Epéntesis (Del lat. epenthĕsis, y este del gr. ἐπένθεσις, intercalación): 1. f. Fon. Figura de dicción que consiste en añadir algún sonido dentro de un vocablo; p. ej., en corónica por crónica y en tendré por tenré.
domingo, 27 de abril de 2025
Elogio de la poesía
lunes, 21 de abril de 2025
¡Viva la bohemia!
Acudo hoy a la exposición ¡Viva la bohemia! en el Museo de Historia de Madrid con mi buen amigo y admirable escritor Óscar Curieses. Uno no puede ser literato (o pretenderlo, al menos), estar en Madrid y no visitar una exposición como esta, que revela uno de los movimientos estético-sociales —si es que la bohemia lo fue— más característicos y duraderos —surgió en España a principios del último tercio del siglo XIX y murió con la Guerra Civil, medio siglo después— de la capital y, por extensión, de un país pobre y exhausto. El Museo de Historia está enfrente del Tribunal de Cuentas, una venerable institución que ha contado entre sus filas con uno de los principales representantes de la bohemia, precisamente: Emilio Carrere, al que su padre colocó en el Tribunal y donde él hacía un horario, cuando lo hacía, ajustado a sus necesidades trasnochadoras, cafetinescas y literarias. Cuando se presentaba en el trabajo, siempre lo hacía tarde, y en cierta ocasión su jefe lo llamó a su despacho y le advirtió: “Mire usted, con esa manía de retrasarse, va a llegar un momento en el que se presentará usted todos los días al día siguiente”. (Carrere tenía una inclinación especial por refugiarse en lugares insospechados. Años más tarde, al estallar la Guerra Civil, lo hizo en el Sanatorio Psiquiátrico del Doctor León, para huir de la persecución de las hordas rojas, y se pasó los tres años del conflicto conviviendo pacíficamente con los locos, mientras los locos de fuera se mataban entre sí. Tras la Guerra, aquel bohemio que había sido Carrere, autor de títulos tan elocuentes como La tristeza del burdel, La copa de Verlaine o El caballero de la muerte, se dedicó a escribir poemas loando el Glorioso Alzamiento Nacional, lo que le devolvió cierta lamentable celebridad). Pero no solo la figura fantasmal de Carrere parece acompañarme en esta bohemia mañana de domingo: las circunstancias parecen aliarse también para que viva directamente la experiencia de la bohemia, entendida como cúmulo de penurias. Para llegar al Museo, he cogido el metro hasta Tribunal. En el vagón, en un asiento cercano, una obrera del turno nocturno, seguramente una limpiadora, le contaba a su madre por el móvil, a voz en grito, la pelea que había tenido con una negra en un autobús que había cogido al salir del trabajo, a cuenta de un desvío inesperado del autobús de la ruta establecida. Todo el vagón, todo el tren, diría yo, se ha enterado de las sórdidas cuitas de la mujer, y he sentido un fantástico alivio cuando la he dejado, en el interior del convoy, detallando las groserías que se ha intercambiado con la negra discrepante. No obstante, la sordidez goyesca que aún perdura en el país me ha perseguido hasta el exterior. Como he llegado con diez minutos de antelación a la cita con Óscar, y mientras lo esperaba sentado en un banco, detrás del Museo, he visto a un colgado de la noche pasar por delante de mí, dando tumbos, y menear todas las latas y botellas de cerveza o vino que habían dejado, en poyos y aceras, los participantes en el botellón nocturno que, sin duda, se había celebrado allí hacía pocas horas. El colgado no ha tenido éxito y ha seguido su tambaleante camino en busca de alcohol y nada. La bohemia, como es sabido, nace literariamente en Francia de la mano de Henri Murger, cuya colección de cuentos Escenas de la vida bohemia, publicada por entregas entre 1845 y 1849, constituyó la primera formalización —y legitimación— de la vida bohemia, la que definía el modus vivendi de los artistas —pintores y escritores— contrarios a las convenciones sociales —y, muy singularmente, al dinero y las comodidades de la clase burguesa— y entregados al ideal del arte. Este prototipo vital, atrincherado sobre todo en el Barrio Latino de París, pero que fue cobrando dimensión universal gracias a la obra de escritores como Baudelaire, Rimbaud y Verlaine, adquirió carta de naturaleza en España veinte años más tarde —a España todo viene llegando veinte años tarde desde Felipe II— con el relato autobiográfico El frac azul. Episodios de un joven flaco, del valenciano Enrique Pérez Escrich, publicado en 1864 (que luego resubtitularía Memorias de un joven flaco), al lado de cuyo ejemplar se encuentra un óleo del escritor, pintado por Ricardo Navarrete, en el que, en efecto, aparece flaco y levemente demacrado, como si aún no hubiera superado las estrecheces de su juventud errante. Encuentro que la dificultad para leer los carteles y cartelas de la exposición resulta coherente con lo expuesto: la iluminación escasa, casi inexistente, es condigna de las buhardillas sin electricidad (por falta de pago) de aquellos bohemios, al decir de Valle-Inclán, otro de sus ilustres, “impecunes y hampantes”. La exposición acoge muestras —libros, cartas, periódicos en los que colaboraban, retratos, objetos personales— de casi todos los bohemios españoles, y de casi todos los que participaron, directamente o indirectamente, en la bohemia. Y subrayo el “casi” porque, precisamente por ser bohemios, puede que alguno haya permanecido, hasta hoy mismo, en la misma invisibilidad en la que viviera hace un siglo. A los ilustres antecedentes franceses —se expone, por ejemplo, una primera edición, de 1888, de Les poètes maudits, de Verlaine (1888: otro annus mirabilis de la literatura; en ese año, en Valparaíso, se publicaba también Azul, de Rubén Darío, el libro con el que se inicia el modernismo en español)— y españoles, con Goya y Larra a la cabeza (del primero dijo Valle-Inclán que el esperpento lo había inventado él; y del segundo hay un hermoso retrato, pintado por Ricardo Baroja), se suman las figuras del propio Valle-Inclán, Ramón Gómez de la Serna, Alejandro Sawa, Francisco Villaespesa, Alfonso Vidal y Planas, Manuel Machado, Eliodoro Puche, Rafael Lasso de la Vega, Rafael Cansinos Assens, Armando Buscarini, Pedro Luis de Gálvez, Antonio de Hoyos y Vinent, el ya mencionado Emilio Carrere y un largo etcétera. Unos pocos lograron el éxito, literario y material; la mayoría vivió y murió en la miseria. Pero todos protagonizaron sucesos que, a la vez, maravillan y espeluznan. Alejandro Sawa, el “andaluz hiperbólico, poeta de odas y madrigales” que inspiró el personaje de Max Estrella de Luces de bohemia, de Valle-Inclán, quizá sea el más destacado. (Por cierto, que la cartela que habla de Luces de bohemia menciona a otro personaje de la obra, don Latino de Híspalis, aunque omite el acento del apellido: “Hispalis”. Las faltas de ortografía, abundantes en los textos de la exposición, serán otra demostración de coherencia con lo expuesto, como la iluminación insuficiente: los manuscritos de los bohemios estaban plagados de ellas). Sawa escribió muy poco (aunque con títulos muy reveladores de la vida difícil y oscura que llevó: Un vencido, Noche, también de 1888, o el póstumo Iluminaciones en la sombra), pero había residido en París y allí había conocido a alguno de los grandes astros franceses, como Verlaine, del que consta un retrato, hecho por Eugène Carrière en 1891, dedicado de su puño y letra a Sawa. También fue amigo de Rubén Darío, que prologó Iluminaciones en la sombra. Sin embargo, un bohemio siempre era un bohemio, y Sawa lo era de forma radical; en particular, era un hacha del sable, el noble arte de pedir dinero sin mendigar. En una vitrina se expone una carta, bien meliflua, en la que sableaba a su “amigo y maestro” Rubén, pero al lado de esta se lee otra, algunos años posterior, en la que amenaza gravemente a su protector si no le paga (la cartela dice “sino le paga”) 525 pesetas por varios artículos que Rubén había publicado en el diario argentino La Nación con su nombre, pero que había escrito él (Sawa hubo de ejercer de negro para sobrevivir): toda la bienquerencia de la primera misiva se convierte en espumarajos y furor en la segunda. De Alejandro Sawa consta asimismo el epitafio que le escribió Manuel Machado, ese que empieza: “Jamás hombre más nacido/ para el placer fue al dolor/ más derecho./ Jamás ninguno ha caído,/ con facha de vencedor,/ tan deshecho”. La cartela que lo reproduce ha omitido el acento de “caído”. El sable, en su modalidad epistolar de petición a los grandes escritores o las instituciones respetables, fue ejercido con constancia y deliberación por casi todos los bohemios españoles, y en ¡Viva la bohemia! encontramos otros ejemplos de este noble arte, como sendas cartas de don Ramón María del Valle-Inclán y Dorio de Gádex (seudónimo del gaditano Antonio Rey Moliné, al que Valle-Inclán también convirtió en personaje de su Luces de bohemia) a la Real Academia Española. La bohemia llamada heroica, cuyo más destacado representante fue el sevillano Sawa, también pertenecen otros escritores y periodistas, como Joaquín Dicenta, que dirigió revista Germinal, la más combativa y, diríamos hoy, antisistema de la época, junto con el periódico Don Quijote, célebre por la leyenda que acompañaba su cabecera: “El periódico que se compra, pero no se vende”. El apartado gráfico de esta suerte de bohemia, socialmente crítica y próxima a postulados anarquistas y comunistas, cobra una relevancia singular con emotivas obras de Manuel Benedito, como el óleo La familia del anarquista el día de su