Tres cuervos en la copa de un castaño. Las chumberas rebosantes de higos. El cielo muy azul, rasguñado por la torre de la iglesia. La tierra verde, ocre, amarilla, negra. Una bandera arcoirisada en el balcón del ayuntamiento. Otra española, desteñida y desgarrada, enroscada al asta de la casa del deán. Los balcones atestados de plantas floridas en las casas de piedra de la plaza mayor. El aire más fresco de lo que imaginaba. Una casa en construcción donde antes solo había un solar con maleza. Varias casas con el cartel de "se vende" ajado por la lluvia y el viento. Los árboles que entoldan la portada de la iglesia, frondosos y algo combados, afanosos de luz. Todo el mundo con mascarillas. Una gitana que pasa con una niña en un carrito; la niña me dice "¡hola!". El acento respingón de los extremeños. El arroyo casi seco. La plaza atiborrada de coches. Las terrazas de los bares atiborradas de veraneantes. Un gorrión que se me ha colado en la biblioteca y se ha cagado en el ordenador. El carnicero que ha puesto dos sillas a la entrada de la carnicería para que se pueda sentar la gente que ha de esperar fuera. Una prima política que me cuenta que su padre murió en marzo. Una vecina que no repara en mí, o que quizá no me reconoce. Un par de neorrurales que pasan con la ceñuda alegría de los de su clase. Un anuncio de clases de yoga. Las inevitables avispas de las claraboyas. Los pasquines a las puertas de todos los establecimientos, que recuerdan la obligación de llevar mascarilla, ponerse gel higienizarte y guardar la distancia de seguridad. El oxímoron de la calle Clemente y Guerra. Un tractor que pasa. La ropa tendida en los balcones, que ondea con el ábrego. La peña Bar Moe. Dos niños que se esconden, jugando, detrás de un contenedor. Perros que ladran. Gatos que miran. Un silencio espeso, blanco. Un guiri tomando fotos. Donde había un restaurante, ya no hay un restaurante. Una autocaravana enorme junto a la papelería. Zarzales que empiezan a tener moras. Un helicóptero amarillo. Familias que pasan mirando los dinteles, los ajimeces, los escudos heráldicos. Muros de piedra vieja casi caídos. La cría de lagarto que encuentro en la bañera. Ventanas que siempre estaban cerradas, abiertas. Los troncos rojizos de los alcornoques circuncidados. Los troncos aún negros del incendio. Varios aviones cuyas estelas se entrecruzan en el cielo. El tañir de las campanas de la iglesia. Las señoras del pueblo que pasean juntas por la carretera y siempre dan las buenas tardes. La piscina natural, a la que, a esta hora de la tarde, todavía acude una familia para bañarse. El agua de la rivera, que baja lenta y festoneada de hojas. La casa vacía. La casa vacía. No sé si volveré.
Bienvenido a la "nueva normalidad".
ResponderEliminarCerca de Portugal, la melancolía parece que se espesa. Ánimo.
ResponderEliminarEduardo, este es un verano raro para todos. Y muchos, al igual que tú, no sabemos si repetiremos destino. Es un verano de positivos y negativos, de saber dónde está el noroeste y el suroeste sin brújula, de brocales de pozo con siete lados, de fijarnos en las piedras del suelo y ver una paloma, de subir escaleras de caracol, de divisar el paisaje desde lo alto, de ponernos las pilas, de estar con los que nos quieren. Verano de jaque mate con sonrisa. En una servilleta de papel he leído que todo va a ir bien.
ResponderEliminarBesos.
Un fuerte abrazo Eduardo.
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