martes, 26 de noviembre de 2024

Memorias de un ángel bastardo

Acaba de aparecer mi traducción de Memorias de un ángel bastardo, del poeta y escritor estadounidense Harold Norse (Nueva York, 1916-San Francisco, 2009), publicada por Hojas de Hierba Editorial, que capitanea en Sevilla el incansable Antonio López Cañestro. No es el primer título de Norse que traduzco ni que publica Hojas de Hierba: en 2022, dimos a conocer Voy a salir volando por la ventana, una amplia antología de la poesía del neoyorquino, de la que hablé en estas corónicas el 17 de diciembre de ese año: 

https://eduardomoga1.blogspot.com/2022/12/voy-salir-volando-por-la-ventana-de.html. 

Aparecen ahora sus memorias, una biografía de juventud tan interesante como cosmopolita. Norse es uno de esos norteamericanos desencantados con su país que deciden abandonarlo para viajar por el mundo y establecerse, quizá, en algún rincón propicio. Norse sufrió especialmente la represión puritana que los Estados Unidos ejercían contra la homosexualidad en el primer tercio del siglo XX y buscó fuera de sus fronteras la libertad para vivir plena y felizmente su condición. Luego, se erigiría en uno de los mayores defensores de los derechos de los homosexuales y portavoz infatigable de su causa. En Memorias de un ángel bastardo, Norse cuenta la historia de su familia —era hijo de una inmigrante judía lituana y padre desconocido, aunque probablemente fuese un soldado de origen alemán— y su infancia y adolescencia en los barrios pobres de Nueva York. Pese a sus orígenes humildes, Norse destaca enseguida en el manejo del lenguaje y estudia y se licencia en el Brooklyn College, donde empieza su relación con la literatura y, en particular, con la poesía. En 1954, decide marcharse a Europa: vive en Italia hasta 1959, en Francia hasta 1963, en las islas griegas hasta 1966 y deambulando por varios países europeos hasta 1969, en que vuelve a los Estados Unidos y se instala en San Francisco hasta su muerte. Durante sus quince años de exilio voluntario, Norse pasa también largas temporadas en Marruecos (con Paul Bowles y su mujer Jane) y visita España, entre otros países. Y en Memorias de un ángel bastardo nos cuenta sus viajes, sus amores, numerosos y turbulentos, y las muchísimas personas a las que conoce, entre las que se encuentran todos, literalmente todos los autores más destacados de la poesía en inglés de los dos últimos tercio del siglo XX, desde Auden —de quien fue fugaz secretario y aún más fugaz amante— hasta Bukowski, desde William Carlos Williams hasta Tennessee Williams, desde Dylan Thomas hasta James Baldwin —el gran novelista negro que firma el prefacio del libro—, además de otros personajes señalados por la historia, como el también efímero rey Eduardo VIII, aquel monarca británico que simpatizaba con Hitler y que abdicó para casarse con una estadounidense dos veces divorciada, Wallis Simpson, a quien Norse conoció a bordo del Christina, el yate de Onassis, en el Mediterráneo, y a quien describe como “un duque glacial, de ceño fruncido y ojos azules y acuosos (...) [con] lobanillos en la cara, arrugas profundas y una palidez amarillenta que revelaba dolencias de hígado. Ríos de alcohol y comida suculenta lo habían vuelto ictérico. Sus ojos trasmitían dolor. El pelo ya no era rubio, sino de un gris desvaído. Parecía embalsamado”. En París, Norse pasó sus primeros años en el Beat Hotel, aquel hotel sin nombre, regentado por una viuda dictatorial pero con debilidad por los artistas, en el que se refugiaron muchos de los miembros de la generación beat, como el politoxicómano y uxoricida William Burroughs, Gregory Corso o Brion Gysin. Allí, entre drogas, coitos ruidosos y ejercicios de vanguardismo más ruidosos todavía, como los cut-ups (‘recortes’) que Norse dio a conocer, este y los demás huéspedes recibían las visitas de la policía, siempre sospechosa de los extranjeros y los poetas, y de los demás integrantes del grupo, como Allen Ginsberg o Jack Kerouac.

Esto es lo que cuenta de su paso por Palma de Mallorca en el capítulo 106: 

Vestido para pasar la aduana española sin llamar la atención, con los veinte dólares de la venta del albornoz a Paul Bowles y un kilo de hierba en las botas (y los pantalones bien ajustados por encima de ellas), embarqué con el Fiat. Al desembarcar, se me cayó el alma a los pies. Los oficiales de aduanas registraban cuidadosamente a los viajeros y los coches en busca de compartimentos ocultos. Delante de mí, una mujer bien arreglada veía cómo le rajaban la tela de encima del parabrisas. Cielos, se acabó la fiesta, pensé. Llevaba en las botas kif suficiente como para que me encerraran de por vida (todos teníamos amigos americanos languideciendo en cárceles españolas, griegas o italianas por posesión de cannabis). Empecé a temblar y a sudar frío, y me pregunté cómo había podido ser tan estúpido como para jugarme la libertad por tan poco. Era una auténtica locura.

Por fin un agente metió la cabeza por mi ventanilla. Tenía ojos marrones y bovinos, la mirada ausente y un bigotillo negro. Mantuve las manos en el volante para que no me temblaran mientras el guardia examinaba el pasaporte. «¿Es Ud. americano?», preguntó en inglés. «Sí». «¿Va a quedarse en España?». «No. Voy a París». Me devolvió el documento y se tocó educadamente la visera. «¡Bon voyage, señor!». Apreté el acelerador, jurándome que nunca volvería a hacer nada tan temerario.

