Se acercan, fatalmente, unas nuevas elecciones. Las cuartas generales en cuatro años, a las que los catalanes hemos de sumar varias autonómicas y un par de referendos, o algo parecido, que han movilizado a la población (aunque solo a la que ya sabía lo que había que votar) tanto o más que los comicios legales. Aquí, en Cataluña, vivimos en la votación permanente, en un país donde la democracia se vive, y se ejerce, con intensidad inigualable. Pero muchos, entre los que me cuento, estamos hasta los cojones. Porque lo bonito de la democracia representativa es eso, que sea representativa, es decir, que los representantes elegidos —y pagados— por mí me sustituyan en la toma de decisiones que requiere la gestión pública. Porque la toma de decisiones que requiere la gestión pública es una pesadez: yo prefiero dedicar el tiempo —el valor más precioso que tenemos los seres humanos, y del que los que ya tenemos una edad andamos cada día más escasos— a los placeres que me ofrece la vida: la literatura, el arte, la amistad, la gastronomía, el sexo. No quiero sacrificar los goces sensuales e intelectuales a una constante y desolada preocupación por los asuntos públicos. Esos los delego en quien quiera ejercerlos en mi nombre y, por supuesto, bajo mi supervisión. El problema es que los que se presentan como delegados en España (y en Cataluña) son incapaces de trabajar como tales. Sus egos enormísimos les impiden transigir con los egos enormísimos de los demás. Su escasa capacitación intelectual los condena a la chatura ideológica y a la mediocridad, cuando no al ridículo, aunque su sentido del ridículo se haya diluido, tiempo ha, en el océano proceloso de su ego. Su infatuación es inversamente proporcional a su capacidad para entender y para entenderse. Su necesidad de afirmación, de envolverse en una certidumbre regeneradora para ellos y sus rebaños de acólitos, pero asfixiante para todos los demás, los mantiene atados a unas seguridades dogmáticas, a unas convicciones sin fisuras ni matices, al miedo por cuanto no sean las propias certezas, las propias obsesiones. Esa necesidad de certidumbre, de grabar en piedra a su alrededor el mundo que requieren sus pulsiones emocionales, se materializa no solo en una doctrina insensible a la realidad, sino en una doctrina que niega la realidad. VOX niega que haya una violencia específica contra las mujeres y que Franco fuese un dictador; el PP niega que haya facilitado, promovido o cultivado la corrupción; Ciudadanos niega ser un partido nacionalista, ferozmente españolista, más radical aún que los otros nacionalismos a los que se jacta de combatir; el PSOE niega que haya tejido en toda España una sólida red de sumisión clientelar; Unidas Podemos niega que el régimen de Maduro sea calamitoso y que esté conduciendo a Venezuela al desastre; y los independentistas catalanes, de cualquiera de los partidos o asociaciones que defienden el derecho de autodeterminación, niegan que el referéndum del 1-O fuera una charlotada, que la actuación de los políticos indepes en el Parlament fuese un asalto ilegítimo al poder y que la mayoría social en Cataluña no está a favor de la independencia. Veremos qué niega Errejón cuando haya alcanzado el poder. De todos estos partidos lamentables, el más lamentable es Ciudadanos. Los demás son lo que siempre han sido: VOX, una pintoresca (aunque muy peligrosa) agrupación de neofascistas; el PP, un partido conservador, heredero sociológico de franquismo, catolicón y corrupto; el PSOE, una socialdemocracia aguada que vende gregarismo y humo; Unidas Podemos, una izquierda subnormal, aupada por la indignación coyuntural de la gente y solidificada en un proyecto de raigambre estalinista; y los independentistas catalanes, un hatajo de zoquetes cuatribarrados que consideran que ser democráticos consiste en violar las leyes democráticas. Pero decía que Ciudadanos es el más deplorable de todos. Y lo es porque es el único que ha engañado, es más, que desde el principio estaba constituido por el engaño. Irrumpió en el escenario político, en Cataluña, con la fuerza de un movimiento liberador: luchaba contra la opresión del pujolismo y de todo nacionalismo, enarbolando la bandera de un liberalismo europeo y molón. No quiero presentarme como un analista perspicaz —mi perspicacia se limita a augurar que mañana saldrá el sol y que por la noche se pondrá—, pero Rivera, aquel tardoadolescente musculoso que aparecía desnudo en los carteles electorales, agarrándose las partes como si los pujolistas fueran a arrancárselas, siempre me hizo sospechar: licenciado en Derecho, simpatizante del PP, trabajador de banca, decía querer renovar la política, pero en realidad solo renovaba el españolismo: oponía un nacionalismo a otro. Su liberalismo no solo era una tapadera, como se ha visto en su deriva de estos años, que ha culminado aliándose con Santiago Abascal (otro exPP) y sus Juntas de Ofensiva Nacional Sindicalista, sino que se ha convertido en una estafa. Y su orgía españolista con Marta Sánchez, en la que, joseantonianamente, solo veía españoles, acreditó finalmente —para quien quiera verlo, claro: para quien no niegue la realidad— que lo que le molesta del nacionalismo catalán no es que sea nacionalismo, sino que sea catalán. A todo esto, Rivera suma algunas características personales que lo hacen singularmente detestable: es un chulopiscinas dialéctico (y también ideológico, en la medida, muy escasa, en que tiene ideas), que siempre, asombrosamente, ha estado muy orgulloso de haber ganado un concurso universitario nacional de debate. Pues si Rivera es el que ganó, no quiero ni imaginarme cómo serían los perdedores. Su estilo es gangoso y soez, y ario por partida doble: lapidario y tabernario. Carece de todo sentido del humor, y todo lo tritura con tópicos, desplantes y barrabasadas. Es desafiante y hueco, y ha impregnado a sus huestes —y, en buena medida, al pandemonio político nacional— de un tono provocador y sórdido que me recuerda al de los fachas de la vieja escuela: a los falangistas siempre dispuestos al guantazo, a Blaspi (así llamábamos en la facultad de Derecho a Blas Piñar, aquel notario memorable y facundo orador que custodiaba las esencias del franquismo más tenebroso con la muchachada de Fuerza Nueva; curiosamente, también Ciudadanos es una nueva fuerza política), a los tribunos más exaltados de Cristo Rey. Pese a rasgos tan aciagos, el problema no es que Rivera exista, sino que haya quien lo vote, gente a la que su jactancia y su grosería la seduzcan. Ese perfil españolísimo de tío con dos cojones (aunque tapados en los carteles electorales, pero tapados se intuyen mejor, se subrayan más), que va a donde haya que ir y dice lo que haya que decir, aunque sea una gilipollez, convence a muchos individuos que prefieren el desafío a la reflexión, la bravata a la mesura, la manipulación a la honradez. Las encuestas le auguran muchos menos diputados en las próximas elecciones (que irán mayoritariamente al PP). Si eso se confirma, y a pesar de que el PP sea el beneficiario de la defección, lo celebraré: querrá decir que muchos españoles se han dado cuenta de la falsedad de su propuesta. Los perdonavidas como él solo emponzoñan el debate.
Amén
ResponderEliminarEste podrido sistema lo engulle todo. Hasta los cojones,sí, hasta los cojones.
ResponderEliminarUn abrazo enorme.