jueves, 20 de junio de 2024

La noche es un pájaro azul

La de antólogo es una profesión de riesgo. José Antonio Llera, excelente poeta y ensayista, y responsable de la más reciente antología de poesía joven española, La noche es un pájaro azul (Boo de Piélagos [Cantabria]: Libros del Aire, 2024), lo sabe bien, y lo demuestra citando al Cervantes de Viaje al Parnaso: «Yo no sé cómo me avendré con ellos: / los puestos se lamentan; los no puestos / gritan; yo tiemblo destos y de aquellos». Sin embargo, el peligro no es tanto, me parece, la enemistad de los no puestos como la indiferencia de todos. Así, los incluidos piensan: «Si sabe de poesía, tenía que incluirme por fuerza»; y los excluidos razonan: «Como no tiene ni idea de poesía, me ha dejado fuera». Y, una vez deducido esto, se olvidan del antólogo. España ha sido siempre un país pródigo en antologías, porque ha sido siempre pródigo en batallas estéticas y de las otras. Y las antologías constituyen una eficaz arma de combate. En los años 80 y 90 predominaron las recolectoras de los profusos practicantes de la llamada «poesía de experiencia», entre cuyos hacedores destacaron José Luis García Martín, ese adalid de la literalidad, y un algo menos militante pero no menos insustancial Luis Antonio de Villena; una poesía que ha ingresado ya, por fortuna, en los venerables anaqueles de la historia de la poesía. José Antonio Llera ha huido de la tentación de configurar una antología programática y ha preferido, sabiamente, ofrecer una selección panorámica, una muestra plural de veintitrés autores menores de cuarenta años, todos cuyos libros han aparecido en el siglo XXI. El autor de más edad es María Salgado, nacida en 1984, y el de menos, Laura Rodríguez Díaz, en 1998. Son catorce hombres y nueve mujeres.

La noche es un pájaro azul —una imagen tomada de La muerte en Beverly Hills, de Pere Gimferrer, aunque el «pájaro azul» revolotea en muchas otras obras de la literatura universal: en Rubén Darío, en Maurice Maeterlinck, en Charles Bukowski, entre otros— es una antología metodológicamente impecable. Se compone de un estudio introductorio, en el que José Antonio Llera hace un repaso de las antologías precedentes desde finales del siglo pasado —la mejor de las cuales es, a su parecer, la realizada por Álvaro López Fernández, Raúl Molina Gil y Ángela Martínez Fernández para la revista digital Kamchatka en 2018—; de un atinado mapa estético de la poesía española actual, con cinco corrientes fundamentales (el posvanguardismo, la poesía de herencia silenciaria o minimalista, la poesía realista, la poesía de la conciencia crítica, y el simbolismo y neosurrealismo); de una reseña crítica de cada uno de los veintitrés escritores seleccionados, todas de notable extensión y perspicacia, y escritas con una prosa limpia y reveladora, sin jerigonzas abstrusas ni vaguedades de aficionado; de una amplísima bibliografía sobre la joven poesía española; y, lógicamente, de los poemas de los antologados, precedidos por una fotografía, una nota biobibliográfica y, en el caso de quienes han querido aportarla, una poética.

En la primera corriente estética, la poesía de raíz vanguardista o del lenguajeo, sitúa Llera a María Salgado, Berta García Faet, Ángela Segovia, Carlos Bueno Vera y Ruth Llana. Para el antólogo, estos autores entienden «la escritura como tensión y exploración, renunciando a la univocidad del signo lingüístico y poniendo de relieve la interrupción, el extrañamiento y la discontinuidad como ejes compositivos, lo que se traduce en rupturas morfosintácticas e innovaciones formales que apuntan hacia lo tachado o negado». La poesía de María Salgado es detonante y perturbadora; la de Berta García Faet, de una gran riqueza tanto conceptual como imaginística; Carlos Bueno Vera articula un sostenido discurso hipnótico que persigue el trance y la elevación; Ángela Segovia demuestra una gran amplitud visionaria y una asimismo brillante ductilidad formal; y Ruth Llana escribe poemas en prosa multifacetados, prietos y luminosos.

Entre los herederos de la poesía del silencio, que ya no se inclinan por la mística o el orfismo predominantes en la poesía del padre de la corriente, José Ángel Valente, sino por una condensación lingüística radical que refuerce la vibración emocional del conjunto, figuran Lucía Boscà y Laura Rodríguez Díaz.

Por su parte, el figurativismo ha evolucionado y se ha ramificado, desde el tronco experiencial, en una pluralidad de formas y asuntos; se ha hecho, en palabras de José Antonio Llera, «más “sucio”, corporal y político». Para el antólogo, el realismo no ha crecido, sino que «se ha agrietado; incorpora temáticas queer o de género; olvida o difumina el clasicismo (el endecasílabo y el heptasílabo); pone en escena a un sujeto que sufre las secuelas del derrumbe económico o de la anhedonia, alejándose de la melancolía elegíaca que dominaba en los moldes figurativos; e introduce espacios rurales frente al casi inevitable urbanismo anterior». En esta corriente, que es la que cuenta con más representantes en La noche es un pájaro azul, se encuentran Ben Clark, Martha Asunción Alonso, Elena Medel, Ángelo Néstore (el único nacido fuera de España —en Italia— y español de adopción; también ha publicado poesía en italiano), Rodrigo García Marina, Ismael Ramos (que escribe asimismo en gallego), Carlos Catena, Juan Bello y Pablo Fidalgo.