En Torremolinos, busqué a un verdadero contrabandista, Berthold Hansen (nombre ficticio). Un sueco de Minnesota grande y gordo, de casi treinta años y con un pelo tan rubio que parecía blanco. De hecho, todo el mundo en aquella casa era rubio platino. «Parece que esté en una película de Strindberg», dije. Como contador de historias, era casi tan bueno como nuestro amigo Ira Cohen, que era casi tan bueno como Brion Gysin. En los últimos años, Ira había desarrollado un estilo poético surrealista muy singular, a veces tan bueno, pero muy diferente del que practicaba el surrealista Philip Lamantia, que entonces vivía en Churriana, un pueblo al norte de Torremolinos. Bert había hecho una fortuna con el contrabando de oro en la India, y ahora andaba metido en otros negocios. Se había hecho amigo de un distinguido erudito británico, octogenario, y de su esposa, casi nonagenaria, que se estaba muriendo. La historia de esta mujer que contaba Bert es inolvidable.

«Era tan chispeante y encantadora que nunca me cansaba de su compañía», me explicó. «Nos reíamos mucho. Entonces, un día me dijo: “Bert, me queda poco tiempo. Por favor, haz que venga mi marido”». Antes de acceder a su petición, le preguntó, con su tono de chanza habitual: «¿Puedo hacer algo más por ti?». La arrugada anciana se lo quedó mirando con ansia. «Sí», dijo. «Toda la vida me ha encantado la magia y la emoción del acto sexual, y lo he echado mucho de menos. Antes de irme, no podría pensar en nada que me hiciera más feliz». Él dudó, repelido por el rostro marchito, momificado, de la mujer, pero se bajó la bragueta. «Acerca la cabeza, nena», dijo, y una sonrisa beatífica le iluminó la cara a ella. Diez minutos después, cuando llegó el marido con Bert, estaba muerta, sonriendo apaciblemente.

«¿Y qué tal es que te la chupe una anciana?», pregunté.

«¡Estupendo! Las encías son aún más suaves que el chichi».

Como siempre he dicho, los heteros no tienen vergüenza.

La novia actual del sabio británico era una inglesa treintañera a la que llamaré Cynthia. Quise venderle un poco de kif, pero metió la mano en una gran bolsa de lona, sacó una bolsa de plástico más pequeña, con unos dos kilos de la hierba, y me dijo: «Es como llevar abrigos a Newcastle. Conseguimos todo lo que necesitamos en Tánger por el precio que tú has pagado».

Años después, Cynthia se casó con un joven poeta estadounidense que yo había conocido en París y que moriría en el Nepal, donde tuvieron un hijo. En 1979, en Ámsterdam, donde había dado un recital con Burroughs, Gysin, Patti Smith e Ira Cohen en el Festival de Poesía Un Mundo, me encontré con Cynthia. Me contó que el niño, que tenía nueve años, estaba en Katmandú al cuidado de unos monjes budistas, que lo habían declarado la reencarnación de un maestro espiritual realizado.

En Palma me quedé con Ruthven Todd, que se había establecido allí. Por desgracia, mi habitación daba a la calle principal y, dado que Ruthven estaba casi siempre de bares, pronto me cansé del calor, el ruido y el humo del tráfico, y decidí irme. Para ganar dinero, me vi obligado a venderle a Ruthven una de las tres mantas marroquíes que llevaba, y que, como sin recato alguno les contó a sus amigos, eran robadas. El día en que hice el equipaje, asomó la cabeza por la puerta, con el pelo negro, ya encanecido, desgreñado y los anteojos en la punta de la nariz. «Querrás conocer a Conejo antes de irte, supongo. Todo el mundo lo hace». «¿Quién es Conejo?». Sus palabras, desdibujadas por el whisky, eran difíciles de entender. «Robert Graves, por el amor de Dios», dijo. «Ah». No me preocupaba demasiado. «No seas tonto», dijo. «Nadie se va de Palma sin conocerlo». Me encogí de hombros. Sus poemas nunca me habían emocionado.

https://hojasdehierba.com/libros/memorias-de-un-angel-bastardo/

Memorias de un ángel bastardo
Harold Norse
Traducción de Eduardo Moga
Prefacio de James Baldwin

ISBN: 978-84-129017-1-9
Año de publicación: 2024
Páginas: 520 pp.
Formato: 210×140 mm
Tipo de edición: rústica con sobrecubierta

Preventa abierta hasta 30 de noviembre

24,00 €

viernes, 22 de noviembre de 2024

Trabajar es una mierda

             Y ahora es de día y cómo voy a matarme si tengo que ir a la oficina y pensar en tantas cosas que me son ajenas como si yo fuera un perro.

ALEJANDRA PIZARNIK

El trabajo es una lacra social: un sacrificio que nos impone la comunidad para hacernos merecedores de su reconocimiento y gozar de su protección. Pero también, y aún más radicalmente, es un mal existencial: el sacrificio de tiempo, salud, energía y vida que nos exige la naturaleza para asegurar nuestra supervivencia.

“Trabajo” proviene de tripalium, un término del latín vulgar que designaba un instrumento de tortura constituido por tres estacas a las que se ataba al reo y donde se le golpeaba, azotaba o quemaba. El trabajo siempre ha procurado dolor.

No debe confundirnos que el Diccionario de la Real Academia Española, tras una aséptica definición inicial, ocupación retribuidarelegue a las acepciones 8ª, 9ª y 12ª de “trabajo” su verdadera condición: “8. Dificultad, impedimento o perjuicio. 9. Penalidad, molestia, tormento o suceso infeliz. (...) 12. Estrechez, miseria y pobreza o necesidad con que se pasa la vida”. El trabajo siempre ha supuesto padecimiento.

