Hace unos días fui a ver con mis hijos Gladiator 2. Ha sido uno de los grandes errores de mi vida (no ir con mis hijos, sino a ver la película). Y, si no ha sido mayor en mi caso, ha sido porque la entrada solo costaba 8,90 euros (precio reducido para mayores de 60 años). Decidimos hacerlo porque los tres admiramos a Ridley Scott, cuya película Blade Runner forma parte de mi parnaso cinematográfico particular, pero que es autor de varios clásicos más del cine, como Alien, Los duelistas, Thelma y Louise y el propio Gladiator, entre muchas otras películas nada despreciables (y el mejor anuncio de la historia de la publicidad: el mítico de Apple, de 1984). Supongo que teníamos la esperanza de que, bajo la batuta del genio del celuloide que es Scott, esta secuela de la de 2000 inaugurase, aunque con veinticuatro años de retraso, una saga cinematográfica tan legendaria como la de El padrino o La guerra de las galaxias. Pero nuestras esperanzas se vieron frustradas al poco de empezar la película, tras la batalla que la abre, resuelta con la épica solvencia que Scott ya demostró en El reino de los cielos o Napoleón. Seré sintético: Gladiator 2 es mala hasta decir basta. Y la culpa no es tanto de Scott, que sigue manejando con maestría y espectacularidad las claves visuales del séptimo arte, sino del guion de la película, que es un perfecto desatino, responsabilidad de un individuo que atiende por David Scarpa. La historia que cuenta Gladiator 2 no se asienta en la de su ilustre predecesora para, desde ahí, crecer con bríos renovados, sino que intenta volver a contar lo que ya contaba Gladiator, aunque mucho peor: los ejes narrativos se repiten, los personajes se repiten, las escenas se repiten, los diálogos se repiten, los tics de repiten, hasta las imágenes se repiten, y no solo algunos fotogramas, como los del héroe subiendo con premura, espada en mano, las escaleras que dan acceso al Coliseo: en plena película se proyectan varias escenas de la original. Este lastre mimético, peor interpretado y mucho peor narrado, impide crecer a la secuela; de hecho, la hunde en la más abyecta condición de secuela: sus personajes no llegan a desarrollarse ni entenderse nunca; la acción es un batiburrillo de sucesos cuyo progreso y razón nunca logran explicarse; y el aire general del film es el de un gigantesco buñuelo (de aire) sin otro propósito que hacernos añorar a cada instante la versión que malamente duplica. El guion, un despropósito que dura lo que dura la película, amontona acontecimientos que aparecen en la pantalla como las setas en otoño, sin fluidez ni motivo discernible, a gran velocidad, pero, y esto es lo más asombroso, también sin ritmo. En Gladiator 2 concita la asombrosa paradoja de que todo pase muy deprisa, pero, a la vez, abrupta y lánguidamente. En algunas escenas, esta rapidez arrítmica resulta involuntariamente cómica: al final de la película, los malos —la guardia pretoriana, como siempre, compuesta por 6.000 hombres— se organizan para salir en perfecta formación al encuentro del ejército de los buenos, que marchan sobre Roma, apenas diez segundos después de que su jefe, Macrino, desbordado por los acontecimientos que están teniendo lugar en el Coliseo, les haya dado la orden de que salgan a combatir. (Y todo ese ejército de malos atravesará a caballo Hanno, el protagonista, para enfrentarse a Macrino en singular combate, sin que ni uno solo de sus soldados haga el menor gesto para detenerlo). Toda la trama está plagada de absurdos no ya antihistóricos, sino inexplicables: en las luchas en el Coliseo, por ejemplo, los gladiadores se enfrentan sucesivamente a unos babuinos monstruosos, que abren unas bocas de cocodrilo, con colmillos del tamaño de cimitarras, pero que más parecen personajes de dibujos animados que las criaturas africanas de razonable ferocidad que en realidad son; a un rinoceronte no menos monstruoso, con un cuerno que parece el meridiano de Greenwich, pero inverosímilmente domesticado, y montado por un gladiador también malísimo —como los pretorianos—, a quien el prota asimismo liquida, haciendo gala de una inteligencia prodigiosa que no se ve afectada por el hecho de que el perisodáctilo lo haya arrollado (y mandado a varios metros de distancia, de donde se levanta con admirable indemnidad) y que le permite cegarlo con la arena del suelo del Coliseo para que se estampe mortalmente contra los muros de piedra del coso; y, por fin, a unos tiburones muy malcarados que rodean a las naves de los gladiadores enfrentados en una naumaquia y que se zampan en un santiamén a los desgraciados que caen al agua, abatidos por la espada inexorable de Hanno y sus compañeros (cuando en las naumaquias nunca hubo tiburones, ni siquiera carpas como las del Retiro). Las pifias —por mor del espectáculo, dirán algunos; yo creo que a causa de la ineptitud— son constantes. Tras la batalla con la que empieza la película, Hanno encuentra el cadáver de su mujer flotando en el mar, entre cientos de muertos de uno y otro bando al pie de las murallas, que ya es encontrar, y dos legionarios lo sacan del agua dándole una palmadita en el hombro como quien se va a tomar unas birras con los colegas en la playa. Viggo, el instructor al servicio de Macrino que doma a los futuros gladiadores (también en la versión original, un musculoso pupilo del lanista Próximo, magníficamente interpretado por Oliver Reed, atiza a un Máximo que rehúsa defenderse) golpea varias veces a Hanno (que tampoco quiere defenderse) en la cara con unos guanteletes de hierro con pinchos, y no le deja ni un