La poesía de la conciencia crítica, felizmente cultivada por autores tan prominentes como Enrique Falcón, Jorge Riechmann, Antonio Orihuela, Isabel Pérez Montalbán, Antonio Méndez Rubio o Fernando Beltrán, no presenta en La noche es un pájaro azul a cultivadores específicos. Llera señala que el compromiso ético-político asumido por estos poetas se observa en las obras de María Salgado, Lucía Boscà y en el primer libro de Carlos Catena, con el cual, «en su desnudez formal o en sus largas tiradas sin puntuación, iconiza tanto la precariedad material producto de las políticas austericidas que se introdujeron tras la crisis de 2008 como la ansiedad que asfixia al sujeto lírico».

Por último, el regreso al simbolismo y lo onírico lo protagonizan Su Xiaoxiao, neosurrealista; Javier Fajarnés, proclive al irracionalismo; Juan Ángel Asensio y Xaime Martínez (escritor también en asturiano), que manejan lo fantástico y recurren a la ciencia ficción; y Enrique Morales, expresionista. Un conjunto que demuestra los múltiples matices que puede exhibir la poesía gobernada por la analogía re-creadora y la lógica subconsciente.

Sin adscripción a una escuela concreta quedan Gonzalo Hermo y David Leo García. Y hay que señalar que Gonzalo Hermo no escribe en castellano, sino en gallego, aunque dos de sus tres libros compuestos en este idioma han sido traducidos al castellano y, por él mismo, al catalán.

Haré una observación final, que tiene que ver con otro de los criterios que suelen manejarse para evaluar las antologías de alcance nacional y que, si bien carece de relevancia estética, sí descubre algunas disfunciones en la circulación y, sobre todo, en la recepción de la poesía que se escribe en España: entre los veintitrés poetas antologados, no hay ni un solo catalán. José Antonio Llera revela en la nota sobre «Esta edición» que, aunque aprecia mucho la poesía de Unai Velasco —nacido en Barcelona—, «no fue posible llegar a un acuerdo con él para que formara parte de esta selección». Velasco habría sido, convengo en ello, un representante adecuado (y sé también, por experiencia propia, cuánto frustra que alguien a quien uno quiere antologar no quiera ser antologado). Sin embargo, otros escritores o, mejor, otras escritoras habrían podido testimoniar que sigue habiendo poesía joven de calidad en castellano en Cataluña, como Laia López Manrique, Laia Noguera o Lola Nieto (a la que se menciona en el estudio introductorio al hablar de la lírica vanguardista). La soberanía del antólogo, no obstante, es y ha de ser absoluta, y José Antonio Llera ha demostrado que, además de esa soberanía, consustancial a su labor, cuenta con una despejada inteligencia crítica, que sostiene con juicios razonados y razones juiciosas. La noche es un pájaro azul es un compendio ejemplar de los más representativos poetas jóvenes de nuestro país. 

[Este artículo se ha publicado en Nayagua, III época, núm. 37, mayo de 2024, pp. 324-327].