Todos los sistemas económicos concebidos y desarrollados por el hombre han vinculado su dignidad, individual y colectiva, y hasta su esencia, al ejercicio de un trabajo. Quien no trabaja, no es un ser humano: no cumple con las obligaciones que corresponden a su naturaleza, carece de la altura moral de quienes sí honran sus deberes, no alcanza la plenitud del ser. El régimen capitalista ha conseguido que ya no sea necesario aplicar la fuerza para obligar a la gente a trabajar, ni siquiera las estrategias de persuasión —ideológica y publicitaria— que sustituyeron a las rudimentarias políticas de palo y tentetieso, sino la máxima penetración en las conciencias: que sus súbditos asuman la exigencia del trabajo hasta el punto de que ellos mismos se conviertan en sus más férreos explotadores y sacrifiquen su espíritu y su vida a la obligación de trabajar y de extraer el máximo rendimiento de ese trabajo. La identidad se define, así, por el desempeño laboral: por la inmersión en el frenesí productivo alentado por las empresas y la disolución de los perfiles individuales en las monstruosas entrañas del hacer asalariado.

“Ganarse la vida” es una expresión obscena. La vida no deberíamos tener que ganárnosla. Nos ha sido concedida gratuitamente, sin haberla pedido nosotros. Y nos ha puesto en este mundo, que tampoco hemos elegido, plagado de enfermedades, injusticias y males. Por si fuera poco, estar vivo significa tener que morir. Ya solo faltaría que, además de enfrentarnos a todas estas ominosas fatalidades, ninguna de las cuales existe porque nosotros lo hayamos querido, tuviéramos que merecer vivir.

Los regímenes comunistas han enaltecido el trabajo hasta el paroxismo, dando como paradójico fruto que los habitantes del paraíso proletario relajaran abrumadoramente su ejercicio. La Unión Soviética instauró en 1938 el título honorífico del Héroe del Trabajo Socialista, que se otorgaba a quienes hubieran contribuido al desarrollo de la industria, la agricultura, el transporte, la tecnología o el comercio soviéticos, potenciando así el poderío y la gloria de la Unión. A estos héroes se les concedía la Orden de Lenin y la Estrella de Oro Hoz y Martillo, y, en el caso de que volvieran a ser merecedores de tales distinciones, se erigía en la ciudad natal del Doble Héroe un busto en bronce para celebrar la felicísima ocasión. El recipiendario más eminente de tan alto honor fue Alexéi Stajanov, aquel minero inconmensurable que en los años 30 los de los Juicios de Moscú y las hambrunas propiciadas por las políticas de Stalin, que causaron millones de muertos, y con la única ayuda de tres colegas tan animosos como él, fue capaz de sacar 102 toneladas de carbón de una mina en seis horas (y de dar nombre a una forma enloquecida de trabajar: el estajanovismo). Stajanov recibió el título de Héroe del Trabajo Socialista, y las recompensas que llevaba asociadas, en 1970, solo siete años antes de que muriera alcoholizado en una mina del Donbás, a donde lo había devuelto Jruschev. En España se concede la Medalla al Mérito en el Trabajo a quien haya observado una conducta útil y ejemplar en el desempeño de cualquier trabajo o profesión, o en compensación por los daños y sufrimientos padecidos en el cumplimiento de ese deber profesional. La condecoración fue creada por la dictadura de Primo de Rivera, luego suprimida por la República y por fin reinstaurada por Franco; hoy sigue otorgándose: en su categoría de oro, conlleva​ el tratamiento de excelencia; en la de plata, el de ilustrísimo o ilustrísima; y en la de bronce, no implica tratamiento alguno.

Qué feliz me haría responder lo mismo que aquel corajudo oficinista de Melville a su jefe cuando la mía me endilgara cualquiera de sus tediosas tareas: I would prefer not to [‘preferiría no hacerlo’]. Nunca seré capaz, pero no por falta de ganas, sino por un inexplicable pudor. Además, mi jefa no habla inglés.

El trabajo asalariado supone subordinarse a los intereses de otros, a las ilusiones de otros, a las órdenes de otros. Nuestras capacidades y nuestra fuerza se ponen al servicio de proyectos ajenos, desatendiendo los propios. Y si no tenemos ninguno, o aún no lo hemos descubierto, lo que desatendemos es nuestro derecho —acaso nuestro deber— a existir sin otro propósito que disfrutar del hecho insólito de habitar un mundo perturbador y fascinante, cuyos alicientes no son desdeñables: el primero de todos, ver, respirar, sentir la piel propia y la piel de las cosas, gozar del puro pálpito de la tierra, ser libres.

El trabajo asalariado también genera unas estructuras jerárquicas, de poder, en las que el trabajador acepta, irremediablemente, una posición de inferioridad o dependencia. Esas estructuras favorecen el abuso y hasta el acoso. Pero, aun sin llegar a estos extremos de arbitrariedad, explican la comisión de actos que nos repugnan, la aplicación de medidas disparatadas o la imposición de criterios que juraríamos dictados por un impedido intelectual. Y hemos de tragárnoslos, salvo que estemos dispuestos a cambiar de empresa o de ocupación, para someternos a sus propias estructuras de poder.

El trabajo asalariado es un demonio con una perversa capacidad de transformación, como el sistema económico del que es el principal brazo ejecutor. En realidad, el trabajo es solo la penosa obligación de doblar el lomo, sacrificar la inteligencia o perder la vista o la vida en algo que aborrecemos, o que no nos importa, pero que necesitamos para subsistir. Sin embargo, ha sabido convertirse en el eje de nuestra identidad social, en la fuente de nuestro prestigio personal, en el sumidero de nuestro tiempo, en el objetivo que persiguen todas las políticas económicas de todos los Gobiernos del mundo (¡el pleno empleo!) y en la primera necesidad de la humanidad entera, para quien tenerlo se ha vuelto imprescindible, lo más ansiado, una obsesión, cuando debería ser objeto de rechazo, un mal que perseguir sañudamente, una epidemia que erradicar. 

