Yo viajo en tren dos veces al día. Llevo muchos años haciéndolo. Son unos trenes comarcales, modestos, de vuelo gallináceo, como diría Pla —los Ferrocarriles de la Generalitat —, pero trenes al fin y al cabo. Cada mañana voy andando a la estación de Sant Cugat, me abro paso, en el andén, entre la multitud que espera para subir a bordo, como yo (¿de dónde saldrá tanta gente?, me pregunto cada día), y entro, por lo general a empujones, en el vagón. Y allí he de convivir con una humanidad variopinta e ingente. El espacio cerrado del tren delimita un mundo en el que se reflejan las costumbres y se repiten los comportamientos. Los viajeros somos casi siempre los mismos y, en consecuencia, nuestra conducta tiende también a ser siempre la misma. Yo, por ejemplo, ocupo en todos los viajes, si puedo, un asiento de pasillo para poder estirar un poco las piernas y me pongo a leer. Leer es el caparazón que me protege de la aspereza, incluso de la hostilidad de la masa. Abrir el libro supone encerrarme en una cápsula que me aísla de la aglomeración humana: de sus agresiones y suciedades. Pero las páginas en las que me arrebujo no me incomunican de todo. A menudo, los sucesos exteriores llaman a la campana de cristal en la que me refugio y despiertan sin remedio mi atención. Un clásico de esos acontecimientos perturbadores —uno de los más perturbadores, de hecho— es el pedo alevoso. En el apretujamiento de los viajes, en esa cercanía casi obscena de los cuerpos, un cuesco es criminal. Resulta admirable, entonces, cómo, apuñalados por el gas, mantenemos todos una imperturbabilidad violenta, una rigidez casi pétrea: un tahúr del Misisipi no parecería más inexpresivo que nosotros. Nadie quiere significarse reconociéndose afectado por el pedo devastador. Y nadie se atreve acusar del delito a nadie. Aunque no todos se comportan así. A veces, alguien arruga la cara con gesto de disgusto o va incluso más allá y empieza a abanicarse las narices con una mano para que conste que no está dispuesto a soportar el atentado en silencio y para reprochar al culpable, siquiera mímicamente, su crueldad. Quienes obran de este modo suelen ser mujeres. Aunque a veces pienso que quizá el culpable sea el que se abanica: así, gritando "¡Yo no he sido!" con las manos, se excluye de la lista de sospechosos. Las mujeres acostumbran a ser también las que deslindan su espacio, como si construyeran en ese momento un reducto propio: ocupan el asiento, cruzan familiarmente las piernas, se echan el pelo para atrás, sacan una botella de agua del bolso y se la ponen a un lado, sacan una carpeta, un libro o unos apuntes de ese mismo bolso y se los acomodan en el regazo, mordisquean una manzana que llevaban en el bolsillo, se ajustan los auriculares, empuñan el lápiz o el móvil. Solo les falta poner una maceta en el alféizar de la ventanilla para que se encuentren como en casa. También son las mujeres las que menos inconvenientes tienen en practicar la higiene personal en el vagón. Una se pinta, moviendo los labios recién untados como un pez; otra se empolva la nariz, mirándose en un espejito en el que me maravilla que vea algo; otra más limpia con un cepillo el bolso de ante que lleva o la chaqueta de cuero en la que ha caído una mancha que solo ella ve. Y, en fin, también acostumbran a ser mujeres las que comen en el vagón: desenfundan de las bolsas que acarrean una fiambrera, que suele contener ensalada o pasta, y se la zampan, con cubiertos de plástico, mientras hacen el viaje. Ese —o un bocadillo— es el almuerzo de muchas. Es una costumbre innoble —que nos envuelve, además, a los viajeros en una nube de olores y una sinfonía de masticaciones—, pero exigida, supongo, por las obligaciones laborales y los horarios frenéticos. Hay muchas otras invasiones del espacio ajeno en los ferrocarriles de la Generalitat, aunque no es difícil que así ocurra: el espacio es tan exiguo —o la humanidad que lo ocupa es tanta— que casi cualquier cosa lo vulnera. Hay quien, en lugar de utilizar los portaequipajes, que están ahí para que los objetos no quiten espacio a las personas, se pone entre los pies la