miércoles, 10 de agosto de 2016

Gestionar el conflicto

Así han hecho las escuelas de negocios y los coaches, esos deplorables gurús de la modernidad, que se llame lo que siempre ha sido "convivir". Pero eso no debe sorprendernos: el destino de las palabras es siempre ser sustituidas por otras, más largas, corruptas o foráneas, que digan lo mismo que decían ellas, pero de otra forma. Convivir ha sido siempre entrechocar con otros. El otro está ahí, compacto, inevitable, lacerante. Y uno no puede dejar de ser quien es. El conflicto está, pues, servido, incluso en el espacio más íntimo: con uno mismo y con aquellos a los que quiere. La convivencia de pareja es una de las más ásperas posibles, porque es diaria, porque es inmisericorde y porque se asienta en un conocimiento exhaustivo del otro: sabemos de él todo cuanto más puede herirle, y lo exprimimos sin compasión para obtener lo que queremos. No es extraño que cuando más divorcios se piden sea después de verano, tras unas merecidas vacaciones con mucha convivencia y mucho contacto. Aunque la peor convivencia es, desde luego, la que uno mantiene consigo mismo: los otros que somos a casi todos los cuales guardamos sumergidos en las honduras más lóbregas de nuestro ser, pero que no dejan de arañarnos, y a veces de ladrar nos martirizan con su sola presencia: con sus deseos insatisfechos, con sus frustraciones y sus fracasos, con sus exigencias. Y no podemos hacer con ellos lo que hacemos con los demás: perderlos de vista. Siempre están ahí, royéndonos, reclamando, malmetiendo. Quienes también están ahí son los compañeros de trabajo y los vecinos: gente a la que uno no ha escogido, pero con la que tiene que convivir ocho horas al día, si no más, o celebrar cada tanto reuniones de propietarios, una de las actividades más sórdidas que existen, y con los que la falta de lazos afectivos y las diferencias de carácter establecen sólidas relaciones de hipocresía u odios africanos. No faltan, también, los conflictos banales, pero que pueden ser mortíferos. Uno nunca sabe, por ejemplo, en qué puede acabar una discusión de tráfico. Yo he tenido una en Hoyos este fin de semana, por un quítame allá este aparcamiento, en la que, a la vez que la mantenía, me maldecía por no haber sido capaz de evitarla. Casos ha habido de enfrentamientos que han acabado en funeral. Una de las circunstancias en que el conflicto se revela más dañino es cuando uno no es consciente de que se está incubando. Pensamos, por ejemplo, que hemos sabido mantener una relación cordial con alguien y descubrimos de repente, porque ese alguien nos lo comunica (y no suele hacerlo con delicadeza), que la opinión que le merecemos es la misma que le inspiraría Heinrich Himmler. A la constatación del disgusto ajeno se suma la sensación de imbecilidad propia: el no habernos dado cuenta de que la relación estaba torcida o se había envenenado. Al conflicto llegamos, no por una divergencia, sino, paradójicamente, por una confluencia de intereses. Como dijo una vez Fraga Iribarne, aquel franquista inteligente, España y Gran Bretaña tenían muchas cosas en común: ambos querían Gibraltar. Deseamos lo mismo dinero, trabajo, dignidad, respeto, una plaza de aparcamiento y sucede que no hay para todos. En general, lo que alguien se queda, otro suele perderlo. Así pasa con las naciones, y así pasa también con las personas. La forma de enfrentarse al conflicto depende mucho de con quién se tiene. Hay gente muy desagradable, que ha hecho de ser desagradable la razón de su existencia. Con estos solo se pueden hacer dos cosas: darles una patada en la entrepierna o seguir el consejo de Tolstoi: "Pensar que también han sido niños y que algún día han de morir". Yo, más modestamente, me limito a imaginármelos cagando: acostumbra a funcionar. Hay otros, en cambio, más sibilinos, que gustan de clavar el estilete en el cuarto espacio intercostal o de involucrar en el conflicto a terceros, en general inadvertidos del papel que les han endilgado. Con estos lo más recomendable es poner tierra de por medio, siempre que la dignidad lo permita. Es imposible mantener una relación, aun de enemistad, con los más tortuosos. La enemistad también requiere franqueza. Y es muy cansado: qué alivio no tener que sospechar siempre de alguien, que velar por que no te la juegue, que guardarte las espaldas de sus acometidas silenciosas. Hasta cierto punto, sale a cuenta cierta despreocupación: uno admite la posibilidad, y asume el riesgo, de que lo joroben, a cambio de no estar en guardia siempre. Estar en guardia siempre es agotador (y suele conducir a la fístula anal o al colon irritable). Por el precio de esa faena que le hará el cabrón irreductible, uno compra mucha tranquilidad de espíritu. Pero el conflicto siempre está ahí, agazapado tanto en las menudencias como en las cosas trascendentes; y aún más en las menudencias, porque las cosas trascendentes suelen desbordarnos a todos y, por lo tanto, tendemos a dejarlas aparcadas en un rincón de la conciencia o del armario. Organizar cualquier cosa con un grupo numeroso de personas (aunque no hace falta que sea especialmente numeroso) es garantizarse un festival de desavenencias e intereses contrapuestos, si no de feroces cuchilladas. Y convivir, o coincidir, con alguien cuyo concepto de sí mismo, o cuyas expectativas de éxito o reconocimiento, estén muy por encima de la realidad, o de lo que nosotros tenemos por realidad, puede ser una tortura superior a que te arranquen las uñas con una varilla de bambú. Lo peor es, sin duda, cuando el conflicto con alguien a quien se quiere de verdad lleva a la ruptura de la relación entre ambos. Y perder un amor no es tan doloroso como perder una amistad. Todos los amores se parecen bastante entre sí, y cabe esperar que otro lo sustituya, más tarde o más temprano, con las mismas prestaciones y las mismas servidumbres. Pero cada amistad es distinta, porque no está encaminada a la satisfacción de ninguna necesidad física ni material, y los matices que nos unen con un camarada seguramente no se repitan con otro. La pérdida de un amigo es también la pérdida de uno mismo. De todo eso que nunca más volveremos a vivir, ni a sentir, como las lentejas que preparaba nuestra madre, cuando haya muerto, o la mirada de orgullo de nuestro padre, cuando, de niños, hacíamos lo que le complacía que hiciéramos. La pérdida de un amigo es la anticipación de nuestra propia muerte.

3 comentarios:

  1. Gracias, Blanca. Tú siempre estás ahí.

    Otro beso.

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  2. Si además de hablarnos a nosotros mismos, pudiéramos mandarnos a tomar por saco de vez en cuando, hibernar alguno de nuestros yoes más detestables... Algunos tenemos la suerte de olvidar con rapidez y que el rencor no nos gobierne. Otros se desquitan con la venganza. Lo terrible es que nada de eso sirve contra el daño que estos daños le hacen a uno mismo.

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