viernes, 14 de junio de 2024

En los Estados Unidos (y III): Sarasota, sol y circo

Viajamos hoy a Sarasota, en la costa occidental de la Florida. Lo hacemos en coche: Sarasota está solo a tres horas de Wellington. Durante esas horas, atravesamos un paisaje obstinadamente llano, con grandes extensiones de caña de azúcar y campos de maíz, el alimento fundamental de los americanos durante siglos. Los pueblecitos por los que pasamos, de edificios cúbicos y plásticos, parecen prefabricados. Sus bonitos nombres exaltan una belleza que no existe: LaBelle, Belleglade, Alva (aunque también Punta Gorda). En uno, todos los carteles están en español: Martínez Tyres, López Pizzas, Sansegundo Medical Center. ¿Habremos llegado a Cuba por un pliegue temporal? En la carretera, nos sobrevuelan las rapaces y, en muchos tramos, solo transitamos acompañados por hileras interminables de palmeras. En los pueblos y zonas urbanizadas, advierto muchos locales de public storage, esto es, trasteros. Y es lógico: las casas de los estadounidenses están atiborradas de cosas: ya no caben en los armarios ni en los garajes. Llegamos por fin a Sarasota y nos instalamos en el hotel, un low cost de la cadena Hilton. Ah, quién ha visto los Hilton y quién los ve, aunque sean de segunda división. En este, no limpian la habitación cada día (solo vacían las papeleras y retiran las toallas sucias, y a veces, si la limpiadora se despista, ni eso) y solo cambian las sábanas cada tres. Pese a ello, la noche cuesta 250 dólares. El hotel no está lejos de la playa y decidimos pasar la tarde en Crescent Beach, una parte de Siesta Beach, de nombre tan prometedor, una de las más famosas del condado. La arena es blanca, el agua es verde, el cielo es azul, hay mucha gente y hace mucho calor. Unos pájaros verdinegros vuelan a ras de agua con el pico abierto, a ver qué pillan. La puesta de sol impresiona: el disco rojo del sol se hunde en el horizonte como una moneda incandescente en una enorme hucha turquesa. La gente se pone de pie, a la vera del agua, para contemplarlo. De regreso al empequeñecido Hilton, ya de noche, reparamos en un local donde, con gran aparato de fluorescencias, se anuncia un psychic, es decir, un vidente, un adivino, que hace spiritual readings [‘lecturas espirituales’] y hasta special readings, que supongo deben de ser aún más reveladoras que las espirituales, por el módico precio de veinte dólares. La mañana siguiente, visitamos una de las grandes atracciones sarasoteñas (¿se dirá así?): el John and Mabel Ringling Museum, el museo privado sobre el mundo del circo más importante del planeta. Ya desde aquellos veranos de mi niñez en que una familia de titiriteros gitanos venía a Azanuy y hacía unos números de equilibrismo en la plaza mayor que nos sobrecogían a todos ante la posibilidad de que se rompiesen el cuello allí mismo, nunca me ha gustado demasiado el circo. No he padecido coulrofobia, pero tampoco me han enamorado los payasos, salvo los de la tele y Charlie Rivel (aunque trabajara muchos años para el Departamento de Propaganda del Tercer Reich y fuera amigo de Hitler y Goebbels). Y el olor de los animales a los que mareaban en las pistas (y fuera de ellas) siempre me ha parecido muy desagradable. No obstante, la magnificencia del museo —como la del ocaso en Crescent Beach— justifica, creemos, la visita. Y es que el circo de los Ringling Brothers se anunciaba, en sus años de esplendor —entre las dos guerras mundiales—, como the greatest show on Earth, ‘el mayor espectáculo del mundo’, y, pese a la hinchazón publicitaria del reclamo, probablemente lo fuese. Ese fue, precisamente, uno de los rasgos más destacados de aquella empresa: el uso intensivo e hiperbólico que hacía de la publicidad, con hallazgos aliterativos como truly tremendous tricks, performed by amazing acrobats: ‘trucos trepidantes y tremendos, ejecutados por sorprendentes acróbatas’ (nota: he sustituido truly, ‘verdaderamente’, por “trepidantes” para mantener la aliteración en la traducción). En una de las salas del museo, situado en una gigantesca finca que fue propiedad de John Ringling, encontramos una no menos formidable maqueta del circo, con un número de piezas y un nivel de detalle excepcionales. Su hacedor, Howard Tibbals, un particular, amante desde siempre del circo, tardó cuarenta y dos años en completarla, en 2005, aunque estuvo añadiendo figuras y puliendo detalles hasta el mismo momento de su muerte, en 2022. Curiosamente, la empresa que hoy es titular de los derechos de la marca Ringling no autorizó a Tibbals a poner su nombre en las instalaciones de la maqueta, de modo que el abnegado maquetista puso el suyo, y hoy el circo de la maqueta del circo Ringling alojada en el Museo Ringling se llama Howard. Recorremos sin prisa las muchas salas de la exposición, en varios edificios, donde nos encontramos con los carromatos originales que el circo utilizaba para transportar sus enseres o instalar sus servicios; con el camión desde el que se disparaba al hombre o mujer-bala (una peligrosa actividad en la que se especializaron los miembros de la familia Zacchini; lo peligroso no era dispararlo, sino que cayera en la red a la que apuntaba); e incluso con el vagón privado de John Ringling, llamado Wisconsin, que se unía a la cola de los trenes de pasajeros y en el que viajaba con su mujer, a cuerpo de rey (el Wisconsin, hecho con cuero, terciopelo