arañazo. En la pared de piedra de la tumba de Máximo, leemos una de las máximas dignas de recordación pronunciadas por este en Gladiator, grabadas en un perfecto inglés: what we do in life echoes in eternity (‘lo que hacemos en la vida tiene su eco en la eternidad’). El mensajero que le lleva al general de los buenos el mensaje de Hanno para que marchen sobre Roma, llega hasta él atravesando al galope su campamento sin que ni un solo centinela le impida el paso o al menos pregunte la razón de tan intempestiva cabalgada (los ejércitos, en aquella época, eran muy porosos). Y en una escena se ve a unos niños jugando al fútbol, aunque todavía falten 1600 años para que los ingleses inventen ese deporte. Los romanos también conocen el vidrio transparente y el papel (con el que hacen periódicos), usan el opio como anestésico y la catapulta de contrapeso (que no se ideó hasta el siglo XII), y nombran a senadores negros y a senadoras: unas cuantas cosas más que han hecho por nosotros. El trabajo de los actores merece una mención aparte, porque todos son horribles, menos Denzel Washington. Y el más horrible de todos es Paul Mescal, que hace del protagonista. Hacía tiempo que no veía a nadie interpretar tan mal al héroe: Mescal, canijo, indolente, inexpresivo, no suscita ni una sola emoción en el espectador en los 148 minutos de rodaje: se va pegando —y teniendo conversaciones supuestamente enjundiosas, pero que solo resultan ridículas— con unos y con otros, sin que sepamos muy bien por qué lo hace, ni qué pretende con ello, ni a dónde quiere llegar. Para más inri, muy al final de la película nos enteramos de que Hanno es, en realidad, Lucio, el hijo de Lucilla (y, ahora nos enteramos igualmente, de Máximo), que pasa de ser, también cuando Gladiator 2 ya termina, un aguerrido númida blanco que busca venganza por que los romanos hayan matado a su mujer y lo hayan reducido a él a la esclavitud, a un príncipe de Roma que abraza amoroso a su madre, repudiada por haberlo abandonado, un par de escenas después de haberla expulsado a gritos de su celda. Cómo ha llegado Lucio, aquel niño rubio y adorable de la película original, a la áspera Numidia del siglo III d. C., es algo por lo que el guion no se preocupa, ni Ridley Scott tampoco. Lucilla, cuyo papel corre a cargo de la bellísima Connie Nielsen, bastante más fondona ahora que en su primera aventura, no sobrevive a la acumulación de muecas y lloriqueos que le inspiran las desgracias de Acacio, su marido —otro personaje innecesario, interpretado por el chileno Pedro Pascal—, del propio Hanno/Lucio y de los emperadores Geta y Caracalla (a quien es difícil resistirse a la tentación de llamar Caraculo), dos personajes a eones de distancia del sobrio, perverso y atormentado Cómodo de Joachim Phoenix, caricaturescamente repulsivos, dos payasos hiperbólicos, con todos los tics de los malos absurdos, sin matices: rubio uno y pelirrojo el otro, amariconados ambos, vestidos con fastuosa excentricidad e íntegra y gratuitamente crueles, solo preocupados por que nadie atente contra su poder (y Geta, por el bienestar de su mico Dondas, que se le pasea todo el rato por la cabeza y al que nombrará primer cónsul, imitando a un Nerón que había hecho senador a su caballo), pero, a la vez, tan estúpidos que no saben ver que Macrino los manipula groseramente y que no pretende sino acabar con ellos. Y así es: hace que Geta mate a Caracalla, guiando su mano (en realidad, fue Caracalla quien hizo asesinar a su hermano), y luego despacha a Geta por el sutil procedimiento de introducirle un clavo por el oído. Denzel Washington, que hace del lanista Macrino, es el único que se salva de la quema. Su calidad es tanta que ni un guion tan insensato como este consigue que flaquee. De hecho, el único tramo de la película que no me pareció un perfecto dislate y que seguí con algún interés es el que coincide con su transformación de mero tratante de gladiadores en un ambicioso —y malvado— aspirante al trono imperial. La escena en la que se dirige al Senado mientras hace girar, apoyado en un mármol, la cabeza cortada de Caracalla, es, probablemente, la mejor del enorme error que es Gladiator 2. El problema es que su despliegue interpretativo debe ajustarse al desaguisado de la trama y es muy difícil sobrevivir a eso. Todo sucede, como todo lo demás, muy deprisa, y el personaje que hasta entonces había sido artero y contenido se transforma de repente, como un doctor Jeckyll del Lacio, en el emperador in pectore, y no encuentra obstáculo alguno para penetrar en el círculo más íntimo de Geta y Caracalla y liquidarlos a los dos. Y todo ello sin que nunca sepamos cuál es su historia, qué hay detrás de sus decisiones, por qué actúa como actúa. Por suerte, Hanno/Lucio lo apiola en una pelea final tan lamentable como el resto de la película, en la que Macrino le clava repetidamente la espada a Hanno/Lucio, pero no consigue matarlo, porque el peto de este —que es, en realidad, el de Máximo— impide que el acero llegue a la carne. Algo sin duda extraordinario, porque el peto es de cuero. Gladiator 2 solo se salva del cero absoluto por el vigor visual de algunos momentos, por un vestuario y una caracterización refinados, y por el saber hacer, aun en las peores circunstancias, del gran Denzel Washington. Por lo demás, solo puede ser considerada, con mucho, la peor película del no menos grande Ridley Scott.
Ríete tú del reloj de Espartaco. Y sí, a Ridley Scott se lo perdonamos todo. Añado a la lista de aciertos “Black Hawk derribado”.
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