El
siglo XV es el siglo de oro de las letras valencianas. A mediados de la
centuria están escribiendo en Valencia Ausiàs March, Joanot Martorell, Joan
Roís de Corella, el anónimo autor del Curial
e Güelfa, sor Isabel de Villena y un médico llamado Jaume Roig, galeno de reyes, facultativo
municipal y benefactor de hospitales. Este solo nos ha dejado una obra, pero
muy significativa, por muchas razones, titulada Espill [Espejo]. La
compuso, seguramente, hacia 1460, el mismo año en el que Martorell había
empezado a escribir su Tirante el Blanco.
Se trata de una novela en verso, integrada por 16.209 tetrasílabos pareados –más los 40 heptasílabos, también pareados, de la «consulta» prologal–,
en la que se desarrolla una violenta sátira misógina. El protagonista, cuyo
nombre coincide con el del autor, Roig, le cuenta su vida de infortunios y
calamidades con las mujeres a un sobrino, Baltasar Bou, para convencerlo de que
abandone todo trato con ellas y se entregue a una soltería contemplativa y un
celibato reparador. Espill es, pues,
una autobiografía, pero una autobiografía ficticia: nada hay que vincule las
desventuras del protagonista, víctima permanente de la perversidad de las
féminas, con la vida acomodada –una plétora de placeres burgueses– de Jaume
Roig, que tenía cuatro casas en Valencia, copiosas fanegadas de tierra en la
huerta levantina, una biblioteca de más de 50 volúmenes –a la sazón,
nutridísima– y una sola mujer, Isabel Pellicer, a la que quería tiernamente. Espill, cuya técnica narrativa es el flash-back, se configura como una
novela itinerante, o, por seguir con la terminología anglosajona contemporánea,
como una road story. En el libro
primero, el protagonista es expulsado de su casa por una madre desalmada y
emprende un viaje por Cataluña y Francia, donde combate contra los ingleses en
la Guerra de los Cien Años y llega a París, en uno de los escasos episodios de
éxito contenidos en el volumen. En el
libro segundo, detalla el fracaso de sus tres matrimonios –con una falsa
virgen, una viuda y, por fin, una novicia– y de un cuarto, con una beata
insufrible, que no llega a consumarse. Tras el tercero, que contiene el largo
sermón de Salomón, gracias al cual comprende la necesidad y la virtud de
abstenerse del trato mujeril, inicia en el cuarto un abnegado peregrinaje por
diversos monasterios catalanes y se retira, a la postre, en Valencia, donde
abraza una vida de castidad y contemplación que lo rescata de los sufrimientos padecidos
por causa de las hembras. Espill es
también, por lo tanto, una bildungsroman,
una novela de formación, aunque el aprendizaje no se ciña a un periodo de
juventud, sino que se extienda a toda la vida, para culminar en una conclusión
ascética y desengañada: las mujeres son imposibles, y por imposibles hay que
dejarlas. Ninguna, salvo la Virgen María, merece el amor ni el respeto de los
hombres. La
misogina del Espill tiene sólidas
raíces literarias y religiosas. Jaume Roig conoce bien, como todos los autores
occidentales de su tiempo, las Sátiras de
Juvenal y, en particular, la sátira VI, un escabroso cuadro de los vicios y
locuras de las matronas romanas, inspirado en hechos y personajes de la Roma de
finales del s. I y principios del s. II d. C. Las mujeres son, según Juvenal,
adúlteras, promiscuas, incontinentes, presumidas, falsas, crueles, maleducadas,
supersticiosas, incestuosas, asesinas y brujas. Sin
embargo, es a la Iglesia a la que corresponde la principal responsabilidad en
la formación de un pensamiento misógino, que entronca con los mitos
bíblicos de la creación de la mujer a partir de una costilla del hombre y de su
traición en el jardín del Edén. Tertuliano, san Jerónimo, san Pablo, san Clemente de Alejandría, san Metodio, santo Tomás, san Justino, san
Ambrosio, san Adelmo y san Juan Crisóstomo, entre muchos otros apologetas cristianos, se manifiestan contra la mujer y nos previenen de sus peligros. San Agustín, por poner un solo ejemplo, exclama: «¡Cuán sórdido, inmundo y horrible es el abrazo de
una mujer!». Pero la misoginia del Espill destaca por su ferocidad, de la que solo se salvan la Virgen María y la propia esposa del escritor. Recorre el libro de Roig un
ensañamiento bárbaro, que trasluce tanto el rigor encarnizado de la justicia de
la época como el corpus atroz de los
relatos medievales, con su bagaje de hipérboles y barrabasadas. Por ejemplo,
si a las mujeres les estorba el hijo
que ha nacido y le cobran aversión, no les gusta que viva. Hacen entonces que
muera escaldado, quemado o enterrado desnudo; a otros los meten en el mar y los
ahogan; a otros los tiran vivos, sin bautizar, a los pozos y los ríos; otros,
con insuperable maldad, se los echan de comer, cortados a trozos, a los cerdos
y los perros; a otros los consumen por negligencia y los aniquilan por falta de
cuidados: se desangran por el ombligo mal cerrado y los encuentran muertos; a
otros les aprietan demasiado los pañales; a otros los atiborran de
medicamentos, que son más bien venenos; a otros, en fin, los desvían de la
muerte y los mandan, en secreto y desnudos del todo, a los hospitales, o los
dejan en los portales de la Seo.
