martes, 14 de junio de 2022

Fragmento, de Marta Agudo

En Fragmento, su ópera prima [ahora reeditado por Godall Edicions], Marta Agudo suscribe una poesía arrebatadamente existencial, a la que no se accede por medio de la confesión, sino de una escritura despojada, abstracta e impersonal, que se nutre de lo simbólico y persigue lo trascendente. No es casualidad que en estos poemas abunden las formas verbales del infinitivo y el gerundio («¿Olvidar / tras tanto / dolor apaciguado?»), que expulsan del texto todo yo, toda grasa sentimental, y reducen las composiciones a artefactos glaucos, en los que brilla un ser seco, aturdido por su propia gratuidad, por el oscuro sinsentido de su presencia. A veces, esta presencia se formula directamente, mediante una definición: «Y el ser: / madriguera incapaz de tanta pérdida». Gusta la autora de este mecanismo apodíctico: consigna una sola palabra en el primer verso, y los siguientes la definen. En otras ocasiones, la formulación es indirecta. Pero ni siquiera cuando se describe el dolor causado por el cáncer en una persona concreta, se aviene la poeta a cincelar un rostro o un nombre. No hay en su poesía concesión alguna al patetismo: «Ser en destrozos. / Adentro el cáncer / concede a la metralla / su trazo sosegado».

Potencian este efecto deshumanizador, próximo a lo metafísico, el carácter fragmentario de los poemas —como ya explicita el título del libro— y su brevedad, rasgos que pueden reconocerse en la actual poesía del silencio, de alguna de cuyas principales representantes, como Ada Salas, se advierten ecos en la obra de Agudo. La ausencia de progresión, de redondeamiento, de los textos, y su aspecto como interrumpido, como brotado de repente en la página, subrayan esa otra ausencia, existencial, que transmite su contenido. El aire huérfano o abandonado de las composiciones de Fragmento hace que sus palabras se nos claven en los ojos como astillas. Algún poema, especialmente lúgubre, utiliza la propia metáfora de la fragmentación: «Construye el mar su pecho de pedazos / como el tiempo su orden de derrotas. / Fragmentado su verbo, / su vasto himno de muerte, / empuña tras la ola el vuelco del suicida / y tras su edad la lenta deserción». Sin embargo, Agudo no quiere un poemario deshilachado, sino un desapego controlado; no una obra rota, cuya fractura obedezca a la laxitud de las técnicas o los propósitos, sino compacta y unitaria, por más que proclame un sentimiento de ruptura. Por eso encadena las composiciones, muchos de cuyos primeros versos incluyen algún término del último de la anterior, del que brota el poema. El primero del libro dice así: «Mundo preñado, / amaneces. / Humedad alargada de los siglos». Y el siguiente se inicia con este verso: «Y repueblas distante la humedad, / lúbrico depredador de albas...». La condición orgánica del conjunto queda, así, garantizada, pese a lo enteco y esquinado de los textos que lo integran. Y es que la poeta, pese a la deliberada aspereza de sus poemas, no cree en una génesis encabritada, ajena a la voluntad rectora. Por el contrario, sostiene una elaboración lenta y rigurosa, como se desprende de este poema —que puede considerarse una poética—, en el que menudean los términos relacionados con el concepto de línea —«vértebra», «trazo»— y que subraya el elemento constructivo, ascensional, de su poesía: «Vértebra a vértebra yergues el discurso, / geometría del verbo / en verso suspendida. / Ni ebrio origen ni trazo rebosante». Su frecuente recurso a términos propios de la geometría, y hasta los juegos visuales en la disposición de los versos —en diagonal, sangrados, agrupados de forma diversa— , contribuyen a la deshumanización de los poemas, en el sentido orteguiano del término: a su condición radicalmente artística, en la que lo que se nos reclama es la atención sobre el modo de exponer los conflictos, y no sobre los conflictos mismos, que carecen de virtualidad estética. Aunque de esa fijación en el cristal poemático surgirá, paradójicamente, una percepción más intensa de la sustancia vital, de nuestra sustancia vital: del conflicto narrado, en suma.

