Hace pocos días me enteré, por la prensa digital, de que mi amigo, el poeta y escritor venezolano Willy McKey, se había suicidado en Buenos Aires, donde vivía desde 2019, arrojándose desde el noveno piso de un inmueble en el barrio de La Recoleta. Tenía 40 años. Según recogen los periódicos, el 28 de abril una joven había contado en las redes sociales cómo se había acercado a él en Caracas, deseosa de que, siendo Willy una persona influyente en el mundo de la cultura, la introdujera en los círculos literarios del país, de los que "se moría por formar parte", y que el escritor, con la promesa de hacerlo, la había acosado hasta acostarse con ella, que tenía entonces dieciséis años. Esa denuncia había desatado inmediatamente una ola de críticas feroces en las redes sociales y los medios de comunicación, y provocado, en menos de 24 horas, que varias mujeres más relataran que Willy había abusado o intentado abusar de ellas, que el portal digital con la que colaboraba cancelara su relación con él, y que la Fiscalía iniciara una investigación. Willy admitió en su cuenta de Instagram que había cometido estupro y pidió perdón por ello. Y solo un día después de que la primera mujer denunciara el caso, el 29 de abril, Willy publicó un último tuit en el que decía: "No sean esto. Crece adentro y te mata. Perdón", y se tiró por el balcón. Mi asombro y mi dolor fueron abrumadores.
Hacía tiempo que no sabía de Willy, salvo por algún vídeo que veía en youtube y que confirmaba que se había subido, con gran éxito, al carro de la comunicación digital, y que se había hecho muy popular entre la gente de su generación y de las generaciones más jóvenes. Su aspecto también había cambiado: en esas imágenes, lucía un peinado aparatoso, una barba espesa y unas gafas oscuras. Quedaba poco del rostro lampiño, risueño y algo adolescente aún que tenía cuando lo conocí en 2007, con ocasión de una bienal de literatura en la ciudad de Mérida, en Venezuela, a la que me habían invitado, y a la que él asistió también como espectador y participante ocasional. Willy me deslumbró; tenía solo 27 años, pero me deslumbró. Y lo hizo estando todos, como estábamos, rodeados de escritores, profesores y gente más o menos encumbrada y/o brillante (también había algunos zotes, pero eso siempre pasa en los congresos literarios; a menudo hasta son mayoría) que palidecían al lado de su bonhomía, su inteligencia, su pasión por la palabra y su cultura literaria. Su novia de aquellos años, Virginia, encantadora también, cubría el encuentro como periodista del diario El Nacional. El deslumbramiento de Willy McKey, que me consta también sintieron otros invitados, era, sobre todo, humano. Uno lo veía, y hablaba con él, y no podía dejar de sentir que se encontraba ante un ser singular: generoso, afable, lúcido, divertido; alguien que no dejaba de reírse de sí mismo y capaz de llorar al escuchar un poema de José Barroeta. Al año siguiente, tuve ocasión de volver a Venezuela con mi mujer y mi hijo Álvaro, entonces solo por turismo, y nos alojamos en el apartamento donde Willy y Virginia vivían en Caracas —este era otro rasgo suyo: la hospitalidad—. Con él recorrimos el barrio de Chacao (el único seguro, decía) y subimos al Monte Ávila, desde donde las vistas del mar Caribe y del paisaje venezolano son espectaculares. Willy nos enseñó, a Álvaro y a mí, a comer perritos calientes echaítos palante, para que las salsas con las que había que regarlos no le decoraran a uno la pechera. También nos descubrió la mejor librería de viejo de toda Caracas, o al menos la más grande y polvorienta, La pulpería del libro, donde él y su amigo Santiago Acosta —con el que dirigía una estupenda revista literaria, El Salmón, cuyos ejemplares adornan todavía mi biblioteca— robaron varios libros de buenos poetas venezolanos —Barroeta, Cadenas, Gerbasi— y me los regalaron para agasajarme. Todas las mañanas, Willy nos preparaba para desayunar unos zumos deliciosos y descomunales, a base de la multitud de frutas que regala la naturaleza en Venezuela: guayabas, mamones (que nos enseñó a chupar; de ahí su nombre), bananas, parchita y muchas otras cuyos exóticos nombres he olvidado. Por fin, antes de despedirnos, me regaló, dedicado, un ejemplar del único poemario que había publicado hasta entonces, Vocado de orfandad, ganador del premio Fundarte en 2007, y que tengo ahora delante de mí, al escribir estas líneas. Lo leí al volver a Barcelona, y me pareció muy prometedor. Lo reseñé en la revista Guaraguao en 2008, y luego incluí la reseña en Apuntes de un español sobre poetas de América (y algunos de otros sitios), que vio la luz en México en 2016. También relaté la experiencia de mi segunda estancia en Venezuela, con aquellos días memorables en compañía de Willy y Virginia en Caracas, en La pasión de escribil, aparecido en 2013. Y aún tuvimos ocasión de volver a estar juntos cuando vino a visitar a Virginia, que pasó un año en Barcelona cursando un máster: paseamos por la ciudad —que no le gustó demasiado, salvo el Camp Nou y el museo del Barça: era muy culé—, vino a cenar a casa —donde volvió a demostrar el buen apetito que siempre lo había caracterizado—, hablamos de poesía, de política y del futuro, y, en fin, recordamos los buenos momentos que habíamos compartido en Venezuela. Lo noté, quizá, algo confuso y un punto melancólico, pero sin dejar de ser el hombre inteligente y encantador que había conocido. Estaba ya implicado en la oposición a Chaves y su régimen desastroso, y ahora me he enterado de que llegó a formar parte del equipo de asesores de Juan Guaidó y hasta a escribirle discursos. Volvió por fin a Venezuela y, aunque mantuvimos alguna conversación telefónica e intercambiamos un puñado de correos, nuestras vidas siguieron sus caminos separados, y esa separación se fue acentuando con los años, sin otro motivo que la distancia física, el devenir del tiempo y la propia implicación de cada cual con su presente y sus circunstancias. Pero Willy McKey permaneció siempre en mi memoria y en mi conciencia como alguien tocado por una gracia especial, cuya amistad me sanaba y enorgullecía.
