Uno de los rasgos que caracteriza a los Estados Unidos de América es su fervor religioso. En los billetes de dólar aún campea (y probablemente lo haga sine die) una máxima escalofriante: "In God We Trust" ['En Dios confiamos'], algo que siempre me ha recordado, salvando las distancias, a aquel no menos pavoroso "Gott Mit Uns" ['Dios con nosotros'] que lucían los soldados alemanes de la Segunda Guerra Mundial en la hebilla del cinturón. En el mito fundacional de los EE.UU., la raíz religiosa, representada por los peregrinos del Mayflower, aquellos puritanos que huían de la persecución en Europa y que establecieron en el Nuevo Mundo no solo un nuevo hogar, sino, y mucho más importante, una comunidad espiritual, resulta capital. Desde entonces, la Iglesia, es decir, las iglesias, no han hecho más que crecer. La fe está arraigada en casi todos (más del 50% de los norteamericanos considera que la religión es "muy importante" en su vida); la adscripción a una u otra confesión (baptistas, metodistas, luteranos, presbiterianos, pentecostalistas, episcopalianos, mormones, adventistas del Séptimo Día y evangélicos de toda laya: en el supermercado del protestantismo hay casi tantos productos como en el Mercadona, a los que habría que sumar los del catolicismo, el judaísmo y el islam) es tan común como la adhesión a un equipo de béisbol; templos de todas clases florecen por doquier; y no es infrecuente que, en los jardines de las casas, junto con la bandera americana, haya también clavada una cruz (por fortuna, no ardiendo). En los EE.UU., hoy presididos por un fanático religioso, por cierto, se puede creer casi en cualquier Dios, pero lo que no se puede ser es ateo, una condición no solo reprobable, sino denotativa de una tara moral. Y eso aunque el porcentaje de la población que no pertenece de ninguna religión no haya dejado de crecer en lo últimos años: en 2015, un 15% de los norteamericanos declaraba no tener ninguna. Hay esperanza, pues. No obstante, esta progresiva secularización es un fenómeno reciente. De siempre, y no digamos en el siglo XIX y la primera mitad del XX, los Estados Unidos han sido un baluarte de las creencias en lo sobrenatural, y por eso aquellos, muy pocos, que se han atrevido a desafiarlas públicamente merecen, a mi juicio, una reverente admiración. A bote pronto, se me ocurren tres: Mark Twain, Ambrose Bierce y Henry Louis Mencken. El primero no fue solo el autor de las deliciosas aventuras de Tom Sawyer y Huckleberry Finn, sino también de un libro tan clarividente y corrosivo como Reflexiones contra la religión, que escribió en 1906, pero que no vio la luz hasta 1963, porque su hija Clara, militante de la Ciencia Cristiana, se opuso a que se publicara. Ambrose Bierce, que se ganó entre sus contemporáneos el apodo de bitter Bierce ('el amargo Bierce'), por su vitriólica e indesmayable denuncia de los vicios e imbecilidades de su época, que eran innumerables –en toda época lo son–, es el autor del imprescindible El diccionario del diablo, un iluminador ejercicio de inteligencia algunos de cuyos más afilados golpes caen sobre la religión, a la que define como "hija del Temor y la Esperanza, que vive de explicar a la Ignorancia la naturaleza de lo Incognoscible". Rezar es, para Bierce, "pedir que las leyes del universo sean anuladas en beneficio de un solo peticionante, confesadamente indigno"; un clérigo, "el hombre que se encarga de administrar nuestros negocios espirituales como método para favorecer sus negocios temporales"; y la eucaristía, "la fiesta sagrada de la secta religiosa de los Teófagos". El último y más desconocido –en España, al menos– de este trío de heroicos librepensadores es Henry Louis Mencken, de quien no tuve noticias hasta hace algunos meses, cuando leí en El País una referencia a un libro suyo titulado Prontuario de la estupidez humana. Como la estupidez es un tema que siempre me ha interesado (porque siempre he querido entenderme), intenté hacerme con él en mis librerías de referencia, pero en todas me dijeron que estaba descatalogado, y en iberlibro, esta tabla de salvación de tantos bibliófilos inquietos, tampoco aparecía. Por uno de esos extraños azares que a veces bendicen a los amantes de los libros, un buen amigo mío, José Carlos, sabedor de mi interés por esa diosa de la contemporaneidad que es la estupidez humana, se ofreció a prestarme el ejemplar de Prontuario de la estupidez humana que él sí tenía. (De hecho, José Carlos tiene todos los libros; quizá Mallarme los haya leído todos y la carne sea triste, pero mi amigo es el orgulloso poseedor de la biblioteca de la humanidad, o de algo que se le parece mucho). Naturalmente, acepté. Se trata de una edición de 1992, de la editorial Martínez Roca, con prólogo de Fernando Savater y traducción de Eduardo