Tívoli, el famoso parque de atracciones de la ciudad, está justo al lado de nuestro hotel. Cerca hay también unos cuantos locales de strip-tease. Vesterbro es un barrio muy animado. Ángeles prefiere visitar el parque, y lo hacemos la noche en que Dinamarca juega contra Croacia en la Copa del Mundo de fútbol. El hecho tiene una consecuencia imprevista pero deliciosa: todo el mundo que, como cualquier otra tarde, atiborraría el recinto y las atracciones, está concentrado en la plaza principal, viendo el partido en una pantalla gigante que se ha instalado para que el pueblo disfrute de sus circenses. Eso nos permite pasear con una insólita libertad por las calles del lugar, que es una mezcla de parque de atracciones y de centro comercial. De hecho, hay más tiendas y restaurantes que locales de tiro al blanco, puestos de algodón de azúcar o túneles de la bruja. Sabemos de la evolución del partido por los rugidos que, siempre que Dinamarca tiene una oportunidad, atruenan la noche. Hasta los vigilantes –con uniformes blanquinegros y gorras de plato– siguen el encuentro en los móviles o por la radio. Es el momento óptimo para robar, pienso. Y para subir a la montaña rusa, en la que siempre se forman colas soviéticas –hoy habría que decir venezolanas– y ahora, en cambio, está vacía. Hace siglos que no subo a una. La última vez que lo hice, estuve a punto de perder dos cosas: las gafas de sol, que salieron disparadas por uno de los últimos coletazos del artefacto, pero que atrapé, sabe Dios cómo, en el aire; y la conciencia: las sacudidas que me encantaban cuando era adolescente, ahora me dejan al borde del colapso, si no en el colapso mismo. En realidad, decido subir a este aparato infernal porque no hay cola. Es un motivo imbécil pero irresistible. Me consuelo pensando que la vida está llena de motivos imbéciles a los que no sabemos oponernos. Y a continuación pienso que es un consuelo imbécil. Ángeles me arranca de la imbecilidad obligándome a sentarme en el carricoche, o góndola, o vagón, o comoquiera que se llame, en el que afrontar el trance. Sospecho que a ella sí le gusta este zarandeo despiadado: me mira con ojillos risueños y algo burlones: "A ver cómo lo resistes", parecen decir. Aún recuerda –y yo también, ay– cuando se nos ocurrió subir en Montjuïc a otro armatoste demoníaco, cuyo aliciente consistía en elevarnos brutalmente y bajarnos con igual brutalidad, dejándonos cada vez unos segundos boca abajo. Aún tengo estómago. Y me sigo preguntando cómo. No ayuda a que me tranquilice saber que las montañas rusas se componen, entre otros horripilantes elementos, de headchoppers, "cortacabezas", y footchoppers, "cortapiés". Gracias al Altísimo, el recorrido dura poco. Cuando nos paramos, compruebo con alivio que no he perdido las gafas, ni el estómago, ni el corazón, aunque creo que se me han caído los testículos. Ángeles está encantada (no de que se me hayan caído los testículos –o, al menos, eso espero–, sino del viaje fascinante que acabamos de hacer) y se lamenta de que haya sido tan breve. Yo salgo de un brinco del coche (acabo de enterarme –en wikipedia, la enciclopedia británica de la modernidad– de que así se llama a los elementos del tren que viaja por la montaña rusa). Ángeles, en cambio, se demora, como intentando exprimir todavía los últimos temblores, los residuos de emoción que perduran en el plástico y los metales. Descendidos ambos, vamos a reponernos de la experiencia (yo; Ángeles, a seguir saboreándola) a un bar, tan vacío como todo en Tívoli, salvo la plaza principal, donde medio Copenhague sigue aullando, y ahora más que antes, porque el partido ha llegado a la prórroga. Cuando nos estamos tomando un chocolate caliente (Ángeles) y una cerveza (yo) en una terraza acristalada, vemos a un joven con sudadera y la nariz roja acercarse a la esquina de la terraza, desenfundar el pitorro y empezar a mear contra el vidrio. Informamos a la camarera del suceso, y la camarera, solícita, se acerca al miccionante para afearle la conducta desde el otro lado del cristal. Pero el miccionante sigue a lo suyo sin reacción discernible. Justo en ese momento, se le acerca un colega, con la nariz casi tan roja como la suya, aunque este no se suma a la descarga. Le palmotea en la espalda, lo que hace que el chorro dibuje en el vidrio un elegante aunque fugaz arabesco, y que el improvisado dibujante se regocije y suelte, además de orina, unas feroces risotadas. Luego se la sacude con brío, la devuelve a su madriguera y sale, abrazado al compinche, a ver el final del partido. Cuando dejamos del parque, nos acompaña un silencio ensordecedor: Dinamarca ha sido eliminada en los penaltis.