El trabajo también es una maldición bíblica. Dios castiga a Adán y Eva por haber comido del árbol del bien y el mal (nunca he entendido por qué eso constituye un pecado: se trata, precisamente, de algo a lo que todos debemos aspirar y a lo que el propio Dios, si creyera en la dignidad de sus criaturas, debería animarnos): los expulsa del paraíso y los condena a comer “el pan con el sudor de tu frente, hasta que vuelvas a la tierra, pues de ella fuiste tomado; porque polvo eres, y al polvo volverás” (Génesis, 3, 19; traducción de Casiodoro de Reina y Cipriano de Valera). Y en eso estamos, desde hace tanto tiempo.

Los galeotes pasaban años remando en galeras, comiendo pan duro y un puñado de legumbres cocidas, durmiendo y haciendo sus necesidades en la banca, con los pies siempre en el agua, azotados por el cómitre o sus acólitos para que bogaran al ritmo necesario. Si estaban heridos o enfermos, o si protestaban demasiado por su situación, se les echaba sin miramientos por la borda. Cuando la galera entraba en combate, los encadenaban a la banca para que no pudiesen escapar y, si el barco se incendiaba o se hundía, ellos se quemaban o se hundían con él. Hoy, las condiciones de trabajo han mejorado un poco, pero la esencia de la relación que mantenían los galeotes con sus captores —el sometimiento ciego y absoluto— es la misma. 

Perder el tiempo entre las tristes paredes de la oficina deja rebabas de muerte.

He leído recientemente una magnífica primera novela, El descontento, de Beatriz Serrano, en el que una joven empleada de una agencia de publicidad se sentía tan desgraciada en su trabajo que deseaba ser atropellada por un camión para poder disfrutar de una baja larga y no tener que volver a la oficina durante mucho tiempo, y llegaba incluso, a veces, a cruzar temerariamente una avenida con mucho tráfico para ver realizado su sueño. Yo también estoy empezando a no hacer caso de los semáforos.

El trabajo nos priva de nuestra energía, de nuestra fuerza vital: se la entregamos a alguien llamado empresario o jefe a cambio de un óbolo. Lo que nos constituye, el tiempo —ese escasísimo bien con el que hemos sido agraciados por la naturaleza para obtener algún placer de esta incomprensible realidad que llamamos vida—, se diluye en una sucesión de tareas de cuyo valor se apropian otros, y no deja en nosotros más que el recuerdo de una inacabable sucesión de años sin enjundia ni placer: de una nada fatalmente prolongada. Paradójicamente, y como el desgraciado Shylock, entregamos nuestra carne —pero no solo una libra, sino toda ella: la vida entera— para no perderla.

Yo, como Chamfort, en lugar del trabajo propongo el reposo, la contemplación, el pensamiento, el ocio creativo —que reivindicara con lucidez Luis Racionero en Del paro al ocio— y los placeres sensuales, emancipadores espléndidos de la esclavitud laboral y la explotación capitalista.

Quien se trague las inicuas persuasiones de la empresa para que se sienta parte de ella, miembro de la familia que dice ser, es un pringado, como todos, pero también tonto, y eso solo lo es él.

Oda al trabajo
Me voy.

Al trabajo lo sacrificamos todo: los desayunos pausados, las mañanas lentas, hacer el amor cuando se nos antoje, la compañía de los hijos, el cuidado de los padres, la lectura de un poema de Alejandra Pizarnik, un paseo sin propósito, la conversación con un amigo, la audición de En la gruta del rey de la montaña, de Grieg, el pasmo ante un amanecer o un anochecer, un café imprevisto, un paisaje morosamente contemplado. El trabajo se nos traga como un Pantagruel despiadado y nosotros nos dejamos devorar con la esperanza de encontrar un improbable refugio en su estómago.

Qué lamentable el espectáculo de hordas de esforzados trabajadores huyendo de sus puestos de trabajo en ese breve periodo de libertad condicional que el sistema ha consentido en concederles, llamado vacaciones. Millones de personas se apresuran a escapar de lo que hacen, saturando carreteras, alojamientos y medios de transporte, y abandonándose en sus destinos turísticos a una vorágine de producción (de diversión y entretenimiento, de excursiones y experiencias) semejante en todo, salvo en la envoltura física, a aquella a la que les obliga su trabajo. Al cabo de unas pocas semanas (cuatro en España, dos en los Estados Unidos, una en Japón, de cincuenta y dos que tiene el año), volverán al agujero donde penan, a seguir entregando su vida a una ocupación que los estraga o los adocena. Los éxodos vacacionales se reproducen a pequeña escala todos los viernes por la tarde y en los puentes o acueductos que jalonan misericordiosamente el calendario laboral: las autopistas se atascan con los coches que quieren llegar cuanto antes a los lugares de descanso; los espectáculos y locales de ocio se saturan igualmente, ansiosos como están los parroquianos por olvidar lo que los hace sufrir, o los aburre mortalmente, o los desespera por su estupidez o su sinsentido; todos los espacios los ocupan personas que ansían la redención momentánea de su condena, como los presos a los que se les permite dormir en sus casas los fines de semana para volver inexorablemente al talego los lunes.

Trabajar mata: en 2023, se produjeron en España 1.217.491 accidentes de trabajo, de los cuales 762 fueron mortales. Desde 1988, ha habido más de 42.200 accidentes mortales en nuestro país. Según la OIT, cerca de tres millones de trabajadores mueren cada año en el mundo debido a accidentes y enfermedades relacionados con el trabajo: 2,6 millones de estas muertes se deben a enfermedades relacionadas con el trabajo, mientras que los accidentes laborales son responsables de otros 330.000 fallecimientos. La OIT también calcula que 395 millones de trabajadores en todo el mundo sufrieron lesiones laborales no mortales. Por no hablar de los problemas de salud mental que causa el trabajo: estrés, depresión, ansiedad e insomnio, cuya combinación o empeoramiento conduce, cada vez con más frecuencia, al suicidio. En Japón hasta tiene un nombre: karoshi, o muerte por exceso de trabajo.

