El cochino coronavirus reduce nuestro círculo de actuación: nuestros viajes son ahora gallináceos, como decía Pla (Josep, no Albert). A lomos de mi gallina particular, un Toyota de doce años (la avanzada edad suele ser peyorativa en el caso de los coches, pero meliorativa en el del whisky), me acerco este fin de semana al Delta del Ebro, una zona que, pese a sus muchos atractivos, conozco poco. Haré noche en Deltebre, la puerta del lugar, a donde llego después de cruzar arrozales interminables, salpicados de garzas, cuya sinuosa blancura encala fugazmente el verde subido de los plantones. El arroz y el turismo son las principales industrias de esta gran comarca, y a las dos las nutre el padre Ebro, que la ha formado con los depósitos aluviales que lleva milenios arrastrando. A la entrada del pueblo me recibe un enorme cartel que me informa de que he llegado a "Deltebre, República Catalana". Son curiosas estas fantasmagorías desiderativas: la República Catalana no existe, ni ha existido nunca, pero la gente se empeña en afirmarla como si fuera una realidad. Aquí ese empeño es intenso. En otra calle veo un rótulo callejero que señala la dirección en la que se encuentra la sede local del Partit Demòcrata de Catalunya, igual que se indica dónde queda la iglesia del pueblo o el dispensario de la Cruz Roja. No sé cuál es el grado de independentismo del Partit Demòcrata de Catalunya —la implosión de Convergència i Unió en partidos, asociaciones, plataformas, sectas, facciones y grupúsculos soberanistas es de tal magnitud que me declaro incapaz de distinguirlos—, pero doy por hecho que es muy alto. En el paseo que doy por el pueblo reconozco a muchos magrebíes; algunas mujeres visten chilaba talar, con el complemento chic de la mascarilla, que acaba de enterrarlas bajo tela. Muchos lugareños charlan, sentados a la puerta de sus casas, bajas y generalmente descuidadas: ocupan toda la acera. Algunos, incluso, trabajan en el huerto, encajado entre dos casitas. Esto es un pueblo, y se nota. En una plazoleta se alza una estatua que homenajea "al pagès que va transformar les nostres terres" ('al campesino que transformó nuestras tierras'). En muchos rincones, lo que se eleva son árboles frutales —una higuera desprende un tufo dulzón, tan fuerte que es casi ofensivo— o plantas enredaderas, como las buganvillas, que lo inundan todo de púrpura. Llego al paseo del río, que fluye manso pero poderoso. El agua no es ocre, como suele suceder con los ríos de mucho caudal y abundante tráfico, sino muy azul, y las riberas, pobladas por una espesa vegetación, son muy verdes. Me dejo arrullar por la música de la naturaleza, que aquí parece sonar en plenitud. Oigo a los pájaros, y el murmullo del agua, y el zumbido de los insectos, y el cuchichear del viento, un compañero habitual de estas tierras, por entre las hojas de los árboles. Pero la actividad humana emborrona estas apacibles melodías. Pasa una moto de agua, abriendo una calle de violentas espumas en el agua serena. Pasan también ciclistas. Primero, uno gordo: él resopla; el velocípedo cruje. Luego, una madre joven con un traje de topos, que enseña las piernas al pedalear: ahora soy yo el que resopla. Por fin, una chica que se acerca haciendo eses y que acaba cayéndose, aunque sin consecuencias: se levanta de un salto, recoge la bici maltrecha y se aleja, ya sin culebrear. Y, como trasfondo de todo, se oye el tráfico de los coches, un como quejido que se acentúa conforme me aproximo al puente colgante que une Deltebre y Sant Jaume d'Enveja, el pueblo que ocupa la otra ribera del río, y que sustituye a las antiguas barcazas y transbordadores que desde 1849 han transportado, aquí, a personas, animales y vehículos de una orilla a otra. El puente, eso sí, ostenta un nombre poco imaginativo: Lo passador ('el que pasa'). En el paseo, también me cruzo con uno de esos parques con aparatos de gimnasia que los ayuntamientos disponen para que la gente haga un poco de ejercicio. Los cacharros, blancos y