mochila, la cartera, la bolsa del supermercado o lo que sea que lleve, a sabiendas de que ponérselo entre los pies significa también ponérselo encima de los pies al viajero que tiene enfrente. Pero eso da igual: ya los quitará cuando se le empiece a cortar la circulación, piensan casi todos. Hay también quien escucha música por unos auriculares, pero a un volumen tan salvaje que la música que solo debería taladrar su cerebro, taladra también el de los vecinos. Y hay —he aquí otro clásico— los que hablan y, peor aún, los que hablan a gritos. De estos existen dos modalidades: los que lo hacen con alguien que viaja con ellos o los que lo hacen por el móvil. Los segundos resultan un incordio mayor: al no estar presente el interlocutor, parecen muñecos de feria, autómatas parlantes, monologuistas sin gracia, pero, ay, con mucho público. Su soledad elocutiva los vuelve absurdos, como chalados que hablaran consigo mismos. Sin embargo, no es el hecho de que el hablador sea uno o varios lo que más me incomoda. He reflexionado largamente sobre ello: lo que me desquicia es tener que enterarme de las banales intimidades de un sujeto desconocido. Esas intimidades me empapan como la lluvia, como una lluvia ácida. No solo me impiden leer, o disfrutar de lo leído, sino que me pringan de las miserias ajenas: de sus reyertas, enfados, hipocresías o mezquindades. Que alguien aconseje a otro alguien, en público y con muchos decibelios, que mande a la mierda a su novio o novia, porque es un capullo o una capulla, no difiere para mí de que cuelgue su colada en mi comedor; o detallarle, con la indignación requerida, los pasos que debe dar contra la empresa que acaba de despedirlo, se me antoja equiparable a que tire los calcetines sucios en mi cocina. No quiero saber nada de todo eso: es antihigiénico, es innecesario, es desagradable, pero me veo obligado a oírlo —por más que no lo escuche— casi todos los días, de lunes a viernes, a la ida y a la vuelta. Y me maravilla que los que se confiesan así, lo hagan con la indiferencia con que lo hacen: son inmunes a la vergüenza. De hecho, su facundia es un insulto para quienes los rodeamos: no solo nos imponen obscenamente su yo (que es exactamente lo contrario de la educación), sino que nos lo imponen porque no sienten que existamos. Como no les importamos nada, como ni siquiera estamos ahí, pueden decir lo que quieran y como quieran. Los demás, para estos vertedores (y vertederos) de sórdidas familiaridades, somos invisibles. Frente a la insolente futilidad de su cháchara, unos pocos más y yo nos refugiamos en los libros, pero estamos en franca minoría. (Una vez se sentó delante de mí una señora mayor que leía un libro de versos; tuve ganas de abrazarla, aunque llevase el lacito amarillo en la solapa y el poemario fuese de Joan Margarit). La mayoría se atrinchera en el móvil: el móvil es el refugio favorito de casi todos, la prolongación de su mano, su cerebro y su vida toda. (Me atrevo a predecir que pronto las funciones que permiten los móviles, si no los móviles mismos, se instalarán directamente en el cerebro, para que obtengamos con más rapidez aún la gratificación que nos proporcionan). Y en ellos —lo sé porque a veces no he podido resistir la tentación de espiar sus pantallas— la ocupación principal consiste en escribir mensajes (las mujeres suelen utilizar dos dedos, uno de cada mano, para teclear; los hombres, solo uno), ver fotos o jugar al solitario. Las fotos, infinitas, se pasan a golpe de índice, y yo me pregunto si alguien ve realmente algo ahí. Luego están los que enriquecen la dimensión sonora del vagón con toses, estornudos y una rica gama de gargajeos, que yo nunca habría sospechado tan rica. En esas circunstancias, uno comprende mejor que nunca la fragilidad de la especie humana. Y, gracias al coronavirus, el hecho de que se siente a mi lado alguien que suda mucho y no deja de toser con tos seca, se ha convertido en un motivo de jolgorio más entre los muchos que ya acompañan mis viajes en tren todos los días, de lunes a viernes, a la ida y a la vuelta.
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