Me levanto a las 6.15 de la mañana para ir a trabajar. Aún es de noche cuando salgo a la calle. Solo ladra algún perro. Apenas me cruzo con nadie hasta llegar a la estación, que brilla como las cafeterías solitarias de Hopper y cuyas luces atraen a algunos desventurados como yo, que entran en los andenes para coger el primer tren y llegar puntualmente a la oficina o la empresa. En los vagones, nadie sonríe. Unos prolongan la noche insuficiente durmiendo apoyados en las mamparas; otros, la mayoría, se aturden con el móvil; puede que algún estudiante repase apuntes o el contenido de una tableta; unos pocos, como yo, leemos. Pero nadie sonríe. Y apenas nadie habla. Hay un silencio teñido del traqueteo metálico del tren, manchado por el gris de la mañana y los túneles, por la perspectiva ominosa de una jornada más, de una tristeza más. Las señoras de la limpieza que se dirigen a realizarse como personas limpiando váteres, muchas cubiertas con pañuelos, miran impenetrables: miran sin mirar. Los obreros, con monos manchados como un cuadro de Pollock, roncan. Cuando el convoy se para en la última estación, las puertas se abren como si gritasen y los supervivientes del viaje salimos como un vómito de muchos pies, acuciados por el reloj, aprisionados por los gestos de siempre, venciendo tornos y seguratas y escaleras sucias, y saliendo a una luz turbia, punteada por el graznido de las gaviotas y las colillas en el suelo que los primeros barrenderos no se han llevado. Ya casi hemos llegado al lugar donde todos los días desplegamos nuestras aptitudes y satisfacemos nuestras aspiraciones; donde trabajamos muchas horas para que otros enriquezcan o para que se lleven el mérito de la gestión pública.

Los despertadores, como el tabaco, deberían venderse con un lema que dijese: “El despertador mata”. 

El despertador, esa criatura de Satanás. 

El despertador es el fin del mundo. 

Para ser feliz, qué importante es despertarse cuando uno quiera.
 
En el microcosmos laboral, tenemos la oportunidad y el placer de convivir, siete u ocho horas al día, todos los días, con el jefe o los jefes, que pueden ser sujetos comprensivos, pero también execrables, y con buena gente a veces, pero más a menudo con personas con las que no compartimos nada, incompetentes o desnortadas, incluso detestables, a la que no tendríamos inconveniente en fusilar al amanecer contra la tapia de un cementerio: el ama de casa que afirma su independencia echando unas horas en la oficina siniestra (todas las oficinas son siniestras), mientras piensa en los garbanzos que ha de cocinar por la tarde o habla por teléfono con una sobrina; el hombre plano, sin aficiones, sin espíritu, sin otra distracción que sestear en el desierto de su personalidad; el individuo que ha dimitido de la vida, amargado o ausente; el que no ha leído un libro en su vida, ni asistido a una exposición, ni visitado un museo, pero gasta horas y horas en el cuidado de su cuerpo en el gimnasio o en el de su coche en el garaje; el meritorio que solo piensa en serle útil al jefe y quedar bien; el estúpido al que le rezuma la estupidez por los poros de la piel; el adulador; el chupatintas; el narcisista; el malvado.

Si en las sociedades occidentales, con mucho esfuerzo, que ha costado enormes sufrimientos y miles de vidas, se ha conseguido dominar la voracidad física del capitalismo y se han introducido límites a las salvajadas que este sistema innoble ha cometido a lo largo de los siglos con los trabajadores, en el Tercer Mundo las condiciones laborales en duración de la jornada, salubridad e higiene, seguridad y, por supuesto, salario— siguen siendo atroces, y sus peores efectos recaen en los niños, cuya infancia se ve cercenada por la obligación del trabajo, imprescindible para la supervivencia. Según la OIT, en el mundo hay 218 millones de niños de entre 5 y 17 años que se encuentran ocupados en la producción económica. De ellos, más de la mitad (152 millones) son víctimas del trabajo infantil y 73 millones se encuentran en situación de trabajo infantil peligroso. Muchos niños asiáticos, hispanoamericanos y africanos (en países como Mali, Benín o Chad, más de la mitad de los niños trabajan) reproducen hoy, o incluso empeoran, las condiciones en que lo hacían aquellos primeros niños ingleses que trabajaban catorce horas, entre sustancias venenosas, polvos abrasivos, máquinas trituradoras y capataces feroces, a finales del siglo XVIII, en las fábricas y talleres de la pimpante Revolución Industrial.  

Todavía no he averiguado cómo podrían hacerse las cosas que deberían ser hechas si el trabajo no fuese obligatorio y solo se dedicaran a él aquellos que quisieran someterse a sus dictados. La humanidad, tampoco. Siempre he creído que las máquinas hoy, la inteligencia artificial deberían ayudarnos mucho más a liberarnos del martirio laboral de lo que lo han hecho a lo largo de los siglos: su fracaso, relativo, se explica porque, aunque la tecnología ha cambiado y mejorado muchas de las condiciones en que vivimos, aunque también empeorado otras, no ha cambiado la idea de que el trabajo sea imprescindible. El sistema capitalista necesita que esta creencia no varíe, porque sin ella no hay trabajadores, y sin trabajadores no hay beneficio. Junto con la tecnología y la digitalización, la renta básica universal aparece como uno de los grandes proyectos de la humanidad y un logro colectivo por el que todos deberíamos luchar. En cualquier caso, como sociedad tendríamos que ser capaces de encontrar una liberación: un modo de satisfacer dignamente nuestras necesidades sin estar sometidos a la dictadura del trabajo ni a la indignidad de la explotación y la sumisión que conlleva.