y maderas nobles, contaba con una cocina atendida por un acreditado chef, refinados cuartos de baños, cómodos dormitorios y una sala de juegos y música), por todo el país. (John Ringling, que luego se haría millonario con el negocio circense, empezó trabajando de payaso en el primer espectáculo organizado por los cinco hermanos Ringling, en 1881; en las fotos de los cinco que cuelgan en el museo, todos lucen un mostachazo nietzschiano). Admiramos también los coloristas carteles que anunciaban a Madame Clofullia, la mujer barbuda; a la familia albina de Madagascar; al gigante de Texas, Big Jim Tarver; y a un hombre con tres piernas (de las que ninguna era metáfora de otro apéndice corporal: las tres eran piernas, piernas), entre otros prodigios de la naturaleza, o lo que entonces se consideraba así. Hoy, me temo, si se publicitaran o exhibieran rarezas semejantes, las hordas woke le pegarían fuego al local. Aquí subsisten amparadas por el hecho de encontrarse en un museo, aunque esta protección es cada vez más frágil. Atravesamos un espléndido jardín, en el que estatuas de inspiración clásica aparecen entre bambudales y exuberantes formaciones de banianos —que se disponen como casas, en la que se puede entrar—, y encontramos otro de los lugares destacados de este inmenso recinto: Ca’ d’Zan, un palacio veneciano a orillas del mar, construido el 1926 por encargo de John Ringling, a quien no hay duda de que le gustaba el lujo. El palacio —cuyo nombre significa ‘la casa de John’ en dialecto veneciano— es de un fastuoso eclecticismo: mezcla el gótico veneciano, la arquitectura renacentista italiana y trazos árabes y españoles. Algo que entonces era signo de distinción, pero que hoy sería objeto de repulsa y hasta de cancelación, decora la Tap Room, el bar: dos cabezas de elefante y dos unos enormes cuernos de búfalo. Paseamos por las suntuosas habitaciones, de techos ricamente pintados, en una de las cuales admiramos una rara organola Aeolian, y nos asomamos a la hermosa terraza, abierta al Golfo de México —el agua llega hasta el mismo nacimiento de las escaleras de mármol—, y luego al Secret Garden, que revienta de flores, y al cementerio, también privado, en el que descansan John Ringling, su mujer Mable Burton Ringling y su hermana Ida. Del conjunto solo nos queda por visitar el museo de arte, en cuyos fondos John invirtió una buena parte de su fortuna. Predominan los artistas franceses e italianos. Entre estos, me llaman poderosamente la atención dos cuadros de Arcimboldo, que representan, con su acostumbrada amontonamiento de frutas y flores, el Verano y el Otoño; una técnica acumulativa desconcertantemente moderna, que el pintor de Milán se inventó a mediados del siglo XVI. Rubens, con sus rostros rubicundos y sus carnes pródigas, está bien representado con su El triunfo de la eucaristía, que ocupa una sala central, y tampoco faltan los maestros ingleses: Gainsborough, Reynolds. Echo en falta una sala dedicada a la pintura española (en el museo del circo he visto un cartel publicitario con varias fotos de toreros de los años treinta, pero eso no cuenta), aunque encuentro un Juan de Pareja (Huida a Egipto, de 1658) y un retrato extrañamente luminoso de Felipe IV, Felipe IV con jubón amarillo, de 1628, atribuido a Velázquez (aunque el jubón es más bien anaranjado). Sin embargo, la pieza que más me perturba —y por ello me seduce— es la última de todo el museo, recientemente restaurada y expuesta en una sala exclusiva: La regata de las sandías, en la que una serie de animales y seres grotescos disputan una regata, montados en rebanadas de sandías y trozos de otras frutas, ante un público compuesto por personajes narigudos y estrafalarios, no menos grotescos que los que compiten en el agua. Está fechada en 1700 y su autor es un misterioso Maestro de la Fertilidad del Huevo, un anónimo pintor italiano cuyo nombre está tomado de una de sus obras más delirantes, y que, a caballo entre los siglos XVII y XVIII, solo hizo pintura del absurdo, satírica y extravagante. El cuadro atrae con toda la fuerza de lo irrisorio. Y esa atracción resulta aún más poderosa cuando recordamos que fue pintado hace más de trescientos años. La regata de la sandía podría estar firmada por Dalí, Magritte o Ernst: su anticipación del surrealismo es fabulosa. El Maestro de la Fertilidad del Huevo revela su genio adelantándose al desballestamiento de las normas que introdujeron las vanguardias artísticas en el siglo XX. Porque en eso consiste el genio: en negarse a transitar por los concurridos caminos de lo aceptable, en romper con lo establecido, en aniquilar lo previsible. Se trata de abrir grietas en el oscuro caparazón de pensamiento que nos envuelve siempre a todos (que nos protege y, a la vez, nos limita; que nos forma y también nos deforma) y salir por ellas al espacio exterior. El Bosco y Brueghel el Viejo ya lo habían hecho antes que él. Y Goya lo hará después. Pero el Maestro de la Fertilidad del Huevo lo hizo sin la gravedad de los genios que le habían precedido y de los que le seguirían, sino con una desvergüenza esperpéntica y un inquietante humor. A la salida del Museo Ringling, la visión de cuatro jóvenes amish en bicicleta, con sus cofias y sus sayas claras, que contemplan el paisaje desde uno de los muchos puentes de la ciudad, nos devuelve el sosiego que nos ha quitado el Maestro de la Fertilidad del Huevo.

