Ayer salí a pasear por el parque que hay delante de mi casa. Suelo hacerlo, sobre todo los fines de semana, después de pasarme casi todo el día encerrado en casa, escribiendo. Pasarse casi todo el día encerrado en casa escribiendo no deja de ser una forma de condena. Por eso, cuando llega la noche, salgo de la celda y respiro, hasta el día siguiente. Recorro entonces la avenida central, flanqueada por una vegetación que ha crecido monstruosamente desde que nos mudamos aquí, hace más de veinte años —el parc Central estaba entonces recién urbanizado, y los árboles eran todos jóvenes, huesudos, como adolescentes desgarbados—, entre la que abundan los árboles frutales. Esta había sido tradicionalmente una zona de huertos, con higueras, perales y tomateras, y el ayuntamiento quiso —por una vez, con buen criterio— mantener esa tradición. (Aunque de poco me sirve: nunca he pillado fruta de estos árboles. La que crece pasa de verde a desaparecida: siempre hay alguien que, en cuanto muestra los primeros signos de madurez, se me adelanta). A las horas en que transito por el parque, me acompaña poca gente: algún runner, unos cuantos que pasean al perro, parejas de novios que se magrean con discreción en un banco o cuchichean cogidos de la mano. Ayer me sorprendió una gran luz azul a mi espalda: era un coche de la policía municipal. No me pitó: no quería asustarme, supongo. Los guardias esperaron a que me diese cuenta de su presencia y me echara a un lado; y así lo hice. Los guardias de Sant Cugat son muy civilizados. Luego siguieron su insólito camino: no los había visto nunca apatrullando el parque. Y, junto con todos ellos, yo, un paseante solitario y meditabundo. La meditación es solo, en realidad, un flujo inconexo de ideas: una balumba de impresiones, de recuerdos, de garabatos de pensamiento. De hecho, no creo que pueda calificarse de idea nada de lo que se me ocurre en esas deambulaciones. Ayer, no obstante, hilvané algunos recuerdos y dibujé, me parece, un guion coherente. Siempre me ha gustado pasear por parques al anochecer. El crepúsculo es mi hora favorita del día, y me complace recorrerla sin prisa, disfrutando de ese momento en el que la luz parece tragarse las cosas. Ese espacio crepuscular me sirve para ahondar más en mí mismo, para sentirme más cerca de mí, siquiera fugazmente, frente a la aridez o la hostilidad del mundo. Cuando era adolescente, después de pasarme la tarde estudiando (otra forma de condena), visitaba el parc de l'Escorxador ('parque del matadero'), que se llama así porque allí había estado el principal macelo de Barcelona, hasta cuyo recinto he visto yo a los pastores conducir sus rebaños por la calle Aragón, hoy infestada de tráfico. También recuerdo un gran establo en la adyacente calle Tarragona, por las rendijas de cuyos portones veía yo caballos que me parecían grandes como el de Troya y que olían intensamente a mierda de caballo. Todo aquello desapareció, y desde hace muchos años se levanta en esa gran cuadrícula un parque urbano con una biblioteca, algunos chiringuitos, una escultura multicolor de Miró que se titula Dona i ocell ('Mujer y pájaro'), pero que parece un pene, y un suelo que combina el cemento y la tierra. Por esas pistas polvorientas paseaba yo, intentando digerir mis frustraciones quinceañeras, que son las mayores que sufre nunca nadie, y algunas noches en que me sentía especialmente desazonado me alargaba hasta Montjuïc, más allá de la plaza de España: subía las escaleras que conducen al palacio que alberga el Museo de Arte Románico, contemplaba la fuente luminosa sin luces, olía la hierba y la grava, que desprende un aroma enclenque y gris, y me detenía en las balaustradas para admirar una Barcelona que, al ascender yo, se empequeñecía. Quise reproducir aquella experiencia consoladora —y a la vez endurecedora del yo— en mi año como estudiante de intercambio en Atlanta, cuando no me faltaban tampoco incomprensiones, desengaños y asombros que digerir. Pero en Atlanta, donde yo vivía, no había ni palacios, ni balaustradas, ni mucho menos museos de arte románico: solo el jardín que la comunidad de propietarios había dispuesto para que los vecinos aparcaran y se encaminasen a sus casas. Pese a la humildad de estos propósitos, el jardín, y la comunidad toda, se llamaba Versalles. No obstante, como en los Estados Unidos todo es grande, aquel espacio anodino, salpicado de las brillantes luces blancas de las farolas, en el que chirriaban los grillos y ululaban los mochuelos, daba para un prolongado paseo, que yo llevaba a cabo casi cada noche, para pasmo de mi familia americana, que no entendía que un adolescente aparentemente en su sano juicio abandonase la comodidad del hogar, con sus cincuenta canales de televisión, su calefacción y su mantequilla de cacahuete, para dar vueltas solo por el aparcamiento de la urbanización. En Londres, en cambio, contaba con extensiones ilimitadas para verificar mis caminatas. Londres es la capital mundial de los parques urbanos, y uno de ellos, uno de los más hermosos, el de Battersea, fue muchas noches el escenario de mis vagabundeos, junto al Támesis, del puente de Alberto al de Chelsea, observando la pagoda que lo preside, los mendigos en los bancos y las gaviotas en el agua, las barcas detenidas o las barcas que pasaban, las luces innumerables y la oscuridad coagulada, y mascando la soledad y la esperanza. En Mérida, las cosas se empequeñecieron, y solo un parque, el de la Isla, emulaba los vastos predios londinenses. Muchos fines de semana, y también algunos días laborables, me iba hasta aquel islote del Guadiana y lo circundaba por entero: bajaba por el puente romano y caminaba por debajo de este y los demás puentes que lo cruzaban: el de Lusitania, el Fernández Casado, el del ferrocarril. Veía gatos perezosos y aves acuáticas, a veces peligrosamente cerca. Veía el camalote que lo asediaba todo y que, en ocasiones, sepultaba al agua. Veía los muros de la alcazaba, tan iluminados de noche como las paredes del Museo de Arte Románico de Barcelona o el Embarcadero de Chelsea, en la otra orilla del Támesis, que daba paso al barrio homónimo. En todos estos parques he respirado el aire más limpio del atardecer, que me ha hecho también más respirable también a mí. Hoy, cuando salgo a pasear por el parc Central de Sant Cugat un sábado o un domingo, todos los senderos que he pisado, todas las tinieblas que me han amparado, todas las soledades en las que he sanado, van conmigo y me susurran su íntima fragancia de hierba y humedad.
Solo he paseado por uno de los lugares que mencionas. Era una mañana de verano, tras una breve tormenta, y no estaba sola, sino acompañada en cuerpo y alma.
ResponderEliminarCuando salgo sola, voy más en fuga que al encuentro de mí misma. Y te envidio, Eduardo, porque sanaste de sucesivas soledades; otros no sabemos curarnos de una sola.
Un beso.