Cuando me siento hastiado de mi trabajo, me reconforta pensar en muchos otros que se me antojan aún más aburridos, desagradables o peligrosos: hacedor de fotocopias, cobrador de peaje de autopistas, desatascador de cloacas, limpiador de pescado, lavandera de hospital, analista de excrementos, cabo primero del Ejército, empleado de pompas fúnebres, recogedor de desechos en baños portátiles, garimpeiro, masturbador de toros, sexador de pollos, inseminador de pavos, desactivador de explosivos, operario de matadero, cobrador del frac, inspector de Hacienda, sacerdote, sepulturero. De muchos de ellos se hablaba en un programa de televisión legendario, Dirty Jobs, que yo miraba con fascinación y horror hace una década.

Podría ser que el trabajo asalariado, además de machacar a las personas y arruinar el planeta, nos volviera impotentes.

sábado, 16 de noviembre de 2024

Transfiguraciones

Acaba de aparecer mi traducción de la poesía reunida del poeta estadounidense Jay Wright, publicada por Hojas de Hierba Editorial, en edición bilingüe, con el título de Transfiguraciones: incluye los siete libros que Wright dio a la imprenta entre 1971 y 1991, más uno inédito, y que fueron compilados en Transfigurations: Collected Poems (Baton Rouge, Louisiana State University Press, 2000). Jay Wright es un poeta apenas conocido en España, pero que goza de un gran prestigio en los Estados Unidos, donde ha sido estudiado y ensalzado por Harold Bloom, para quien la obra de Wright está a la altura de Rilke, Hölderlin, Hart Crane, Robert Hayden, Paul Celan y Luis Cernuda, “ese maravilloso poeta español de lo Sublime”. He dedicado un año largo de mi vida a verter al mejor español posible a este autor inclasificable, crisol de múltiples culturas y tradiciones literarias, cultísimo, que atraviesa el espacio de lo trascendente sin dejar de la mano lo radical, incluso lo vulgarmente humano, y que lo hace con un lenguaje fulgurante a menudo, pero también árido a veces, sembrado de símbolos que crecen en alegorías, de metáforas que se revelan como luminosas oscuridades, de visiones religiosas en las que la religión no es un credo desecante, sino el reactivo que dispara el yo, sean cuales sean sus creencias, a una íntima reconciliación con el mundo. La traducción de estos ocho extensos libros no ha sido fácil, pero, como decía el gran Lezama Lima, sólo lo difícil es estimulante. Así pues, he debido extremar el cuidado en el traslado de imágenes complejas, cuyos elementos integrantes provenían, en muchos casos, de culturas o cosmogonías africanas, o bien de un lugar que me resultaba mucho más cercano, México, pero cuyas tradiciones indígenas e hispana Wright mezclaba con fervor de alquimista. La vida viajera e ilustrada del poeta americano ha dado lugar a una poesía riquísima de ecos e influencias, que tejen un sofisticado tapiz intertextual, y entregada, entre otros propósitos, al retrato crítico de la esclavitud y a la reivindicación de las culturas negras en África y en los Estados Unidos.

Transcribo a continuación un fragmento del prólogo que he escrito para el volumen:

La característica más sobresaliente del estilo de Jay Wright es la solidez y compacidad de su mundo simbólico. El poeta transita por los espacios laberínticos de otras cosmogonías y extrae de ellas las metáforas, las alegorías, de las que se sirve para construir sus poemas. Parte de uno o varios suelos culturales concretos, de unas realidades quizá alejadas pero casi siempre reconocibles, para erigir su propio cosmos en el espacio del poema, en el que esas imágenes forasteras se disponen con plena naturalidad y transmiten toda su fuerza, toda su verdad, a la realidad en la que se proyectan. Wright no da pistas de lo que significan sus símbolos: no practica la exégesis embozada que muchos poetas se sienten obligados a hacer para que el poema sobreviva. Tampoco cede al histrionismo: no hay demasía en sus imágenes. Si el huevo representa el mundo para los dogón —y dentro del huevo había un grano de fonio que estalló y produjo el universo, una explicación del origen de la vida que presenta un asombroso parecido con la teoría del big bang—, Wright trae el huevo al poema y habla de él con la misma naturalidad con la que hablaría del árbol que ve por la ventana o de la camisa que se ha puesto hoy: da por supuesto que el lector comprenderá no el significado original del mito —que no puede sino desconocer, a menos que sea un experto en religiones africanas—, pero sí su importancia embrionaria, su sentido fundacional: del huevo nace la vida; del huevo hemos nacido también nosotros. De esta coherencia en el uso de los símbolos se desprende el hermetismo del que, a veces, se ha acusado a Wright. Pero ese hermetismo —al que tan poco dada es la cultura anglosajona— no es tal, sino, una vez comprendido —y aceptado— el mecanismo de sustitución que supone, claridad cegadora. El hermetismo (o las «rarezas sintácticas» que también se le han atribuido) se desprende de los versos de Jay Wright como el olor de las cosas se desprende de las cosas. No es una pose ni una incapacidad, sino una consecuencia natural. Y las cosas no son incomprensibles, sino solo ellas mismas: seres que existen alentados por una articulación concreta de los elementos de la materia; realidades que se nos ofrecen en el mundo como encarnación del mundo.

Y este es el poema “La sintonía ritual”, del libro Explicaciones/Interpretaciones (1984):

Ahora entraré en la casa de la aflicción.

Rey, llévame, más allá de mí, a la muerte.
Consciente del rey de todas las cosas,
vengo, regio en mi propósito,
de una ardiente oscuridad.
Acompásame ahora;
me acompaso con tu amor
y tus anhelos de muchos ojos,
con tu mirada más incisiva a la vida.

Soy las contradicciones que haces de mí.
Escalado, trepo a tus árboles.
Pongo los huevos, uno a uno,
y los amamanto.
Y en mi signo crío
la brillante semilla de mi espíritu.