Goligorsky. Al leerla, he descubierto a un nuevo impugnador de las supersticiones de la fe y, en particular, de la fe cristiana, que es la que le pillaba más cerca. Y me ha sorprendido la fuerza, y no solo satírica, de su expresión: Mencken –que también fue un excelente crítico literario (en Prontuario... incluye, precisamente, sendos artículos sobre Twain y Bierce) y un sesudo investigador de la lengua inglesa, aunque apenas había cursado estudios– escribe con una brillantez perturbadora, buscando siempre la estocada retórica, ardiente en la forma pero gélido en la lógica, a la vez hilarante y sombrío. Mencken no deja asunto sin remover, tópico sin pulverizar, complacencia sin pisotear: se apresura a meterse en todos los charcos, sin miedo ninguno a la polémica o la represalia. Resulta, así, una figura volteriana, diametralmente opuesta a la figura del intelectual de hoy, constreñido (o estreñido) por el juicio de la opinión pública, que injuria o lincha en las redes sociales. Por suerte, en tiempos de Mencken no había redes sociales, ni él era un hombre apocado o reticente a decir lo que pensaba. Es sobrecogedora, por ejemplo, la diatriba contra su propia cultura, "El anglosajón", de 1923, en la que demuele su presunta historia de éxitos y acusa a sus miembros de ventajismo y cobardía permanentes. Aunque tengo para mí que no la escribió porque realmente pensara que los ingleses y los norteamericanos eran unos cagones y unos fracasados, sino para sacudir los cimientos de un pensamiento apoltronado y autocomplaciente, es decir, para provocar. Y vaya si lo consiguió. Mencken mereció críticas acerbas, más despiadadas aún que las suyas (porque los que meten el dedo en el ojo suelen conseguir que les metan palos por el culo), pero hoy se comprueba, en mi caso con alegría, que quienes las suscribieron han sido pasto del olvido, mientras que su nombre sigue presente en la cultura de los Estados Unidos, aunque menos de los que merecería fuera de sus fronteras, por más que escritores tan destacados como Jorge Luis Borges (que le dedicó en El Hogar una elogiosa reseña, mencionando, precisamente, el artículo "El anglosajón" y definiendo a Mencken como "un aclamado especialista en el arte de calumniar y vituperar al país") o el propio Savater lo hayan reivindicado. Para ejemplificar su pensamiento y, aún mejor, su prosa, transcribo a continuación el artículo "La inmunidad", de 1929.
Las opiniones religiosas no son, por su naturaleza, más dignas de respeto que cualesquiera otras. Por el contrario, tienden a ser marcadamente tontas. Si usted lo duda, pídale a cualquier devoto de su relación que describa lo que cree en forma de testimonio jurado y después léalo: "Yo, Fulano de Tal, declaro bajo solemne juramento que creo que, al morir, me convertiré en un vertebrado sin sustancia, desprovisto de peso, existencia o masa, pero dotado de todas las facultades intelectuales y sensaciones corporales de un mamífero común... y que, por el grave delito de haber besado a mi cuñada detrás de la puerta, con mala intención, me hervirán en azufre derretido durante mil millones de años calendario". O: "Yo, Mengana de Tal, imbuida de temor al Infierno, afirmo y declaro solemnemente que me parece correcto, justo, lícito y decente que el Señor Dios Jehová, al ver que algunos niñitos de Bet El se reían de la calva de Eliseo, hiciera salir del bosque a una osa y le ordenara (...) que destrozase a cuarenta y ocho de ellos" (...).
No, en las ideas religiosas no hay nada de singular mérito. En cambio, tienen a ser desatino de una naturaleza peculiarmente pueril y tediosa. En el mejor de los casos, han sido tomadas de los metafísicos, o sea, de hombres que consagran sus vidas a demostrar que el doble de dos no es siempre o necesariamente cuatro. Y, en el peor de los casos, huelen a espiritismo y adivinación de suertes. Los hombres que las comercian profesionalmente tampoco ostentan ninguna virtud visible. Pocos teólogos saben algo digno de ser sabido, incluso sobre teología, y no hay muchos que sean honestos. Se le puede perdonar a un hombre que sea comunista o partidario del impuesto único, con el argumento de que el origen de su desvarío reside en una falla en las glándulas de secreción interna y que bastaría un invierno en el sur de Francia para aliviar su mal. Pero el teólogo medio es un tipo rozagante, rubicundo, bien alimentado, para el que no encontramos excusas en el campo de la patología. Cuando echa a rodar sus majaderías, no lo hace inocentemente, como un filósofo, sino maliciosamente, como un político. En un mundo bien organizado, lo pondrían en la picota. Pero en el mundo en que vivimos, nos piden que lo escuchemos, no solo cortésmente, sino incluso reverentemente, y boquiabiertos.
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