue encarcelado) y que dio cuenta de sus peripecias en un libro extraordinario, The Bible in Spain, or the Journey, Adventures, and Imprisonment of an Englishman in an Attempt to Circulate the Scriptures in the Peninsula (Londres, 1843), que don Manuel Azaña tradujo, simple y sabiamente, como La Biblia en España; un volumen sobre Cervantes y los encantadores; y una curiosa antología, Fauns, Satyrs and a Few Sages: Songs, Epigrams and Pieces After the Greek, de Bernard D. N. Grebanier, que me resuelvo a comprar por dos libras. A la salida paseamos por el parque, donde menudean los perros y los narcisos. En el lago principal, los pájaros observan comportamientos muy dispares: los cisnes se dejan admirar; los patos se pelean; los gansos sestean sobre una pata; y las gaviotas cabecinegras se lanzan en el aire a por las migas que les tira desde la orilla un grupo de adolescentes con camisetas de AC/DC. En el quiosco de música, una banda, uniformada de granate, parece aprestarse a tocar, pero no llega a hacerlo nunca. Damos una vuelta entera al recinto, y allí siguen los músicos, punteando los violines, afinando las trompetas, estirándose los faldones de las guerreras o recolocándose la gorra de plato, pero sin arrancarse con Pompa y circunstancia, como parece exigir la tesitura, ni cualquier otra bonita pieza del repertorio británico. La gente, que al principio esperaba con ilusión, sentada en la hierba, el inicio del concierto, ha desertado y está comiéndose los churros del chino con gafas o tirándoles migas a la gaviotas. Ni siquiera esta oprobiosa deserción induce a la orquesta a atacar pieza alguna. Allí siguen, en silencioso gatillazo. Por fin, se van. Nosotros subimos al ayuntamiento por los slopes: la sede municipal está en alto, y desde allí se ven los numerosos tejados de los hoteles palaciegos y antiguos balnearios de la ciudad, de piedra roja y negra. Vemos también la iglesia de Santa Ana, flanqueada por una bandera del Vaticano, y la de San Juan, cuyo cementerio, tapizado de cruces y lápidas declinantes, iluminan los omnipresentes narcisos, el canto de los pájaros y un sol huidizo, que asoma entre chubascos leves y nubes imperiosas. En los antiguos Buxton Baths, ahora reconvertidos en arcade, esto es, en galería comercial, nos tomamos sendos chocolates calientes. Los azulejos y la gran vidriera polícroma del techo, conservados de los tiempos en los que los baños eran baños, son primorosos, pero los chocolates, aguados, no valen nada. Luegos pagamos y recogemos el juego de té y volvemos a Mánchester.

