Medellín es la última etapa de nuestro viaje. Llegar a la ciudad sobrecoge: el aeropuerto Olaya Herrera, destinado al tráfico regional, está en la ciudad y, al aterrizar, uno cree que las ruedas del avión estarán llevándose las coladas que la gente ha tendido en las azoteas. Pero, si uno piensa que esa es la emoción más fuerte que le deparará la llegada a la ciudad, está muy equivocado: Medellín es una capital fascinante, pero su fascinación deriva, en buena parte, de las desigualdades brutales que se observan en su tejido urbano y social. En 1991 era la ciudad más violenta del mundo. En 2013, en cambio, fue declarada la ciudad más innovadora del planeta. El paso de una condición a otra es digno de consideración y aplauso, pero las cicatrices de su antiguo estatus, que aún supuran en muchos barrios de la ciudad, siguen a la vista y son, me parece, de difícil solución, por lo menos a corto y medio plazo. En nuestro primer día de estancia, visitamos el núcleo brillante de la urbe: el museo de Antioquia (así, sin acento: los colombianos pronuncian an-tió-quia) y la plaza Botero en la que se encuentra. Esta acumula 23 esculturas de Fernando Botero, que nació en Medellín y que ha donado a la ciudad buena parte de su obra. Toda la plaza es, pues, una explosión de sensualidad: la de las formas obesas del escultor, la de las más delgadas pero no por ello menos voluptuosas de las antioqueñas, y las siempre coloristas y cetrinas de los nativos. A eso se suman los puestos chillones de frutas (por sus colores y por lo que gritan sus vendedores), el verde brillante de los árboles, las polícromas montañas de productos que se venden en la calle y las ráfagas oscuras de los gallinazos, que sobrevuelan la plaza, y toda la ciudad, y se posan en las papeleras en busca de pitanza. El museo alberga, por su parte, una excelente colección de arte colombiano y universal, con una destacada representación española, en la que se cuentan piezas de Antonio Tàpies y Miquel Barceló, entre otros. Y alrededor de la pinacoteca se concentran las principales iglesias de la ciudad, los casi únicas construcciones supervivientes de su pasado colonial y decimonónico: la Veracruz, la Candelaria, San José y la Catedral, en el parque Bolívar, una olla de gente, presidida por la inevitable estatua ecuestre del libertador, que discute, bebe, predica, pasea o se tumba en los bancos (o en el suelo). Sin embargo, tras esta visita rutilante, la alcaldía de la ciudad quiere que conozcamos el barrio de Moravia, que en su momento fue el más pobre de Medellín. Nació cuando unos primeros invasores (así se llama aquí a quienes se asientan en un terreno y construyen en él algo que pueda considerarse una vivienda) se establecieron junto a las vías del tren, en los años 50. Muy cerca empezó a crecer un vertedero, que poco a poco se fue convirtiendo el vertedero de la ciudad. El basural aumentó sin control, hasta convertirse en una montaña de casi 40 metros de altura, junto a —y de la— cual vivían buena parte de los habitantes de Moravia. Un trabajo de décadas de la alcaldía y del Estado ha conseguido enterrar el espantoso albañal y transformar aquel gueto en un barrio digno, aunque muy pobre todavía: ha edificado un imponente centro cultural, ha adecentado las calles y ordenado el espacio, ha establecido escuelas y talleres, y ha reforzado la seguridad. Y el progreso es perceptible y significativo. Antes de que interviniera aquí la administración pública, otros habían pretendido ya mejorar las condiciones de vida del lugar, aunque con métodos sui generis y poco recomendables. Por ejemplo, Pablo Escobar, aquel filántropo de la coca, iba a Moravia a ejercer de Robin Hood. El guía que nos acompaña en la visita hace que nos detengamos junto a un campo de fútbol de hierba artificial, en el que dos equipos muy jóvenes están disputando un partido, y nos explica que quien abrió aquella cancha por primera vez, para disfrute de los vecinos, fue Escobar: él la hizo de tierra, y luego la municipalidad, aprovechando la iniciativa del narcotraficante, la ha cubierto de moqueta (algo que casi escandaliza a Antonio Parral, el alcalde de Medellín —Badajoz—, que forma parte de la delegación oficial de Extremadura en Colombia: "¡La hierba artificial es carísima!", exclama). Pero la realidad es tozuda, y los 37 000 habitantes del barrio —es la zona con la mayor densidad de población de Colombia, y la segunda de toda Hispanoamérica— siguen formando parte de esos cientos de miles de personas que persiguen la supervivencia, desordenada y dramáticamente, en las laderas de las montañas que delilmitan el valle de Aburrá. Las invasiones que ha sufrido, y sigue sufriendo, la capital de Antioquia —en parte, para huir de la guerrilla y los enfrentamientos militares, y, en parte, por razones económicas— han ocupado esos espacios elevados y, en algunos puntos, casi alcanzan ya los picos hacia los que se dirigen. Los mares de chabolas se aprecian muy bien desde el Metrocable que sube hasta el parque Arví. El Metrocable, un moderno teleférico, es una de las innovaciones del transporte que forman parte del ambicioso plan de regeneración de la ciudad y que le han valido a Medellín el reconocimiento internacional de que disfruta. Al sur de la ciudad, conecta el metro que la atraviesa con una imponente masa boscosa, Arví, que se ha convertido en una importante atracción turística. Pero lo en verdad interesante de la excursión es el trayecto desde la estación Acevedo hasta la cumbre: se sobrevuelan algunos de esos barrios margines y se divisan, rodeando a Medellín entera, casi todos los demás. Y uno, como un diablo cojuelo, aprecia la vida esforzada y hormigueante de gente, a veces descalza, a veces casi desnuda, que se apretuja en infraviviendas apeñuscadas, techadas con uralita u otros materiales cancerígenos, en callejuelas a menudo sin asfaltar. Pero, eso sí, nadie se olvida de cantar y de rezar a Dios, dos consuelos inexcusables en estas circunstancias. Por megafonía suena vallenato y en varias casuchas alrededor de lo que parece ser una iglesia se despliegan grandes carteles anunciando la gloria del Señor, la pureza de María y esas cosas. Cerca de esta comuna, y en medio de otras, se alzan rascacielos u obras de arquitectura rabiosamente moderna, como los cubos de la Biblioteca de España, y esa mezcla de progreso y miseria, de esperanza y realidad —y una naturaleza imperiosa: ayer se sintió aquí un terremoto con epicentro en Mutatá, de una intensidad de 6,1 en la escala de Richter—, define como ninguna otra a la exagerada, seductora y terrible ciudad de Medellín.
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