Soy dos cabezas en una,
dos vidas en una.
Acabo mi vida con una doble visión.
Cuando me comáis, pasaos
esta doble acción entre vosotros.

El amor es meter en casa ajena
una criatura acuñada con el dolor más profundo de la visión.

Aquí, criatura del cielo,
te rodeo con mi signo,
y miro tu lecho conyugal,
y miro tu muerte.

[The Ritual Tuning. Now I will enter the house of affliction.// King carry me above myself in death./ Awake to the king of all,/ I come, regal in my purpose,/ out of the heated darkness./ Tune me only now;/ I tune myself to your love/ and your many-eyed longings,/ to your deepest look into your life.// I am the contradictions that you make me. Scaled, I climb your trees./ I lay my eggs, one by one,/ and suckle them./ And in my sign I raise/ the bright seed of my spirit.// I am two heads in one,/ two lives in one./ I end my life in a double vision. When I am eaten, you pass/ this double deed among yourselves.// Love is to enter another’s house/ a creature coined from vision’s deepest pain.// Here, creature of heaven,/ I surround you with my sign,/ and look upon your marriage bed,/ and look upon your death].


[Jay Wright, Transfiguraciones, traducción y prólogo de Eduardo Moga, Sevilla, Hojas de Hierba Editorial, 2024, 972 pág.: https://hojasdehierba.com/libros/transfiguraciones/]

domingo, 10 de noviembre de 2024

Lawrence Ferlinghetti y Donald Trump


COMPADECE A LA NACIÓN (con Khalil Gibran)

Compadece a la nación cuyas gentes sean ovejas
Y cuyos pastores las engañen

Compadece a la nación cuyos líderes sean mentirosos
Y cuyos sabios sean silenciados
Y cuyos fanáticos frecuenten las ondas de radio

Compadece a la nación que no alce la voz
Sino para ensalzar a conquistadores
Y aclamar al matón como a un héroe
Y que aspire a gobernar el mundo
Por la fuerza y la tortura

Compadece a la nación que no conozca
Otro idioma que el suyo
Ni otra cultura que la suya

Compadece a la nación que respire dinero
Y que duerma el sueño de los ahítos

Compadece a la nación oh compadece a aquellos
Que permitan que vulneren sus derechos
Y les arrebaten la libertad

Mi país te llora
¡Dulce tierra de libertad!

PITY THE NATION (after Khalil Gibran)

Pity the nation whose people are sheep
And whose shepherds mislead them

Pity the nation whose leaders are liars
Whose sages are silenced
And whose bigots haunt the airwaves

Pity the nation that raises not its voice
Except to praise conquerors
And acclaim the bully as hero
And aims to rule the world
By force and by torture

Pity the nation that knows
No other language but its own
And no other culture but its own

Pity the nation whose breath is money
And sleeps the sleep of the too well fed

Pity the nation oh pity the people
Who allow their rights to erode
And their freedoms to be washed away

My country, tears of thee
Sweet land of liberty!

(Lawrence Ferlinghetti, 2007)

[COMPADECE A LA NACIÓN

Compadece a la nación llena de creencias y vacía de religión.

Compadece a la nación que vista ropas que no haya tejido, que coma un pan que no haya cosechado y que beba un vino que no haya salido de su propio lagar.

Compadece a la nación que aclame al matón como a un héroe, y que considere generoso al conquistador resplandeciente.

Compadece a la nación que desprecie una pasión en el sueño, pero que se someta en el despertar.

Compadece a la nación que no alce la voz sino cuando asista a un funeral, que no alardee sino entre sus ruinas, y que no se rebele sino cuando su cuello esté entre la espada y el tajo.

Compadece a la nación cuyo estadista sea un zorro, cuyo filósofo, un malabarista, y cuyo arte, el arte de remendar e imitar.

Compadece a la nación que dé la bienvenida a su nuevo gobernante con trompetas y lo despida con abucheos, solo para dar la bienvenida a otro con trompetas, otra vez.

Compadece a la nación a cuyos sabios hayan enmudecido los años y cuyos hombres fuertes estén aún en la cuna.

Compadece a la nación dividida en pedazos, cada uno de los cuales se considere a sí mismo una nación dividida en pedazos, cada uno de los cuales se considere a sí mismo una nación.

PITY THE NATION

Pity the nation that is full of beliefs and empty of religion.

Pity the nation that wears a cloth it does not weave, eats a bread it does not harvest, and drinks a wine that flows not from its own wine-press.

Pity the nation that acclaims the bully as hero, and that deems the glittering conqueror bountiful.

Pity the nation that despises a passion in its dream, yet submits in its awakening.

Pity the nation that raises not its voice save when it walks in a funeral, boasts not except among its ruins, and will rebel not save when its neck is laid between the sword and the block.

Pity the nation whose statesman is a fox, whose philosopher is a juggler, and whose art is the art of patching and mimicking.

Pity the nation that welcomes its new ruler with trumpetings, and farewells him with hootings, only to welcome another with trumpetings again.

Pity the nation whose sages are dumb with years and whose strong men are yet in the cradle.

Pity the nation divided into fragments, each fragment deeming itself a nation divided into fragments, each fragment deeming itself a nation.