Pasamos la tarde en el Museo de la Ciencia y la Industria de Mánchester. No extraña que una de las capitales de la Revolución Industrial haya establecido este lugar de estudio y rememoración. Como es enorme e imposible de visitar en unas pocas horas, nos concentramos en la sección de Cottonopolis [ciudad del algodón]: así se llamaba a Mánchester a principios del s. XIX (su permanente carácter fabril continúa reflejándose en su símbolo actual, una abeja). Allí, en un foso que reproduce un taller decimonónico, dos guías explican al público que se asoma desde una galería circundante cómo funcionaba una fábrica textil. Y lo hacen muy bien, con el histrionismo justo, aprendido de la mejor escuela dramática inglesa, y sin que la inevitable repetición del parlamento merme la viveza o desbravezca el ritmo de la exposición. El monitor hace hincapié en las terribles condiciones de trabajo del lugar. Y uno, que ha leído sobre la explotación bestial de los trabajadores de aquellas maquilas, no alcanza a atisbar sus dimensiones verdaderas hasta que no experimenta, siquiera fugazmente, lo espantoso de la actividad: el polvo del algodón destrozaba los pulmones; el ruido ininterrumpido de los telares ensordecía y llegaba a enloquecer; las máquinas, que se limpiaban y engrasaban sin dejar de funcionar, para no perder producción y, por lo tanto, dinero con el parón, cortaban dedos y trituraban manos (y hasta machacaban cuerpos, si alguna de las poderosas correas que mantenían en funcionamiento aquellos ingenios perversos enganchaba y lanzaba contra el techo o el suelo, o contra ambos, a los desgraciados que, entontecidos por el ambiente infernal, no habían reparado en su excesiva vecindad). Los niños tenían un papel fundamental en aquellos agujeros del averno: porque apenas se les pagaba y porque sus cuerpecitos finos eran imprescindibles para introducirse en los mecanismos y engranajes y lubricarlos o ajustarlos, a costa de amputaciones y aplastamientos. Hasta 1833, trabajaban en aquellos talleres niños de cinco años en jornadas de doce y catorce horas; luego ya solo podían hacerlo si tenían nueve. Fue un gran avance humanitario. Para acabar, el guía nos recuerda que el algodón, uno de los pilares de la industrialización de la Gran Bretaña y, por ende, de su imperio y su riqueza, provenía del trabajo esclavo. Honra a los ingleses reconocer que su prosperidad es fruto de la miseria de los demás. Cuando salimos del Museo, la perturbación que nos ha causado aquella descripción descarnada de los orígenes recientes de la sociedad moderna se prolonga en escenas inverosímiles: en el Great Northern Railways Company Good Warehouse [Almacén de los Ferrocarriles del Gran Norte], hoy reconvertido en centro comercial y de ocio, vemos a varios mozos subiendo grandes ruedas de camión por las gradas del anfiteatro que lo precede por qué, lo ignoramos; pero ellos parecen divertirse mucho y a otros, en uno de los locales del interior, practicar el lanzamiento de hacha. También estos parece estar pasándoselo en grande. Echan un trago de cerveza y arrojan luego el arma a la diana, entre alaridos regocijados. Me pregunto dónde la tirarán cuando la pinta sea la cuarta o la quinta. Pero no nos quedamos a averiguarlo.

Mánchester tiene, además de un barrio chino populoso, un estimulante gay village, al que llegamos siguiendo el canal de Rochdale, que atraviesa la ciudad, y cuya mucha basura recogen del agua achocolatada barcazas barrenderas o voluntarios por el camino de sirga. El canal alterna tramos en los que se refugian borrachos y perroflautas y vecindarios suntuosos, engalanados con flores, cisnes (aunque un poco sucios) y coches de lujo, hasta llegar a Canal Street y Richmond Street, los dos ejes del barrio gay. Las banderas arcoirisadas, los locales de ambiente (uno se llama Gay, así, a a palo seco: es imposible mayor concisión) y los teatrillos con drag queens están por todas partes, aunque muy tranquilos aún a esta hora del día. En el barrio se encuentran también los Sackville Gardens, con el memorial de Alan Turing, el descifrador de la máquina Enigma de los alemanes en la Segunda Guerra Mundial (lo que salvó cientos de miles de vidas) y padre de la informática, que fue condenado en 1952 por maricón en el lenguaje de la época, por "indecencia grave y perversión sexual" y murió dos años después, tras someterse a una brutal castración química, envenenado con cianuro, sin que aún se sepa si fue suicidio o asesinato. Lo recuerda una estatua sedente, en bronce, en la que aparece con su característico flequillo y una manzana en la mano, como de la que comió para morir hace más de medio siglo. A sus pies vemos un arco iris teselado y una frase de Bertrand Russell sobre las matemáticas, que no solo poseen la verdad, sino cierta belleza suprema, "una belleza fría y austera, como la de una escultura". Cerca, en otro banco, dos colgados quizá provenientes del canal de Rochdale trasiegan vinazo, eructan y hieden. Pero la belleza del recuerdo y del ejemplo de Turing se sobrepone a su presencia. Y nosotros nos la llevamos con nosotros al dejar este hermoso trozo de la ciudad.

1 comentario:

  1. Hay muchas leyendas acerca del logo de Apple. A mi me gusta la que cuenta que la manzana (mordida) es un homenaje de Steve Jobs a Alan Turing y que los colores del arcoíris del logo (hasta el año 1998), hacían referencia a la bandera de la comunidad gay.

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