martes, 7 de marzo de 2017

Los niños tienen pene; las niñas tienen vulva.

Así empezaba la leyenda con la que un autobús fletado por la organización Hazte Oír (cuyos miembros se autodenominan "defensores de la familia"; en realidad, son integristas católicos) ha intentado recorrer estos días las calles de Madrid. El resto del mensaje decía: "Que no te engañen. Si naces hombre, eres hombre. Si eres mujer, seguirás siéndolo". Hay que reconocer que la provocación ha tenido éxito: aunque el autobús haya sido sancionado e inmovilizado al poco de empezar su gira, por varias denuncias que se han presentado contra la campaña e incumplir la ordenanza municipal que regula la publicidad en los vehículos a motor, Hazte Oír ha cobrado una popularidad que no le habían proporcionado hasta hoy sus iniciativas anteriores, que han ido desde manifestaciones contra el aborto (un clásico de la ultraderecha española) a protestas contra el matrimonio homosexual, pasando por escraches contra políticos que apoyasen medidas a favor de la diversidad sexual. Aunque no es poco, es, quizá, lo único que les ha salido bien. Por lo demás, el mensaje transmite la estulticia de sus promotores, que ni siquiera se dan cuenta de la contradicción que alberga su aparente pleonasmo: la afirmación "Si naces hombre, eres hombre" no contradice, sino que más bien confirma, la realidad de los transexuales varones, que nacen hombres en un cuerpo de mujer. Ellos se sienten hombres: son hombres por dentro. Han nacido hombres y, por lo tanto, son hombres, aunque su anatomía sea femenina. Y lo mismo cabe decir de las mujeres transexuales: son psicológica y emocionalmente mujeres, a pesar de sus atributos masculinos, y, en consecuencia, lo seguirán siendo. De lo que se trata es de que puedan y de que la sociedad les ayude a conciliar su realidad interior con su realidad exterior, con una finalidad muy sencilla: que dejen de sufrir; que sean felices. Uno de los axiomas morales más afortunados con los que he dado en esta vida de hecho, uno de los pocos que me han ayudado realmente a orientar mis acciones, y que me parece haría un gran bien a la humanidad si se generalizara, es este: no causar daño. Otro es un clásico: vivir y dejar vivir, que todos los fanáticos del mundo, como estos de Hazte Oír, harían muy santamente en repetir como un mantra cada día, a ver si se les mete en la mollera. Con ambos, me parece, superaríamos ese estado en el que muchos chapotean diariamente, un estado en el que las ideas o, mejor, la ideología, se impone a la certeza del sufrimiento a que esa ideología es decir, esos prejuicios, esa intolerancia conduce a quienes la padecen. La Iglesia y su grey más cerril prefieren la vigencia de la doctrina a la eliminación del sufrimiento, garantizar el credo a mitigar el dolor, cumplir con los preceptos a tener compasión. Y para ello, en este caso, apelan a una tautología que tiene, además de la contradicción ya señalada, algunas connotaciones terribles. La primera es que recurra al determinismo genital para condenar una conducta social: a estas alturas del partido, ya sabemos, gracias a la biología y la psicología, que la identidad sexual no la dan los órganos reproductivos, sino el complejo entramado de la mente. La segunda, que la apelación a la naturaleza como razón para aprobar o reprobar determinadas acciones humanas es tan falaz como, de nuevo, contradictoria: siguiendo la lógica de estos talibanes de Cristo, a los transexuales los trae Dios al mundo, igual que a los homosexuales, y no optan desnortadamente por una identidad sexual, sino que persiguen la única que sienten, desde niños, como propia. Son, pues, tan naturales como los heterosexuales. (Por otra parte, nada me parece más antinatural que el celibato de los curas y monjas, que, esa sí, atenta contra las leyes reproductivas del mundo, reprime una condición esencial de la personalidad humana y, con lamentable frecuencia, revela su dañina artificiosidad a costa de niños y desamparados). La tercera y última, y acaso la más atroz de todas, es que el mensaje de los militantes de Hazte Oír (todos ellos, por cierto, gente de orden, educada, muy bien peinada, seguramente con licenciaturas universitarias, muy convencida de la sacralidad de sus ideas; nada de perroflautas vocingleros: excelentes ciudadanos) se refiere a un colectivo, el de los transexuales (y, en particular, el de los niños transexuales), el 42% de los cuales declara haberse intentado suicidar alguna vez, y muchos de cuyos miembros han sufrido, y siguen sufriendo, en los colegios y las calles, los insultos y agresiones de la jauría machota que no entiende otra realidad que la contenida en las angostas paredes de su cráneo (o de su pene, o de su vulva). Pasear proclamas que refuerzan la visión de los que injurian, escupen o apalizan a personas, es una vileza, impropia de quienes se dicen seguidores de un dios misericordioso, aunque coherente con muchos de sus antepasados en la fe, desde Torquemada a Francisco Franco. Algo más me ha llamado la atención en este asunto, aunque no debería hacerlo, porque ya tengo comprobado que es lo habitual. En los medios de comunicación los que yo he seguido, al menos, la charlotada siniestra de Hazte Oír ha encontrado múltiples explicaciones, aunque todas podrían resumirse en una: Hazte Oír es una organización de friquis, de gente trasnochada y poco menos que pintoresca, que se afana por hacerse notar en una sociedad que progresa mucho más deprisa que ellos. Pero ningún periodista ni contertulio al que haya oído opinar ha dicho lo que me parece evidente: que la religión es la culpable de lo que estos seres inclementes dicen y hacen. Sus cerebros, tan cultivados en los centros privados o concertados de enseñanza y en las universidades del Opus Dei o de cualquier otra secta judeocristiana, y sin embargo tan escleróticos, están infectados por la superstición religiosa: no entienden nada, ni aceptan nada, ni toleran nada, que viole los dogmas que les han inculcado en la infancia y que les dan las certidumbres necesarias para no ahogarse en el marasmo y la confusión de la existencia humana y de su necesario final. Es la religión la católica, en este caso, pero diría lo mismo de cualquier otra, incluso con más vehemencia aún, como el Islam la que determina la actitud de los borricos de Hazte Oír: la transexualidad vulnera los límites de la naturaleza creada por Dios, y a nosotros con ella: que alguien quiera y, lo que es peor, pueda alterar el cuerpo, la realidad material, que ese Dios ha decidido que tuviera, es una transgresión que socava la idea misma de un ser superior, que resta fuerza a su poder omnímodo y a su papel absoluto en la creación, y eso es más que escandaloso: es inaceptable. (Igual que la eutanasia, que permite la decisión humana al otro extremo de la existencia, negando la inexorabilidad de la muerte natural y poniéndola en manos de la persona). Las razones por las que Hazte Oír ha sacado su autobús a la calle no son de orden ético, político ni social: son estrictamente religiosas, aunque se enmascaren de muchas cosas. Y los que las analizan, los opinadores públicos, debería saberlo y atreverse a decirlo. Más que nada, para que el lenguaje no oculte, sino que revele la realidad, y para que la verdad resplandezca. Caramba, qué católico me he puesto.

3 comentarios:

  1. No se merecen tanta atención.Ignorarlos, y que la ley actúe.Se crecen con el despliegue mediático.Abrazos.

    Blanca.

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  2. Ultracatólicos que andan por los cerros del Concilio de Trento. Amparan sus consignas en la falacia de confundir, de manera hipócrita y sucia, sexo con género.

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  3. Rabia, desazón y poca confianza en el ser humano(¿humano?) es lo que me provocan estas actitudes.

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