sábado, 8 de junio de 2024

En los Estados Unidos (II): Fort Lauderdale, ¿la Venecia de los Estados Unidos?

Así la llaman, en efecto: la Venecia de los Estados Unidos. Pero por una única razón: porque tiene canales. Aparte de esto, no se parecen en nada. Fort Lauderdale es una ciudad moderna: los palacios de la ciudad italiana son aquí casoplones de millonarios enardecidos, cuyos yates, varados a las puertas de las mansiones, son tan grandes que, si estuvieran pintados de gris, parecerían buques de guerra. Fort Lauderdale es más bien como Empuriabrava, pero a lo bestia: los canales son más grandes, los barcos son más grandes, las casas son más grandes: todo es más grande (y más lujoso). Tengo una premonición de lo que me voy a encontrar en la ciudad floridana cuando salgo de la urbanización en la que estoy pasando estos quince días al mismo tiempo que un Rolls-Royce, orgullosamente conducido por un vecino. La opulencia se insinúa ya de buena mañana, y va a acompañarme (pero solo a acompañarme: yo no voy a participar de ella) hasta que regrese por la tarde, aunque salpicada —y esto es también característico de la sociedad americana— por una miseria que resulta especialmente dolorosa por proyectarse en una comunidad tan rica. De hecho, lo primero que veo al apearme del tren Brightine con el que he llegado a Fort Lauderdale (88 dólares por dos trayectos de media hora) es un vagabundo negro meando en el impoluto césped de un parque (ahora ya poluto). Muy cerca está la First Baptist Church, con dos cuerpos y sendas agujas, que anuncia classic services (lo que no se refiere a los baños, sino a las misas) con un cantante micrófono en mano. Aplastado por el calor —es abril, pero hace ya un bochorno de agosto—, recorro el Florida Riverwalk, una sucesión de salas de exposiciones, restaurantes étnicos y cafés moderadamente bohemios, que constituye una de las primeras atracciones de la ciudad. En general, en las ciudades estadounidenses se consideran atractivos aquellos barrios —o calles— en los que no haya solamente McDonalds, Costcos o aparcamientos. Aquí veo un local que se llama Cuba Libre y otro, un kava bar, Kavasutra. También distingo una tienda de cannabis edibles [‘comestibles de cánnabis’]. Hay muchas pizzerías: las pizzerías están en todas partes, bohemias o no. El Florida Riverwalk no es muy largo, así que pronto me encuentro atravesando una de las mayores zonas de canales de la ciudad. La opulencia del lugar se manifiesta también en los cochazos que conducen la mayoría de residentes: abundan los descapotables suntuosos, en los que suelen viajar, además de conductores encantados de haberse conocido, perros cuyo pedigrí debe de remontarse a los tiempos de George Washington: afganos con más melenas que Rapunzel, mastines parecidos a osos, bracos afilados como bolsos de Dior. Me acerco a la playa —lo noto en el aire cada vez más salobre y en un cielo que ya no interrumpen los grandiosos paralelepípedos de los edificios—, pero me veo interceptado por un puente levadizo que se levanta para que un balandro se eche a la mar. Menudean los cuervos, la oscuridad de cuyos graznidos tizna la tersura verdeazul del paisaje. Pero no son ellos los únicos que perturban estas luminosas cuadrículas: los sopladores de hojas —esa especie desdichadamente universal, empeñada en sustituir las silenciosas y ecológicas escobas por el horrísono frenesí de los armatostes que llevan a la espalda— arrasan los oídos y acaban con la paz allí por donde pasan. Llego por fin a la playa de Las Olas, la primera de las muchas que se suceden para formar la gran playa de Fort Lauderdale. Pero la playa de Las Olas no tiene olas: el mar está quieto; apenas unos lacónicos lametazos de espuma llegan a la arena. A lo lejos, se divisan unos cargueros, igualmente inmóviles. En el cielo, en cambio, sí hay actividad: nos sobrevuelan ruidosas avionetas y, a ras de agua, pasan los marabús, cuyo pico es casi tan grande como el resto de su cuerpo. Uno se lanza de pronto en picado a por un pez y lo atrapa: se lo zampa, todavía en el agua, con un enérgico golpe de gaznate. Esto ha sucedido al lado de una señora que se bañaba, y por un momento, cuando el pájaro se ha tirado al agua, he pensado que se le iba a comer la cabeza. En Las Olas hay poca gente, y ninguna mujer en top less. El top less está mal visto en los Estados Unidos fuera de los lugares donde se permite practicarlo, que no son muchos. Una mujer equipada como si fuera a pisar la luna busca metales con un detector. El agua está verde y muy caliente, pero, aun así, es refrescante: he sudado mucho hasta llegar aquí. Por suerte, contiene pocas algas, que son una plaga en toda la costa de Florida. Luego del baño, como en un restaurante mexicano-hondureño atendido por camareros chilenos y en el que suena música portorriqueña. Estoy solo y eso me gusta. La música suena a todo trapo, como si el local fuera un coche con las ventanillas bajadas, conducido por un veinteañero enloquecido, pero, por una vez, el desafuero no me molesta. Además, las letras son ñoñas baladas latinas: su memez intrínseca atenúa el impacto de la música. Tras la comida, que no ha resultado memorable, me dirijo a Bonnet House, otro de los highlights de Fort Lauderdale: una finca histórica, cuya casa, hoy museo, fue construida por el pintor Frederic Clay Bartlett en los años veinte del siglo pasado, cuando Fort Lauderdale apenas existía, en tierras que durante miles de años solo habían transitado los indios tequesta —con los que, por cierto, acabó la viruela traída por los españoles—. Bartlett se benefició de un regalo de bodas asombroso: unos terrenos vírgenes frente al mar donados a él y a su mujer, Helen, por su suegro, el millonario (estos lances afortunados solo se explican por la presencia de un millonario) Hugh Taylor Birch. De camino al lugar, me cruzo con varios negros sintecho, que dormitan en los bancos del paseo, a la sombra de un sol inclemente. Otro negro —pero este de tomar el sol: el tipo es blanco— pasa corriendo, con el torso desnudo y una mochila a la espalda, y me hace el saludo militar sin dejar de correr. Ya en Bonnet House, la voluntaria que me corta al entrada, de ojos clarísimos, me pregunta si soy sueco, “por la altura y el pelo blanco”, se justifica. Le respondo que soy noruego. La casa, de estilo colonial, está construida alrededor de un patio, con orquídeas y plantas tropicales, en el que destacan una fuente y un aviario (vacío). El amarillo es el color predominante —ilumina todas las paredes de la casa—, por ser el de una flor típica de la región, cuyo nombre me he olvidado de anotar. En el estudio, el espacio más grande del conjunto, se conservan muchas de las obras del propio Bartlett y otras que formaban parte de su colección personal, dado que se trataba de un gran coleccionista, sobre todo de los postimpresionistas franceses. La pintura de Bartlett no me impresiona, ni mucho menos, pero el conjunto resulta curioso, y me recuerda vagamente al Cau Ferrat de Sitges, donde también se acumula un revoltillo de obras de arte (aunque estas de mayor calidad). En otra de las salas del edificio, que conservan los enseres personales de Bartlett y su segunda mujer, Evelyn —vajillas, muebles, libros— y refrescan misericordiosos ventiladores de techo, veo un escudo de armas, y le pregunto al vigilante, asimismo voluntario, qué relación tiene aquel símbolo heráldico con la familia de los propietarios. “Ninguna”, me responde el hombre, “es solo un elemento decorativo”. En el salón principal hay un poco de todo: una mesa de juegos, un escritorio, una biblioteca, una rincón de música, una chimenea y muchos sofás. En la sala de música propiamente dicha, encuentro un piano y otra chimenea, aunque no acabo de entender esta insistencia en tener fuego en casa, como si esto fuera Edimburgo, cuando aquí tiene uno fuego en el aire todos los días del año. Desde las ventanas se ven los numerosos banianos que circundan la finca con su laberinto vertical de ramas y raíces. Fuera del edificio principal, me resulta curioso un bar enteramente hecho de bambú, aunque algo angosto, en el que me imagino fácilmente a Frederic y Evelyn (Helen había muerto en 1925) chupando cóctel tras cóctel, mientras departen con un distinguido grupo de invitados; un museo de conchas —la señora de la casa era aficionada a coleccionarlas, y poseía varios miles de ellas, de formas y colores inverosímiles—, que vuelven a estar presentes en la casa del vigilante, también construida en 1920; y un invernadero de orquídeas, blancas, violetas, rosas. En la casa del vigilante, que funciona hoy como la tienda del museo, encuentro lo único que me emociona de Bonnet House: una concha, precisamente, muy grande y muy antigua, que presenta señales de haber sido abierta con un objeto metálico, quizá una espada de los españoles que anduvieron por aquí a principios del siglo XVI. Y me imagino a alguno de aquellos compatriotas, barbado y sucio, hurgando con su hierro en aquel caparazón tan prometedor para extraer la carne fresca con que aplacar la mucha hambre que traían todos del camino entre selvas, mosquitos, pantanos, calor e indios. Quizá quien lo hiciera fuera el propio Hernando de Soto, aunque es más probable que al capitán le llevaran la comida, la que hubieran conseguido, ya preparada. Después de darme un último chapuzón en Canine Beach —donde vuelvo a encontrarme a un buscador de metales, este metido en el agua y vestido como un buzo—, me dirijo al bulevar Sunrise, al lado de Bonnet House, donde Google Maps me dice que se encuentra la parada del autobús que me ha de llevar a la estación del tren. Y entonces compruebo, una vez más, las diferencias radicales que subyacen —aunque afloran sin descanso— en la próspera sociedad americana. En la parada del autobús nos juntamos ocho personas, de las que yo, un turista, soy el único blanco. Todos los demás son oscuros: negros o hispanos. Hay varias señoras que, estoy seguro, vienen de limpiar casas y vuelven a la suya, en el extrarradio de la ciudad (no en los suburbios, que aquí están reservados para los adinerados), un par de estudiantes cargados de libros, otro par de ancianos con andadores y bastones, y hasta un minusválido con rastas y en silla de ruedas, que, además, no parece encontrarse demasiado bien: se queda como adormilado y el cuerpo se le escora hasta amenazar caída. Me pregunto cómo subirá al autobús cuando llegue. Porque no llega. Lo hace, por fin, con cuarenta minutos de retraso con respecto a la hora que indicaba Google Maps. Y en el autobús se reproduce la escena: no hay más blanco (aunque ciertamente enrojecido por el sol de hoy) que yo. El sistema público de transporte, escaso y, por lo que se ve, deficiente, solo sirve a los pobres. Los blancos no lo necesitan: van en alguno de los varios y suntuosos coches familiares a todas partes. 