ejecución, de 1899; de Mateo Silvela, cuya Tienda de asilo pinta uno de aquellos antros de beneficencia donde se alimentaban tristemente los muchos pobres (y bohemios) del país; de Picasso, que también atravesó unos años de bohemia, y que así tituló, Bohemia maldita, un dibujo de 1901; y, sobre todo, de José Gutiérrez Solana, que aporta, entre otras piezas, un grabado terrorífico, Hombre y mujer desnudos, en el que las dos figuras aparecen desmembradas y con una imagen de la Virgen al fondo, el óleo La casa del arrabal, que describe un pavoroso prostíbulo, y otro óleo, Chulos y chulas, cuyos personajes presentan ojos espantados y rostros cadavéricos. La bohemia está plagada de personajes pintorescos, a la par que embrutecidos y deprimentes. Ahí está, por ejemplo, Florencio Moreno Godino, con cuyo asonantado seudónimo, Floro Moro Godo, aparece como uno de los personajes de El frac azul, y cuya obra más representativa es El último bohemio, publicado póstumamente en 1908. También encontramos a Fernando Villegas y Estrada, otro de los últimos bohemios, famoso por su único libro Café romántico y otros poemas, publicado en 1927, y del que Pedro José Vizoso acaba de publicar una magnífica edición en ArKadia. El legendario Alfonso Vidal y Planas también está presente con un ejemplar de su gran éxito teatral Santa Isabel de Ceres, que refiere el amor de un pintor por una prostituta a la que intenta redimir, y que tiene tintes autobiográficos, porque también él sacó del arroyo a su entonces mujer, Elena Manzanares. Por algunos maledicentes comentarios sobre su redimida esposa, Vidal y Planas le descerrajó un pistoletazo a su colega y antiguo amigo Luis Antón del Olmet, lo que le valió doce años de prisión, de los que cumplió tres. (En esto, los tiempos se han civilizado un poco: por algo parecido le pegó un puñetazo, pero no un tiro, Vargas Llosa a García Márquez; o Will Smith a Chris Rock). Algunos, no muchos, fueron bohemios con éxito. Francisco Villaespesa hacía giras multitudinarias por Hispanoamérica, y miles de personas acudían al puerto de Buenos Aires a recibirlo cuando llegaba en barco desde España. Hoy nadie lo lee. En la exposición damos con un ejemplar de La copa del rey de Thule, de 1916, con prólogo de nada menos que Juan Ramón Jiménez. También Manuel Machado, estratégicamente alineado con el Régimen durante y, sobre todo, después de la Guerra Civil, sobrevivió a los embates de la bohemia, publicando, a diferencia de Villaespesa, buenos libros, como Alma, en 1902 (del que, por cierto, me acabo de hacer con un facsímil del ejemplar dedicado a Dámaso Alonso, en el que el sesudo filólogo hizo anotaciones y jugosos dibujos, algunos eróticos). Asimismo, encontramos libros del ruso-hispano-alemán Ernesto Bark, como La santa bohemia (Bark, otro más de los convertidos por Valle-Inclán en personaje de Luces de bohemia, y al que también cita Alejandro Sawa en sus memorias), y, naturalmente, La sagrada cripta de Pombo, de Gómez de la Serna, el café donde el incansable grafómano reunía a todos los bohemios de la ciudad, o de paso por ella, que estuvieran dispuestos a rendirle la pleitesía necesaria (y por eso era “sagrada”). De ¡Viva la bohemia! salimos a un tiempo tristes y divertidos, y algo mareados por la falta de luz. Y yo no quiero dejar de consignar que, en las cartelas, el apellido del compositor español Pablo Sorozábal, mencionado por algo que ya no recuerdo, aparece sin acento; un acento que, en cambio, empenacha ignominiosamente todos los adverbios “solo” de la exposición.
lunes, 14 de abril de 2025
Gesto, número 4
Acaba de publicarse el número 4 (marzo, 2025) de Gesto. Revista de Literatura, Arte y Pensamiento, bajo la infatigable dirección de Juan Luis Calbarro. Esta nueva entrega confirma lo que ya demostraron los tres primeros números, y que no deja de sorprender a la muy minoritaria grey poética: ya no se hacen revistas como esta. En España, solo Surco, dirigida por el sevillano Antonio López Cañestro, está a esta altura. Gesto combina un cuidado formal exquisito con una atención igualmente esmerada a los contenidos. La cubierta de este número impresiona: el Hombre leyendo de Albert Anker, una acuarela de 1909, protagonizada por un anciano abismado en un libro, describe un ideal que se nos escurre entre los dedos, o que se nos desmorona ante los ojos, pero que sigue constituyendo, para una inmensa minoría, un ideal, una quimera posible, una necesidad existencial. Abre la revista, en el apartado de “Poesía”, una foto de los tres poetas que llevan años enarbolando en Tarragona la bandera de la mejor poesía en castellano (y también en catalán: dos de ellos han publicado asimismo en esta lengua): Alfredo Gavín Agustí, Juan López-Carrillo y Ramón García Mateos. Llamativamente, tanto los poemas de García Mateos como los de Alfredo Gavín son enumerativos: largas retahílas que ilustran o ejemplifican una idea o un deseo. Las piezas del primero, perequianas, se fundamentan en sostenidas anáforas: “me gusta...”, “no soporto...” y “si volviera a nacer...”, cuyo desarrollo resulta provocativo y vitalista, agridulce y ferozmente humano; y las del segundo incorporan también listas: en “Su intención es destruirte”, se enumeran los seres o las cosas que abrigan esa intención, y en “Ya me dirás quién te ama”, se consigna aquello que nadie hará por uno, porque, como sugiere la ironía del poema, nadie nos ama: “Ya me dirás quién te ama a ti/ (...) quién te dice palabras fértiles/ quién escoge tu ropa oscura,/ quién corre alegremente a verte,/ (...) quién te ofrece sus donuts gratis,/ quién te cede la entrada al cine/ quién se baja sus bragas fáciles...”. López-Carrillo, por su parte, aporta dos poemas breves en los que brillan, una vez más, su acreditada capacidad autoirónica y sus hechuras de moralista bienhumorado, valga la paradoja: “Mi cena de ayer, amigo Carlos,/ consistió en un par de huevos fritos/ con pimientos del piquillo./ En el aceite antes freí una cabeza de ajos,/ ajos que, como es menester, esparcí por el plato./ La cena resultó deliciosa,/ exquisita si hubiera añadido una de esas morcillas./ De todo esto, amigo mío, saco una conclusión:/ morirse es una mierda”. En esta primera y más importante sección poética, encontramos asimismo trabajos de los españoles Marisa López Soria, Ángel Fernández Benéitez —con un poema de corte clásico y espíritu desengañado en forma epistolar—, Anxo Pastor —cuyos dos poemas se publican, mecanografiados, en la hoja original en que fueron escritos; Pastor, que también es pintor, añade a ellos un precioso dibujo, “Durmintes” [‘durmientes’], de figuras filiformes y ondulantes—, José Luis Martínez Valero y Fulgencio Martínez; de la dominicana residente en Nueva York Yrene Santos; y de la mexicana Ana Santos Ortuño, que practica una literatura neovanguardista, fracturada y palpitante, como revela el breve poema “El viento”: “Algo que me nombraba a mí,/ no a mí, al viento/ que nombra el viento,/ no, a mí;/ algo/ que nombra viento/ y que se llama el vientre”. En la sección de narrativa, se recogen dos relatos del libro inédito Cuentos desobedientes, de Josefina Martos Peregrín: ”Folías impúdicas” y “Nadie ha vuelto...”. En la de ensayo, José María Castrillón colabora con una espléndida lectura de la poesía de Antonio Gamoneda, Christian T. Arjona analiza el poema “Para romper hay que romperse”, de mi libro Hombre solo, y Sebastián Gámez Millán celebra la reciente salvación del derrumbe y la ruina de la casa de Vicente Aleixandre —el famoso caserón de la calle Velingtonia, infaustamente abandonado durante años— y la influencia del autor de La destrucción o el amor en un poema de juventud dedicado a su madre, “Elegía a unos brazos”. Como Gesto también está abierto al olvidadísimo género del teatro escrito, Teresa Domingo Catalá, otra escritora tarraconense, aporta una suerte de paso contemporáneo, esperpéntico y descacharrante, lleno de referencias sexuales y no lejano al teatro del absurdo, en el que dialogan un hombre, funcionario de la Seguridad Social, y una mujer que le hace preguntas. La sección de traducción se compone de una amplia selección de poemas del francés Maurice Rollinat, a cargo de Pedro José Vizoso, que también suscribe un esclarecedor artículo introductorio (Vizoso lleva años descubriéndonos la interminable galaxia de los poetas simbolistas franceses, del que Rollinat es el último astro, de momento); del capítulo 13 de Memorias de un ángel bastardo, una autobiografía de juventud del estadounidense Harold Norse, traducido por un servidor (el libro se ha publicado en 2024 en Hojas de Hierba; di cuenta de ello en este blog: https://eduardomoga1.blogspot.com/2024/11/memorias-de-un-angel-bastardo.html); y de cuatro poemas de la poeta china Yu Xiuhua, cuya versión al español y nota introductoria corren a cargo de Yu Hongting. Las traducciones de Rollinat y Xiuhua son bilingües: los textos originales del primero van a pie de página y los de la segunda, acaradas; y estas, con sus ideogramas en tinta dorada, golpean feliz y enigmáticamente los ojos. Finalmente, en la sección de crítica, titulada “Puntos de vista”, ven la luz sendas reseñas de Condición de los amantes, de Juan Vico —un novelista que no renuncia a su esencial condición de poeta—, firmada también por un servidor (una reseña que, por una de esas malandanzas tan características del mundo editorial poético, ha tardado tres años en aparecer), y de Las fuerzas débiles, de Adalber Salas y Elisa Díaz Castelo, a cargo de José Luis Gómez Toré.
