Sesenta y cinco poemas en prosa componen este quinto poemario de José Antonio Llera (Badajoz, 1971), dividido en tres secciones: «Cuerpo», «Descendencia» e «Historia», representativas de los tres pilares del ser, el cuerpo (el yo), la creación (el lenguaje) y la historia (el mundo). Esta tríada no forma un conjunto desgalichado, sino un camino, una progresión: del individuo al grupo (de la singularidad personal a la totalidad colectiva) a través de la palabra.
La primera parte explora las vicisitudes del cuerpo y los recovecos de la materia. Las imágenes empleadas en esta exploración —Llera es un poeta sensorial, no abstracto— son, coherentemente, corporales, matéricas, sensuales. Y enérgicas: la certeza de la carne, la espesura concreta de las cosas tangibles, las abraza también a ellas. Todas son ceñidas: ninguna parece dudar; ninguna se alarga ni deshilacha. Su precisión denotativa y, en consecuencia, su ambigüedad connotativa son máximas. Llera gusta del vocabulario anatómico y científico. El rigor de este léxico se corresponde con el rigor del discurso. En «Tiro al plato», apostrofa al cuerpo: «Soy ahora la metralla, lo que no tenía cuerpo hasta que se deshizo en ti, el escarmentado después de muchas noches en vela, el que se debate entre curvas parabólicas y montículos de sangre». El zumbido en los oídos del título, y del poema homónimo de esta primera parte, se llama acúfeno, y afecta, insidiosamente, a buena parte de la humanidad. El poeta transforma la dolencia en una metáfora de la creación, en una revuelta de la psique contra el organismo. Las cosas se mueven a su alrededor como en una mesa de billar, «mientras alguien hurga en mi tímpano con el taco». La enfermedad, como rasgo definitorio del ser humano, lo acosa en las distintas etapas y actividades de la vida, y, en este libro, tiene un sentido tanto físico como existencial. «El mundo (…) nos enferma», escribe Llera en «Farmacias»; y luego detalla: «Los esquizoides afinan las campanas; los agorafóbicos estudian arquitectura en las láminas de Giorgio de Chirico; las anoréxicas trabajan de reponedoras; las bulímicas curten pieles; los afásicos maquillan a los actores del kabuki».
En El hombre al que le zumban los oídos, todo es susceptible de unirse con todo. Llera es un escritor fuertemente analógico y razonablemente irracional. Las realidades que lo circundan —y constituyen— se alían con facunda promiscuidad. Y ninguna frase, ninguna imagen, es previsible, lo cual constituye el primer mandato del poeta verdadero. A veces, la propia fusión de realidades alejadas o contradictorias genera un efecto humorístico: en «Ignis amoris», el fuego del amor le pide a un carnicero que le dé el corazón del poeta «en lonchas muy finas, (…) pero el carnicero insiste en hablar del espíritu (le hastía la materia)». La inflexión surreal suscita una sonrisa claroscura. José Antonio Llera se ha mostrado sensible a las diversas formas de la comicidad y, sobre todo, a las de la comicidad vanguardista, y ha estudiado a grandes humoristas, como Julio Camba, Miguel Mihura y Wenceslao Fernández Flórez, así como el humor visual de La Codorniz. Es comprensible: el humor es la forma más regocijante de ser exacto.
En El hombre al que le zumban los oídos también se concierta la intimidad. En ese cuerpo a cuyos sucesos atiende con diligencia el poeta, caben asimismo los recuerdos de la infancia —y la templada melancolía que suscitan— y la proyección de las imágenes del niño que se fue en las del hijo que se ha tenido, que prolonga una antigua historia de inocencia y esperanza. El recuerdo de la madre asoma en muchos poemas. En «Machacar en hierro frío», lo hace junto al del padre, y también con Esquilo y la enfermedad de Newcastle que afectaba a las gallinas de la familia en invierno; y en «Los ojos de los idiotas», con Buñuel y Lorca. Llera aúna siempre para multiplicar y, al mismo tiempo, sutilizar el sentido. La memoria de un antiguo amor, pleno de corporalidad, configura «Utopía». Como dice el poeta en «El sueño de la serpiente», nadie puede desposeerlo «de lo vivido, nadie puede robarme ese tuétano claro, ni siquiera las firmas caducadas, ni siquiera la heráldica espuria».