El final de su vida no ha podido ser más desolador e inesperado para mí. Ayer me atreví a aventurarme en Twitter —cosa que no hago nunca, por higiene mental y moral— para explorar la noticia y, quizá, entender mejor lo que había pasado. Pero enseguida me encontré chapoteando en la aborrecible jauría digital, que vomitaba una bilis inmisericorde contra el muerto: el más moderado lo tildaba de cobarde por haberse suicidado; muchos deseaban que se pudriera en el infierno. También leí el relato de la denunciante, documentado con los mensajes que Willy le había enviado a lo largo de aquellos meses de persecución. No voy a cuestionar la historia, dado que Willy no lo hizo, aunque en el puñado de mensajes que lanzó en aquellas horas apresuradas y oscuras dejara entrever que las relaciones que mantuvieron habían sido consentidas. Pero si lo fueron, lo fueron con una menor de edad. Muchas cosas de este tristísimo caso me sorprenden y confunden. En primer lugar, la rapidez con la que sucedió todo: que bastasen veinticuatro horas para que la comunidad digital y la empresa para la que trabajaba lo declararan culpable, y esta prescindiera de sus servicios, y para que Willy se suicidara. Pero también que hubiera abandonado el mundo de papel en el que se había educado y crecido para sumergirse en las procelosas aguas de las redes sociales, y que les hubiera otorgado a estas tal importancia en su vida, en la definición de quién era y quién podía ser, que apenas un día de acoso digital bastara para que decidiese quitarse la vida; que alguien a quien siempre había tenido por bueno, entrañable y luminoso como Willy hubiese albergado, en esa ciénaga interior que todos acarreamos en silencio, a un ser capaz de violentar la voluntad de una menor de edad —si eso fue lo que sucedió— y, al parecer, también de otras mujeres para satisfacer el deseo sexual; que la gente esté tan dispuesta a embrutecerse en masa y a participar, con escalofriante facilidad y diría que hasta con alegría, enarbolando la soga de la superioridad moral que les da una causa indubitable, en estos linchamientos digitales, y se regodee después, encendida de indignación, en la tragedia irreparable de la muerte de una persona; que las empresas y las instituciones se plieguen al salvajismo del juicio mediático, prescindiendo de principios irrenunciables como el derecho de defensa y la presunción de inocencia; y que, en fin, este mundo sea tan bestial, tan incomprensible, como para que pasen cosas como esta. Willy McKey ha muerto. Si obró mal, debería haber sido castigado por ello, como cualquier ciudadano que comete un delito, no perseguido como una alimaña, hasta la destrucción, por los anónimos y crueles justicieros de Twitter. Pero no es esto, con ser mucho, lo que ahora prevalece en mí. Lo que siento es una pena inmensa. Después de tantos años, sigo recordando a Willy como siempre fue a mis ojos: afectuoso, brillante, con un corazón grande y comprometido; una buena persona. Aun sintiendo el daño que haya podido causar, más siento el que se ha infligido a sí mismo. Nada borrará ese recuerdo, teñido de emoción y, ahora, de amargura.
Vocado de orfandad empieza con esta cita de Rafael Cadenas: "¡Oh!, tú mi enemigo, dentro de mí, entrégame las llaves definitivas para abrir el más claro aire, las arcas transparentes", y su primer poema dice así:
Frente a un espejo
vacío
palabras
vueltas
hilo
(surge de nuevo
el sustituto)
un trazo delicado
nombra los límites
mis afueras
Todo lo ajeno a esta figura altera
temo su borde
Mea culpa de todo el adentro.
Estremecedor homenaje. Un abrazo grande, Eduardo.
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