algo descascarillados ya, parecen robots o piezas de arte contemporáneo. Pero nadie los utiliza. Cuando regreso al pueblo, vuelvo a sumergirme en esa República Catalana tan deseada por los vecinos que, simbólicamente al menos, lo inunda todo. Paso por la plaza así llamada, de la República Catalana, donde una placa informa de que el lugar conmemora "el procés de construcció nacional" y de que su nombre fue elegido por los deltebrenses. También consta su fecha de inauguración: el 10 de septiembre de 2015, un día antes del 11 de septiembre, la fecha sagrada de los independentistas. La placa reproduce asimismo unos bucólicos versos del poeta local Baltasar Casanova i Giner. En el centro de la rotonda flamea una estelada y la avenida que nace en la plaza y conduce al centro de Deltebre se llama "1 d'Octubre", otra fecha digna de reverencia en el imaginario indepe. Por esa avenida llego al ayuntamiento, cuya fachada luce —no sé por qué no me sorprende— otra estelada y una inmensa pancarta que reclama la libertad de los presos políticos. Estoy en un país imaginario, donde se proclama una república que no existe, ondean banderas privadas en los edificios públicos y se tiene por "preso político" a quien ha violado la ley. La bandera de Deltebre, por cierto, es verde, como los arrozales, y su escudo contiene, en sinople, un ramo de espigas de arroz. A la mañana siguiente, tras no haber dormido demasiado bien —nunca duermo bien la primera noche que paso en una cama que no es la mía—, me levanto temprano para acometer la excursión que tengo planeada al faro del Fangar, que encabeza, o casi, la playa homónima, una de las más largas del litoral catalán, y que nunca he visitado. El GPS —uno de los grandes inventos de la humanidad, sobre todo para los automovilistas nefastos como yo— me lleva sin error al punto de inicio, junto a un restaurante llamado "Vascos" —así, sin más—, que a estas horas aún está cerrado. Estoy a punto de ir hacia el otro lado: un cartel indica que hay una playa nudista a 1.350 m de distancia. Pero no: me atengo al plan, que consiste en recorrer la playa y bañarme junto al faro. El principio no es muy prometedor: un enorme desagüe de cemento cruza la arena y desemboca en el mar. No parece que arroje aguas negras ni desechos químicos, pero su presencia no deja de ser inquietante. Poco después, paso junto a una maraña de árboles muertos, sobre la que pende una nube de libélulas. Los anisópteros deciden acompañarme y me escoltan, durante un buen rato, como helicópteros anaranjados. Sobrevuelan la arena con desplazamientos lineales y rapidísimos hasta que, con la misma resolución con que se me han unido, deciden dispersarse en la inmensidad del arenal. A esta hora la playa está casi vacía. Solo unos pocos pescadores atienden las cañas. Uno, viejo, sentado, ni siquiera eso: está absorto en el móvil. Dudo si pasar por debajo de los sedales, tensos hacia el agua, o rodearlos, no sea que con mi altura y un mal golpe de viento me enrede con ellos. Pero uno de los pescadores, que advierte mi vacilación, me indica que sí, que puedo pasar por debajo. A diferencia de las escaleras, no trae mala suerte. En el agua solo hay dos bañistas, que también son pescadores. Buena parte de la playa está ocupada por dunas, unas fijas, recubiertas de vegetación, y otras móviles, de esas que el viento no deja de lamer y acuciar. Las dunas están señalizadas con un cableado naranja, horrible, pero muy visible, que es de lo que se trata: hay que evitar que la gente las pisotee. En sus recovecos anidan los charranes y las gaviotas; una, enorme, sale volando de entre los montículos y se adentra en el mar. Las dunas son las principales protagonistas del lugar y se las deja crecer hasta donde quieran: en algunos puntos casi llegan al agua y el paso se reduce a una estrecha franja de arena compactada. Puntean la arena por la que sí podemos transitar peces muertos, resecos, llenos de agujeros, casi fosilizados, en los que pululan insectos y bichos que