Salgo a la calle. Salir hoy a la calle se ha convertido en algo irresponsable, que ha de hacerse de modo casi clandestino. Salir a la calle despierta sentimientos de culpa y desconfianza. Pero lo hago. He leído que, entre las excepciones para la deambulación previstas en el decreto del Gobierno que declara el estado de alarma, están las salidas a los bancos. Y he pensado que ir al cajero automático para sacar dinero puede asimilarse a una visita al banco. Así que, provisto de la excusa que necesito por si la policía me para por la calle para preguntarme, como una madre, qué hago a estas horas, y solo, en la vía pública, en lugar de seguir recluido en casa, como es mi obligación, me he encaminado al cajero automático en el que suelo hacerme con efectivo, a setecientos u ochocientos metros de casa. Durante un rato, he tenido la sensación que debe de tener el protagonista de Soy leyenda, la novela de Richard Matheson, sucesivamente encarnado por Vincent Price, Charlton Heston y Will Smith en las películas que se han inspirado en ella: ser el único habitante del mundo. Solo recuerdo otra noche parecida, si no peor: la del 23 de febrero de 1981, la del golpe de Estado de Tejero. Aquella tarde infausta yo había quedado, inverosímilmente, con unos amigos en el piso de uno de ellos, en el barrio de Les Corts, para jugar a la güija. Sí, a la güija. Se conoce que la asonada del guardia civil había despertado en nosotros las inclinaciones más esperpénticas. Al salir de aquel encuentro cómico-metafísico (que no nos puso en comunicación con ningún espíritu, desde luego: la piedra se movía, sí, pero porque uno de nosotros, que había fumado demasiada grifa, la empujaba sin recato), volví a casa caminando. Era ya de noche, y no había nadie, literalmente nadie, en las calles de Barcelona. Solo recuerdo algunos ladridos destemplados y un par de coches de la guardia urbana, con sus luces azules y blancas arañando la prieta negrura de la ciudad. Y mis pasos resonando, más solitarios que nunca, en las fachadas. Hoy tampoco veo a nadie en el parque. Las casas, como entonces, parecen estar tapiadas. Bares y tiendas están cerrados. No pasa un coche por la calle. Una sensación de pesadez, de impenetrabilidad, lo impregna todo. Es un vacío preñado de espesura, de inmovilidad tensa. No obstante, al cabo de un rato, empiezo a percibir vida. Me cruzo con alguien que pasea al perro. Es lo que tienen los chuchos: que hay que sacarlos a pasear tres veces al día, aunque en las calles haya una manifestación de Vox o impere la peste bubónica. Veré luego más paseantes de cánidos, tranquilos o puede que resignados. Pero también me encuentro con gente que camina sola, como yo. Cuando camino solo, recuerdo a menudo la famosa canción de Rodgers y Hammerstein You'll never walk alone ('nunca caminarás solo'), hoy convertida en el himno de varios equipos de fútbol del mundo. Esta degradante conversión no le ha quitado un ápice de su consoladora belleza: "When you walk through a storm, / Hold your head up high / And don't be afraid of the dark. / At the end of a storm / There's a golden sky / And the sweet silver song of a lark. / Walk on through the wind, / Walk on through the rain / Though your dreams be tossed and blown. / Walk on, walk on / With hope in your heart. / And you'll never walk alone..." ('Cuando camines bajo el azote de la tormenta / Levanta la cabeza / Y no temas a la oscuridad. / Cuando cese la tormenta / Verás un cielo de oro / Y oirás el dulce canto de plata de la alondra. / Desafía al viento, / Desafía a la lluvia, / Aunque disperse y se lleve tus sueños. / Camina, sigue caminando, / Con el corazón esperanzado. / Y nunca caminarás solo...'). Con esos que caminan solos cruzo miradas de interrogación y sospecha. ¿Qué diantres haces tú aquí?, parecemos decirnos, calladamente, el uno al otro. Las pandemias son así: además del virus que las causa, inoculan el virus del miedo, que es peor. Según me adentro en el pueblo, veo a otra gente. Por ejemplo, una familia de sudamericanos —bajitos, oliváceos, risueños— que pasan empujando un carrito de bebé (con bebé dentro) y en amena charla. Esto debe de ser para ellos un tranquilo paseo dominical. También diviso a jóvenes que pasan montados en un patinete eléctrico. Siempre van dos en el cacharro. Son otros para los que el vaciamiento de las calles constituye una excelente oportunidad de apatrullar la ciudad. Una runner y un par de ciclistas me adelantan también: hay quien es inmune a los elementos; estos amantes de la vida sana harán vida sana aun cuando sea insano, casi