(Khalil Gibran, 1933)]

lunes, 4 de noviembre de 2024

Los zarpazos de la dana

Hoy ha llovido a mares. La DANA —que antes se llamaba gota fría, que antes se llamaba lluvias catastróficas, que antes se llamaba diluvio universal— sigue soltando coletazos por el litoral mediterráneo. Ha arrasado Valencia y ahora está despanzurrando Tarragona. A Barcelona también ha llegado, aunque donde ha golpeado con más saña ha sido en localidades al sur de la capital, como Viladecans, Castelldefels y Sitges. Aquí, en Sant Cugat, algo más alejado de la costa, ha llovido mucho, pero no ha causado, que se sepa, destrozos importantes. Hace pocos meses, a Cataluña la martirizaba una pertinaz sequía y ahora nos sale el agua por las orejas. Es lo que tiene un cambio climático que para Donald Trump y Miguel Bosé, entre otras inteligencias preclaras, no existe. Toda la noche ha estado lloviendo: cada vez que me despertaba, oía el golpear atroz de la lluvia en las persianas. Y por la mañana, al subir las persianas delatoras, me ha recibido un firmamento del color del centeno. No estaba simplemente nublado; esta sería una caracterización muy pálida. El gris que lo cubría todo era amarillento, como una incandescencia líquida; y el cielo estaba hinchado: era un vientre que no conseguía vaciarse por más agua que soltase. A lo largo de la mañana, han sonado dos alertas en el móvil con avisos de posibles inundaciones en varias comarcas. El ruido que hacían era muy desagradable. De eso se trataba, supongo: de que no sonara a música celestial, aunque el cielo tuviese mucho que ver con la alerta. Tampoco querían las autoridades catalanas pillarse los dedos como se los han pillado (y el brazo entero) las valencianas: que nadie pudiera decir que no se le había avisado a tiempo. Hoy, con la catástrofe consumada, se comprueba, una vez más, la maleabilidad con que la naturaleza ha diseñado la psique humana para que pueda sobrevivir a sus propios tormentos: como el dolor por asumir la responsabilidad única, o principal, de una calamidad de esta magnitud resulta insoportable (máxime cuando viene acompañado por el dolor que causa un garrotazo en las costillas o un botellazo en la frente), la mente se apresura a encontrar compañeros de viaje, esto es, de culpa, para hacer más llevadero el trance o, mejor aún, otros depositarios únicos de la responsabilidad de la que le es urgente desprenderse: que si los meteorólogos no han avisado con la suficiente antelación; que si el encargado de dar la alerta era el vecino; que si el responsable de adoptar las medidas preventivas o correctivas necesarias era otro; que si el que está al mando del Ejército, que es el que ahora hace falta, es el gobierno; que si nadie, durante décadas, ha hecho caso a los científicos que piden que se modifiquen los cauces de los ríos, ramblas y rieras para que no se inunden las casas que se han construido en ellos; que si uno no pidió lo que había que pedir y cuando había que pedirlo; que si otro no ha colaborado como podía y debía colaborar. El entramado de acusaciones mutuas se vuelve inextricable e irrespirable. Y aún más porque se sabe que a quien se ha visto afectado por el desastre —hasta el punto, quizá, de haber perdido a un ser querido— nunca nada le va a parecer suficiente; nunca nada le va a parecer bien; nunca nada habrá ocurrido como debía haber ocurrido: los avisos, el rescate, la ayuda, el consuelo, la reconstrucción. Y es comprensible: su mente, desesperada, buscará asideros fuera de sí para hacer tolerable lo que no lo es. La visión de la tormenta me ha recordado también otras tempestades feroces: las que vivía en Azanuy, el pueblo de los veranos de mi infancia, donde me sentaba a la entrada de la casa para ver pasar el río del agua, que se precipitaba por la calle inclinada con la violencia de una avenida, arrastrando olores de jara, oveja y barro; o las que sufría en Barcelona, también de niño, cuando el chaparrón era tan brutal que se iba la luz y mi abuela y mi madre trajinaban por entre las sombras húmedas del piso con un candil, como matronas romanas. Hoy, en lo más inclemente del aguacero, he tenido que salir a la calle para deshacer un entuerto que causé, idiota de mí, ayer por la noche. Me he parapetado tras un chubasquero, un gorro de lluvia y un paraguas grande (aunque no lo suficiente para lo que estaba cayendo), y me he lanzado al océano en el que se había convertido la calle. He visto el torrente de la Bomba, que así se llama la rambla que atraviesa el parque de delante de mi casa, y que casi siempre está seco, rugir como un río de montaña y hasta desbordarse en su tramo final, cuando enfila el sumidero que lo introduce en la red de saneamiento de la ciudad. En uno de sus remolinos, por cierto, se me han empapado los pies, que no llevaba envueltos en plásticos como he visto que hacían otros. También he visto varias tapas de alcantarilla bailando por el agua que rebosaba, con toda la fuerza, de las cloacas, incapaces de absorber un caudal inaudito. El agua era una presencia ubicua, abrumadora, absoluta. No solo volvía plástica la atmósfera, sino que se apelotonaba en todo cuando se pareciese a un conducto y dejaba de ser entonces una cortina para convertirse en una lanza: los chorros caían de los tejados, de los puentes, de los balcones, como si quisieran atravesar a quien pasara por debajo, o por el lado. La señora del quiosco donde compro el periódico estaba achicando el agua de la acera de su negocio con una escoba, como hacen estos días los desventurados valencianos con el barro que se les ha metido en casa y que ha devorado las calles. También había dispuesto una suerte de trinchera de plásticos y algún saco a la entrada del quiosco para evitar, o mitigar, la invasión de la riada. Lo único que me ha parecido bueno de la situación es que, en el banco donde debía hacer la gestión que corrigiese mi torpeza de anoche, que suele estar atiborrado de gente y donde hay que hacer cola durante media mañana para que te atienda un ser humano, no había nadie y he resuelto el problema en cuestión de minutos. “¡Qué valiente ha sido Ud. de salir a la calle con la que está cayendo!”, me ha dicho la cajera. Sí, he sido valiente porque ayer fui tonto. Si no, de qué. Y he vuelto a casa, claro, con los pantalones y los zapatos empapados, y pensando que, como en el poblado de Astérix y Obélix, el cielo se estaba desplomando sobre nuestras cabezas.