Un nuevo escándalo de pederastia ha sacudido a la Iglesia. Una investigación de dos años en los Estados Unidos, plasmada en un documento de 1.356 páginas, ha revelado que más de 300 curas cometieron abusos sexuales de todas clases con unos 1.000 niños y jóvenes a lo largo de 70 años en las diócesis de Pensilvania. Llueve sobre mojado, en los propios Estados Unidos y en todas partes: en Boston, entre 1984 y 2002, ya hubo cientos de víctimas de sacerdotes depredadores; también ha habido denuncias –y condenas– en México, en Chile, en Alemania, en Irlanda, en Australia, en España, en todas partes, en realidad, porque en esto –en el tocamiento, el estupro y la violación– la Iglesia sí que es mater universalis. El catálogo de los horrores en Pensilvania, según la prensa, sobrecoge al más pintado. Algunos sacerdotes formaban grupos para violar en comandita o compartir a las víctimas; también usaban látigos y otros adminículos sádicos para hacerlo, y producían material pornográfico en la parroquia: fotografiaban a los chicos (o chicas, daba igual) y distribuían luego las imágenes. Un ministro de Dios especialmente activo, un serial pederast, violó a 80 jóvenes, uno de ellos un niño menor de 7 años. Otro hizo lo propio con una niña, también de 7 años, cuando fue a visitarla tras una operación de amígdalas (claro, el buen pastor debió de pensar: poyaque estoy aquí, y la cría, en la cama...). Hubo quien obligó a un niño de 9 años a hacerle una felación y luego le limpió la boca con agua bendita. De las ocho niñas de un matrimonio de Enhaut, cinco sufrieron abusos: el degenerado de la iglesia de San Juan Evangelista se dedicaba, entre otras lindezas, a recolectar muestras de orina de las chicas, vello público y sangre menstrual, gracias a un ingenioso sistema de su invención que colocaba en los inodoros; el cura reconoció haberse bebido algunas de esas muestras. Algunos clérigos, como Edmond Parrakow, eran virtuosos del manoseo, peritos de la gayola, estajanovistas de la desfloración: confesó haber tocado, masturbado, felado y penetrado a unos 35 niños en 17 años de sacerdocio. Prefería a los varones, porque, según sus propias palabras, "el sexo con niñas era pecaminoso, pero con niños no llegaba a ser violación". No consta, sin embargo, el sutil razonamiento teológico que le llevó a establecer semejante distinción. Pero es que Parrakow, amén de un pa(ja)rrakow, era un hacha: a los monaguillos les pedía que no llevaran ropa debajo de la casulla, porque Dios, con quien al parecer tenían comunicación directa, no quería que usaran prendas elaboradas por el hombre que rozasen la piel durante la comunión. La lista de salvajadas continúa, y cada una parece superar en bestialidad a las anteriores. La indignación que producen estas perversiones se agrava con la perversión del encubrimiento. La Iglesia, que ha sabido desde 1963 –y siempre sabe– de la conducta de la mayoría de estos delincuentes, no los ha denunciado, ni los ha expulsado, ni los ha castigado; como mucho, los ha trasladado de parroquia, para que se diluyera la evidencia de sus actividades, y como si en sus nuevos destinos no hubiera niños a los que corromper. En algún caso, estos traslados parecen más bien un premio: a uno de estos hombres de Dios, pese a su dilatada experiencia como violador, la Iglesia le dio una carta de recomendación para su siguiente destino, en el complejo Walt Disney World. Es de imaginar el rostro de felicidad del ensotanado al ver aquel mundo plagado de niñitas y jovenzuelos, trotando, inocentes, por los parques de atracciones del viejo Walt como cervatos por la pradera. Gracias al silencio impuesto por la jerarquía vaticana, y del que han sido últimos responsables papas como Wojtyla y Ratzinger, muchos de los casos ahora revelados no podrán castigarse ¿como Dios manda?, bien porque los culpables han muerto, bien porque los hechos han prescrito. La omertà mafiosa también funciona en la Iglesia; de hecho, lleva funcionando desde mucho antes de que naciera la mafia: la historia de la Iglesia es una historia de secretos, penumbras y silencios. A esta situación espantosa solo se llega –o no solo, pero esta es la causa principal–por la ceguera del celibato. El catolicismo exige esta cruel condición a sus ministros, y no lo hace por lo que establezca la Biblia (que es lo contrario: dice Jesucristo: "¿No habéis leído que el Creador desde el comienzo los hizo varón y hembra y que dijo: Por eso dejará el hombre a su padre y a su madre y se unirá a su mujer, y los dos harán una sola carne?" [Mateo, 19, 4]; solo después sugiere el Nazareno que haya eunucos "que se hagan tales a sí mismos por el Reino de los Cielos"), sino por lo que han establecido sus intérpretes, es decir, los clérigos, en concilios y encíclicas. Yo recuerdo a un cura de mi colegio –el padre Blasco, que enseñaba filosofía, hacía magia y escribía libros (hasta