Más aún: las
mujeres se comen a sus hijos:
No hace mucho, en
la Bretaña, una miserable, madre de un hijo precioso, le metió por el intestino
un asador, que le salió por la cabeza, y lo puso al fuego. Cuando el padre y
marido, un buen cristiano, vio a su hijo muerto y asado, rogó a Dios que se lo
devolviese vivo y se encomendó a San Vicente Ferrer, que atendió sus plegarias
y lo resucitó. ¡Ningún animal mata a sus crías para comérselas!
Sin embargo, no es esta sañuda misoginia el rasgo más destacado de Espejo, con serlo mucho, sino su estructura y su forma. Los 16.249 versos de la obra constituyen uno de los más encarnizados ejercicios métricos de la historia de la literatura, y justifican algunas de los rasgos que hacen de él un libro de difícil lectura (y aún más difícil traducción): para encajar los versos en el exiguo molde que les ha asignado, Roig se ve obligado a prescindir de conjunciones, preposiciones y, en general, nexos sintácticos; a utilizar la síntesis y la elipsis; a practicar el hipérbaton y el encabalgamiento, que conducen a enunciados tortuosos e inacabables; y, en fin, a alterar la medida común de los enunciados, bien alargándolos mucho –aunque con frecuentes incisos y cláusulas subordinadas–, bien comprimiéndolos en unos pocos elementos esenciales, pero aligerados, o incluso desnudos, de conectores oracionales. En cuanto a la voluntad de estilo de Jaume Roig, es indudable, más aún, es abrumadora. De hecho, el lenguaje que utiliza –y el mundo que plasma con él– es la principal virtud del Espill para un lector contemporáneo. El tono popular y la llaneza con los que está escrito, «conforme a la aljamía y el modo de hablar de las gentes de Paterna, Torrent y Soterna», lo alejan de la dicción sofisticada y la urdimbre mitológica de Joan Roís de Corella, el gran autor trágico, continuador de la tradición latinizante medieval, de la Valencia del siglo XV, con el que Roig mantenía un notorio debate estético. Esa lengua romanceada de Roig, repleta de frases hechas y giros vulgares, que recurre en abundancia al dicharacho y la ironía, y que narra lances cotidianos, cuando no callejeros, desprovistos de toda grandeza, conduce, según Antònia Carré, una de las principales estudiosas de la obra, al núcleo interpretativo del Espill:
Roig afirma con toda claridad que su obra ha de servir de lección sobre todo a los jóvenes inexpertos para que abandonen el amor y a las mujeres. En la articulación del estilo cómico del Espill –que implica un registro bajo, un lenguaje sencillo y popular, y unas tramas banales– y la severidad extrema de su contenido pretendidamente moral, inspirado en la sátira antigua, se produce un desajuste muy fuerte que sugiere la clave interpretativa central de la obra: la ambigüedad como juego literario que reclama continuamente la complicidad del lector. En efecto, en un mismo pasaje pueden coexistir un mensaje satírico durísimo y unas fórmulas expresivas ligeras y divertidas, porque el Espill está escrito como una comedia, y, en cambio, la maldad de muchas de las acciones que relatan conduce a desenlaces fatales más propios de la tragedia.
El lenguaje de Roig es flexible y vivísimo, de una riqueza léxica imponente. A él se incorporan, no solo el deje y las modulaciones del habla popular, sino un amplio abanico de registros y hasta jergas particulares: el vocabulario de la medicina –Roig era médico–, la fraseología jurídica –el abuelo de Roig era notario y él, como médico, sirvió a menudo, en calidad de perito, a la administración de justicia de la ciudad–, la facundia teológica y las citas bíblicas, esperables en cualquier hombre culto y devoto de su tiempo, y, en fin, los conocimientos de artes y oficios diversos, en particular, los de la agricultura, tan importante en la huerta valenciana. Con estos mimbres Roig trenza coloridas descripciones de los mercados de Valencia y de los personajes tramposos –siempre mujeres– que pululan en ellos; de las calles y barrios de la ciudad, en los que se mezclan la desgracia de las pestes y la alegría del comercio, que lleva a su puerto a marinos de todas las naciones; de los hospitales –que eran entonces más bien albergues o asilos–, los baños y los conventos, en los que abunda el engaño y la picaresca, protagonizados asimismo por mujeres; y, en fin, de un amplísimo abanico de tipos humanos, que se dividen siempre entre hembras crueles y hombres engañados, maltratados o vituperados. Los cuadros de Roig, que se nutren de la observación y la práctica profesional de Roig, son de un realismo descarnado, y el humor que los recorre es más que negro: es esperpéntico. Espill dibuja un fresco panorámico de la sociedad de su tiempo, lleno de personajes y vicisitudes, y cruzado por una frontera o cicatriz entre un medievo declinante y un Renacimiento auroral. Y si bien, como ha señalado con acierto Antònia Carré en sus minuciosos comentarios al libro, apenas contiene ejemplos que no provengan de las fuentes bíblicas y la tradición literaria medieval, tanto culta como folclórica, es asimismo cierto que el protagonista de la obra de Roig ya no pertenece a esa tradición, o se ha apartado significativamente de ella. No es, en efecto, un caballero solarmente asentado en el mundo, sino un pobre hombre zarandeado por las circunstancias de la vida, agraviado por las mujeres y la fortuna, que vaga por tierras y lugares, sobrevive a duras penas y acaba sus días renunciando a los placeres carnales y los fastos mundanos.
[Del prólogo de mi traducción de Espejo, de Jaume Roig, recientemente publicado por Pre-Textos]
No hay comentarios:
Publicar un comentario