Hoy he sufrido por dos periodistas: los que narraban la final femenina de los 200 metros mariposa de los Juegos de Río, en la que Mireia Belmonte ha ganado la medalla de oro, la primera de la historia de la natación española de mujeres. Parecía que les fuese a dar un infarto. A los dos. Y ninguno dejaba acabar al otro: sus gritos se superponían como en una pelea de gatos o una tertulia televisiva (sobre todo alguna en la que participe Marhuenda). Reconozco que Mireia es una mujer de agradables hechuras y que su progresión en el agua, con esas magníficas brazadas que la asemejaban a una grandiosa lepidóptera, era estéticamente seductora: la mariposa es un estilo muy plástico, casi poético, y la lucha cerrada con sus más inmediatas rivales excitaba al más apático. Pero lo de estos periodistas era excesivo. Por fin, cuando la nadadora ha acabado primera la carrera, los dos se han abandonado a un ulular extático que parecía no tener fin, como el de esos locutores televisivos de Hispanoamérica que sostienen más un "¡gol!" que la Caballé un do de pecho. Dudo de que en sus vidas sexuales expresen tanto enardecimiento como en la narración que han hecho de la carrera. Yo, lo confieso, he participado de esos arrebatos deportivos, aunque nunca con el frenesí que han demostrado los enloquecidos periodistas. Y no hoy, claro: en otros tiempos, más joven y con más agujeros en la cabeza. El deporte, cuya mayor manifestación planetaria son los juegos olímpicos, es uno de los tres pilares de la vida contemporánea: el ocio; los otros son el turismo y el sexo. Rafael Sánchez Ferlosio ha escrito que el deporte de competición es odioso y reprobable, porque consume infinidad de energías —y de conciencias—, pero no aporta ningún bien a la sociedad. El contraste con otras actividades humanas es evidente: la investigación científica, por ejemplo, también supone un gran consumo de recursos, pero ese gasto se dirige a la obtención de un resultado provechoso para la mayoría fuera de la propia actividad investigadora. Es decir, el científico mira por el microscopio no para batir el récord mundial de mirar por el microscopio, sino para descubrir algo que cure el cáncer. Y lo mismo hace el escritor: no se pelea con las palabras para declararse vencedor de las palabras, sino para aportar literatura a la sociedad y que esa literatura enriquezca, informe y mejore a los lectores, o, simplemente, les permita experimentar una emoción estética. El deporte, en cambio, solo se hace por hacer deporte: las victorias, las medallas (por las que todo el mundo siente un ansia viva: recolectar medallas es un deber nacional, la justificación de nuestro ser patrio) no son sino la culminación de una labor solipsista, que no da a nadie nada que no sea la práctica (con sus beneficios económicos, eso sí, que en algunos casos pueden ser multimillonarios, pero también con el castigo del cuerpo y el deterioro de la salud) o la contemplación de esa labor. Tiene razón el maestro Ferlosio, pero olvida una importante función que sí cumple el deporte: la sublimación de la violencia social. El deporte simboliza la guerra y la vuelve inocua. Así, en lugar de enviar al proletariado a los frentes de batalla, que es lo que han hecho siempre los poderosos —delegar espicharla en la carne de cañón—, ahora lo envían a los estadios, para que se desgañiten en las gradas y no en las trincheras. Aunque a veces también mueran, porque la sublimación deportiva no alcanza a ser suficiente y excita el enfrentamiento físico: la guerra entre Honduras y El Salvador de 1969 se desató por un partido de fútbol (por eso se la llamó "La guerra del fútbol") y, aunque solo duró cuatro días, causó la muerte de 6 000 personas y heridas a otras 15 000; y los hooligans de todo el mundo (británicos originariamente, pero luego de todas las naciones incivilizadas del planeta) siembran el terror allí por donde pasan, y hasta conciertan encuentros para sacudirse entre sí. Por asumir esas pulsiones bélicas, el