Desde que volví a España para establecerme en Mérida, no había regresado a Londres. Pero allí siguen Ángeles y Álvaro, y, aprovechando el puente de la Asunción de la Virgen, decido hacerles una visita. Quiero verlos, como es natural, pero también me apetece cultivar la nostalgia: recorrer otra vez los lugares recorridos docenas de veces, visitar los lugares ya visitados, llenarme de nuevo del aire y del espíritu (y probablemente de la lluvia) de la ciudad. Es una forma como otra cualquiera de luchar contra el paso del tiempo: repitiendo lo ya vivido, uno se figura que vuelve a ser quien era entonces, que los meses —o los años— no han transcurrido desde aquellos momentos, acaso infelices o turbulentos, pero a los que la memoria dota de una pátina de complacencia. En cuanto piso Gatwick, huelo otra vez Inglaterra —porque eso, los olores, son siempre lo que se impone en mi percepción— y recupero, de pronto, los gestos que fueron automáticos —pasar el control de pasaportes, dirigirme al Gatwick Express, leer las pantallas de información de los trenes—, pero que ahora estaban enterrados por una cotidianidad distinta y que el olvido iba taladrando silenciosa e implacablemente. No distingo el paisaje, que, ya de noche, es una inmensa masa oscura agujereada por las luces de los pueblos y las estaciones a las que llegamos. En Victoria me viene a recoger Ángeles con un taxi. El taxista es nepalí. Nunca había conocido a ninguno de esta nacionalidad en los black cabs, pero no me extraña: el colectivo de los conductores de taxis londinenses debe de ser más internacional que las Naciones Unidas. Apenas llegar a casa, me derrumbo en la cama —el viaje desde Mérida ha durado doce horas, con ocho conexiones: en Madrid había obras en las vías del tren— y duermo de un tirón hasta bien entrada la mañana siguiente. Decidimos entonces pasear por Shoreditch, un barrio que está de moda, a pesar de sus orígines poco limpios, vinculados al sewer ditch, es decir, al canal de desagüe que lo cruzaba en la Edad Media. Tan sucio se reputaba que no es extraño que aquí se fundara, en 1576, el primer teatro de Inglaterra, en el que se representaron algunas obras de Shakespeare: en aquella época, el teatro era una actividad propia de gente fementida e inverecunda, y su ejercicio, si llegaba a tolerarse, se confinaba extramuros, donde no pudiese perturbar las buenas conciencias de los londinenses de pro. Hoy Shoreditch sigue manteniendo un aire alternativo y un poco bohemio, aunque el bestial aumento de los precios de la vivienda, acorde con la indeclinable pujanza del mercado inmobiliario en la capital británica, demuestra que los negocios y los pijos han puesto sus ojos en él. Cuando ya estamos en Kingsland Road, compro El País, que en Mérida me resulta difícil de conseguir —no hay ningún quiosco cerca de donde trabajo ni de donde vivo—, y compruebo que cuesta diez peniques más: el tiempo pasa, y una buena demostración es que los precios suben. En la calle miro a mi alrededor y constato la inigualable mezcolanza de tipos humanos que siempre me ha cautivado de esta ciudad: nos cruzamos con un punky de geriátrico, un sesentón con una cresta amarilla de medio metro en la cabeza y un kilo de tachuelas distribuidas por el cuerpo: parece sacado de un álbum de razas humanas de mi adolescencia; con un perro con gafas; con un número indeterminado de perroflautas (con más perros que flautas, eso sí: aquí son unos grandes amantes de los animales); con un japonés con el pelo rosa; con una inglesa con el pelo naranja (y la camiseta rosa); con otra muy delgada que camina leyendo un libro de Penguin y esquiva a los demás viandantes sin levantar la vista de la página, como un murciélago; con una pareja de hombres que se besa y restriega con pasión de dormitorio en una balaustrada de piedra; con un joven vestido de Luke Skywalker; con otro con una curda formidable, pero que hace eses con discreción, a la inglesa, sin molestar, y alcanza, no sé muy bien cómo, a meterse en un taxi; y con una gorda que apenas pueda caminar y parece que vaya a elevarse en cualquier momento como un globo de helio. Los edificios y objetos de las calles acompañan este fenomenal revoltijo: junto a pequeñas iglesias