Reproduzco a continuación la reseña de Condición de los amantes con la que he contribuido a este número de Gesto:
martes, 8 de abril de 2025
El fisioterapeuta
El fisioterapeuta siempre me había parecido una figura abstrusa y lejana. Sobre todo, lejana. Eso de que tuvieran que removerte los huesos (algo que antes hacían los osteópatas, una especialidad que ha caído en el olvido) se me antojaba propio de los ancianos y los deportistas profesionales, ambos castigados por una vida de sacrificio. Y yo no era, todavía, un viejo ni sería nunca un deportista profesional. Pero ahora que he alcanzado una edad incipientemente provecta (el adverbio "incipientemente" me recuerda siempre los exámenes médicos que nos hacían en el colegio, que decían, sin fallar uno, que tenía los pies "incipientemente planos"), el fisioterapeuta se ha convertido en un acompañante fiel. De momento, ya me ha atendido por un codo de tenista (que alguien que nunca ha sido ni será deportista profesional desarrolle un codo de tenista, es uno de los misterios de mi vida; aunque no, no lo es: solo fue la consecuencia de mirar la tele [o Netflix] todas las noches, tumbado como los romanos en el sofá, con la cabeza apoyada en un brazo: se conoce que el máximo sedentarismo de Eduardo Moga tiene las mismas consecuencias que los máximos logros de Rafa Nadal), una muñeca estropeada (por una caída en una playa de guijarros de la Costa Brava a la que me llevaron mis hijos, que querían que experimentara no las comodidades burguesas que siempre persigo, sino los insólitos placeres de una cala salvaje; y vaya si los experimenté) y ahora una tendinitis en un dedo de la mano. Esta tendinitis ha vuelto a demostrar que, si uno se esfuerza lo suficiente, siempre puede convertir un pequeño contratiempo en un gran problema. Porque la dichosa tendinitis empezó siendo una leve molestia en la base del dedo corazón de la mano derecha, con la que manejo el ratón del ordenador. Este manejo reiterado (todas las tendinitis, al parecer, se producen por repetir muchas veces el mismo gesto), con el que mantenía el dedo crispado, afectó al tendón y me llevó a buscar en una farmacia especializada en ortopedia (para ganar tiempo: que me viese médico del seguro me habría llevado bastantes días; ah, cuánto daño ha hecho, y sigue haciendo, la necesidad de retribución, o de cura, inmediata) el remedio para mi mal. La férula que me recomendaron, demasiado corta, me sentó como un tiro: no solo no resolvió el problema, sino que lo agravó. Cuando me la retiré, el dedo parecía una morcilla y apenas lo podía mover. La breve tendinitis del principio se había convertido en una tendinitis de caballo, y eso que los caballos no tienen dedos. Y ahí entró en acción Antoni, mi fisioterapeuta, un hombre joven y dinámico que atiende en un consultorio inmaculado, en una de las principales vías de la ciudad. Antoni, como todos los fisioterapeutas, tiene algo de médico y algo de torturador, algo de masajista y algo de verdugo, algo de sacerdote y algo de demonio. Antes de empezar, te pregunta siempre si estás preparado, como si fueras a acometer una misión difícil en las profundidades abisales o en el espacio exterior. Es una pregunta inquietante, pero que uno deja pasar, probablemente pensando en el alivio que sentirá luego. A continuación, Antoni se esfuerza por relajar la tensión que la pregunta haya podido causar en ti. Tiende una sábana de papel en la camilla en la que practica sus habilidades (decir "ejecuta sus habilidades" habría sido seguramente más preciso, pero también más alarmante) y te ordena suavemente que te tumbes. Te pone en cojincillo debajo de los pies para que estés más cómodo (y quizá también para que la sangre no se vaya a la periferia del cuerpo y te ayude a soportar el castigo que está por llegar) y se sienta tranquilamente a tu lado. Todo es sosegado y pacífico en esta primera fase, incluso en los primeros momentos en que te coge la mano y la palpa y escruta, como si acariciara a un gato. Pero, sin solución de continuidad, Antoni empieza a hurgar. Y hurgar quiere decir apretar, estirar, retorcer, doblar. Es sorprendente el número de huesos, huesecillos, tendones, cartílagos, nervios, venas y articulaciones que participan en el movimiento de un dedo, de un simple dedo. Y todos ellos duelen si se les aplica la presión o la torsión adecuadas. Aunque, desde luego, el que más duele es el directamente afectado, el dedo corazón. Tanto Antoni como yo sabemos perfectamente dónde está el máximo punto de dolor: Antoni solo tiene que oprimirlo ligeramente para que yo gima (o incluso grite, cuando el dolor supera mi deseo de preservar la dignidad). No lo hace a menudo, sino que se esfuerza por mejorar todo cuanto rodea a ese punto aflictivo, aunque mejorar signifique atormentar: por el dolor a las estrellas, podría ser el lema de los fisioterapeutas, remedando el senequiano per aspera ad astra: por las dificultades a las estrellas. En el caso de los fisios, la frase estaría doblemente justificada, porque no solo se llega a un lugar elevado y mejor gracias a la manipulación, sino que gracias a la manipulación ve uno las estrellas. Me admira también el autocontrol con el que trabaja Antoni. Uno tiene siempre la impresión de que, con apenas un giro de la mano, podría partirte todos los huesos de la tuya. Y, cuando está forzando una articulación, cosa que, por desgracia, sucede muy a menudo en nuestras sesiones, sé que, un milímetro más allá, la articulación ya no estaría forzada, sino rota. Y todo eso Antoni lo hace sin ver, realmente: ve la mano, el exterior recubierto de piel (y algunas venas protuberantes), pero no los órganos sobre los que trabaja, no los objetos que manipula, ni, por lo tanto, el efecto que tiene esa manipulación. Aunque su ceguera es muy distinta de la mía: él ve más allá de las cosas, como si tuviera rayos infrarrojos en las manos; yo veo más allá del mundo, porque veo las estrellas. A veces, Antonio no tiene bastante con sus herramientas naturales —con sus manos— y ha de recurrir a garfios específicos de su profesión, que no puedo evitar que me recuerden a los bisturíes y berbiquís (y otros espeluznantes aparatos, cuya función prefiero ignorar) que se despliegan ante nosotros cuando, en las películas, un malo torturador, valga la redundancia, abre el maletín en el que lleva el instrumental. En concreto, Antoni usa uno, muy fino y rematado en curva, como un báculo en miniatura, con el que trabaja "a más profundidad", como se preocupa por indicarme. Sus explicaciones no siempre me tranquilizan. Pero Antoni no solo me aclara, durante la sesión, lo que hace, sino que también se deja llevar, entre melancólico y excitado, por el recuerdo de su último viaje o de su última excursión en kayak. Aunque tampoco estoy seguro de que lo que me cuentan los profesionales mientras trabajan me ayude a relajarme, sin duda prefiero los relatos de Antoni a los de los cirujanos que me operaron de fimosis (hace muchos años, pero no lo he olvidado), que hablaron del último pollo que habían trinchado (algo ciertamente preocupante, considerando lo que tenían entre manos), o de las dermatólogas que me quitaron una verruga peligrosa de la espalda y que aprovecharon la ocasión para intercambiar confesiones sobre los novios respectivos, como si no tuviesen en la camilla a una persona que oía y entendía, sino una tabla de planchar. Cuando la sesión acaba, no puedo reprimir el alivio. Ni Antoni tampoco, supongo. Pero el dedo está mejor: menos hinchado y más flexible. Y, lo que es más sorprendente, no me duele. Aquí también procedería aquel gran verso de Pepe Hierro: "Llegué por el dolor a la alegría". Los hierros de Antoni, y su minuciosa habilidad, han obrado el milagro. Pago sin dolor y me llevo un par de sugus de su mesa. La próxima sesión no es hasta la semana que viene. Alabado sea el Hacedor.