El aliento que José Antonio Llera insufla a El hombre al que le zumban los oídos es íntimo —de autoanálisis sentimental— y cósmico a la vez. Hay siempre una voluntad totalizante, casi épica, en Llera, aunque se ocupe de asuntos cotidianos o nimios. Y una dimensión existencial, vinculada con el sentimiento de incertidumbre y vulnerabilidad que la descorazonadora experiencia del mundo nos infunde. En «Preguntas imposibles», el poeta se pregunta por qué le da fuerzas para seguir viviendo. Esas preguntas «son el cable de acero por donde camina despacio el equilibrista. (…) Pero el cable se rompe. Con la mitad rota es con lo que yo respondo». En «La falta» —el sentimiento de privación es característico de la náusea existencial—, alguien pasea por la plaza Cataluña de Barcelona con la cabeza cortada de un amigo metida en una bolsa de plástico, un preso no quiere salir de prisión «porque sentiría haber perdido algo irrecuperable», un labrador amputado está enamorado de su pierna ortopédica, y el nombre del poeta «se pronuncia igual si le quitas las vocales o si cambias de lugar las consonantes». En «Revenge», la soledad se ha hecho redonda.
La influencia del surrealismo es esencial en El hombre al que le zumban los oídos y en toda la obra de José Antonio Llera: Lautréamont, el padre de Maldoror, Luis Buñuel, con sus ojos acuchillados, y el «sol negro» de la melancolía de Nerval, eje de una tradición paradójica que se remonta al salmista —«oscuridad como luz»— y que han cultivado todos los grandes metafóricos de Occidente, revelan en los poemas del libro el peso de la resonancia inconsciente, de la semejanza que subyace o que el poeta fuerza a partir de una afinidad anómala o un temblor fugaz, y que conduce, sorpresivamente, a una experiencia repristinada. Llera, de nuevo como ensayista, ha mostrado su interés por algunos de los mejores poetas irracionalistas de nuestra modernidad con brillantes estudios sobre Miguel Labordeta o Poeta en Nueva York. Lo que no le impide practicar una vasta intertextualidad, en la que comparecen poetas clásicos griegos y renacentistas, para configurar el sofisticado entramado de sus poemas.
Este juego de equilibrios creadores se formaliza en la segunda parte de El hombre al que le zumban los oídos, que recoge sus reflexiones sobre la escritura poética. En «La córnea del poeta», consigna la tarea del creador, que resume en una mirada nueva al yo y al mundo. El poeta ha de elegir a dónde dirige los ojos: a la planicie de lo ya dicho o a la fronda de lo todavía no enunciado. Si elige lo primero, le darán «de comer imágenes bajas en hidratos, (…) fruta magullada»; si lo segundo, estará solo, a la intemperie, y se enfrentará a la desapacibilidad de las cosas, a la inclemencia de todo. Sin embargo, «el ojo solo merece ese nombre cuando funde lo que otros vieron con lo que permanece en el fondo del capazo, viudo de aclamaciones». Llera propone optar, como Robert Frost en «El camino no elegido», por la senda menos transitada, porque solo esa nos garantiza la renovación de la existencia y el descubrimiento de nosotros mismos. De acuerdo con este ideario, propio de lo que Octavio Paz llamó «la tradición de la ruptura», José Antonio Llera promueve una transformación lingüística que permita una nueva percepción y comprensión de la realidad, y conduzca a una nueva materialidad, líricamente alterada, vitalmente renovadora: a otra existencia, pues, a otro mundo, por otro lenguaje. En «Valor de cambio», observamos un ejemplo paradigmático de esta transformación: una visita a un centro comercial se convierte en una experiencia perturbadoramente distinta, en otro cosmos de sensaciones y actos.
La tercera y última parte del libro se abre a la historia y a la violencia que la recorre, traslación multitudinaria del padecimiento individual. Azotes, hogueras, mordazas, verdugos, degollaciones y exiliados «que se alimentan de cardos y sopas de sobre (…) en largas filas sonámbulas», salpican estos poemas desesperados, pero contenidos, serenos en su estupor. No falta aquí la esperanza, cifrada en «los que entregan consuelo sin considerar su propio dolor», aunque la conciencia del mal lo invada todo, hasta la écfrasis final de ese caballero de Durero que atraviesa un bosque de espino con las ropas desgarradas, y al que ladran los perros. «Nadie sabe por qué huye, tampoco adónde va». Como nosotros, que tampoco sabemos de qué huimos ni adónde vamos, aunque José Antonio Llera nos proponga en El hombre al que le zumban los oídos el camino de la poesía —de la senda estricta y redentora del lenguaje— para salir de ese bosque de coágulos y brumas.
[José Antonio Llera, El hombre al que le zumban los oídos, Santiago de Chile-Barcelona, RIL Editores, 2021, 64 pág.]
[Este artículo se ha publicado en El Cuaderno, con el título de «Un suntuoso acúfeno», en mayo de 2022: https://elcuadernodigital.com/2022/05/19/un-suntuoso-acufeno/]
Cómo siempre muy recomendable. Un saludo.
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