lunes, 3 de junio de 2024

En los Estados Unidos (I): una escapada a Nueva York

Nueva York sigue siendo lo que siempre ha sido: rascaciélica, elefantiásica, infinita, pero entreverada de rincones de una delicadeza inverosímil. Siempre que la veo, siento la tentación de calificarla de fascinante pero inhumana, cuando la fascinación que ejerce sobre mí proviene, justamente, de su abrumadora humanidad, de la exuberancia y viveza de su paisaje humano.

En Central Park, concurridísimo, abundan los corredores, los ciclistas, los recién casados que se fotografían junto a los monumentos más destacados, como el dedicado a Alicia en el país de las maravillas, los colgados y las ardillas. Los primeros, si son varones, corren con el torso desnudo; si son mujeres, no. Una suerte de eclosión —o celebración— del cuerpo recorre los senderos del parque y las calles de la ciudad: la desnudez lucha por imponerse al pudor, y está venciendo. En muchos lugares del parque, el olor a porro y mierda de caballo, de las calesas que pasean a los turistas, se impone al aroma primaveral de las flores y la hierba. El monumento a Colón, de Jerónimo Suñol  —copia en bronce del que preside la plaza de Colón de Madrid—, no ha sido abatido, pero está rodeado de vallas. Se quiere prevenir así que vuelva a ser vandalizado, con, acaso, peores consecuencias: en 2017 lo ensuciaron con una pintada que decía: “El odio no será tolerado”. En el blockhouse —una breve fortificación construida en 1812 para defender Nueva York de los ataques de los británicos, luego integrada en el extremo norte del parque, donde acababa entonces la ciudad—, una mujer sola, sentada entre bultos, con una bandera estadounidense por bandana, ensaya como soprano, pero solo consigue soltar unos berridos torturantes. En el metro, que tomamos cerca del memorial a Frederick Douglass, un líder antiesclavista, un negro entra y sale del vagón aullando con no menos fuerza que la solitaria habitante del blockhouse, pero sin pretensiones operísticas: este solo exige limosna y se caga en los circunstantes si no se la dan.