miércoles, 2 de abril de 2025
Los catalanes y la esclavitud
El ayuntamiento de Barcelona, siempre partidario de las buenas causas, ha organizado en el Museo Marítimo de la ciudad una exposición sobre la participación de los catalanes en el infame negocio de la esclavitud, y acudo hoy a visitarla en compañía de mi buen amigo Juan Carlos. La exposición, titulada “La infamia”, es breve, casi mínima: apenas cuatro salas, no muy grandes, en el vasto espacio del Museo, que habría dado para alojar mucho más material. Parece una iniciativa realizada para acallar una mala conciencia histórica antes que para dar a conocer, con una largueza condigna de la magnitud de la tragedia, una realidad secular y atroz que supuso la vejación, la tortura y la muerte de millones de personas, en la que, en efecto, participaron muchos más catalanes de los que se nos había dicho hasta ahora. De hecho, ese parece ser el interés primordial de esta exposición: identificar a los catalanes que, como capitanes de los barcos negreros o empresarios que compraban y vendían esclavos, se lucraron —en muchos casos, se hicieron millonarios— con aquel comercio inmundo, y que habían permanecido siempre en la sombra o, mejor aún para ellos, en el anonimato. (Los catalanes se incorporaron tarde al tráfico de esclavos: en 1789, en el Río de la Plata, y, a partir de 1810, en Cuba; no obstante, compensaron esta incorporación demorada con una eficacia propia de su reconocida laboriosidad). Por eso numerosas cartelas e inscripciones en los paneles de las salas —impregnadas de lenguaje no discriminatorio: hablan de “personas esclavizadas”, no de “esclavos”, y son poco asépticas: a menudo no pueden reprimir la indignación— los enumeran: los nombran. Y así surgen apellidos muy reconocibles en la sociedad catalana: Vidal, Riera, Freixas, Rovirosa, Manegat, Roig, Milà y un largo etcétera, encabezados todos ellos por el tristemente famoso Antonio López y López, marqués de Comillas (título que le fue otorgado por Alfonso XII en 1878), que obtuvo pingües beneficios con la compraventa de negros en Cuba, y que fue uno de los promotores del Círculo Hispano Ultramarino, lo más cercano que ha habido a un partido negrero en España. Siendo López vicepresidente de ese abominable Círculo (y Juan Güell, el del park, presidente), se nombró socio de honor al periodista y escritor José Ferrer de Couto, autor de un libro prolija y reveladoramente titulado Los negros en sus diversos estados y condiciones, tales como son, como se supone que son y como deben ser (del que la exposición muestra un ejemplar de la segunda edición, de 1864), que representaba muy bien las ideas del Círculo y del propio López. Sostenía que a los africanos no podía hacérseles mejor favor que “arrancarlos de los altares del Demonio y trasplantarlos a tierras cultas donde al fin alcanzaban el conocimiento de Dios y de la vida social, por los caminos de la religión y el trabajo". El tal Ferrer ni siquiera utilizaba la palabra “esclavitud” para referirse a aquel horror. Prefería llamarlo “institución organizada del trabajo forzoso de negros”. La estatua que se le erigiera a Antonio López en 1884, obra de Frederic Marés, y que desde 1940 —gracias a Franco, siempre promotor de toda suerte de esclavitudes— presidía la plaza homónima de Barcelona, fue beneméritamente retirada por el ayuntamiento en 2018 y hoy descansa en un almacén municipal. Del insigne empresario, banquero, senador, grande de España y negrero, “La infamia” recoge uno de los muchos óleos que se le dedicaron, de 1881, en el que aparece con barba cuidada, levita negra, la mano napoleónicamente en el pecho y, en general, un porte distinguidísimo, y también una fotografía de cuando la grúa del consistorio retiró su escultura, asimismo egregia, pero inevitablemente cagada de palomas. La exposición se abre con otro óleo, de la reina María Cristina y Alfonso XIII niño, vestido de niña, como se hacía entonces con los varones de alcurnia, destinados a importantes hitos futuros. El cuadro data de 1888, el año de la primera Exposición Universal de Barcelona, muchas de cuyas obras y edificios, como el Gran Hotel Internacional o la propia estatua de Antonio López, fueron financiados por el capital obtenido con la ignominia de la esclavitud. (Recuerdo haber pensado lo mismo cuando vivía en Londres y paseaba por sus calles repletas de magníficos palacios: tras las fachadas con columnas, las pulquérrimas pizarras y los mármoles de Carrara, latían la esclavitud, la explotación colonial y la piratería). “La infamia”, pese a su laconismo, aporta datos reveladores: entre los siglos XVI y XIX, doce millones y medio de personas fueron esclavizadas y trasladadas por los poderes coloniales de África a América. España contribuyó vigorosamente a este abyecto tráfico de seres humanos desplazando y sometiendo a un millón de esclavos. La travesía desde los puertos del África Occidental, donde se concentraban la mayor parte de los esclavizados por los árabes y los europeos (y por no pocos jefes tribales africanos), y donde los catalanes tenían numerosas factorías —así se llamaba a los enclaves en que se los encerraba hasta que pudieran ser embarcados en las goletas y bergantines que los transportaban—, hasta las costas americanas, donde eran vendidos a comerciantes especializados o en pública subasta, duraba entre dos y tres meses. Las condiciones de este viaje eran tan atroces que se estima que entre un 10 y un 25% de la carga moría, por enfermedad, maltrato o inanición. Los esclavos, cargados de cadenas, eran amontonados en las bodegas, pero no al buen tuntún, sino científicamente, aprovechando el menor espacio para situar los cuerpos, de forma que no quedara ni un centímetro cuadrado de la siempre húmeda tablazón sin carne humana. Algunos planos de varios barcos negreros, como el francés, de encantador nombre, La Marie Séraphique, reflejan muy bien la disposición de los esclavos como piezas de un tenebroso tétrix, encajados y alineados sin compasión, igual que ladrillos en una obra. Comparados con cómo iban aquellos desventurados, nuestros viajes diarios en los atiborrados Ferrocarriles de la Generalitat (o, peor aún, en los Cercanías de Renfe) son un modelo de desahogo y comodidad. La exposición también despliega algunos de los muchos instrumentos que los traficantes utilizaban para controlar a los esclavos, y que, vistos así, desnudos, férreos, cercanos, ponen los pelos de punta: esposas, tobilleras, látigos, grilletes. “La infamia” aporta igualmente algunos ejemplos de control ideológico, es decir, de esos otros instrumentos, quizá más importantes todavía, necesarios para convencer a todo el mundo —desde los propios esclavos hasta la opinión pública— de los beneficios de la esclavitud: por ejemplo, libros que justificaban la peculiar institution, como la llamaban los esclavistas estadounidenses —el libro de Ferrer de Couto es uno de ellos—, obras cómicas y populares que presentaban al negro sonriente y pintoresco, sometido a la superior inteligencia del blanco, como El negrito aplicado o las aventuras de Tintín en el Congo, o algunos de los productos, de consumo masivo, que explotaban el simpático exotismo del negro, como los legendarios Conguitos (de los que yo me he inflado de niño, sobre todo cuando iba a ver películas al cine del colegio los sábados por la tarde; una bolsa valía un duro). Al llegar a Cuba, donde se concentraba buena parte del tráfico negrero español, los esclavos se destinaban al servicio doméstico de los burgueses peninsulares y criollos, y al trabajo en los cafetales e ingenios azucareros de la isla. Estos ingenios eran haciendas coloniales que funcionaban con mano de obra esclava. El más grande y famoso era el “Flor de Cuba” —otro nombre delicioso—, fundado en 1838 por la familia Arrieta, en el que, a mediados del siglo XIX, penaban más de cuatrocientos esclavos negros. Cuba era entonces el primer productor mundial de azúcar: la isla estaba recorrida de ingenios —en 1860 se contaban 1365—, y en todos el trabajo era esclavo (menos el de sus dueños y capataces y sus familias, y el de los muchos chinos que también se dejaban allí la piel, aunque estos recibían un salario; en el “Flor de Cuba”, por ejemplo, había casi doscientos de ellos). La esclavitud contó con el apoyo de la monarquía española desde que la iniciaran los portugueses en sus colonias, a principios del siglo XVI, y la exposición recoge, a título de ejemplo, una real cédula de 1804 por la que se prorroga lo dispuesto por Carlos IV en 1789 para el fomento de esclavos en las colonias americanas. Pero también están aquí los nombres (los nombres son muy importantes en esta muestra) de algunos de los principales abolicionistas catalanes, como Clotilde Cerdà o Antoni Bergnes de las Casas, cuya labor contribuyó a que la esclavitud —tras la muerte del escalofriante Fernando VII, hijo de Carlos IV— fuera definitivamente abolida en todos los territorios bajo soberanía española, como Puerto Rico, en 1873, y Cuba, en 1886 (los últimos de todos en acabar con la esclavitud, igual que habían sido los primeros en empezarla, fueron los portugueses: en Brasil, en 1888). En la España peninsular, ya lo había sido en 1837, aunque, curiosamente, no por una ley, sino por la publicación en la Gaceta de Madrid, el BOE de la época, del dictamen de una comisión legislativa. Al otro lado del Atlántico, este hito civilizador no llegaría hasta muchas décadas después, y se entiende: no era cuestión de acabar con un negocio tan próspero.