Ya se ha dicho que la angustia existencial gobierna la obra de Marta Agudo. Es fácil comprobarlo: casi todos los poemas de Fragmento contienen términos que sugieren dolor, incomprensión o negación, aunque la poeta los maneje siempre con sobriedad: su ira es una ira soterrada. «Meteoro callado / llega el dolor, / rejonea el tiempo / nuestra espalda / y espirales sin centro / recitan su orfandad», leemos en un poema. Palabras como miedo, muerte, suicidio, olvido, noche, escombros, larva, extenuar, agonía, páramo, caída, vacío, orfandad, ausencia, derrota, herida, destrozo, fosa, sombra, entre otras, recorren el libro. A menudo, estos términos tienen que ver con lo mórbido o lo psiquiátrico: «Madriguera de miedos / es el cerebro»; o bien: «neurona enferma / que gira su curso / ferviente hasta la red». Aunque quizá sea el vocablo «muerte» el que con más frecuencia se asome a esta literatura a la vez sombría y luminosa. La sustancia poemática, atravesada por estas oscuras fulguraciones, se concentra en sintagmas solos, en metáforas cruentas, a menudo ceñidas por puntos. No hay distensión en este dolor, ni elucubración, sino un sangrante apretarse en un sustantivo y un adjetivo: bloques a los que el intenso sufrimiento vivido presta intensidad: «Por el borde curvo de la tierra / caen los ausentes / transformados en dios. // Trabado alud. / Sediento cráter».

Pero, salvo que uno sea Cioran, es imposible abandonarse al dolor total, al sufrimiento sin claraboyas. La honda incomodidad que siente la autora dentro de su piel, dentro de la piel del mundo, se ve contrapesada, o más bien necesitada de alguna luz, de alguna esperanza. El cuerpo, es decir, el deseo, es, quizá, la primera. Y la palabra, es decir, la poesía, la segunda. Seguramente, no hay más. La corporalidad se proyecta, de nuevo, en la selección léxica: piel, osamenta, manos, sienes, bocas, lengua, costillas, carne. Todas estas palabras suscitan, en algunos poemas, destellos eróticos, en los que se contiene alguna alucinación, el olvido momentáneo de lo destructor: «Tirita el vientre / en la gesta soluble del deseo, / en la voz desierta de tu nombre». El deseo impregna también la naturaleza, que es aniquiladora e implacable, pero que vuelve suave a veces, acariciante. El mar, por lo general asociado a la luz, se erige en símbolo de una carnalidad cósmica que atempera la mordedura de la angustia: «Arena cuyos labios recita la marea. / Vuelto el deseo valle fluyente / reinventas la estrategia de la espuma». Y, en una canónica fusión de amor y muerte —los dos extremos de un solo flujo ontológico—, este ser redimido efímeramente por la unión con otro ser se abraza a la destrucción definitiva: «Para qué caricia inmóvil / o larvas amansadas, / si no habrá / más ausencia / que el placer». Y también: «Placer (...) // Ave fénix de escombros...».

La poesía es la última de estas frágiles compensaciones. Una poesía, en el caso de Marta Agudo, metafórica, paradójica, austera, vestida de jirones hechos a la vez con fiereza y delicadeza, consciente de sí y de su vinculación con lo sensorial: «Lenguaje hecho de tildes / y puntos sobre pieles»; «...sucesión de cuerpos / buscando / las letras de una rima inalcanzable...»; «letra / o labio en derrota». Poesía y cuerpo son, en efecto, uno: un breve parapeto frente al hielo agusanado del dolor, frente a la evidencia y el imperio de la nada.

[Esta reseña se publicó, con ocasión de la primera edición de Fragmento (Salamanca, CELYA, 2004), en Cuadernos Hispanoamericanos, núm. 653-654 (noviembre-diciembre 2004), Madrid, pp. 273-276. Se republica ahora con algunas modificaciones, que recogen también las introducidas por la autora en el libro]

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