jueves, 23 de agosto de 2018

Mi lucha (contra las avispas)

A riesgo de indisponerme con los entomólogos (cosa que, en cualquier caso, me preocupa poco), diré que no les tengo demasiada simpatía a las avispas. La avispa me parece un animal absurdo, como el mosquito o la cucaracha: bestias que solo sirven, en el mejor de los casos, de alimento a otras bestias. Aunque, al parecer, no son tan inútiles ni tan dañinas como estas: no polinizan, ni melifican (salvo ciertas especies americanas, pero su miel puede ser tóxica, porque el néctar con el que la hacen proviene de plantas venenosas), ni fabrican cera, pero sí son el depredador natural de algunos insectos que pueden constituir una plaga para el hombre o su agricultura, como la mosca blanca del tomate. De todos modos, no sé si que podamos comer más y mejores tomates es justificación suficiente de su existencia. Últimamente, ha sido noticia por haber causado la muerte de varias personas y por ser, a su vez, víctima de una congénere aún más feroz: la avispa asiática, que se ha beneficiado de la globalización, también biológica, y se ha instalado en Occidente, como en su momento hicieron el siluro, la cotorra argentina o el caracol manzana, que llevan ya tiempo asolando a las especies autóctonas y devastando un medio ambiente que no está preparado para su promiscuidad ni su voracidad. No obstante, no me da ninguna pena que la avispa común, la de toda la vida, la de rayas amarillas y negras, sea desplazada o masacrada por la vespula velutina, una especie de tanque alado con muy pocos amigos, aunque temo que esta acabe enseñoreándose del campo y cause estragos imprevistos en las personas o en otras especies. Todas las clases de avispas pueden matar a personas: en los alérgicos o ancianos, varios picotazos, y hasta uno solo, pueden desencadenar un choque anafilático que se los lleve al otro barrio. Y así ha sucedido recientemente en España. Yo creía, hasta hace poco, que las avispas, a diferencia de las abejas, no picaban, sino que mordían: las he visto llevarse en la boca granos de arroz, guisantes y hasta trocitos de sepia de los restos de una paella dominguera. Pero no: pican, vaya si pican, aunque solo las hembras; los avispones son inofensivos (en esto podría encontrarse alguna similitud con los humanos). Lo hacen con un aguijón que no pierden, como las abejas, sino que les sirve para ulteriores picotazos. Por ese conducto inyectan un poderoso veneno, un cóctel de sustancias a cuál más traidora, y que, para más inri, contiene una feromona que comunica a otras avispas que está siendo inoculado y las instiga a atacar a la misma víctima: así redobla su eficacia. Además, el aguijón cuenta con dos lancetas que ensanchan la herida y facilitan, moviéndose velocísimamente, que el veneno se extienda. Un sofisticado mecanismo de defensa, decantado a lo largo de los milenios por esa ley de la naturaleza que prescribe que todas las criaturas vivas desarrollan las mejores armas para perseverar en su ser, pero que resulta demoledor para algunos y siempre amenazante para todos. Un rasgo especialísimo de la avispa es que es uno de los animales de la creación junto con la cucaracha, curiosamente más resistentes a la radiación nuclear. Si hubiera un cataclismo atómico, no quedaría nada, salvo avispas y cucarachas, un panorama poco alentador. Quizá podría investigarse lo que las hace inmunes a la radiación para conseguir una protección igual de eficaz para los humanos: así les daríamos algún uso a estos himenópteros tenaces, irritables y sociales (otra cosa en la que se parecen también algo a nosotros). La capacidad de resistencia de la avispa, y la eficacia de los mecanismos que la garantizan, están acreditadas: aún conservamos en casa un montón de capullos fosilizados de avispa prehistórica, que recogimos, quizá ilegalmente, en una playa de Fuerteventura: el insecto no ha cambiado nada en millones de años; si acaso, se ha hecho algo más pequeño, como los pisos. Otra de sus características, que me ha acercado a las avispas más de lo que a mí me habría gustado, es que tienden a repetir comportamientos (claro, son insectos) y, en