jueves, 27 de marzo de 2025
El urólogo
jueves, 20 de marzo de 2025
Elogio del que no quiere tener razón
jueves, 13 de marzo de 2025
Paisajes telúricos, de Christian T. Arjona
viernes, 7 de marzo de 2025
Algunas reseñas: Andrés Sánchez Robayna, Miguel Sánchez-Ostiz, Pedro Luis Casanova
LUZ NEGRA
Andrés Sánchez Robayna (Las Palmas, 1952) es un poeta de la luz. Sus versos analizan, con esmero minucioso, las formas de la transparencia, los latidos del fuego, las fulguraciones del día y de la noche. La omnipresencia de la luz simboliza la omnipresencia de la naturaleza: del cuerpo del mundo. Sánchez Robayna ausculta el mar, y el vuelo de los pájaros, y las asperezas de la tierra, y dice esos accidentes en sus poemas. Sin embargo, su poesía no canta la mera presencia de las cosas, ni se limita a describirlas: no se conforma con pintar la realidad cognoscible, sino que cifra en esa realidad cuanto es inaccesible, cuanto excede sus límites o cuanto los refuta, pero no por ello es menos verdadero. Para Sánchez Robayna, lo visible es trasunto —o encarnación— de lo invisible: diciendo lo primero, averigua, desvela lo segundo. En el poema x de Por el gran mar (2019), consigna esta antitética simbiosis, que encapsula el meollo de su obra: «Como el pintor que pinta tan solo lo que ve, / pero pinta también el ser entre las cosas, / es decir, atraviesa lo visible / por encima de todas las formas que limitan / la visión, y se entrega, y lo invisible, entonces, / muestra su realidad, del mismo modo / unas pobres palabras, en su solo latido, / traspasan la materia del mundo, y en nosotros / el mundo reaparece (…) / con palabras que funden lo oculto y lo visible / y en la unidad anudan oscuridad y luz». Ninguna imagen plasma mejor esta polémica dualidad que el oxímoron de «la luz negra» —así se titula, por cierto, uno de los libros de ensayo del poeta, Luz negra, publicado en 1985— que concibió el salmista: «Si pensara esconderme en la oscuridad, o que se convirtiera en noche la luz que me rodea, la oscuridad no me ocultaría de ti, y la noche sería tan brillante como el día. ¡La oscuridad y la luz son lo mismo para ti!», traducen Reina y Valera (Salmos, 139, 11-16); «oscuridad como luz», sintetizó Valente. La negrura y la claridad se funden en la poesía de Sánchez Robayna como expresión de la concordia oppositorum a que aspira todo poeta que pretende restaurar el ser roto por el nacimiento, arrojado por el nacimiento a una existencia dolorosa e incomprensible. Sus versos abundan en manifestaciones de esta paradoja que, como toda paradoja, es unitiva, es decir, sanadora: «lámpara de oscuridad», «luz oscura», «llama oscura», «alba oscura», «arder oscuro», «noche engendrada por la luz», «un sol negro alimenta la noche», «rayos de tiniebla», «el sol brillaba en plena oscuridad», «fuego negro», «relámpago negro», «las aguas de la noche fulguran», «en lo oscuro la llama alumbra la noche».
La visión de Sánchez Robayna es cósmica, y su aliento, existencial. El poeta aúna, en una compleja pero delicada urdimbre de símbolos, el paisaje y el ser, lo tangible y lo impalpable, la palabra y el mundo. Y comprende cuanto ve como un todo: todo está conectado con todo. Cada cosa es el origen de las demás cosas. Todo es, pues, semilla. «¿Afuera no es adentro, adentro / afuera, y todo / espacio, un solo fundamento?», se pregunta en un poema de Inscripciones (1999). En ese espacio único, en ese todo que el poeta comprende al modo de los místicos —en el poema «Sepulcro de Juan de la Cruz», de La sombra y la apariencia (2010), leemos: «No fuiste para ver, / sino para no ver. // Solos, en la mañana, / tu soledad y tú. // Corría el aire suave. / Oscuridad, tu luz»—, sin atender a las solicitaciones de la inteligencia, sino por la vía de la renuncia y el alumbramiento, como revela con la reivindicación de «la nube ilimitada del no saber», palpitan con singular desgarro el tiempo, la muerte y la nada, la tríada fatal que empuja al poeta en busca del consuelo en la aprehensión esencial de las cosas y el gozo redentor de la palabra. Sánchez Robayna escribe poemarios viajeros —a Grecia, a México—, en los que el viaje no es solo físico, sino también espiritual, y otros, autobiográficos, como El libro, tras la duna (2002, 2019), en los que refiere, con versos a menudo endecasílabos y una adjetivación tenazmente iluminadora, los hechos de una vida que ya se percibe adentrada en el tiempo, pero que aún se aferra a la voluptuosa presencia del paisaje, al sensual cuerpo de la luz; que aún crepita en verbo. Descuella aquí una tamizada melancolía y una acusada inquietud social, con evocaciones del mayo del 68 francés, la estancia del poeta en la cosmopolita Barcelona de los 70 o la muerte de Franco.
En el cuerpo del mundo, la poesía completa de Andrés Sánchez Robayna, constituye un organismo perfecto, que reproduce, con un verbo en el que se alían la tiniebla y el resplandor, la turbulenta perfección del mundo.
[Andrés Sánchez Robayna, En el cuerpo del mundo. Poesía completa, Madrid, Galaxia Gutenberg, 2024, 456 pp.]
GEOGRAFÍA DE LA DESILUSIÓN
Geografía de la ventura (Antología), de Miguel Sánchez-Ostiz (Pamplona, 1950), recoge una amplia muestra de la obra poética de un autor al que se conoce, sobre todo, como novelista. Sin embargo, Sánchez-Ostiz escribe poesía desde antes de escribir novelas (y diarios y ensayos): su primer poemario, Pórtico de la fuga, se publicó en 1979; su novela inaugural, Los papeles del ilusionista, en 1982. Y ha seguido haciéndolo hasta hoy mismo, aunque con un gran lapso editorial entre 2001 y 2016, en el que solo vio la luz un libro de versos, Deriva de la frontera, en 2012. El hecho de que se haya mantenido fiel a una pequeña (pero excelente) editorial navarra, Pamiela, para publicar su poesía (y también todo lo demás desde 2010) acaso explique el escaso eco que ha tenido hasta el momento; una falta de repercusión que la antología publicada por Bartleby, con la edición y el atinado prólogo de Alfredo Rodríguez, pretende reparar.