desconozco y que renuncio a conocer. Tras unos cinco kilómetros de marcha, llego al faro, que nunca deja de verse en la distancia: es la meta a la que se dirigen todos los pasos. Se trata de una airosa torre de 20 m de altura, que se encuentra a 20 m sobre el nivel del mar, aunque esto sorprende algo, porque da la impresión de estar exactamente al nivel del mar. Se construyó en 1972 y fue remozada en 1986. Pero el primer faro que hubo aquí data de 1864, y fue obra de un ingeniero inglés, Mr. Henderson, de Birmingham. En aquellos tiempos, los ingleses campaban por el mundo construyendo puentes, faros, fábricas y hasta un imperio. Hoy se encierran en su isla, temerosos de la gente. Aquella primera construcción no sobrevivió, como tantas otras cosas, a la Guerra Civil: fue incendiada. Hoy se yergue blanca, con una ancha franja roja en el centro, dos pisos superiores y dos placas solares en lo alto. Deslucen algo su prestancia el montón de basura que alguien ha dejado a la entrada y una pintada: "El PHN, mort del Delta". Supongo que PHN significa "Plan Hidrológico Nacional", siempre muy contestado por las poblaciones de la zona, que no quieren que el agua que las riega y les da de comer se vaya a otros lugares. Es comprensible, aunque no sé si muy solidario. No hay, en cambio, ninguna estelada, como me temía: es un alivio. Como había planeado, planto la toalla en la arena, dejo la mochila y me meto en el agua, que está a la temperatura perfecta: ni es sopa ni está helada. Braceo con fuerza y, cuando me detengo, me abofetean blandamente las olas, con sus penachos de espuma. Desde el agua contemplo la línea de la sierra, que recorren, como un peinado cherokee, los aerogeneradores de un interminable parque eólico. Pero esto también es lógico: aquí el viento es una fuerza constante; hoy lleva toda la mañana soplando. Bandadas de grandes pájaros, como fugitivas manchas grises, pasan entre los aerogeneradores y yo. Me baño y me seco al sol. Vuelvo a bañarme y vuelvo a secarme al sol. Me refresco dudosamente con el agua que he tenido la precaución de traer en un termo: en todos los kilómetros de la playa no hay ningún servicio. Por suerte. Cuando me siento lo bastante rebozado de sal y de sol, emprendo el camino de regreso. Pero han pasado varias horas, y la playa ha perdido la deliciosa vaciedad de la mañana: ahora está concurrida, incluso por grupos que portan los clásicos aparejos veraniegos: sombrillas, patitos de goma, pelotas de Nivea y perros, muchos perros. Uno corretea alegremente junto a un cartel que obliga a llevar a los perros atados. Sus dueños se ven felices. Un joven pasa a mi lado con la mascarilla puesta. Con este calor y con este viento, que debe de haberse llevado cualquier gotícula de coronavirus a kilómetros de distancia, en un lugar donde la distancia entre las personas se mide por leguas, lleva mascarilla. Sin duda es un ciudadano responsable, muy responsable, responsabilísimo. Pero la responsabilidad puede convertirse en una carga insoportable, además de ser, a veces, una ridiculez. Cuando he llegado esta mañana a "Vascos", apenas había media docena de coches aparcados. Cuando llego ahora, hay doscientos. Huyo, huyo deprisa.
Hola Eduardo,
ResponderEliminartambién nos dejamos caer por esos lares unos meses antes del paso de "Gloria". Entonces apenas había gente. Se podía uno espatarrar hasta que el sol secara las ingles. Me sorprendieron las playas kilométricas y la arena, fina, ocre, marrón, negra y que no ensucia como la de obra con la que se rellenan las playas donostiarras. El paisaje, tan llano como extenso, se reveló insólito para alguien acostumbrado a montañas y colinas, subidas y bajadas.
Supongo que también vería "esteladas" aunque no lo recuerdo con claridad. Me chocó, sin embargo, la aridez de Sant Jaume y las calles vacías en octubre.
Un saludo.
Es una tierra singular, sí. A mí me gustó mucho su belleza desolada, tan infrecuente en nuestros tiempos.
ResponderEliminarGracias por tu mensaje. Un abrazo.