Estos días recuerdo más que nunca una de las razones fundamentales por las que leo, por las que me gusta leer: con un libro nunca estás solo. Parece el lema de un programa de fomento de la lectura (seguramente, en algún lugar lo habrá sido), pero su verdad supera con mucho su apariencia publicitaria (o su sesgo adoctrinador). En estos días de soledad casi absoluta para algunos, el libro se convierte en el compañero con el que se convive, con el que se habla de las cosas sucedidas hoy o hace mucho tiempo, el camarada que nos entretiene, que impide que el tiempo se convierta en una losa o una tortura. No hay esa diferencia que quienes no aprecian la letra impresa o son incapaces de gozarla tratan de inculcarnos siempre que pueden: entre lectura y vida, entre libro y vida. La lectura es vida. Vivir también es leer. Tanta pasión (o casi) despierta una página bien escrita como un cuerpo amado. Tanto placer se obtiene de un poema certero como de un paseo agradable o una conversación estimulante. Tanta reflexión suscita un ensayo atinado como el conocimiento de las cosas del mundo. En esta reclusión que aún resulta novedosa, pero que pronto será atroz, los libros vuelven a ser protagonistas de mis horas. Nunca han dejado de serlo, en realidad, pero ahora su presencia se impone como una disciplina, como una técnica de supervivencia. Alrededor de mi sillón de lectura se acumulan los volúmenes, de todo tamaño y condición, entre los que voy saltando como un entomólogo a la caza de mariposas en la montaña. Y quiero dar cuenta de algunos de ellos.
Mi buena amiga la poeta María Ángeles Pérez López, que sabe muchísimo de literatura hispanoamericana y de autoras hispanoamericanas, me recomendó en su último viaje a Barcelona —en el que visitamos juntos la librería Laie y su inexcusable mesa de novedades de poesía— un libro de una autora costarricense —aunque fue adquiriendo otras nacionalidades según se desplazaba por Centroamérica, huyendo de miserias y dictaduras: guatemalteca, mexicana— que atendía por el inverosímil nombre de Eunice Odio. Fue una mujer bellísima y desgraciada: murió en Ciudad de México, en 1974, pobre, alcohólica y sola; descubrieron su cuerpo en la bañera una semana después de que hubiera fallecido. El libro es El tránsito de fuego, cuya primera edición data de 1957 y que ahora republica Ediciones Sin Fin, con edición de Tania Pleitez Vela. El poemario, dialogado, no da facilidades: la alegoría dramática que vertebra se nutre del creciente interés de Odio por la cábala, el espiritismo y las ciencias ocultas, pero deslumbra permanentemente por su voluptuosidad verbal y la energía de sus versículos. Épico, surreal, líquido y lírico, femenino y viril, El tránsito de fuego es una obra desconocida y mayor, a la altura de Perse o Pound, de la que rescato estos versos, lúcidos y animosos, lo que quizá sea adecuado en estos sofocantes días nuestros:
Se me confunde el pecho con lo negro,
se me eriza la sangre, se levanta,
mi corazón es ácido y espeso.
No lo remonta nada, nadie.
Estoy sin mí, me busco por el alma.
Paso sin conocerla, sin mirarme.
Solo soy una gota de carne dolorosa
que se levanta y anda.
Porque hay que andar,
levantarse como una herida al viento,
presintiendo que tal vez no ha llegado la hora
de tenderse a callar,
a morir;
de que hay otra cosa, de que aún queda una,
una sola esperando su nombre para nacer;
y que vas a llegar,
vas a tocar por fin su ribera para salvarte,
y llegas...
Otro buen amigo, Jonás Sánchez Pedrero, me regaló hace poco La hora del barquero, de Víctor Chamorro, ganador del Premio Café Gijón de 2002 y publicado por Acantilado en 2003. Se trata de otro libro difícil, en el que se narra, con prosa barroca y expresionista, llena de relumbres oscuramente poéticos, el largo interrogatorio al que un torturador y un psiquiatra someten al protagonista, Jesús Maera. Víctor Chamorro, nacido en Monroy y residente en Hervás, es un sobresaliente autor extremeño, que ha escrito dilatadamente sobre su tierra (su monumental Historia de Extremadura ocupa ocho volúmenes), pero cuya ausencia de los círculos literarios, tanto extremeños como españoles, siempre me ha llamado la atención. Al abrir el sobre de Jonás y descubrir La hora del barquero, recordé que mi conocimiento de Víctor Chamorro se remontaba a muchos años atrás. A principios de los noventa, cuando era joven, feliz e indocumentado, fungí de lector de la agencia literaria Carmen Balcells, es decir, de último mono de la todopoderosa y enormísima, en todos los sentidos de la palabra, agente. Y entonces tuve ocasión de leer un manuscrito de Chamorro, del que no tenía, por aquel tiempo, ninguna referencia (a pesar de que ya había ganado algunos premios importantes y publicado en Seix Barral [El pasmo, 1987]; cosas de mi ignorancia). Aquel libro se titulaba Los marqueses del infierno y contaba la particular cruzada que un fraile dominico, Alonso de la Fuente, emprendía hacia 1570 contra la herejía de los alumbrados, una cruzada que se desarrollaba, en buena parte, en Extremadura. Me impactaron el empaque léxico, la brillantez formal de la prosa de Chamorro (que sigo advirtiendo, acrecidos, en La hora del barquero) y el minucioso bagaje documental, sabiamente integrado en la narración, que amparaba la novela. Mi informe, firmado el día de Reyes de 1990, y que tengo ahora, al escribir estas líneas, delante de los ojos, era muy favorable. Concluye así: "Una novela espléndida, de necesaria publicación". De hecho, ese informe fue uno de los pocos informes favorables