Que el título del primer y el último volumen de la poesía de Sánchez-Ostiz, como sendas columnas que sostuvieran un arco temporal y creador de casi medio siglo, aludan a la huida, y que el de muchos de los libros que se suceden entre ambas columnas lo hagan al viaje (El viaje de los comediantes, Travesía de la noche, Un paseante solitario, Carta de vagamundos, Aquí se detienen, Deriva de la frontera, Fingimientos y desarraigos), es más que revelador: es definitorio. La poesía de Miguel Sánchez-Ostiz documenta un profundo malestar —existencial y social— cuyas vías de escape, o de mitigación, son la huida, que siempre supone un viaje, exterior o interior, y la escritura, que es otra suerte de viaje, a menudo no menos aventurado que el físico.
Geografía de la ventura transpira amargura. El poeta lamenta, sin darse tregua, un abrumador catálogo de calamidades y tristezas, que pueden sintetizarse en una, tan antigua como el mundo: la decadencia de las ilusiones primigenias, el ajarse de los sueños en el perfil pedregoso del tiempo, el hundimiento de las esperanzas en el pozo de la realidad. La antología es un compendio de melancolías. Deplora las oportunidades perdidas, los amigos extraviados, la corrosión de la soledad, las bellezas extintas, las frustraciones, injusticias y humillaciones, los reinos devastados, los ocasos y desmoronamientos, las derrotas cotidianas, los conflictos que estragan el cuerpo y el espíritu, la muerte inevitable. Sánchez-Ostiz enumera los presagios «de la oscuridad/ que desde siempre te habita»; dice de un viajero que «cree poseer tantas cosas [pero que no] posee ni una sombra de alegría»; identifica, en «Mirador de las sombras», «el vasto reino/ de la desesperanza»; se propone, en «Los lujos del poeta caricato», «ir a la oficina de objetos perdidos/ a reclamar tu alma olvidada»; y, en fin, se confiesa en «Fuga de Lord Byron» hastiado «del menú indigerible del tiempo». El único lenitivo para la cohorte de adversidades que describe Geografía de la ventura es el recuerdo de una infancia promisoria y feliz.
El dolor y la desolación signan, pues, esta poesía de corte moral y tono narrativo, cultivadora de los motivos barrocos —todos reveladores de la angustia por el paso del tiempo: de la cuna a la sepultura; todas hieren, pero la última mata; el ubi sunt—, con pocas licencias poéticas, menos metáforas y ningún vanguardismo, sosegada en la forma, horaciana, pero hondamente convulsa. La oralidad —el lenguaje coloquial de las conversaciones y ese otro, crudo, que empleamos cuando hablamos con nosotros mismos— atraviesa los versos de Geografía de la ventura, donde no falta la ironía y hasta la sátira, que recae con frecuencia en la vanidad de los poetas y sus comportamientos abominables. Uno sale del libro empapado de desengaño y sumido en «el estanque profundo y fétido» de la realidad —ese lugar maléfico que Poe describe en «El hundimiento de la casa Usher»—, pero, a la vez, dolorosamente iluminado sobre la condición humana, con los ojos y la conciencia abiertos hasta casi el desgarro, agradecidos por la acalambrada inteligencia que Miguel Sánchez-Ostiz nos ha dado a compartir.
[Miguel Sánchez-Ostiz, Geografía de la ventura, edición y prólogo de Alfredo Rodríguez, Madrid, Bartleby, 2024, 167 pp.]
LA TRANSFORMACIÓN DEL MUNDO
Azar ileso, de Pedro Luis Casanova (Jaén, 1978), es un canto existencial. Las tres partes del libro, precedidas por una carta de Antonio Gamoneda y un poema prologal, dirigen ese canto a motivos singulares —la infancia, el viaje y horrores del mundo contemporáneo—, pero no se apartan de la causa central del poemario: la soledad y el dolor. La primera recorre, entre paradojas y personificaciones, todos los poemas de Azar ileso: «Qué ternura morderá los muslos si al vencer el préstamo de todas las heridas,/ ante una luz rosada, veis un rostro/ idéntico a mi soledad», leemos en «(Misa del Gallo, 2005)»; y en el poema que cierra el libro «(Última visión, 2019)»: «La casa cruje y yo estoy solo», uno de los dos recortes que Antonio Gamoneda menciona en su carta al autor para significar el principal rasgo del libro: su pulsión existencial, pétrea, desnuda, que no solo nace del yo e impregna el yo, sino que se proyecta en las realidades históricas, biográficas, sociales y culturales que lo rodean. Esa soledad conoce las laceraciones de una infancia rememorada y también las llagas de un mundo en el que, por atrocidades como el nazismo o el cáncer, se consumen los cuerpos y las conciencias. En todo el libro, pero sobre todo en la primera sección, «Perdonable accidente», abundan las figuras y los motivos religiosos, inspirados por una educación y una cultura católicas de las que Casanova se intuye, hoy, críticamente distante. Azar ileso contiene ángeles, ermitas, misas, relicarios, devocionarios, altares, cíngulos, pastores, curas, sandalias de una virgen dormida, el rojo sortilegio de Canaán, las Escrituras, el Padrenuestro, el papa Roncalli y, naturalmente, Dios. Estos topoi configuran escenarios punzantes, claroscuros, que invocan la pureza primigenia de la fe, pero también la vaciedad de los ritos, la decadencia ética y la victoria del mal, ante las que el yo lírico no puede sino clamar y sobrecogerse. El poema «(El canónigo, 2018)», de la tercera parte del libro, que no por casualidad se titula «Sala de vértigos», relata tragedias de la Guerra Civil española y de la represión posterior de los vencedores, y repite, como un mantra ominoso, una afirmación que debió de hacer alguno de los personajes que vivieron aquellos años de espanto y que ahora Casanova lleva al poema: «De la vida del cura yo respondo». Los poemas de Casanova son explosiones de la imaginación, pero siempre aparecen anclados en lugares y días concretos: no abandonan la realidad, sino que se mantienen dolorosamente sujetos a ella. «Llevabas la contabilidad a los linotipistas de la Plaza Vieja./ Y viste como todos bajar por Jabalcuz a los Junkers,/ las cinco de la tarde del 1 de abril del 37,/ hora de la permuta en el pestillo de las señoritas», escribe Casanova en «(El canónigo, 2018)». El poeta también recurre con frecuencia a otro motivo singular: el pie, o los pies, símbolo quizá de su deseo de continuar por la senda de la vida, pese a las adversidades: de sobreponerse a la parálisis y a quietud definitiva de la muerte.
Interesa destacar el modo en que el poeta articula esta salmodia desgarrada que es Azar ileso, con un tenaz —y luminoso— despliegue de imágenes, poderosas, polícromas, perturbadoras. Pedro Luis Casanova hace lo que, según Jorge Guillén, hacía Góngora: evitar el lenguaje directo; no aludir a la cosa por lo que es, sino por aquello que también es, sin que aún lo sepamos; no decir el nombre de nada, sino sus muchos nombres posibles, sus muchos nombres desconocidos, sus muchos nombres otros: nombres que desvela la música sincopada de los objetos, o los ecos afilados que asientan en la memoria, o las asociaciones libérrimas que surgen en el humus de la inteligencia y la sensibilidad. «La realidad será aludida, y con estos rodeos y metáforas se irá creando una realidad mucho más hermosa», dice Guillén. Y así sucede, ciertamente, en Azar ileso, en el que se verifica una radical transformación lingüística: el poeta extiende un manto de analogía por sobre la realidad evocada y espera a que esa cubrición fructifique. El resultado es un paisaje sensual, ácido, colorista y turbulento, y una musicalidad abrupta, que a veces alcanza inflexiones épicas. La imaginación verbal de Casanova, de estirpe gongorina y lorquiana, pero en la que se advierte también el ascendiente de poetas actuales, como Antonio Gamoneda y Juan Carlos Mestre, es desbordante: derrocha claras oscuridades, luces sombrías; sustancia alegorías arborescentes, cuyos términos se multiplican en restallantes encadenamientos de tropos; no elude la paradoja ni la contradicción, esos fulminantes poéticos. Su adjetivación, audaz, incluso temeraria, empuja siempre al sustantivo más allá de sí: la fragancia es colérica; la mirada, alfabética; el huerto, umbilical; las murallas, ilícitas; los cementerios, vivos. Con poemas serpenteantes y un verso que se vuelve, a menudo, versículo, Pedro Luis Casanova rememora una niñez tumultuosa, con personajes negros y pausas de sol, y describe una madurez en la que cohabitan las secuelas de una historia desventurada, el azote de la enfermedad (en el inquietante poema «[Quimioterapia, 2010]», el poeta convoca a «los aullados por la muerte» y a «quienes han mordido su propio corazón») y las crueldades del capitalismo («soy […]/ el que está en paro y todavía/ ambiciona un subsidio en la violenta/ caridad de sus cómitres»). E, hilvanándolo todo, la agonía, la desesperanza, la melancolía, el calor ausente, la mirada perdida, el verbo férvido. Azar ileso es un dolor voceado, pero que quiere dejar de serlo. Su aspiración es el silencio.