deporte ha incorporado la mitología nacionalista —banderas, himnos, lenguaje marcial, exaltación patriótica— a su desarrollo, y ha sustituido por ella la mitología religiosa de sus orígenes: los juegos antiguos, que se celebraron cada cuatro años durante doce siglos —desde el VIII a. C. hasta finales del IV d. C., cuando Teodosio, emperador cristiano, decidió desterrar aquellas prácticas paganas e hizo destruir los estadios helenos—, eran una manifestación del culto a Zeus, tenían lugar en el santuario del gran dios en la ciudad de Olimpia, y se acompañaban de sacrificios rituales en su honor, mientras que los actuales no son sino una traslación del espíritu de combate que, por desgracia, acompaña todavía a las comunidades humanas. Que esa traslación no basta para inhibir la violencia en el mundo, es evidente: los hombres nos seguimos matando con aplicación y deleite. Y mientras en la antigüedad, las guerras se interrumpían para que tuvieran lugar los juegos, en la era moderna es al revés: los juegos se interrumpen para que tengan lugar las guerras. Una de los muchos conflictos del siglo XX, la Guerra Civil española, frustró la Olimpiada Popular de Barcelona de 1936, con la que el gobierno de la República quería protestar contra los Juegos Olímpicos de Berlín, celebrados poco antes, que habían constituido una apoteosis del racismo nazi. (Pero 200 atletas de los más de 6 000 que habían acudido a la Olimpiada Popular se quedaron en la España para luchar por la República). Casi seis décadas después, unos Juegos pudieron celebrarse, por fin, en Barcelona, y fueron, según dicen, un éxito deportivo y social, aunque también los segundos más caros de la historia, después de Londres 2012, e igualmente los segundos con una mayor desviación del presupuesto inicial, un 417%, tras Montreal 1976, con un imbatible 796%, que los canadienses han tardado treinta años en pagar. Y, sí, yo aplaudí aquellos Juegos, y me complací con las gestas de nuestros atletas y con lo mona que había quedado la ciudad. Allí estaba, todas las tardes, babeando (o bobeando) ante el televisor, sin reparar en que, en realidad, lo que hacían aquellos deportistas me importaba una higa: ni me daba dinero, ni me curaba de ninguna enfermedad, ni me hacía mejor persona, ni nada de nada. Ahora tengo claro que la colosal parafernalia del deporte, su arrasadora incorporación a la industria del espectáculo (de niño, el espacio reservado al deporte en los telediarios no superaba los cinco o diez minutos; hoy se lleva casi la mitad de su tiempo), su onanismo conceptual y su inanidad productiva, y su íntima relación con ese poso patriótico que anida en lo más legamoso de la personalidad, lo vuelven rechazable e idiota. Deberíamos buscar entre todos otra forma de sublimar la violencia. Debe de haberla. Y seguro que sale más barata y es más creativa.
Hagamos lo que hizo A. Baricco, leer en público en distintas ciudades y pueblos la Ilíada.
ResponderEliminarComo dice él en la apostilla final "La tarea de un pacifismo verdadero tendría que ser hoy no tanto demonizar hasta el exceso la guerra, sino comprender que solo cuando seamos capaces de otra belleza podremos prescindir de la que la guerra, desde siempre, nos ofrece" (...) "Encontrarse a uno mismo en la intensidad de lugares y momentos que no sean una trincheras; conocer la emoción, incluso la más vertiginosa, sin tener que recurrir al «doping» de la guerra o la metadona de las pequeñas violencias cotidianas. En fin, otra belleza, si es que comprendéis lo que quiero decir" (tomado de Homero, Ilíada, A. Baricco, edit. Anagrama, colección compactos)
Quienes la han conocido (no sé si es el caso de Baricco) afirman que no hay ninguna belleza en la guerra. En todo caso, repito que, si se trata de sustituir una pulsión (la violencia social) por otra (el esfuerzo, la agonía del deporte), quizá valdría la pena explorar otras opciones menos pugnaces y más productivas.
ResponderEliminarGracias por tu comentario, Ana, y un beso.