mortal, hacerlo: aun cuando caigan chuzos de punta o estalle Chernobyl. Me sorprende ver un comercio abierto: es un bareto, Capote's, que ha colgado un enorme cartel a la puerta en el que, para que no haya ninguna duda, se lee "Abierto", y cuyas luces resaltan, estridentes, en la oscuridad de los negocios vecinos, cerrados. Pero no hay clientes. Solo están los dueños: él mata el tiempo colocando bien —por enésima vez, supongo— servilletas y cartas; ella se distrae con el portátil en una de las mesas con manteles a cuadros rojos y blancos. Muchos establecimientos han colgado letreros en los escaparates en los que informan del cierre. Algunos lo hacen asépticamente, sin comprometerse: "Cerrado hasta nuevo aviso" o "Cerrado por causas ajenas a nuestra voluntad", cosas así. La mayoría, en cambio, justifica la bajada de persiana por responsabilidad social: para contribuir a la lucha contra el coronavirus. El mensaje de la solidaridad está calando, por lo que veo. Algo, no obstante, une a uno y otro tipo de rótulos: todos están pésimamente escritos. Pero hace mucho tiempo que he desesperado de que la comunicación social se atenga a unos mínimos de pulcritud expresiva. A quién le importa, además, cómo están escritos los carteles cuando estamos hablando de una pandemia de orthocoronavirinae. Llego al cajero y meto la tarjeta en la ranura. La pantalla me previene: "Evite ser observado". Se lo agradezco, pero esta vez es innecesario: no hay nadie en varias calles a la redonda que pueda observarme. Cuando ejecuto la operación, pienso si con el dedo no estaré atrapando el dichoso virus: por esa pantalla todavía pasan muchas manos al día. "Que no se me olvide lavarme las manos al llegar a casa, y no tocarme ahora la cara", pienso a continuación. Y reflexiono sobre lo extraño que es que me dé unas instrucciones de higiene (o de cualquier cosa) tan expresas —y tan temerosas— yo, que siempre, vagamente ácrata, adapto las normas del grupo a mis inclinaciones particulares. De vuelta a casa, paso junto a un coche aparcado en la acera del que dos mujeres, con caras de estrés, están descargando una compra. Ambas portan, en la cúspide de lo adquirido, sendos paquetes de papel higiénico, como los prehistóricos lucían las cabezas de sus enemigos clavadas en las puntas de sus sílex. Las señoras lucen una expresión de cansancio mezclado con una indisimulada satisfacción. Yo pensaba que el papel higiénico era un objeto que ya había desaparecido del mundo, como los miriñaques o las bujías de carburo. Pero no: ellas me demuestran que, en algún rincón, superviviente como una rara especie paleolítica, aún quedan ejemplares de papel de culo. Caminando por el parque, recibo un mensaje de una buena amiga, que me informa de que ha contraído la enfermedad. Lleva cinco días aislada en casa, con fiebre al principio, y tos y terribles dolores musculares y de cabeza hasta hoy mismo. Le doy ánimos y me ofrezco a ayudarla si lo necesita (aunque no podré llevarle papel higiénico). De pronto, empiezo a oír aplausos en el barrio: provienen, indeterminadamente, de las casas que me rodean. Y entonces recuerdo que en algún lugar he leído que para hoy a esta hora se había convocado por las redes sociales un acto de apoyo a los médicos y personal sanitario que están luchando en los hospitales contra el coronavirus. Algunos de mis vecinos han salido en familia al balcón y aplauden al aire. Desde otros lados crece la ovación, que dura un par de minutos. No sé si los sanitarios se enterarán, pero la iniciativa conforta, incluso a gente tan reacia a las iniciativas comunitarias como yo. Ayer un amigo me mandó un vídeo en el que se veía a los vecinos de Nápoles, que también están aislados por el coronavirus, salir a las terrazas o asomarse por las ventanas de sus casas para cantar con una pandereta y un acordeón: tarantelas contra la plaga. Hoy ya circulan por las redes, y se difunde por televisión, que los españoles hemos elegido Resistiré, uno de los hits del Dúo Dinámico —inspirada, se conoce, en la célebre máxima de Cela: "el que resiste, gana"—, y Sobreviviré, el exitazo aullado por Mónica Naranjo (a las que se añade, de vez en cuando, el himno de España), para animarse de balcón a balcón. Son piezas alegres y épicas, que es lo que algunos creen que nos hace falta. Pero yo habría preferido algo más racial, más autóctono, como Manolo Escobar, o más cachondo, sin dejar de ser sutil, como La Trinca. Cuestión de gustos, desde luego. Aunque yo no me sumaré al orfeón: canto fatal.
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