[Pedro Luis Casanova, Azar ileso, Sevilla, Ediciones de la Isla de Siltolá, 2024, 82 pp.]
sábado, 1 de marzo de 2025
Las divertidas historias de algunos papas
sábado, 22 de febrero de 2025
Una excursión a Montserrat
El teleférico que sube hasta el monasterio de Montserrat —el Aeri de Montserrat— se construyó en 1930. Desplaza unas cabinas amarillas, en las que caben hasta 32 personas, a 18 km por hora. Con ellas viaja un cabinero, una de esas profesiones heredadas de otros tiempos que aún resisten el asalto de la digitalización. En una jornada laboral de ocho horas, un cabinero sube y baja la montaña treinta y dos veces: su trabajo puede calificarse de sisífico. Cuando llegamos arriba, tras apenas diez minutos de ascensión, nos recibe una multitud discreta. Es un sábado de febrero y está nublado, y quizá eso explique que no encontremos la muchedumbre que nos temíamos. La niebla se desparrama por las formaciones rocosas —esos dedos de piedra que se apiñan en el macizo granítico, a cuyos pies serpentea el Llobregat— como una sábana multiforme, como un telo plástico y fantasmal. Entre la gente que vemos nada más llegar, abundan los grupos de orientales: japoneses y coreanos, sobre todo, suponemos. Tanto mi amiga Anay, que ha venido a realizar una ofrenda espiritual en el monasterio, como yo, que lo he hecho para disfrutar del arte, la cultura y la historia del lugar, reparamos enseguida en una gran cartel colgado en una de las fachadas del complejo monacal, que reza (y nunca mejor dicho) así: Ora, lege, labora, rege te ipsum in communitate (‘reza, lee, trabaja, gobiérnate a ti mismo, en comunidad’), el lema con el que la abadía de Montserrat celebra el milenario del monasterio, fundado en 1025 por el mítico abad Oliva. Anay concuerda con el lema, salvo en lo de in communitate: es muy individualista. Yo solo concuerdo con el lege y el rege te ipsum: el ora me trae al pairo, el labora procuro evitarlo todo lo que puedo y el in communitate tampoco suscita mi entusiasmo: yo trabajo solo. Después de tomarnos una relaxing cup of coffee en una de las cafeterías de autoservicio del complejo, que funciona como las de los aeropuertos, con cintas separadoras para los clientes y precios por las nubes, visitamos la basílica, el edificio central del monasterio, que alberga la imagen de la Virgen de Montserrat, la patrona de Cataluña. Para llegar a ella, pasamos por delante de varias estatuas —feísimas— de Josep Maria Subirachs, el escultor que ha llenado de robots la fachada de la Pasión de la Sagrada Familia. El culto a la Virgen nació en el 880, cuando, según la leyenda, apareció en una cueva de la montaña una imagen de María, que dio lugar a la construcción de una primitiva ermita, de Santa María, sobre la cual se edificaría posteriormente el monasterio y, en 1811, después de que lo destruyeran las tropas de Napoleón (que fueron memorablemente derrotadas por un regimiento de soldados suizos y los somatenes catalanes comandados por Antoni Franch i Estalella, en una jornada en la que se fraguó la leyenda del tamborilero del Bruc, aquel muchacho que no paró de darle al parche para, aprovechándose de la resonancia del redoble en las piedras de la montaña, hacer creer a los franceses que las fuerzas a las que se enfrentaban eran mucho mayores, cuando en realidad eran mucho menores), la basílica actual. La única nave de la basílica está en penumbra, solo rota por la luz que filtran unos pocos ventanales y la que emite un puñado de exvotos. Enseguida oímos que alguien chista muy fuerte para acallar el creciente rumor de los visitantes, y el rumor se aplaca. Pero luego vuelve a crecer, y el chistido vuelve a acallarlo. Y así sucesivamente. Debe de haber algún empleado cuya función es que el runrún de los turistas no se desmande, y lo consigue a chistido limpio. Al igual que en el metro de Tokio hay empujadores oficiales, con guantes blancos, que consiguen embutir en los vagones a los millones de nipones que utilizan a diario el suburbano, aquí hay chistadores no menos oficiales que logran preservar la condición de lugar de culto de la basílica, a costa, eso sí, de unos siseos viperinos. Cuando paseamos (procurando no hacer ningún ruido) por los laterales de la nave, Anay repara en uno de los que ella llama “cachirulos que cuelgan” —es decir, exvotos—, ofrecido por los Mossos de Esquadra, cuya comisaria en el complejo está a poca distancia de la basílica. El nombre de los Mossos, en letras superpuestas en la base del cacharro, no se lee muy bien, pero la agudeza de Anay para detectar todo cuanto concierna a la policía de Cataluña ha bastado para identificarlo. La ofrenda de los Mossos emite una intensa luz roja, que no puedo evitar que me recuerde —sacrílegamente— a las que antes se colocaban a la puerta de los burdeles para indicar la naturaleza sicalíptica del negocio. Vamos luego a ver a la Moreneta, que nadie sabe todavía por qué es negra, aunque se haya intentado explicar por el ennegrecimiento causado por las velas que se le ponían a los pies para venerarla. Yo prefiero que su negritud no tenga una explicación tan prosaica, sino que permanezca en el limbo de la incertidumbre y hasta de la sospecha. Y recuerdo que yo vivo esa negritud por partida doble: en la patrona de Cataluña y en el mártir epónimo de la ciudad donde vivo, Sant Cugat —san Cucufato-, un santo africano apiolado por los romanos a principios del siglo IV (cuyo martirio está representado en una curiosa tabla de 1502 del maestro flamenco Aine Bru, en la que un moro, no un romano, le está rebanando el pescuezo al pobre Cucufato, e insólitamente se aprecia el vello púbico del santo asomando del taparrabos). De camino al camarín donde se expone la imagen de la Virgen, admiramos un enorme óleo de san Benito, el fundador de la orden de los monjes que llevan siglos viviendo aquí (todavía hay unos cuarenta, aunque las vocaciones han descendido mucho últimamente, tras los escándalos sexuales descubiertos hace unos años: no solo parecía albergar el monasterio un lobby gay, sino también a algunos depredadores sexuales, como el monje Andreu Soler, de quien se comprobó que había abusado, desde 1960, de doce niños), pintado por Montserrat Gudiol Corominas en 1980: todo él negro, de un tenebrismo radical, salvo por la cara, el cuello, las manos y un pie del santo, de un blanco inmaculado; la figura se nos antoja a los dos fuertemente feminizada: sí, san Benito parece una mujer. Algo más allá, atravesamos la Puerta Angélica, una hermosa portalada de alabastro con diversas escenas bíblicas, obra del coherentemente llamado Enric Monjo, y damos, en el último vestíbulo antes de acceder al camarín de la Virgen, con la bandera —española, por supuesto— ofrecido a la Moreneta por el Terç de la Mare de Déu de Montserrat en 1939, los carlistas catalanes que lucharon con Franco. Cataluña fue un feudo carlista en el siglo XIX, y no es extraño que los requetés perduraran hasta la Guerra Civil y se aliaran con el fascismo: ellos mismos lo eran. (El monasterio de Montserrat sufrió duros avatares durante el conflicto que siguió al golpe de Estado del general Franco: 23 religiosos fueron asesinados entre 1936 y 1939, y, por si fuera poco, en 1940 recibió la visita de Heinrich Himmler, el lugarteniente de Hitler, que buscaba el Santo Grial en aquel rincón de la reserva espiritual de Occidente que era España, para sumarlo a los demás objetos mágicos con los que pensaba defender sobrenaturalmente al Reich de sus enemigos). Pasamos por fin al camarín de la Virgen. Nos precede un grupo de hispanoamericanos y nos sigue un grupo de religiosos, compuesto por un cura y dos monjas. Todo el mundo guarda un respetuosísimo silencio, y yo pienso, de nuevo con la irreverencia que me caracteriza, que los pedos hay que tirárselos aquí con mucho cuidado: la resonancia de mármoles y mosaicos es más que traicionera. Al pie de los escalones que conducen a la imagen, hay una figura de un monaguillo con un cepillo, y justo al lado de la talla veo otro cepillo. Tanto acicate para donar me parece casi tan irreverente como mis pensamientos escatológicos. La imagen de la Virgen, en madera de álamo, es románica, del siglo XII, y bastante