góticas se alzan rascacielos de aluminio y cristal, y en la calzada no dejan de cruzarse Rolls —casi invariablemente conducidos por árabes— y los vehículos más estrafalarios (si es que el Rolls no es también, ahora que lo pienso, un vehículo estrafalario), algunos de los cuales se dirían sacados de Los autos locos. El destino de nuestra deambulación es el museo Geffrye, uno de los más curiosos de una ciudad en la que abundan los museos curiosos. Conforme nos acercamos, observamos que menudean los restaurantes vietnamitas: esta debe de ser, pues, una zona de emigración del país asiático. En Londres, como en tantas otras grandes capitales, los diferentes colectivos de inmigrantes tienden a establecerse en unos mismos barrios, o a crearlos. Es un mecanismo de defensa: los guetos los aíslan, pero también los amparan, por lo menos hasta que estén en condiciones de integrarse en el resto de la urbe y la sociedad. Estamos tentados de quedarnos a comer en uno de ellos, pero tenemos ganas de llegar al museo y, además, sabemos que las galerías londinenses suelen tener cafeterías donde se puede comer muy dignamente en un ambiente relajado. De forma que seguimos hasta el Geffrye, que ya no dista mucho de donde nos encontramos. Al llegar, nos impacta su patio, un rectángulo de césped armoniosamente flanqueado por árboles frente al edificio de 1714, oscuro pero noble, que hizo construir el alcalde, presidente de la cofradía de ferreteros y filántropo Robert Geffrye, y que fue mucho tiempo asilo de ancianos. El lugar, de hecho, aunque reconvertido en el museo que es hoy, sigue acogiendo a gente necesitada: en los bancos dormitan dos mendigos, un hombre y una mujer, una bag lady, de esas que arrastran sus míseras pertenencias en un racimo gigantesco de bolsas. El hombre, con la delicadeza que caracteriza a los pedigüeños británicos (y solo a ellos: en ningún otro lugar del mundo he visto a los indigentes limosnear con tanta urbanidad), ha escrito en un cartón: "Could you please donate some money for food and shelter at night?" ("¿Podrían, por favor, donar algún dinero para comer y cobijarme por la noche?). Pero, junto con los pordioseros, otra gente está tirada en la hierba, y estos no parecen necesitar la ayuda del prójimo: se limitan a tomar el sol, desnudos de cintura para arriba; en los parques de la ciudad, cuando hace bueno, ni hombres ni mujeres tienen empacho en hacerlo en bañador. Nada más llegar, comemos, como habíamos planeado: una sopa de tomate excelente y una original ensalada de remolacha, naranja y menta, bien regadas con una artesanal shoreditch blonde, cuyo afinado sabor a cebada me golpea con tacto el paladar; y, de postre, un trozo de pastel de zanahoria, en el que encuentro un pelo. Ese pelo amenaza la perfección de la mañana; ese pelo puede emborronar un día que se promete inmejorable. Pero no estoy dispuesto a que lo haga: con entereza de ánimo, lo aparto del bizcocho, pongo el pensamiento en otra cosa y sigo comiendo. Mientras almorzamos, vemos pasar, junto a donde estamos, un convoy del overground, el metro elevado de Londres. En la incesante amalgama de la ciudad, esta confusión de espacios —trenes y museos, Rolls y perroflautas, mendigos y ociosos— no chirría, ni contamina al bueno con la irradiación del malo, antes bien, resulta atractiva y hasta fascinante. El museo Geffrye, dedicado a la historia de la decoración de interiores inglesa, expone once habitaciones características de las casas británicas desde 1600 hasta 2000. Pero no son los cuartos de los ricos o poderosos, como se ven en los innumerables palacios y mansiones del país, sino los de las clases medias y urbanas: aquellas que tejieron la sociedad inglesa desde los prolegómenos de la revolución industrial hasta hoy mismo. Y, si lo pensamos bien, es lógico que haya un museo así: en los países fríos (y de carácter frío), el hogar es el reducto cálido e inevitable, el lugar donde se pasa la mayor parte de la vida (salvo la destinada al pub) y, por lo tanto, el punto más importante de la vida familiar y, durante varios siglos, también de la vida social. Las once habitaciones están acompañadas por una exposición temporal sobre el servicio doméstico, que informa sobre las