lunes, 5 de agosto de 2019

Cotorras y gestiones

Hoy es día de gestiones. Y son gestiones temibles: Hacienda y una visita al médico de la Seguridad Social. Me preparo psicológicamente mientras desayuno en la cocina. Oigo el graznido de las cotorras en los árboles que rodean la casa. Son cotorras argentinas. También tengo unos vecinos argentinos. Los argentinos menudean por estos pagos. (Y ambos, psitácidos y humanos, garlan de lo lindo). Se conoce que la globalización ha llegado asimismo a los animales: transportados en los equipajes de los turistas, o en los recovecos de los contenedores de mercancías, o en los estanques fortuitos que se forman en todo lo que se traslada de un país a otro, las especies foráneas se instalan en otros hábitats y desplazan a las especies autóctonas, es decir, se las comen o se comen lo que las alimenta; también perjudican a la agricultura. A diferencia de la emigración humana, la animal sí es dañina: el siluro, un bicho que puede llegar a los cien kilos, devora cuanto encuentra a su paso; el cangrejo americano, que tiene por hábito escarbar, mina las estructuras del ecosistema, además de portar parásitos, metales pesados y toxinas; el galápago de Florida arrasa con todo: se zampa invertebrados, anfibios y peces, y no deja un solo nenúfar vivo. La lista de depredadores invasores es larguísima: el mapache, el caracol manzana, la avispa asiática, el pez gato negro, el visón americano, la cotorra de Kramer (prima de la cotorra argentina: las cotorras se encuentran en España como en casa), la rana toro, el mosquito tigre. Pero no sé por qué pienso en estas especies perjudiciales mientras me tomo el café con leche. Quizá porque hoy he de ir a Hacienda y al ambulatorio. Pero estas especies son autóctonas, me digo.

En Hacienda no hay mucha gente. Peregrino por varios mostradores hasta que doy con quien se aviene a informarme. Apoyado en el tablero, le detallo mis cuitas al funcionario. El hombre, venciendo la desgana que le rebosa por los ojos, introduce furiosamente los datos en el ordenador. Su tecleo me recuerda a la carraca de las cotorras. Mientras mecanografía, reparo en una cartera negra que descansa en el mostrador, junto al bolígrafo con cadenita, y, lo que es aún más perturbador, advierto que le asoma un considerable fajo de billetes de 50 euros. Brilla en mi cerebro el relámpago de la tentación: con varios de esos liquidaría sin discusiones ni recursos la deuda que me reclama Hacienda. Pero el relámpago de la tentación es inmediatamente aplacado por el trueno de la conciencia (ah, la conciencia, qué lastre, qué pesadilla). Le comunico al funcionario, que sigue fatigando el ordenador, la deplorable situación: que allí hay una cartera llena de billetes sin dueño conocido. El hombre se levanta de la silla como si le hubiera mentado a la madre, deduce que debe de pertenecer al anterior administrado que ha atendido y sale en pos de él, que resulta ser ella: una mora joven, con el correspondiente pañuelo en la cabeza, que habla por el móvil a la entrada de la delegación. Le devuelve la cartera y regresa a su puesto. No me dice nada, ni me da las gracias. Tampoco la mujer, que sigue hablando por el móvil, como si nada hubiera pasado.

