Pues así andamos todos, encendidos o quemados por esa cosa llamada patria. Unos más que otros, claro. Pero sin que nadie pueda evitar el tufo a chamusquina que despide y que nos envuelve como una nube irritante. La patria, ese manto abstracto con el que nos protegemos, como en un útero materno de monumentales dimensiones, a salvo de las asechanzas de otras tribus, de otras patrias. Hace un mes se celebró la Diada en Cataluña, y hubo berridos a favor y berridos en contra: los primeros para exaltar una historia milenaria, y los segundos, para oscurecerla, banalizarla o, sin más, negarla. Hoy se ha celebrado el Día de la Hispanidad, con todo el aparato castrense del Estado en Madrid y un buen número de manifestaciones y contramanifestaciones y antimanifestaciones y supermanifestaciones en Barcelona. Siempre me he preguntado por qué se celebran los días de la patria con un desfile militar, y no con un desfile de médicos y enfermeras, o de maestros de escuela y profesores de instituto, o de bomberos, o de pintores y escritores (la estampa que dibujaría alguno de estos por la Castellana sería más recordada que la marcha de la Legión, a 160 pasos por minuto, con cabra y todo). En la capital, al presidente del Gobierno, socialista, se le ha abucheado, como cada año, más que por ser rojo —aunque también—, por no ser lo bastante patriota: el público ha demostrado así, otra vez, que la bandera patria, y la patria misma, solo pertenecen a quienes las aman: a la gente de orden, a la gente que vota a los partidos que las defienden. En el mismo acto, el experto paracaidista que bajaba la bandera desde un avión —militar, por supuesto—, entre los vítores de la enfervorizada multitud, se ha comido una farola y ha dejado la enseña nacional enredada en el alumbrado público, para pasmo y consternación de los presentes, con el rey a la cabeza. Quizá haya sido una metáfora de la ridiculez de acto, de la ridiculez de las patrias. Un general muy importante y el propio monarca han saludado y consolado al bripac, comprensiblemente compungido por la cagada. Pero, si esto hubiera sucedido en mis tiempos, cuando yo hice la mili, al paraca este lo degradaban ipso facto a limpiador vitalicio de letrinas y a no salir de permiso durante los próximos cuarenta años. (No es la pifia más importante protagonizada por los militares a lo largo de la historia; esta es más bien anecdótica. La más morrocotuda quizá sea la del Vasa, el mayor y mejor buque de la armada sueca, y uno de los más avanzados del mundo de su tiempo, que fue botado ante el rey de Suecia, toda su corte y casi toda la ciudad de Estocolmo el 10 de agosto de 1628, y se hundió como una piedra al poco de tocar el agua. Qué imagen gloriosa debió de ser aquella: un coloso erizado de cañones, el orgullo de la patria, yéndose a pique ante los ojos atónitos del país). En Barcelona, los falangistas, como cada año, se han reunido en Montjuïc para amenazar, a voz en cuello, a todo aquel que no comparta sus ardores patrióticos, que son muchos e inextinguibles. Los autodenominados antifascistas —aunque en realidad practiquen otra suerte de fascismo— han merodeado por el lugar para hacerles tragar sus gritos a favor de España, aunque la policía haya conseguido evitar el choque. Y en el paseo de Gracia, los constitucionalistas, o unionistas, o españolistas, o antiindependentistas —que todo son formas de llamar a quienes aman a una patria y no a otra—, han desfilado con menos amenazas, pero no con menos gritos, para afirmar su amor por España, su identificación con España, su pertenencia a España. Cataluña, España, la defensa de la patria, la unidad de la patria, la terra lliure, la independencia, están por todas partes: zumban como insectos, y pican, pican con afán. La sentencia del Tribunal Supremo en el juicio contra los líderes independentistas está a punto de dictarse: los magistrados, que han sido nombrados y ejercen su labor para defender el derecho español, esto es, el fruto de la soberanía de la patria, condenarán por sedición y otros delitos a unos exdiputados ansiosos por establecer otro derecho, fruto de la soberanía de otra patria. Y tanto unos como otros, ante iguales circunstancias, lo volverían a hacer. La patria, siempre la patria azuzando a sus peones, que son —que somos— casi todos. Antes de la sentencia, un general con un tricornio y más medallas en el pecho que el escaparate de una joyería ha dicho en Barcelona —y en catalán— que atizar a la gente en los colegios electorales, si en los colegios electorales se pretende votar por abandonar una patria (la suya) y abrazar otra (la de los votantes), está muy bien, y que la institución que representa está preparada para ejercer de nuevo, con la porra, sus altas funciones constitucionales. Tras la sentencia, los que no se sienten españoles protestarán con ferocidad, y harán declaraciones vehementes, y se quejarán con energía sin par de que la otra patria, la que no es la suya, no es