tareas que los criados han realizado a lo largo de la historia y la evolución en el trato que les han dado sus amos, y que nos permite averiguar, por ejemplo, que, en el siglo XVII, la orina se utilizaba como quitamanchas de la ropa o que, en el XVIII, los domésticos todavía despiojaban a los señores; y también que, como consignó una señora en su diario, "laundry was not men's business" ("hacer la colada no era cosa de hombres"), algo que, a diferencia del uso de la orina, muchos hombres siguen sosteniendo hoy. Los manuales del servicio decimonónicos recordaban a las sirvientas que llevaran siempre los pies limpios para no ensuciar las habitaciones inmediatamente después de limpiarlas, y que anduvieran sin hacer ruido para no despertar a la familia. Y debían de ser libros muy leídos y con mucho predicamento, porque en 1851 el 10,4% de la población de Londres se dedicaba al servicio doméstico. Entre las habitaciones aparece la capilla del asilo que fue el museo, blanca, con el Credo y el Padre Nuestro inscritos en las paredes. Y, en los últimos aposentos representados, llama la atención la paulatina introducción de elementos sanitarios y de la tecnología en el hogar. Los retretes, por ejemplo, y los sistemas de desagüe de la ciudad se instalaron en la segunda mitad del XIX, cuando se acreditó la relación entre su ausencia y las epidemias de cólera que periódicamente la sacudían. También nos fijamos en una aspiradora prehistórica, un carpet sweeper compuesto por un mango de escoba y dos rodillos de funcionamiento contrario, que absorbían el polvo empujándolo el uno contra el otro y depositándolo en una cajita ad hoc. No nos vamos del Geffrey sin pasear por sus pequeños pero afamados jardines, aunque hemos de hacerlo deprisa, porque son las cinco y ya cierran. Se dividen en un huerto medicinal, que huele muy bien (aunque contiene algunas especies muy venenosas, como el acónito), y una parte recreativa, en la que, de nuevo, encontramos a gente tumbada en la hierba, donde hay grandes dominós, petancas y ajedreces para que los desocupados se entretengan. Luego enfilamos por Bishopsgate, pasando por delante de algunos magníficos edificios de art déco que conviven con pubs llamados, por ejemplo, Dirty Dicks —que, aunque debe de tener algún otro significado, yo no puedo dejar de traducir como "pollas sucias"— hasta la recoleta plazuela de Saint Helen, con su hermosa iglesia del siglo XII, remodelada en 1995, tras sendos atentados terroristas en 1992 y 1993. De allí, tras una larga caminata, llegamos al malecón de Saint Katherine, un embarcadero junto a la Torre de Londres, que la gran mayoría de los miles de turistas que atiborran siempre la Torre, pastoreados por sus férreos guías o embutidos en la visita que han de despachar en pocos días, no llegan a conocer nunca, aunque está a unos pocos pasos. Tomamos sendas copas de vino blanco y unas aceitunas grandes como ojos en un local regentado por un italiano y nos encaminamos por fin al muelle del Puente de la Torre, en el que cogemos uno de los transbordadores que circulan por el Támesis para llegar a Westminster. El día está declinando y las grandes construcciones en las riberas del río, o en el mismo río, como el crucero HMS Belfast, brillan con la luz del ocaso o con su propia iluminación, que se funde con el sol agonizante. Las torres del Puente de la Torre ya no son grises, sino púrpuras, y el London Eye, cuando lo alcanzamos, esplende, rojo. Pasan otros barcos, como el Silver Sturgeon, "El esturión de plata", que vuelca el blanco chillón de sus neones en la negrura espesa del Támesis. En Westminster, ya solo nos falta coger un autobús para llegar al casa. Al subir, el conductor recrimina a una pasajera negra que acaba de montarse con dos compañeras que una de ellas no ha pagado. La joven le responde que sí lo ha hecho: "What's wrong with you? Are you blind?" ("¿Qué diablos te pasa? ¿Estás ciego?"), le pregunta, muy enfadada. Y yo pienso que, si estuviera ciego, tanto ella como nosotros haríamos muy bien en bajarnos corriendo del autobús.
Gracias; Eduardo. No conocía este museo. Esto de seguir viajando sin moverte de casa es un chollo.
ResponderEliminarhttps://www.youtube.com/watch?v=25IFUILatTY