me dedicó uno, porque le dije que yo también quería ser escritor)– explicarnos que no era que los célibes no sintieran deseo sexual (esto era después del concilio Vaticano II, y ya se les podía hablar a los alumnos de estas cosas), sino que lo sublimaban, es decir, lo encauzaban, purificado, hacia otros fines. Aquella explicación me parecía maravillosa. Por supuesto, no tenía ni idea de qué significaba sublimar, y por eso se me antojaba deliciosamente poética. Pero el padre Blasco sí conocía la teoría psicoanalítica de la sublimación, y la exponía con convicción. Los casos recientemente denunciados (y tantos otros, en los siglos anteriores, que ya quedarán silenciados para siempre) demuestran que la sublimación es un proceso difícil que muy pocos son capaces de sustanciar. Desde luego, los Parrakow y compañía de Pensilvania no lo son, como antes no lo fueron Marcial Maciel, el fundador de los legionarios de Cristo; John Geoghan, un cura de Boston que abusó de 130 menores; o las hermanas irlandesas de la Misericordia en los asilos de las Magdalenas, que maltrataban física y moralmente a las muchachas que eran internadas por sus familias a causa de embarazos no deseados. En mis once años en aquel colegio de curas de Barcelona, nunca ninguno me tocó un pelo, ni me consta que se lo tocaran a ningún otro compañero. Pero me refiero a pelo en ese sentido, porque los de la cabeza me los tocaron con dolorosa frecuencia: con tirones de las patillas (que me hacían gritar), coscorrones (no menos lacerantes) y una práctica despiadada, patentada por el siniestro padre Carrasco, consistente en abofetear al díscolo en las dos mejillas al mismo tiempo: las manos del golpeador impactaban al unísono en ambos lados de la cara del golpeado, lo que producía en este (es decir, en mí) un aturdimiento atroz, salpicado de visiones de estrellas y tintineos desquiciados, y, las más de las veces, dolor de cabeza el resto del día, además de la vergüenza incalificable de ser humillado de aquella manera ante toda la clase: el padre Carrasco no pegaba en el pupitre, sino que hacía subir a la víctima al estrado, para que el castigo fuera público y vejatorio. El celibato es uno de los culpables, probablemente el principal, de la pederastia en la Iglesia. No sorprende que la Iglesia, abrazada a todos los absurdos, a todas las debilidades del pensamiento humano, lo mantenga contra viento y marea, a pesar del mucho daño que causa a quienes lo practican y a aquellos con quienes sus practicantes se relacionan, y a pesar de su condición expresamente antinatural. La Iglesia es especialista en denunciar actitudes o comportamientos contra natura, como es, en su ideario, la homosexualidad. Al hacerlo, se olvida de que la definición de lo natural es también cultural, esto es, definida por los cambiantes valores y la razón humanos, y de que, en la naturaleza, se han documentado 1.500 especies con conductas homosexuales: hasta el león mariposea. Pero no se sabe de ninguna célibe, es decir, casta, sin relación sexual con otros miembros de su especie. Hoy, solo los sacerdotes católicos y ortodoxos y los monjes budistas lo son. (Curiosamente, el maestro Xuecheng, el monje de más alto rango de China, y uno de los líderes espirituales del país, acaba de dimitir de su cargo de presidente de la Asociación Budista en China, acusado de haber abusado sexualmente de varias monjas en el famoso templo de Longquan, cerca de Pekín). Ese celibato, que desprecia las leyes de Dios, que han dotado a todo ser humano y animal de un cuerpo y un impulso procreativo, emponzoña a muchos de sus practicantes hasta conducirlos al delito, de los que casi siempre son víctimas los más débiles: los niños, los pobres, los inadvertidos: aquellos a los que la Iglesia más debería proteger. El celibato es una barbaridad. Y la pederastia, un crimen que deben castigar tanto la Iglesia como el Estado. Pero mejor será no dejarlo solo en manos de la primera, porque ya hemos visto que nunca ha estado demasiado por la labor. Hágase la luz de las leyes.
Postdata: Leo la infausta noticia de que, en colegios públicos de tres localidades extremeñas, Jaraíz de la Vera, Navalmoral de la Mata y Talayuela, se enseñará Religión Islámica. Pues yo me pido que se enseñe, junto con ella –y con Religión Católica y Religión Evangélica, que ya se imparten–, Ateísmo y No Religión, en la que se puedan difundir los numerosos beneficios de no creer en padres celestiales, resurrecciones de muertos, vírgenes embarazadas, huríes eternamente vírgenes y patochadas semejantes. Caminamos al revés: en lugar de, como mucho, confinar el hecho religioso, en sus diferentes manifestaciones, a las asignaturas de historia y filosofía, lo convertimos en asignatura, una por cada una de los credos que llevan siglos afligiendo a la humanidad. Y así nos luce el pelo.
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