Visitamos The Cloisters [‘los claustros’], uno de los museos más raros pero más atractivos de Nueva York, en el que se recogen amplias muestras del arte y la arquitectura medievales europeos. Sucede, no obstante, que esas muestras son, a veces, partes enteras de iglesias o monasterios españoles, franceses o italianos, y produce una sensación extraña —uno no sabe si admirarse o entristecerse— contemplar, por ejemplo, el ábside entero de la iglesia románica de San Martín de Fuentidueña, con sus frescos y esculturas, y las pinturas murales de la ermita de San Baudelio de Berlanga, “la capilla sixtina del arte mozárabe” —que había sido expoliada antes que San Martín—, parte de las cuales se devolvieron a España a cambio, precisamente, del ábside de esta. El régimen franquista autorizó el saqueo de San Martín de Fuentidueña en 1957, como una medida más para congraciarse con su gran aliado anticomunista, los Estados Unidos, y para ser aceptado por la comunidad internacional. Para ser justos, hay que decir que otras obras aquí expuestas, como el pórtico de la iglesia de San Vicente de Frías, fueron recuperadas por los americanos: este pórtico estaba caído, como buena parte de la iglesia, desde 1906, y los magnates yanquis compraron las piedras desmoronadas y las reconstruyeron en Nueva York: si hoy se conservan, es gracias a su iniciativa. En The Cloisters no permiten la entrada con comida y, como no tienen taquillas donde dejar bolsos y mochilas, nos vemos obligados a salir y esconder nuestra bolsa de frutos secos entre la maleza de un seto cercano, con la esperanza de que las ardillas no se zampen el tentempié, para recuperarla después. Una vez dentro de las instalaciones, no saluda una frase de Borges: “Aquí el tiempo no obedece órdenes”. En el claustro más importante del conjunto, que ocupa un lugar central en el museo, el de la iglesia de Sant Miquel de Cuixà, cerca de Perpiñán, construido con mármol rosa, encontramos a una guía voluntaria, nonagenaria y delgada como un sarmiento, que perora, debajo de un gorrito y una blusa que le quedan demasiado grandes, con una voz aún más delgada que ella, que solo la pétrea acústica del claustro hace audible. En una de las muchas salas dedicadas a los tapices, admiramos los protagonizados por el unicornio: son imágenes de caza, que nos sorprenden, porque el unicornio constituía un figura benéfica. Averiguamos que la razón para abatirlo a lanzazos o con perros, o para encerrarlo en una jaula, no era otra que el carácter sanador de su cuerno: purificaba el agua. Uno siempre descubre que su ignorancia era mucho más grande de lo que se imaginaba.

El Memorial del 11-S ocupa el mismo espacio que en su momento ocuparon las Torres Gemelas. Con mi entonces mujer y mi hijo Pablo, las visitamos en 2000 y subimos a una de ellas. Hoy Elaine y yo solo podemos descender a lo que queda de ambas, porque el museo de la catástrofe es, en buena parte, subterráneo. En la superficie, dos piscinas cuya agua no está embalsada, sino que cae en cascada por las paredes y desaparece por un agujero negro en el centro (una de ellas, en obras, no funciona), reúnen, en sus bordes de mármol negro, el nombre de las casi 3.000 personas asesinadas por Al Qaeda aquel 11 de septiembre infausto. Cometo la imprudencia de apoyarme en esa cenefa onomástica para tomar notas en mi libreta de viaje, y una vigilante, parapetada tras un chaleco amarillo, no tarda ni tres segundos en aparecer y amonestarme por semejante falta de respeto. “No se puede escribir en la orla”, me espeta. “No estaba escribiendo en la orla; estaba escribiendo en la libreta”, le respondo. “Da igual. Estaba Ud. apoyado en ella”, zanja. (Cerca, unos minutos después, veo cómo alguien apoya una lata goteante de refresco en esa misma orla; me dan ganas de buscar a la vigilante y chivarme). En el Memorial se recogen numerosos restos de los edificios derribados —algunos enormes: el motor de uno de los ascensores, partes de la antena de comunicación, un coche de bomberos quemado y aplastado por los edificios que se desplomaban—, expuestos como iconos del martirio; grandes obras de arte inspiradas por el dolor causado por el ataque (como la cita de La Eneida, de Virgilio, que recibe a los visitantes en el vestíbulo principal, No day shall erase you from the memory of time [Nulla dies umquam memori vos eximet aevo: ‘Ningún día os borrará nunca de la memoria del tiempo’], compuesta por Tom Joyce con placas de metal superviviente de las Torres, o el mural Color of the Sky on that September Morning [‘El color del cielo de aquella mañana de septiembre’], de Spencer Finch, integrado por 2.983 acuarelas, cada una de las cuales pintada con un matiz diferente del azul); y constantes homenajes a los muertos en el atentado, cuyos nombres y caras (y objetos personales) se reproducen en varios lugares. En las salas con las pinturas inspiradas por los atentados, cuelga una del pueblo masái, que le regaló unas vacas a la ciudad de Nueva York para mitigar la calamidad sufrida, y pintó el regalo en el cuadro. Cuando salimos, no dejamos de admirar el Survivor Tree [‘árbol superviviente’], protegido por una valla metálica: es un peral de flor sin rasgos destacables, salvo que se trata del único árbol que, pese a sufrir daños considerables, sobrevivió a los impactos asesinos y al desplome de los edificios. Visitar el Memorial suscita tristeza —todos aquí observan una actitud de afligido recogimiento—, pero también admiración: los americanos han sabido construir donde otros solo supieron destruir; han creado algo donde antes no había nada; han dado vida a un lugar sembrado de muerte.