Me dirijo ahora al ayuntamiento de Sant Cugat, a conseguir un certificado de empadronamiento, uno más de los muchos papeles que debo aportar en mi litigio con Hacienda. El consistorio ocupa un edificio inmenso, de acero y cristal verde, en uno de los principales paseos de la ciudad. Debajo de las banderas reglamentarias, luce una igualmente gigantesca (pero nada reglamentaria) pancarta que reclama libertad para los presos políticos. Y debajo de la pancarta, justo a la entrada del edificio, hay una mujer desnuda. Completamente. Desnuda total. Cachigorda, exhibe matojo. Y habla con un perroflauta este, por fortuna, vestido que la escucha, sentado en un banco cercano. Ambos departen como si nada, como si tal cosa, como si la mujer no estuviera en cueros vivos y el asunto de la charla fuera el tiempo que hace, o el cuidado de los geranios, o a dónde van a ir en vacaciones (del comportamiento de la bolsa o del índice Dow Jones, en cambio, estoy razonablemente seguro de que no hablan). La pancarta que reclama la libertad de los presos políticos arriba y la mujer desnuda que conferencia con el perroflauta abajo dibujan una escena esperpéntica que no condice con el espíritu cosmopolita y pijo, sobre todo pijo, de Sant Cugat. Entro en el ayuntamiento y le comunico a la funcionaria de recepción, a cuyo lado un policía municipal sestea con aire ausente, que tienen a una mujer desnuda a la puerta. "Ya lo sabemos", me responde, con plural mayestático; y, sin dejar pasar ni un segundo (o, como se decía antes, sin solución de continuidad), para demostrarme que todo está controlado y que ese hecho anómalo no tiene por qué perturbar el adecuado ejercicio de las competencias municipales, me pregunta: "¿Qué desea". La mujer desnuda a la puerta no parece importarle nada. Tampoco al policía, que sigue en babia. La auxiliar me informa puntualmente sobre la naturaleza y los efectos del certificado que he solicitado, y que me entrega, solícita, y me despide con un sonoro "¡Buenos días!". A la salida, me paro a leer el cartón en el que la nudista ha garabateado el motivo de su protesta. Está contra la turistización, o como se diga: contra el hecho de que un significativo porcentaje de los pisos de la localidad sean ya pisos turísticos. Acabáramos: ¡Sant Cugat para los santcugatenses!, eso reclama la intrépida activista. Mientras me alejo, vuelvo a oír el chirrido de las cotorras argentinas. Esas sí que han ocupado Sant Cugat y expulsado a la fauna aborigen. Contra ellas debería blandir sus carnes.

Tras las gestiones, voy a trabajar. Cuando ya estoy llegando a la oficina, veo a un ciego tropezar con un indigente que está durmiendo en la calle. El mendigo, un hombre joven y rubio, siempre descansa en el mismo lugar: todas las mañanas lo veo ahí, envuelto en unas mantas cochambrosas, con la cabellera enmarañada en la cara, hasta bien entrado el día. A su lado pasan centenares, miles de personas. Él duerme. Todos lo esquivan, pero el ciego no. El bastón blanco con el que barre el suelo, como un enorme limpiaparabrisas, ha detectado el bulto extraño, pero no ha tenido tiempo suficiente para corregir la andadura. No cae. El sintecho se despierta, con la cara emborronada aún por el sueño y la miseria, y se incorpora de medio cuerpo. Algunos transeúntes estiran el brazo para sujetar al ciego. Lo consiguen. Ninguno de los dos se enfada: ni el ciego, que aprieta los labios, sortea el cuerpo imprevisto y sigue caminando, con alguna vacilación, ni el mendigo, que no parece entender muy bien lo que ha ocurrido, y que, en cuanto el ciego ha pasado, vuelve a tumbarse para seguir durmiendo. Él no tiene que llegar a ninguna oficina, ni a ningún lado. Y no le molestan ni el estruendo de los coches y camiones que pasan a millares, ni el graznar de las cotorras argentinas, que también han colonizado Barcelona, y cuyo eco verdoso me alcanza por entre el rugido de los motores y el estrépito de los viandantes.

[La frase que dice "algunos transeúntes estiran el brazo para sujetar al ciego", antes decía "algunos transeúntes estiran el brazo para sujetar al cielo". Me lo ha notificado una querida amiga, que siempre repara con cariñosa atención en las erratas de mis entradas. Esta vez ni ella ni yo estábamos seguros de que fuese adecuado corregirla. Era un buen ejemplo de equivocación que mejora el original. Qué maravillosa —e inadvertida— imagen la de esos transeúntes que estiran el brazo para sujetar el cielo...].

1 comentario:

  1. Tienes unos desayunos "pajarisíacos", Eduardo, no te quejes. Y en cuanto a la conciencia, ¡ay!, qué fastidio, con lo divertido que resultaría, qué se yo, colarse en el metro sin pagar o blandir las carnes en el balcón contra los graznidos.

    El deslizamiento de ciego a cielo es precioso, sí. Así andamos en realidad, con los brazos alzados para sujetarnos al cielo cuando en tierra no hallamos anclaje.

    Un beso

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