grande: de casi un metro de altura. Está toda envuelta en oro, menos la cara y las manos de la Virgen y el Niño, que son negras. La Señora sostiene en la mano derecha una bola que representa el universo. La bola asoma por un agujero en el vidrio que protege las figuras, y se puede tocar. De hecho, se debe tocar para obtener el favor de la Santa Madre, y así lo hacen los ecuatorianos que nos preceden. Anay, en cambio, renuncia a ese privilegio (porque su devoción es íntima, no ritual, me explica; “yo soy bastante protestante”, dice) y yo, obviamente, por mi condición de observador no confesional. Una vigilante nos observa a todos los que desfilamos. Y da la casualidad de que, cuando lo hacemos, tañen violentamente las campanas. A la salida del camarín, vemos una bellísima rosa de oro donada por el papa Francisco en 2023, una capilla circular para rezar a la espalda de la Virgen, bastante concurrida, y, ya en el exterior, el Camí de l’Ave Maria, lleno de cirios de múltiples colores, que se compran a la entrada, y que hacen del pasaje una especie de árbol de Navidad horizontal. El Museo de Montserrat es nuestra siguiente parada. Y supone una gran sorpresa: ambos pensábamos que sería un lugar pequeño, dedicado, sobre todo, al arte sacro. Pero nos encontramos con un espacio amplísimo, en dos plantas, que alberga unos fondos espectaculares. Y la primera pieza que nos recibe, nada más entrar, ya nos sorprende: se trata de un anónimo italiano, “La caridad romana”, de la primera mitad del siglo XVII, que describe a un viejo, calvo y barbudo, chupando de la teta de una mujer joven: es Cimón, condenado a morir de hambre en una mazmorra, y a quien su hija salva de que así sea, ofreciéndole los pechos lactantes para que se alimente. Muy poco más allá, descubrimos una obra aún más impactante: “San Jerónimo Penitente”, de Caravaggio, uno de los cinco únicos caravaggios que hay en España. Pintado en Roma en 1605, poco después de que el artista cometiera el asesinato que lo obligaría a abandonar la ciudad, ha sido restaurado recientemente, y luce espléndido de negros y rojos, sombrío pero vivificado por la luz que ilumina la piel apergaminada del santo y la calavera ante la que medita. Otra penitente, Santa Margarita, de El Greco, se expone en esta misma sala, también con una calavera encima de un libro. Dejamos atrás las salas del Renacimiento y el Barroco —donde también se exhiben obras muy coloristas de Tiépolo y Berruguete, entre otros— y pasamos a las del arte moderno, que se han nutrido, desde prácticamente la fundación del museo, de las donaciones de las devotas familias de la burguesía catalana, que han sido muchas (donaciones; las familias burguesas no han sido demasiadas). En ellas encontramos un minucioso cuadro marroquí —como tantos otros que pintara— de Marià Fortuny, “El vendedor de tapices”, y una amplísima muestra del también catalán Ramon Martí Alsina, en la que destaca un “Recodo del Besós”, pintado entre 1880 y 1890, cuando el Besós todavía era un río, con peces y agua azul y vacas pastando en las riberas, y no el vertedero en el que lo convirtió la revolución industrial en Cataluña. Los pintores de la escuela de Olot —Joaquim Vayreda, su hermano Marià, Josep Berga, Joaquim Mir— abundan en estos paisajes de la Cataluna del pasado, agraria e idealizada, y Pablo Picasso contribuye a esta descripción de la Cataluña decimonónica con dos piezas de su primera época, naturalista: “El viejo pescador”, de 1895, y “El escolano”, de 1896 (un cuadro que tiene mucho sentido en este Museo, porque el monasterio de Montserrat cuenta con una de las escolanías —escuelas de canto— más antiguas de Europa). El arte español y catalán de la segunda mitad del siglo XIX y el primer tercio del siglo XX es, quizá, el más representado del conjunto: vemos obras de Madrazo, de Sorolla, de Josep Llimona y su hermano Joan (que decoró la cúpula del camarín de la Virgen), de Romero de Torres, de Darío de Regoyos, de Pablo Gargallo, de Anglada Camarasa (que se llamaba Hermenegildo), de Isidre Nonell (con un contradictorio “Pobres esperando la sopa”, donde una escena goyesca, la de una de aquellas colas de mendigos y miserables que esperaban el bodrio a la puerta de las iglesias o las casas de caridad, se representa con colores alegres y vivos: rojos, amarillos, naranjas) y salas enteras dedicadas a Santiago Rusiñol, con sus patios y sus paisajes, de París a Sóller, pasando por “El gigante encantado”, que retrata una de las formaciones rocosas más célebres de la montaña de Montserrat, y a Ramon Casas, que pinta en “La religiosa” a una monja enfundada en blanco, pero con los labios maquillados y colorete en las mejillas; en “El cigarrillo”, la audaz estampa —en 1906— de una hermosa mujer, vestida de negro y amarillo, que fuma; a otra mujer, la célebre “Madeleine”, también fumadora, pero esta vez de un purazo; y a otra más, “Joven decadente. Después del baile”, que no fuma, pero vestida lujosamente de negro y derrotada en un diván verde tras una jornada de diversión. Predomina en los cuadros expuestos en el Museo, y yo diría que en todo el arte hispánico de los últimos siglos, la figura femenina: el ojo del hombre —los pintores eran, casi todos, varones— ha sometido a la mujer a su escrutinio, en general favorable, aunque a veces condescendiente, y siempre crítico. Además de los artistas españoles, nos sorprende encontrar piezas de los mejores impresionistas franceses: Renoir y su “Playa de Pornic”, dos Monets, un Pissarro y un Degas (“Unhappy Nelly”). Mientras los contemplamos, pasan a nuestro lado dos rusas en animada charla. Antes, el turismo ruso era abundante en Montserrat, aunque hoy ha cedido su presencia mayoritaria a coreanos y estadounidenses. No obstante, algunos carteles informativos en la montaña todavía conservan leyendas en ruso. Con el arte moderno se mezclan en el museo las salas dedicadas al arte antiguo: hay una sección, “Nigra Sum”, específica —y lógicamente— dedicada a la Virgen de Montserrat; otra recoge una extraordinaria colección de iconos, llena también, por cierto, de vírgenes negras; y dos más se ocupan, nada menos, que del arte mesopotámico y egipcio. En la dedicada a este, destaca una momia con el cráneo descubierto, que conserva hasta los dientes, y un sarcófago del Imperio Medio. También hay un cocodrilo del Nilo disecado, completamente negro: en Montserrat todo tiende a ser de este color. En las últimas salas, donde se expone el arte contemporáneo, encontramos un surrealista “Hipopótamo violinista”, de Josep Granyer, fechado en 1954, y varias esculturas gordezuelas de Pere Jou, que nos recuerdan inevitablemente a Botero (el pintor colombiano ha creado un estilo tan peculiar que todo lo gordezuelo hecho antes de Botero recuerda a Botero: los genios crean a sus precursores, dijo Borges). Reparamos con placer en un bodegón precioso, “Vas de llet i llimona”, de Feliu Elías, que solo contiene eso: un vaso de leche y un limón, pero dispuestos con una nitidez y un encanto arrebatadores. Admiramos piezas de Olga Sacharoff, una de las poquísimas mujeres expuestas en el museo (otra es Núria Picas, que aporta un retrato del poeta Jordi Sarsanedas, a quien también ha retratado Ràfols Casamada), de Josep de Togores, de Guinovart, de Tàpies (con un “Homenatge a Picasso”, de 1971, que incorpora las cuatro barras) y hasta del artista del tapiz Josep Grau-Garriga, nacido en Sant Cugat, donde tiene un museo. No puede faltar, y no falta, la tríada de catalanes universales del arte contemporáneo: Miró, con sus estrellas y sus trazos de colores; Picasso, que pinta, testosterónico, a un picador y unos cuantos hombres desnudos; y el abundante Dalí, de entre cuyas obras me fijo en un “Retrato del padre del artista”, de 1925, en el que el padre del pintor, que era notario en Figueras, escribe algo en un papel. A la vista de esta composición serena, no puedo dejar de pensar en aquella anécdota, acaso apócrifa, según la cual Dalí, ya crecido, le envió a su progenitor, con el que nunca había mantenido buenas relaciones, una carta con una mancha, pero que no era una lágrima, sino una gota de semen, y una sola frase: “Aquí te devuelvo todo lo que te debo”.