democrática, mientras que la suya sí lo es: tanto que se atreve a anular antidemocráticamente las leyes de aquella. Por su parte, los CDR y la CUP y los ERT y no sé cuántas e inquietantes siglas más se lanzarán a un tsunami democràtic, y sembrarán Cataluña, muy democráticamente, de patrióticos cortes de carretera, de patrióticas ocupaciones del espacio público y, quizá, de patrióticos explosivos. De momento, ya están empapelando de pasquines que llaman a la movilización, si no a la insurrección, los edificios de la Generalitat, que hace mucho que dejó de ser el gobierno de todos en Cataluña para convertirse en la casa parroquial del independentismo. Qué lío, pero qué diáfano se me hace que el barullo proviene del patio de monipodio de las patrias. A todo esto, se acercan las elecciones. Y casi todos los partidos invocan a la patria en sus lemas: el PSOE, "ahora, España" (plagiado, al parecer, de uno que utilizó hace dos años la Fundación Francisco Franco); Ciudadanos, "España en marcha"; VOX, "España, siempre". Cuánto me recuerdan a aquel que utilizó la legendaria Alianza Popular en otras elecciones, hace muchos años: "España, lo único importante". Fernando Savater, el predicador de la civilidad, el héroe intelectual del estado de derecho, se ha unido —aunque sea en un simbólico último lugar— a las listas de Albert Rivera, ese campeón de la españolidad, tan apasionado de la patria que solo ve españoles, aunque no se vista de Rodrigo Díaz de Vivar, como hizo el añorado José María Aznar en su juventud, ni monte a lomos de un caballo, de pura raza española, como un cacique inspeccionando su hacienda o un Cid redivivo ahuyentando a los moros, tal que otros líderes políticos actuales. Rivera es más de quedarse en pelotas, para luego ponerse la camisa que mejor le siente. Y Abascal, que cuando habla, como demostró hace unos días en El hormiguero, parece un buen chico, un chaval educado y amable, pero de cuyos labios salen frases que podría haber pronunciado Benito Mussolini, reivindica ampliar la valla de Melilla "para defender a los españoles", es decir, para defender a la patria. Pero ¿defenderlos de qué? ¿De los millones de negros que, como decía Pablo Casado en otra declaración memorable, están esperando en África para invadirnos, quitarnos el trabajo, imponernos su cultura (matando a corderos, por ejemplo, sin cumplir las ordenanzas sanitarias) y arrasar, los muy bellacos, nuestro envidiado estado del bienestar? (Mientras escribo todo esto, me llegan, de un televisor cercano, los aullidos del locutor, que celebra el gol que ha marcado la selección nacional en el partido contra Noruega). Ah, la patria, siempre la patria. En España y en todas partes: en los Estados Unidos, el inenarrable Donald Trump pretende volver a hacer grande, otra vez, la suya; no mejor, ni más cordial, ni más compasiva, ni más culta, no: más grande. Y para ello también levanta muros, o quiere hacerlo, a fin de defender a los norteamericanos de los millones de hispanos que están esperando en México para invadirlos, quitarles el trabajo, imponer su cultura (hablando en español, por ejemplo) y arrasar, los muy arteros, el país de la libertad y las oportunidades. En la Gran Bretaña, un granuja llamado Boris Johnson quiere llevar adelante, caiga quien caiga, el deseo patriótico de sus conciudadanos, consistente en encerrarse en su isla, con el menor número de extranjeros posible, y recordar los buenos viejos tiempos en los que su país era el rey del mundo. Y en otras partes, la cosa es aún peor: Bolsonaro en Brasil, que se emborracha de amor a su patria, pero que está permitiendo que los incendios, la discriminación y la injusticia la destruyan; el criminal Rodrigo Duterte en sus adoradas Filipinas; el tarugo Maduro en la atormentada Venezuela: ah, si Bolívar levantara la cabeza. Yo estoy cansadito de las patrias: de las de unos y de las de otros. Si tiene que haberla, quiero una sosegada y hospitalaria, una a la que no se le erice el vello por cualquier tontería, una en la que prevalezcan las personas y sus derechos, una que no promueva la adscripción ciega a los mitos colectivos, sino la pertenencia pacífica a una humanidad en la que todos quepamos. Y, si no, pues mejor: pasémonos sin patrias. Estoy seguro de que viviremos más tranquilos: de que seremos más personas y menos pueblo.
A la patria, mi amor,prefiero rosas,
ResponderEliminary antes magnolias amo
que fama y que virtud.
Mientras la vida no me canse,dejo
pasar por mí la vida
si sigo siendo el mismo.
¿ Qué importa a aquel a quien ya nada importa
que uno pierda y otro venza,
si ha de amanecer siempre,
si cada año con la primera
aparecen las hojas
y en el otoño cesan?
El resto,esas otras cosas que los humanos
añaden a la vida,
¿qué aumentan mi alma?
Nada,salvo la sed de indiferencia
y la blanda confianza
en la hora fugitiva.
Fernando Pessoa
Odas de Ricardo Reis
Un abrazo enorme.
Este comentario ha sido eliminado por el autor.
ResponderEliminar