Al día siguiente, visitamos Christiania, o la Ciudad Libre de Christiania, como se llama oficialmente, si es que no es una contradicción atribuirle características oficiales a un lugar como este. Christiania pervive, en el imaginario de la izquierda, como una realidad alternativa al capitalismo, como el sueño materializado de paz y amor del jipismo setentero (y hoy setentón), como la prueba, en fin, de que las experiencias comunitarias, ajenas a las pérfidas exigencias del mercado y a sus no menos perversas justificaciones ideológicas, son posibles y pueden triunfar. Aunque a nosotros, por lo que vemos, nos parece un éxito más que discutible. Esta ciudad que se proclama independiente del Estado danés y de la Unión Europea (you are now entering the EU, reza un cartel de despedida en su salida principal) nació, en efecto, en 1971, cuando un grupo de vecinos del barrio ocupó un terreno que acababa de abandonar el ejército danés, y decidió, en un proceso asambleario, destinarlo a usos comunales. Hoy, casi medio siglo después, viven aquí algo menos de 1000 personas: 700 adultos y 200 niños. Y lo hacen en lo que a Ángeles y a mí nos recuerda mucho a un poblado chabolista. Mucho más colorido y amable, desde luego, que los sórdidos enclaves de los suburbios hispanos, pero semejante en no pocos aspectos. Aunque con más contradicciones: en la primera tienda que vemos al entrar piden, en varios idiomas, que se compren acciones (¡acciones!) que contribuyan al sostenimiento de la ciudad. Antes, grapadas en un árbol, hemos leído las normas de conducta que los habitantes de Christiania exigen que se respeten. Y por todas partes ondea –o se ha pintado– la bandera (¡la bandera!) de la ciudad: en campo de gules, tres discos de oro. Su acracia, pues, se antoja singular, impregnada de los mismos valores, símbolos e intereses contra los que siempre han pretendido luchar. El capitalismo tiene una capacidad inigualada para absorber lo que lo impugna, para integrar en el sistema lo que se opone al sistema, y con Christiania ha hecho un trabajo inmejorable. Lo que le resulta más atractivo a la gente de este espectro del pasado es, todavía, su relación con las drogas. Christiania se extiende alrededor de un eje: la calle Pusher, que significa, literalmente, la calle del camello, o, dicho con más precisión, la calle del vendedor de estupefacientes. Y eso es por algo. Sus calles huelen a maría, y los puestos de venta menudean, aunque quizá no tanto como en años pasados: los atienden residentes que no permiten que los turistas los fotografíen y que han pegado carteles en las paredes y en sus propios chiringuitos en los que se lee: Say no to hard drugs ("Di no a las drogas duras"). De las blandas se ocupan ellos. Y quién no se fuma un porro aquí. Pasa una ciclista, en sujetador y alicatada de tatuajes, con uno, bien gordo, en los labios. Otro que toca el saxo le da caladas al suyo entre pieza y pieza. En cambio, no sé si los tres ancianos que tocan jazz frente a uno de los muchos bares de Christiania (con precios, eso sí, mucho más baratos que en Copenhague: ventajas de no pagar impuestos) también están colocados. En la fachada del bar, junto a un gran mural con la cara bigotuda de Emiliano Zapata, se lee un reclamo interesante: Hot beer. Lousy food. Bad service. Welcome ("Cerveza caliente. Comida de mierda. Mal servicio. Bienvenidos"). [Mientras andamos por Christiania, me llama la compañía de seguros para darme el presupuesto de la reparación de la mampara de baño, que se ha desprendido de su eje: 503 euros. Se me cae el móvil al suelo. La realidad me persigue]. Abundan las pintadas. De hecho, toda Christiania está garabateada. En una, de ecos rastafaris, leemos: Peace. Love ganja, que no creo que necesite traducción. Paseamos largamente por las 34 hectáreas de la ciudad. Algunas casuchas tienen un aspecto lastimosamente provisional, aunque quizá lleven décadas aquí. Otras se parecen más a las casitas burguesas con jardín y antena parabólica que se ven en cualquier barrio acomodado, aunque siguen siendo casuchas. Todo lo han construido los propios habitantes de Christiania. Hay una amplia zona cubierta de farolillos chinos. Y un café dadá, cerrado. También una chimenea cubierta de hiedra. La gente mira un partido de la Copa del Mundo de fútbol en televisores sacados a las puertas de los bares. A la entrada de una casa, han dejado a la venta, en un taburete, ejemplares de un libro de poesía: el precio está indicado en un cartón, y el dinero se deposita en un recipiente aledaño. Pero está vacío. Rebasamos la zona más concurrida y llegamos al canal que atraviesa la ciudad. Hay allí una zona de camping y baño, señalizada como tal: una mujer está desnuda en el agua. Más allá se sale ya de Christiania y se reingresa en la civilización. La Ciudad Libre, orgulloso ejemplo de una forma de vida que se pretendió exenta de las lacras de la propiedad y la injusticia, es hoy solo un fósil acaso divertido, pero carente ya del espíritu que los inconformistas escandinavos de los 70 quisieron infundirle. Conserva huellas de su proyecto original, pero convertidas en utopía respetable y en espacio semilegal. Sonreímos (o no) con la libertad con la que se comercia con el hachís y la marihuana, y con las escurriduras del nudismo que aún se observan, pero que nos parece irremediablemente cutre. Cuando entramos de nuevo en la Unión Europa, sentimos haber cumplido un trámite, y cierto alivio.
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