consecuencia, a anidar en los mismos sitios. Por ejemplo, y por desgracia, en el marco de las claraboyas de nuestra casa en Hoyos. Cada verano, cuando llegamos para pasar las vacaciones, abro, con mucho cuidado, los tragaluces del tejado con la esperanza de que no estén allí, pero cada verano me llevo la misma decepción: allí están, bien acomodadas en esos nidos de papel que segregan para acunar a sus larvas, criaturitas. Allí llevan, de hecho, desde que construimos la casa: cuando, en presencia del arquitecto y del constructor, celebramos que se hubiera levantado el tejado abriendo sin precaución una de las lucernas, comprobamos que ellas también habían construido la suya; y varias nos dieron la bienvenida saliendo a todo zumbar hacia nosotros: Ángeles sufrió dos picotazos, que confirmaron, por si aún hacía falta, su detestación de todo insecto, sobre todo si tiene alas. Hoy, con el movimiento de la claraboya, aunque muy despacioso, algunas siguen echando a volar (por suerte, hacia fuera); otras, en cambio, ni se molestan: se quedan donde están, con una levísima agitación de antenas, mirándome con lo que a mí me parece una mezcla de indiferencia y desprecio. Yo vuelvo a cerrar la ventana y me apresto a la batalla, aunque siempre hago todo lo posible por que sea otra cosa: una emboscada, una escabechina, un paseo militar. Primero me uniformo: me pongo una camisa de manga larga, me la abrocho por arriba y por abajo y me meto los faldones por dentro del pantalón; me enrollo un paño al cuello que lo tape por completo; me pongo los guantes de fregar por debajo de los puños de la camisa; me coloco un pasamontañas (que conservo de la mili) y las gafas de nadar en el río; y me calo una gorra (de una empresa de tractores) hasta el cogote. Luego bajo a la cocina y empuño el rayo de Zeus, el hacha de Thor, el botón rojo, el arma definitiva, el insecticida mataavispas de Feltiberia, el más potente que he encontrado hasta ahora. Y así vestido, no como para ir a la ópera, desde luego, y agarrando con furia asesina el Feltiberia, vuelvo a subir a la biblioteca para enseñarles a mis vespulas vulgaris que mis claraboyas no están en alquiler. (El procedimiento tiene sus riesgos, no todos asociados con la matanza: una vez Ángeles salió de un dormitorio sin saber que yo andaba de aquella guisa; aún no puede verme con las gafas de nadar en el río sin sobrecogerse). Ya en el estudio, me armo de valor, abro otra vez, muy despacio, la claraboya y meto el aerosol por el agujero con el pitorro apocalípticamente orientado al nido. Debo reconocer que en ese momento experimento un placer sádico: sé que, en pocos instantes, aquel antro de malhechoras perecerá abrasado por la permetrina redentora, y disfruto de esa perspectiva. Y allí siguen ellas, sin saber que van a morir. Ante su inadvertencia, debo reprimir un sentimiento de compasión. No, no pienso perdonarlas: no estoy dispuesto a que liben mi té, se posen en la página en que estoy escribiendo o multipliquen su prole entre mis libros; y mucho menos a que, si protesto, me piquen. Así que aprieto el gatillo y veo cómo una nube de veneno envuelve su nido. De esa nube salvífica algunas escapan (aunque sé que no irán muy lejos) y otros, la mayoría, caen ipso facto, como gotas de rocío de un arbusto zarandeado. Y disfruto –que los entomólogos me perdonen– viéndolas caer. Luego, cuando la nube se ha disipado, compruebo que ya no queda ninguna –todo son cadáveres; como dijo Patton tras una batalla en Túnez: "No hay nada vivo en centenares de pueblos, ni un pollo. Todo es obra mía"– y retiro el nido con la mano y una extraña mezcla de satisfacción y asco. El mismo procedimiento sigo en la otra claraboya. Ya solo me queda recoger los cuerpos retorcidos, desmadejados, de las vespulas y tirarlos a la basura. La operación ha sido un éxito. Hasta el verano que viene.

1 comentario:

  1. Eduardo, no te lleves a engaño. Las vespulas se mueren del susto y no por el insecticida. Ver un ser tan grande como tú, y con semejante atuendo ...Para salir corriendo como poco.😉😉😉😉

    Un abrazo grande.

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