Acaba de aparecer mi traducción de Memorias de un ángel bastardo, del poeta y escritor estadounidense Harold Norse (Nueva York, 1916-San Francisco, 2009), publicada por Hojas de Hierba Editorial, que capitanea en Sevilla el incansable Antonio López Cañestro. No es el primer título de Norse que traduzco ni que publica Hojas de Hierba: en 2022, dimos a conocer Voy a salir volando por la ventana, una amplia antología de la poesía del neoyorquino, de la que hablé en estas corónicas el 17 de diciembre de ese año:
https://eduardomoga1.blogspot.com/2022/12/voy-salir-volando-por-la-ventana-de.html.
Esto es lo que cuenta de su paso por Palma de Mallorca en el capítulo 106:
Vestido para pasar la aduana española sin llamar la atención, con los veinte dólares de la venta del albornoz a Paul Bowles y un kilo de hierba en las botas (y los pantalones bien ajustados por encima de ellas), embarqué con el Fiat. Al desembarcar, se me cayó el alma a los pies. Los oficiales de aduanas registraban cuidadosamente a los viajeros y los coches en busca de compartimentos ocultos. Delante de mí, una mujer bien arreglada veía cómo le rajaban la tela de encima del parabrisas. Cielos, se acabó la fiesta, pensé. Llevaba en las botas kif suficiente como para que me encerraran de por vida (todos teníamos amigos americanos languideciendo en cárceles españolas, griegas o italianas por posesión de cannabis). Empecé a temblar y a sudar frío, y me pregunté cómo había podido ser tan estúpido como para jugarme la libertad por tan poco. Era una auténtica locura.
Por fin un agente metió la cabeza por mi ventanilla. Tenía ojos marrones y bovinos, la mirada ausente y un bigotillo negro. Mantuve las manos en el volante para que no me temblaran mientras el guardia examinaba el pasaporte. «¿Es Ud. americano?», preguntó en inglés. «Sí». «¿Va a quedarse en España?». «No. Voy a París». Me devolvió el documento y se tocó educadamente la visera. «¡Bon voyage, señor!». Apreté el acelerador, jurándome que nunca volvería a hacer nada tan temerario.
En Torremolinos, busqué a un verdadero contrabandista, Berthold Hansen (nombre ficticio). Un sueco de Minnesota grande y gordo, de casi treinta años y con un pelo tan rubio que parecía blanco. De hecho, todo el mundo en aquella casa era rubio platino. «Parece que esté en una película de Strindberg», dije. Como contador de historias, era casi tan bueno como nuestro amigo Ira Cohen, que era casi tan bueno como Brion Gysin. En los últimos años, Ira había desarrollado un estilo poético surrealista muy singular, a veces tan bueno, pero muy diferente del que practicaba el surrealista Philip Lamantia, que entonces vivía en Churriana, un pueblo al norte de Torremolinos. Bert había hecho una fortuna con el contrabando de oro en la India, y ahora andaba metido en otros negocios. Se había hecho amigo de un distinguido erudito británico, octogenario, y de su esposa, casi nonagenaria, que se estaba muriendo. La historia de esta mujer que contaba Bert es inolvidable.
«Era tan chispeante y encantadora que nunca me cansaba de su compañía», me explicó. «Nos reíamos mucho. Entonces, un día me dijo: “Bert, me queda poco tiempo. Por favor, haz que venga mi marido”». Antes de acceder a su petición, le preguntó, con su tono de chanza habitual: «¿Puedo hacer algo más por ti?». La arrugada anciana se lo quedó mirando con ansia. «Sí», dijo. «Toda la vida me ha encantado la magia y la emoción del acto sexual, y lo he echado mucho de menos. Antes de irme, no podría pensar en nada que me hiciera más feliz». Él dudó, repelido por el rostro marchito, momificado, de la mujer, pero se bajó la bragueta. «Acerca la cabeza, nena», dijo, y una sonrisa beatífica le iluminó la cara a ella. Diez minutos después, cuando llegó el marido con Bert, estaba muerta, sonriendo apaciblemente.
«¿Y qué tal es que te la chupe una anciana?», pregunté.
«¡Estupendo! Las encías son aún más suaves que el chichi».
Como siempre he dicho, los heteros no tienen vergüenza.
La novia actual del sabio británico era una inglesa treintañera a la que llamaré Cynthia. Quise venderle un poco de kif, pero metió la mano en una gran bolsa de lona, sacó una bolsa de plástico más pequeña, con unos dos kilos de la hierba, y me dijo: «Es como llevar abrigos a Newcastle. Conseguimos todo lo que necesitamos en Tánger por el precio que tú has pagado».
Años después, Cynthia se casó con un joven poeta estadounidense que yo había conocido en París y que moriría en el Nepal, donde tuvieron un hijo. En 1979, en Ámsterdam, donde había dado un recital con Burroughs, Gysin, Patti Smith e Ira Cohen en el Festival de Poesía Un Mundo, me encontré con Cynthia. Me contó que el niño, que tenía nueve años, estaba en Katmandú al cuidado de unos monjes budistas, que lo habían declarado la reencarnación de un maestro espiritual realizado.
En Palma me quedé con Ruthven Todd, que se había establecido allí. Por desgracia, mi habitación daba a la calle principal y, dado que Ruthven estaba casi siempre de bares, pronto me cansé del calor, el ruido y el humo del tráfico, y decidí irme. Para ganar dinero, me vi obligado a venderle a Ruthven una de las tres mantas marroquíes que llevaba, y que, como sin recato alguno les contó a sus amigos, eran robadas. El día en que hice el equipaje, asomó la cabeza por la puerta, con el pelo negro, ya encanecido, desgreñado y los anteojos en la punta de la nariz. «Querrás conocer a Conejo antes de irte, supongo. Todo el mundo lo hace». «¿Quién es Conejo?». Sus palabras, desdibujadas por el whisky, eran difíciles de entender. «Robert Graves, por el amor de Dios», dijo. «Ah». No me preocupaba demasiado. «No seas tonto», dijo. «Nadie se va de Palma sin conocerlo». Me encogí de hombros. Sus poemas nunca me habían emocionado.