Paseamos por Wall Street, que es el barrio más antiguo de la ciudad, donde primero se establecieron los holandeses. Elaine quiere que veamos el famoso toro de Wall Street, una estatua de bronce de 3.200 kilos, instalada en 1989 (sin permiso) por el artista siciliano Antonio di Modica, ante la que siempre hay una larga cola de gente que quiere tocarle los huevos (al toro, no a Modica). En efecto, los generosos testículos del morlaco penden manifiestamente ante la mirada aviesa de casi todos, y se ha convertido en una tradición neoyorquina acariciárselos (e inmortalizar el momento). Tanto se los han frotado ya que lucen desgastados, de un bronce más claro, casi áureo: huevos de oro, como los de Bardem. Mientras vemos cómo la gente se divierte con las pelotas del animal, un guía turístico nos habla. Su cliente ha cancelado la cita que tenía concertada y se nos ofrece a llevarnos, gratis et amore, hasta otra estatua famosa del barrio, la Fearless Girl [‘la niña sin miedo’], delante de la Bolsa de la ciudad, que Elaine también quiere enseñarme. Mientras caminamos, Stan—que así se llama el guía— me señala las placas del suelo que recuerdan a personajes importantes de la historia de los Estados Unidos. Una de ellas cita al marqués de Lafayette, tan importante en la guerra de independencia contra los británicos. No exento de patriotismo, pero también de rigor histórico, le menciono a Bernardo de Gálvez, “el héroe de Pensacola”, el español que también contribuyó a aquella lucha, expulsando a los británicos de la Florida occidental (y al que homenajea la ciudad de Galvestone, que incorpora su nombre). El bueno de Stan no ha oído hablar de él, y a mí me invade la melancolía: cuánta ventaja nos llevan los franceses (y casi todo el mundo) en la apreciación de nuestra historia. Cuando ya estamos junto a la Fearless Girl, Elaine menciona, en passant, que escribo poesía. Stan me pregunta entonces: “¿Y rima?”. “No —le contesto—, pero aun así es poesía”.

Pasamos la mañana del lunes en Coney Island, el parque de atracciones más famoso de Nueva York, aunque está a casi una hora en metro desde Times Square, al sur de Brooklyn. Antes era, en efecto, una isla, pero lleva décadas siendo una península. Las atracciones no funcionan hoy, no sabemos por qué. Paseamos, pues, por el largo bulevar con el suelo de madera que flanquea la playa, de arena amarilla, repujada de dunas. Un mendigo sin pies, en silla de ruedas, se entretiene echándole tomates y aros de cebolla de la caja de fast food que sostiene en el halda a la bandada de gaviotas de cabeza negra y pico rojo que han acudido con urgencia y estrépito a su ofrecimiento. Los bichos lo devoran todo con enérgicos golpes de gaznate, aunque a alguna se le quedan brevemente enrollados los aros de cebolla en el pico. El mar, muy azul, está tranquilo. Algunos barquitos sestean cerca de la orilla; algo más lejos, lo hacen unos cargueros (y un petrolero, creo). Un grupo de cinco ancianos en bañador toman el sol, despatarrados, en un banco. Delante de ellos pasa una pareja de musulmanas cubiertas desde las uñas de los pies hasta el colodrillo. Cerca del mediodía, matamos en hambre con unos hot dogs en Nathan’s, un local que se anuncia como el mejor restaurante de perritos calientes de la ciudad. Mucho me parece: el que me como yo no supera a los que se pueden comprar en cualquier puesto callejero, y el pan que lo ciñe se cuartea y desmigaja a las primeras de cambio. Me lo ha servido un camarero negro. En Nathan’s, todos los camareros son negros. En general, en los Estados Unidos todos los trabajadores manuales, los que ocupan los estratos más bajos del mercado laboral, son negros (o hispanos). La estratificación económica propiciada por el racismo es inmediatamente visible y tan palmaria como el sol que hoy aprieta en esta playa atlántica. Mientras comemos, en otra mesa de la terraza dos policías gigantescos engullen sendas hamburguesas acordes con su tamaño y se beben los barreños de Coca-Cola que sirve Nathan’s. Cuando ya volvemos, una señora le ofrece a un joven indigente una bolsa de patatas fritas y un vaso de Coca-Cola: Do you want this? [‘¿lo quieres?’], le pregunta. El hombre, ido, aparta la cabeza y se aleja sin contestar. ¿No?, concluye, resignada, la fugaz samaritana. Muchos americanos no están dispuestos a pagar los impuestos que se necesitan para mantener una sanidad pública gratuita y universal, como de la que disfrutamos en Europa, que atienda a las muchísimas personas que viven enfermas, sin techo y en la miseria en el país, y creen compensarlos con estos actos de caridad cristiana, que aplacan momentáneamente la conciencia, pero desatienden las injusticias de la economía capitalista y la verdadera compasión social. Ya en el metro, cuando estamos sacando los billetes de regreso, un mendigo blanco se interpone entre nosotros y las máquinas para recoger una moneda de pocos centavos del suelo y comprobar si en los cajetines de los aparatos han quedado otras. 

Bajamos en Times Square, donde se amontona, como siempre, una multitud ingente de personas. En una mesa de la terraza de un bar, dos jóvenes desnudas, salvo por sendos escuetísimos tangas, se pintan el cuerpo una a otra con purpurina y rotuladores. No sabemos por qué lo hacen. No reivindican nada expresamente. Solo sus cuerpos, abundantes, excesivos. Eso: la fiesta del cuerpo, aunque sea tan inarmónico como el de estas mujeres. En las mesas a su alrededor, la gente sigue mirando el móvil y bebiendo refrescos como si nada. Esto es Nueva York.