Un lugar como La Roca Village –uno de los nueve outlets de lujo que posee en varios países una empresa llamada Value Retail– puede considerarse una meca del capitalismo contemporáneo, y, por lo tanto, la cúspide la sociedad que hemos construido –y que cada día sancionamos con nuestra aquiescencia de consumidores y de ciudadanos, si es que son cosas distintas–, pero a mí siempre me ha parecido un antro, una burbuja distópica. Como los aeropuertos: otro lugar que niega el concepto de espacio, que es un no lugar, y que, por serlo, niega también el tiempo. La Roca Village no es un pueblo, aunque su nombre diga que lo es. Tampoco está en ninguna roca, por más que se encuentre cerca de un lugar llamado La Roca del Vallès. La Roca Village no es más que una reglamentada sucesión de ciertas operaciones comerciales, denominadas compraventas, en las que intercambiamos un producto (antes de escribir "producto" he escrito "bien", pero lo he borrado: prefiero la asepsia moral del primero) por un realidad figurada o institucional, como es el dinero: algo que no tiene más valor que el que nosotros le asignamos, y que se sostiene, en el mundo entero, por nuestra sola voluntad, como los regímenes políticos o la idea de Dios. Pero ese tableteo de permutas se envuelve en la gasa ficticia de lo real, en el celofán tranquilizador de lo genuino. Que Ángeles y yo estemos aquí esta tarde no obedece sino a una exigencia más de la pax conjugalis, ese orden superior de la convivencia matrimonial al que sacrificamos, año tras año, tantas preferencias y esperanzas: en Mánchester, y pese al apremio con que los ingleses han concebido siempre, y siguen concibiendo, el comercio, apenas sale de compras. Las ganas de ir de compras se las guarda para España. Y aquí las satisface en compañía, y con la resignación, de su marido. Lo cierto es que Ángeles y yo representamos los arquetipos de hombre y mujer en el acto de la adquisición, aunque ya no sé muy bien si esos arquetipos siguen vigentes, zarandeados como están –ellos y todos los demás– por la penúltima revolución femenina en la que estamos inmersos. Mientras Ángeles concibe el shopping como un proceso estético y social –habla, desenfadada, con las dependientas; comprueba todas las marcas, todos los precios, todos los modelos; compara precios; escudriña materiales y hasta orígenes; como en los museos, lee todas las etiquetas; imagina perfectamente todas las combinaciones posibles de la prenda o de la pieza que sopesa con todo lo que, en el guardarropa, en la casa y hasta en el mundo, pueda estar a su alrededor–, yo lo vivo como un acto cinegético: si necesito, por ejemplo, un pantalón, entro en una tienda de pantalones, pregunto por los de mi talla, ojeo los colores y elijo el primero en el que confluyan esas tres características: que sean pantalones, que sean de mi talla y que tengan un color que me guste. Cobro la pieza y vuelvo al hogar. Reconozco que la operación que realiza Ángeles es más compleja y sofisticada, pero a la que llevo a cabo yo no se le puede negar eficacia: ella, a menudo, no encuentra satisfacción para sus múltiples requisitos y estímulos, y vuelve con las manos vacías; a mí, en cambio, nunca me falta un pantalón que llevarme a la boca, aunque no sepa cómo se llama la tienda en que lo he comprado y mucho menos el dependiente que me lo ha vendido. Hoy, en La Roca, parece claro que este comportamiento no es solo nuestro. A la entrada de la mayoría de tiendas femeninas, y casi de las otras, los hombres llenan los bancos de la calle: miran el móvil (casi todos) o las musarañas. Las mujeres están dentro, zascandileando entre perchas y probadores. Hay mucha gente. Y casi tantos coches como personas: el aparcamiento, una explanada kilométrica, está hasta los topes. Me llama la atención que haya muchos orientales: chinos, japoneses, filipinos, árabes. También hay rusos. Se oye mucho ruso. Los rusos acuden a los centros de consumo con ferocidad neocapitalista, con hambre atrasada. Han de demostrarse cuanto antes a sí mismos y a los demás que ya disponen de los símbolos que acreditan que han alcanzado un estatus superior al de pelagatos que tenían bajo el régimen comunista. Un indio ya mayor, acompañado por la que supongo es su mujer, entra en la tienda de ropa en la que deambulamos (yo; Ángeles lee etiquetas, compara modelos sosteniéndolos a la altura de los ojos, hace preguntas a los vendedores), se dirige en inglés sin preámbulos (es decir, sin dar las buenas tardes, ni decir hola, ni preguntar si habla inglés, ni nada de nada) a la dependienta que nos está atendiendo y luego, cuando esta le ha dado la información solicitada, se gira, sin agradecérselo ni despedirse, y se marcha. Algunos entienden a los vendedores como a botones que se puede apretar o dejar de apretar para obtener lo que se desea. En La Roca Village predominan las tiendas de ropa y de calzado, aunque las hay de casi todos los productos de lujo imaginables. Pero es un lujo outlet, es decir, rebajado, accesible, multitudinario: un lujo al alcance de las clases medias. ¿Quién dijo que era imposible cuadrar el círculo? El capitalismo lo ha conseguido. (Por otra parte, el mercado sigue garantizando a los verdaderamente ricos, a los que nunca vendrían a un lugar como este, el secreto exclusivo del consumo suntuario: en otros establecimientos, en