que firmé en mis dos años largos de colaboración con la agencia: lo que me daban a leer era, con pocas excepciones, mediocre o, sin más, basura. Cuando, pasado algún tiempo, me interesé ante el coordinador de los lectores de la agencia —hoy profesor universitario y destacado crítico de El País— por la suerte de la novela, me respondió que no iban a promoverla. Me atreví a preguntarle por qué y su respuesta fue: "El autor es demasiado mayor (en 1990, Chamorro tenía 50 años) y no se le va a poder sacar el suficiente partido...". (Así lo dijo, con fórmula impersonal que diluía la crudeza de la razón, pero que también los incluía a ellos: la agencia era uno más de los entes que no le iban poder sacar a Chamorro el suficiente partido). Aunque lamentase que se refiriera a un libro admirable, aquella respuesta me iluminó como pocas otras lo han hecho, a lo largo de mi vida como escritor (y editor), sobre la escabrosa realidad de la industria editorial —y, por extensión, de la cultura— en nuestro país. Una magnífica obra literaria se veía condenada a seguir en la oscuridad de la inedición porque el autor no era un joven pinturero, con muchos años de escritura por delante, al que sellos y agentes pudieran exprimir lo bastante como para rentabilizar la inversión que se hiciese en él. En la página web de Víctor Chamorro veo, no obstante, que en 2008 la editorial Planteamiento publicó una novela titulada Los alumbrados, que no debe de ser otra que la que yo conocí como Los marqueses del infierno. En la página de wikipedia dedicada al escritor, se dice que "ha tenido que optar por el camino de la independencia para salvar su obra del cedazo del mercado" y que "su hija Maite decidió montar la editorial Planteamiento" para garantizar ese camino independiente. Lo celebro y lo aplaudo, aunque sea con treinta años de retraso.
Transcribo ahora un largo fragmento de una de las conversaciones que mantienen Jesús Maera y Lino, su torturador, del capítulo 13:
—Es que, Lino, somos un fallido experimento de la naturaleza, embriones que no progresan y hemos quedado en estadio de híbridos monstruosos. Desde luego que algunos más. Se ha detenido el proceso de cefalización. Seres estancados en un cigoto mestizo de mono y hombre. Es el miedo quien estanca nuestro proceso y bloquea el esfuerzo de complicación de la red neuronal. Los que administran el miedo nos ponderan el inmovilismo. Ellos saben que, a medida que el hombre pierde el miedo, se aventura. Pero superar el miedo impreso es un esfuerzo en equipo. Las mutaciones únicamente prosperan si son colectivas. Tú eres un renacuajo que se cree rana adulta en un pozo. Y te aterra si alguien te mienta el océano.
Con rostro sereno y voz neutra, prosigo:
—Déjame agotar, Lino, este súbito ataque de memoria. El miedo inflamó nuestras meninges y nos hizo creer vaguedades, desprogresamos por creernos algo acabado, y en la obsesión de compensar el miedo inflamos nuestra soberbia hasta considerarnos dioses, hijos de Dios, perfectos, eternos, no un simple relámpago entre dos oscuridades. La soberbia es otra hijastra del miedo, ataca a nuestra metamorfosis, la estanca, la retrotrae a etapas inferiores de la evolución, más abajo del mono, una ardilla, menos que una ardilla, un insecto. Aprenderemos a saber que somos un proyecto en evolución permanente, y que este no será fallido si aceptamos nuestra condición efímera, inacabada, seres en permanente transitoriedad y travesía. El día que abdiquemos de fantasías supraterrenales, comenzaremos a curarnos nuestro miedo Curarnos con el aprendizaje. El miedo se aprende y el valor, también.
Transcribo ahora un largo fragmento de una de las conversaciones que mantienen Jesús Maera y Lino, su torturador, del capítulo 13:
—Es que, Lino, somos un fallido experimento de la naturaleza, embriones que no progresan y hemos quedado en estadio de híbridos monstruosos. Desde luego que algunos más. Se ha detenido el proceso de cefalización. Seres estancados en un cigoto mestizo de mono y hombre. Es el miedo quien estanca nuestro proceso y bloquea el esfuerzo de complicación de la red neuronal. Los que administran el miedo nos ponderan el inmovilismo. Ellos saben que, a medida que el hombre pierde el miedo, se aventura. Pero superar el miedo impreso es un esfuerzo en equipo. Las mutaciones únicamente prosperan si son colectivas. Tú eres un renacuajo que se cree rana adulta en un pozo. Y te aterra si alguien te mienta el océano.
Con rostro sereno y voz neutra, prosigo:
—Déjame agotar, Lino, este súbito ataque de memoria. El miedo inflamó nuestras meninges y nos hizo creer vaguedades, desprogresamos por creernos algo acabado, y en la obsesión de compensar el miedo inflamos nuestra soberbia hasta considerarnos dioses, hijos de Dios, perfectos, eternos, no un simple relámpago entre dos oscuridades. La soberbia es otra hijastra del miedo, ataca a nuestra metamorfosis, la estanca, la retrotrae a etapas inferiores de la evolución, más abajo del mono, una ardilla, menos que una ardilla, un insecto. Aprenderemos a saber que somos un proyecto en evolución permanente, y que este no será fallido si aceptamos nuestra condición efímera, inacabada, seres en permanente transitoriedad y travesía. El día que abdiquemos de fantasías supraterrenales, comenzaremos a curarnos nuestro miedo Curarnos con el aprendizaje. El miedo se aprende y el valor, también.
Gracias otra vez, Eduardo, por este emocionante homenaje a mi maestro y amigo. Un fuerte abrazo.
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