otros resorts, por otros medios). Todos los comercios se alinean en calles que recuerdan a las de un barrio o un pueblo modernista, aunque no existan pueblos modernistas. Y todo es falso. Esto sí que son fake news. Aquí no ha vivido nunca nadie, ni se han levantado jamás masías noucentistes, ni han jugado por estas calles niños de verdad, ni corrido perros ladradores. Las fuentes (que especifican que son de agua potable) no refrescan; las farolas no iluminan; las rosas trepadoras que decoran algunas fachadas (las de los negocios más importantes, como Burberry) son de tela (son rosas que contradicen el ser de la rosa: su belleza y su fugacidad; y me niego a pensar que una rosa sea una rosa sea una rosa). La Roca Village es un gigantesco decorado, con la indecencia añadida de no querer parecer un decorado, sino algo luminoso, mediterráneo, de la tierra. Sí hay algo auténtico: una exposición callejera de perros pintados, que nos recuerda a otra que vimos hace muchos años, y que hemos ido encontrando en nuestros viajes en ciudades diversas, de vacas pintadas. Aunque en todas las peanas se recuerda al público que aquello es arte y que no hay que permitir que los niños se suban a las obras de arte, varios niños cabalgan a los chuchos de colores con la complicidad risueña de los padres. El incivismo a menudo no necesita explicación: la gente es grosera y ya está. Pero en este caso sospecho que el hecho de que el aviso solo esté en castellano algo tiene que ver con este gamberrismo pueril. Otra cosa muy real, además de los canes jineteados, es la seguridad, privada, por supuesto. Varias veces nos cruzamos con un segurata que parece una cámara frigorífica, aunque vaya sudoroso; luce porra, esposas, pinganillo conectado con vete tú a saber qué draconianos centros de control y una cara de aquí-ni-dios-me-roba-una-pulsera-o-se-va-a-enterar. Mientras Ángeles se entretiene en Bimba y Lola, como hacía en la tienda de la marca en King's Road, en Londres (donde se hizo íntima de una vendedora de Valencia), yo camino por la única calle del pueblo de pega y reparo en la tienda de Jimmy Choo, que se anuncia como "una de las firmas de lujo más icónicas de la moda actual que se caracteriza por un fuerte sentido del glamour y un firme sentido del estilo" y "pionera en el arte de vestir a las celebrities". Será icónica y pionera, pero a mí lo que me golpea los ojos no son los bolsos de mano en los que no caben ni las llaves de casa, ni ese instrumento moderno de tortura que son los zapatos de tacón, ni la marroquinería cosida en una maquila tailandesa o un tugurio magrebí, sino la coma que no está entre "actual" y "que", la cursiva asimismo ausente de "glamour" y el estúpido anglicismo "celebrities" (que también requiere cursiva). Luego, mientras Ángeles inspecciona otro establecimiento de su predilección, Comptoir des Cotonniers, yo entro en la tienda oficial del Barça, que no se presenta así, sino como FCB Official Store. Estos sí que saben inglés, y no los escultores de los perros. Paseo por este tabernáculo de héroes, por este sanctasanctórum de semidioses, fascinado por las imágenes que homenajean a ese San Francisco de Asís, a ese Albert Einstein, a ese rey Juan Carlos (antes de Corinnas y Botswanas) que ha sido Andrés Iniesta, y aturdido por tanto azul y grana como brilla en pelotas, insignias, pijamas, camisetas, calzoncillos, reproducciones de trofeos y tazas de desayuno. No sé por qué, pienso en mi amigo Juan Luis Calbarro. Algo más allá, nos tomamos un zumo en un puesto, como todos, seudocallejero: quien lo atiende echa a un exprimidor industrial frutas previamente peladas y nos cobra 5,75 euros por el resultado de la trituración servido en un vaso de plástico). Y casi al final del recorrido atrae nuestra atención un "Espacio de oración", este sí, subtitulado en inglés: Contemplation Room. Nos asomamos. Se divide en dos salas, una para hombres y otra para mujeres. Ah, la religión, siempre uniendo a las personas. En ninguna de las dos hay nadie. En una mesita del vestibulo vemos una Biblia, un Corán y una Torá. Quizá, si vengo otra vez, me anime a dejar junto a los libros sagrados un ejemplar de El espejismo de Dios, de Richard Dawkins, o, si me siento más clásico, algunos títulos de Voltaire o Mark Twain. No obstante, que haya un oratorio en un templo del consumo como La Roca Village es coherente y revelador: porque demuestra la alianza permanente, desde Constantino, entre la religión y el poder; y porque quien reza al consumo, está dispuesto a rezar a cualquier cosa. Acabamos nuestro itinerario en una tienda de ropa para el hogar, Texturas, que era, en realidad, el verdadero objetivo de nuestro viaje: necesitamos renovar las sábanas de casa, que están casi transparentes de viejas. No es fácil cuadrar nuestras necesidades y sus existencias: el tamaño de las piezas, el color adecuado, que sean bajeras o encimeras, el precio. Yo me siento perdido, como un cromañón salido a cazar y extraviado de repente en una espesura hosca. Pero ahí está Ángeles, que cuadra mentalmente todas las variables en un periquete y logra que salgamos de Texturas sin que hayamos perdido la propia, y con un buen lote de sábanas de 200 hilos (qué menos), que combinan con todo, a un precio imbatible. La dependienta se llama Silvia.
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